Dios ha hablado y ya no es el gran desconocido
Queridos hermanos:
Mi meditación trata sobre la palabra «evangelium» «euangelisasthai» (cfr. Lc 4,18). En este Sínodo queremos conocer mejor qué es lo que nos dice el Señor y qué es lo que podemos o debemos hacer nosotros. Está dividida en dos partes: una primera reflexión sobre el significado de estas palabras, y después querría probar a interpretar el Himno de la Hora Tercia «Nunc, Sancte, nobis Spìritus», en la página 5 del Libro de Horas.
La palabra «evangelium» «euangelisasthai» tiene una larga historia. Aparece en Homero: es el anuncio de una victoria, y, por tanto, anuncio de un bien, de alegría, de felicidad. Luego aparece en el Segundo Isaías (cfr Is 40,9), como voz que anuncia la alegría que viene de Dios, como voz que hace comprender que Dios no ha olvidado a su pueblo, que Dios, el Cual, aparentemente, casi se había retirado de la historia, está aquí, está presente. Y Dios tiene poder, Dios da alegría, abre las puertas del exilio; después de la larga noche del exilio, su luz aparece y da la posibilidad del regreso a su pueblo, renueva la historia del bien, la historia de su amor. En este contexto de la evangelización, aparecen sobre todo tres palabras: dikaiosyne, eirene, soteria- justicia, paz, salvación. Jesús mismo retomó las palabras de Isaías en Nazaret, cuando habló de este «Evangelio» que lleva precisamente ahora a los marginados, a los encarcelados, a los que sufren y a los pobres.
Pero para el significado de la palabra «evangelium» en el Nuevo Testamento, además de esto – el Deutero-Isaías, que abre la puerta -, es importante también el uso de la palabra que hizo el Imperio Romano, empezando por el emperador Augusto. Aquí el término «evangelium» indica una palabra, un mensaje que viene del Emperador. El mensaje del Emperador – como tal – es positivo: es renovación del mundo, es salvación. El mensaje imperial es, como tal, un mensaje de potencia y de poder; es un mensaje de salvación, de renovación y de salud. El Nuevo Testamento acepta esta situación. San Lucas compara explícitamente al Emperador Augusto con el Niño nacido en Belén: «evangelium» - dice - sí, es una palabra del Emperador, del verdadero Emperador del mundo. El verdadero Emperador del mundo se ha hecho oír, habla con nosotros.Y este hecho, como tal, es redención, porque el gran sufrimiento del hombre – entonces como ahora – es precisamente este: detrás del silencio del universo, detrás de las nubes de la historia ¿existe un Dios o no existe? y, si existe este Dios, ¿nos conoce, tiene algo que ver con nosotros?
Este Dios es bueno, y la realidad del bien ¿tiene poder en el mundo o no? Esta pregunta hoy es tan actual como lo era entonces. Mucha gente se pregunta: ¿Dios es una hipótesis o no? ¿Es una realidad o no? ¿Por qué no se hace oír? «Evangelio» quiere decir: Dios ha roto su silencio, Dios ha hablado, Dios existe. Este hecho como tal es salvación: Dios nos conoce, Dios nos ama, ha entrado en la historia. Jesús es su Palabra, el Dios con nosotros, el Dios que nos enseña que nos ama, que sufre con nosotros hasta la muerte y resucita. Este es el Evangelio mismo. Dios ha hablado, ya no es el gran desconocido, sino que se ha mostrado a sí mismo y esta es la salvación. La cuestión para nosotros es: Dios ha hablado, ha roto verdaderamente el gran silencio, se ha mostrado, pero ¿cómo podemos hacer llegar esta realidad al hombre de hoy para que se transforme en salvación? El hecho de que haya hablado es por sí mismo la salvación, es la redención. Pero ¿cómo puede saberlo el hombre? Este punto me parece que es un interrogante, pero también una pregunta, una orden para nosotros: podemos encontrar una respuesta meditando sobre el Himno de la Hora Tercia «Nunc, Sancte, nobis Spìritus». La primera estrofa dice: «Dignàre promptus ingeri nostro refusus, péctori», es decir, oremos para que venga el Espíritu Santo, esté en nosotros y con nosotros. En otras palabras: nosotros no podemos hacer la Iglesia, podemos sólo dar a conocer lo que ha hecho Él. La Iglesia no empieza con el «hacer» nuestro, sino con el «hacer» y el «hablar» de Dios. Así, los Apóstoles no dijeron, después de algunas asambleas: ahora queremos crear una Iglesia, y con la forma de una constituyente habrían elaborado una constitución. No, ellos oraron y en oración esperaron, porque sabían que sólo Dios mismo puede crear su Iglesia, que Dios es el primer agente: si Dios no obra, nuestras cosas son sólo nuestras y son insuficientes; sólo Dios puede dar testimonio de que es Él quien habla y ha hablado.
Pentecostés es la condición del nacimiento de la Iglesia sólo porque Dios ha obrado antes, los Apóstoles pueden obrar con Él y con su presencia y hacer presente todo lo que Él hace. Dios ha hablado y este «ha hablado» es lo perfecto de la fe, pero también es siempre un presente: lo perfecto de Dios no es sólo un pasado, porque es un pasado verdadero que lleva siempre en sí el presente y el futuro. Dios ha hablado quiere decir: «habla». Y como en aquel entonces sólo con la iniciativa de Dios podía nacer la Iglesia, podía ser conocido el Evangelio, el hecho de que Dios ha hablado y habla, de esta forma también hoy sólo Dios puede comenzar, nosotros sólo podemos cooperar, pero el principio debe venir de Dios. Por eso no es una mera formalidad si empezamos cada día nuestra Asamblea con la oración: esto responde a la realidad misma. Sólo el preceder de Dios hace posible nuestro caminar, nuestro cooperar, que es siempre cooperar, no una pura decisión nuestra. Por eso es importante saber siempre que la primera palabra, la iniciativa verdadera, la actividad verdadera viene de Dios y sólo si entramos en esta iniciativa divina, sólo si imploramos esta iniciativa divina, podremos también ser - con Él y en Él - evangelizadores. Dios es el principio siempre, y siempre sólo Él puede hacer Pentecostés, puede crear la Iglesia, puede mostrar la realidad de su estar con nosotros. Pero, por otro lado, este Dios, que es siempre el principio, también quiere nuestra participación, quiere que participemos con nuestra actividad, por lo que las actividades son teándricas, es decir, hechas por Dios, pero con nuestra participación e incluyendo nuestro ser, toda nuestra actividad.
Por tanto, cuando hacemos nosotros la nueva evangelización es siempre cooperación con Dios, está en el conjunto con Dios, está fundada en la oración y en su presencia real. Ahora, este nuestro obrar, que viene de la iniciativa de Dios, lo encontramos descrito en la segunda estrofa de este Himno: «Os, lingua, mens, sensus, vigor, confessionem personent,flammescat igne caritas, accendat ardor proximos». Aquí tenemos, en dos líneas, dos sustantivos determinantes: «confessio» en las primeras líneas, y «caritas» en las segundas dos líneas. «Confessio» y «caritas», como los dos modos con los que Dios nos hace partícipes, nos hace obrar con Él, en Él y para la humanidad, para su criatura: «confessio» y «caritas». Y se han añadido los verbos: en el primer caso «personent» y en el segundo «caritas» interpretado con la palabra fuego, ardor, encender, echar llamas.
Veamos el primero: «confessionem personent». La fe tiene un contenido: Dios se comunica, pero este Yo de Dios se muestra realmente en la figura de Jesús y está interpretado en la «confesión» que nos habla de su concepción virginal del Nacimiento, de la Pasión, de la Cruz, de la Resurrección. Este mostrarse de Dios es todo una Persona: Jesús como el Verbo, con un contenido muy concreto que se expresa en la «confessio». Por tanto, el primer punto es que nosotros debemos entrar en esta «confesión», penetrar en ella, de forma que «personent» - como dice el Himno – en nosotros y mediante nosotros. Aquí es importante observar también una pequeña realidad filológica: «confessio» en el latín precristiano no se diría «confessio» sino «professio» (profiteri): esto es el presentar positivamente una realidad. En cambio la palabra «confessio» se refiere a la situación en un tribunal, en un proceso donde uno abre su mente y confiesa. En otras palabras, esta palabra «confessio», que en el latín cristiano ha sustituido la palabra «professio», lleva en sí el elemento martirológico, el elemento de dar testimonio ante las instancias enemigas de la fe, dar testimonio incluso en situaciones de pasión y de peligro de muerte. A la confesión cristiana pertenece esencialmente la disponibilidad al sufrimiento: esto me parece muy importante. También en la esencia de la «confessio» de nuestro Credo está incluida la disponibilidad a la pasión, al sufrimiento, es más, al don de la vida. Y precisamente esto garantiza la credibilidad: la «confessio» no es cualquier cosa que se pueda dejar pasar; la «confessio» implica la disponibilidad a dar mi vida, aceptar la pasión. Esto es precisamente también la verificación de la «confessio». Se ve que para nosotros la «confessio» no es una palabra, es más que el dolor, es más que la muerte. Por la «confessio» realmente merece la pena sufrir, merece la pena sufrir hasta la muerte. Quien hace esta «confessio» demuestra así que lo que confiesa es verdaderamente más que vida: es la vida misma, el tesoro, la perla preciosa e infinita. Precisamente en la dimensión martirológica de la palabra «confessio» aparece la verdad: se verifica sólo para una realidad por la que merece la pena sufrir, que es incluso más fuerte que la muerte, y demuestra que es la verdad que tengo en la mano, que estoy más seguro, que «guío» mi vida porque encuentro la vida en esta confesión.
Ahora veamos dónde debería penetrar esta «confesión»: «Os, lingua, mens, sensus, vigor». Por San Pablo, Epístola a los Romanos10, sabemos que el puesto de la «confesión» está en el corazón y en la boca: debe estar en lo profundo del corazón, pero también debe ser pública; debe ser anunciada la fe que se lleva en el corazón: no es sólo una realidad en el corazón, sino que quiere ser comunicada, ser confesada realmente ante los ojos del mundo. Así debemos aprender, por una parte, a ser realmente – digamos – penetrados en el corazón por la «confesión», así se forma nuestro corazón, y desde el corazón también debemos encontrar, junto con la gran historia de la Iglesia, la palabra y el coraje de la palabra, y la palabra que indica nuestro presente, esta «confesión» que, sin embargo, es siempre una. «Mens»: la «confesión» non es sólo algo del corazón y la boca, sino también de la inteligencia; debe ser pensada y así, pensada e inteligentemente concebida, llega al otro y significa que mi pensamiento está realmente situado en la «confesión». «Sensus»: no es algo puramente abstracto e intelectual, la «confessio» debe penetrar también en los sentidos de nuestra vida. San Bernardo de Claraval nos ha dicho que Dios, en su revelación, en la historia de la salvación, le ha dado a nuestros sentidos la posibilidad de ver, de tocar, de gustar la revelación. Dios ya no es algo sólo espiritual: ha entrado en el mundo de los sentidos y nuestros sentidos deben estar llenos de este gusto, de esta belleza de la Palabra de Dios, que es realidad. «Vigor»: es la fuerza vital de nuestro ser y también el vigor jurídico de una realidad. Con toda nuestra vitalidad y fuerza debemos ser penetrados por la «confessio», que debe realmente «personare»; la melodía de Dios debe entonar nuestro ser en su totalidad.
«Confessio» es la primera columna – por así decirlo – de la evangelización y la segunda es «caritas». La «confessio» no es algo abstracto, es «caritas», es amor. Sólo así es realmente el reflejo de la verdad divina, que, como verdad, es inseparablemente también amor. El texto describe, con palabras muy contundentes, este amor: es ardor, es llama, enciende a los demás.
Hay una pasión nuestra que debe crecer desde la fe, que debe transformarse en el fuego de la caridad. Jesús nos ha dicho: He venido para echar fuego a la tierra y como querría que ya estuviese encendido. Orígenes nos ha transmitido una palabra del Señor: «Quien está cerca de mí está cerca del fuego». El cristiano no debe ser tibio. El Apocalipsis nos dice que este es el mayor peligro del cristiano: que no diga no, sino un sí muy tibio. Esta tibieza desacredita al cristianismo. La fe tiene que ser en nosotros llama del amor, una llama que realmente encienda mi ser, que sea una gran pasión de mi ser, y así encienda al próximo. Este es el modo de la evangelización:: «Accéndat ardor proximos», que la verdad se vuelva en mí caridad y la caridad encienda como fuego también al otro. Sólo con este encender al otro por medio de la llama de nuestra caridad crece realmente la evangelización, la presencia del Evangelio, que ya no es sólo palabra, sino también realidad vivida.
San Lucas nos cuenta que en Pentecostés, en esta fundación de la Iglesia de Dios, el Espíritu Santo era un fuego que ha transformado el mundo, pero un fuego en forma de lengua, es decir,un fuego que sin embargo también es razonable, que es espíritu, que es también comprensión; un fuego que está unido a la mente, a la «mens». Y precisamente este fuego inteligente, esta «sobria ebrietas», imprime carácter al cristianismo. Sabemos que el fuego está en el inicio de la cultura humana, el fuego es luz, es calor, es fuerza de transformación. La cultura humana empieza en el momento en el que el hombre tiene el poder de crear el fuego: con el fuego puede destruir, pero con el fuego también puede transformar, renovar. El fuego de Dios es un fuego que transforma, fuego de pasión – por supuesto – que también destruye mucho en nosotros, que lleva a Dios, pero es sobre todo un fuego que transforma, renueva y crea una novedad del hombre, que se vuelve luz en Dios.
Así, al final, sólo podemos pedir al Señor que la «confessio» esté fundada en nosotros profundamente y que se vuelva fuego que enciende a los demás; de esta forma el fuego de su presencia, la novedad de su estar con nosotros, se vuelve realmente visible y una fuerza del presente y del futuro.
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