Por Natale Amprimo Plá
Constitucionalista
Las universidades son centros de estudios dedicados a la investigación, enseñanza y formación de los diversos campos del saber. Interesan a la Iglesia por dos motivos principales: por la importancia de iluminar las tareas universitarias a la luz del Evangelio, respetando su natural y legítima autonomía científica; y porque el ordenamiento canónico ha de garantizar que las universidades católicas respondan efectivamente a su condición (“El derecho de la Iglesia. Curso básico de derecho canónico”).
El Código Canónico de 1917 ya establecía que competía a los obispos el derecho de aprobar a los profesores de religión para cualquier grado; pero fue recién en 1931 que se introdujo en la legislación universal de la Iglesia el requisito de la “missio canónica”. El Código Canónico vigente dispone, en su canon 812: “Quienes explican disciplinas teológicas en cualquier instituto de estudios superiores deben tener mandato de la autoridad eclesiástica competente”.
Como explica Davide Cito, el mandato canónico formaliza y refuerza oficialmente el contenido jurídico del vínculo que existe entre el fiel que cultiva las ciencias sagradas y la autoridad eclesiástica, “pues para enseñar ciencias sagradas en las universidades católicas o eclesiásticas no basta con la preparación profesional y la moralidad de vida del profesor –que, por lo demás, son presupuestos ineludibles-, sino que se requiere además un acto administrativo de la autoridad eclesiástica por el que se confiere el encargo; este acto oficializa las obligaciones deontológicas que tal encargo lleva consigo y, por ende, las hace más eficaces, también ante el Derecho del Estado”.
En ese sentido, el otorgamiento del mandato canónico, si bien no implica que el profesor represente oficialmente a la Iglesia, ayuda a garantizar y a manifestar que enseña en comunión con la Iglesia y en conformidad con su magisterio. En el Perú, el acuerdo vigente entre la Santa Sede y el Estado Peruano le reconoce a la Iglesia la plena libertad y autonomía para establecer centros educacionales a todo nivel, además de disponer que, para el nombramiento civil de los profesores de Religión Católica de los centros educacionales públicos, se requiere de la presentación del obispo respectivo. Incluso señala: “El profesor de Religión podrá ser mantenido en su cargo mientras goce de la aprobación del obispo”.
En el caso de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP) –a la que, por mandato de su santidad Benedicto XVI, se le ha prohibido el uso de los títulos de “pontificia” y “católica” en su denominación, debido a que, entre otras razones, “la mencionada universidad persiste en seguir orientando sus iniciativas institucionales según criterios que no son compatibles con la disciplina y la moral de la Iglesia”-, no debe llamar a extrañeza que no se renueven los mandatos canónicos, pues ello es una consecuencia natural de lo resuelto en Roma.
Lo ilógico sería que, a pesar de que las actuales autoridades de dicho centro de estudios han asumido una actitud de rebeldía a la indicación recibida del más alto nivel de la Iglesia Católica, se actuase aquí como si nada hubiese pasado, convalidando el desempeño de lo que, para la Iglesia, ya no es una universidad que se comporta como católica.
Si la PUCP sigue rechazando el magisterio de la Iglesia y desobedeciendo al mandato de las autoridades de la Iglesia Universal, resulta lógico que, desde la propia Iglesia, se adopten decisiones que, más temprano que tarde, incluirán aspectos adicionales, lo que sin duda afectará al alumnado; aunque pareciera que eso poco importa a las rebeldes autoridades universitarias.
Publicado en el diario El Comercio
Lunes, 3 de enero de 2013
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