Jesucristo es lo más valioso que tiene el cristiano, es el verdadero tesoro de la Iglesia
Redescubrirlo, vivirlo y testimoniarlo constituye la verdadera sabiduría de la vida, el auténtico «arte del vivir», la razón profunda y contagiosa de una existencia que ha encontrado su verdadero sentido y destino. Y esta es la gran y sublime belleza de la fe cristiana. Y proclamar esta verdad y difundir esta belleza es el anhelo y la aspiración del Año de la Fe 2012-2013, que el Papa Benedicto XVI nos anunció en el pasado mes de octubre.
Será el jueves 11 de octubre próximo cuando se abra «la puerta» de este año especial de la fe que durará trece meses y medio, hasta su clausura en la emblemática fecha de la solemnidad de Jesucristo Rey Universo, en 2013, el día 24 de noviembre. El hecho de que el Papa anunciara este evento con un año de antelación y que ahora, diez meses antes, dispongamos ya de las citadas orientaciones e indicaciones pastorales, suscritas por la Congregación para la Doctrina de la Fe, nos indican fehaciente e interpeladoramente la importancia que el Santo Padre quiere otorgar al Año de la Fe. Es más, podría decirse, de alguna manera y salvadas todas las distancias y diferencias que correspondan, que el Año de la Fe quiere ser para Benedicto XVI lo que el Gran Jubileo del Año 2000 fue para su antecesor, el beato Juan Pablo II. Y si la celebración de este supuso todo un inmenso esfuerzo y una espléndida realización de y para toda la Iglesia –un gran éxito de todos, podríamos decir en lenguaje coloquial–, al Año de la Fe también le ha de dedicar la entera comunidad eclesial todo su interés, compromiso y entusiasmo.
Y es que, mucho más allá de actividades, celebraciones e iniciativas varias, con la fe nos lo jugamos todo. Porque, como se afirma en la Nota de la Congregación para la Doctrina de la Fe, «la Iglesia es plenamente consciente de los problemas que debe afrontar hoy la fe, y siente más que nunca la actualidad de la pregunta que Jesús mismo formuló: “Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra? (Lc 18, 8). Por ello, “si la fe no se revitaliza, convirtiéndose en una convicción profunda y una fuerza real gracias al encuentro con Jesucristo, todas las demás reformas serán ineficaces».
¿Y cuál y cómo ha de ser, pues, esa fe que, llena de belleza y de atracción, nos muestre en primer lugar a nosotros los creyentes y después a la humanidad entera la sabiduría de la vida, el verdadero «arte del vivir»? Es la fe que nace del encuentro transformador y transformante con Jesucristo, que no es una idea o un sentimiento, sino una Persona que trae el acontecimiento decisivo y las respuestas que laten en el corazón del hombre. La fe cristiana es creer en Jesucristo y permitir que esta creencia fundamental irrigue de savia nueva nuestro ser. De ahí la necesidad de una renovada conversión, que solo llega desde la vida interior, desde la sana y equilibrada espiritualidad de la encarnación y de la pascua. Una renovación que ha de hundir sus raíces en la gran tradición de la Iglesia, se ha de nutrir de la Palabra de Dios y de los Sacramentos y se ha de traducir en la caridad. Porque «la fe sin caridad no da fruto y la caridad sin la fe es un sentimiento oscilante», como recordaba ya Benedicto XVI en la Porta fidei.
La fe, la gran propuesta y fuerza de la evangelización, crece creyendo y se fortalece dándola. Y este crecimiento y fortalecimiento de la fe solo se da en la Iglesia, en la fidelidad a su identidad, comunión y misión. Y el Concilio Vaticano II y su fruto maduro del Catecismo de la Iglesia Católica han de ser la brújula del Año de la Fe. Un año para superar las crisis, un año para sentir y mostrar la belleza de la fe en Jesucristo, el secreto, la llave del auténtico «arte del vivir» y el motor de la humanidad nueva que tanto necesitamos.
Fuente: Catholic.net
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