Cuenta Peter
Kreeft que un día, en una de sus clases de ética, un
alumno le dijo que la moral era algo relativo y que como profesor
no tenía derecho a imponerles sus valores.
Bien –contestó,
para iniciar un debate sobre aquella cuestión–, voy a
aplicar a la clase tus valores, no los míos: como dices que
no hay absolutos, y que los valores morales son subjetivos y relativos,
y como resulta que mi conjunto particular de ideas personales incluye
algunas particularidades muy especiales, ahora voy a aplicar esta:
todas las alumnas quedan suspendidas.
Todos quedaron
sorprendidos y protestaron diciendo que aquello no era justo.
Kreeft, continuando
con aquel supuesto, les argumentó: ¿Qué significa
para ti ser justo? Porque si la justicia es solo mi valor o tu valor,
entonces no hay ninguna autoridad común a ti y a mí.
Yo no tengo derecho a imponerte mi sentido de la justicia, pero tampoco
tú a mí el tuyo.
Solo si hay un
valor universal llamado justicia, que prevalezca sobre nosotros, puedes
apelar a él para juzgar injusto que yo suspenda a todas las
alumnas. Pero si no existieran valores absolutos y objetivos fuera
de nosotros, solo podrías decir que tus valores subjetivos
son diferentes de los míos, y nada más.
Sin embargo,
no dices que no te gusta lo que yo hago, sino que es injusto. O sea,
que, cuando desciendes a la práctica, sí crees en los
valores absolutos.
El relativismo
afirma los derechos, pero, al no tener ninguna referencia a una verdad
objetiva, surge inmediata la confusión global de lo que está
bien y lo que está mal. Con el relativismo, la justicia queda
en la sociedad a merced de quienes tengan el poder de crear opinión
e imponerla a los demás.
www.interrogantes.net
No hay comentarios:
Publicar un comentario