Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy es el octavo día después de Pascua, y el Evangelio de Juan nos documenta las dos apariciones de Jesús Resucitado a los Apóstoles reunidos en el Cenáculo: aquella de la tarde de Pascua, en la que Tomás estaba ausente, y aquella después de ocho días, con Tomás presente. La primera vez, el Señor mostró a los discípulos las heridas de su cuerpo, sopló sobre ellos y dijo: «Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes» (Jn 20,21). Les transmite su misma misión, con la fuerza del Espíritu Santo.
Pero esa tarde faltaba Tomás, el que no quiso creer en el testimonio de los otros. «Si no veo y no toco sus llagas - dice -, no lo creeré» (cfr Jn 20,25). Ocho días después – precisamente como hoy – Jesús regresa a presentarse en medio a los suyos y se dirige inmediatamente a Tomás, invitándolo a tocar las heridas de sus manos y de su costado. Va al encuentro de su incredulidad, para que, a través de los signos de la pasión, pueda alcanzar la plenitud de la fe pascual.
Tomás es uno que no se contenta y busca, pretende constatar él mismo, cumplir una propia experiencia personal. Luego de las iniciales resistencias e inquietudes, al final también él llega a creer, si bien avanzando con fatiga. Jesús lo espera con paciencia y se ofrece a las dificultades e inseguridades del último llegado. El Señor proclama “bienaventurados” a aquellos que creen sin ver (cfr v. 29) – y la primera de éstos es María su Madre –, pero va también al encuentro de la exigencia del discípulo incrédulo: « Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos …» (v. 27). En el contacto salvífico con las heridas del Resucitado, Tomás manifesta las propias heridas, las propias laceraciones, la propia humillación; en la marca de los clavos encuentra la prueba decisiva que era amado, esperado, entendido. Se encuentra frente a un Mesías lleno de dulzura, de misericordia, de ternura. Era ése el Señor que buscaba en las profundidades secretas del propio ser, porque siempre había sabido que era así. Vuelto a encontrar el contacto personal con la amabilidad y la misericordiosa paciencia de Cristo, Tomás comprende el significado profundo de su Resurrección e, íntimamente trasformado, declara su fe plena y total en Él exclamando: «¡Mi Señor y mi Dios!» (v. 28).
Él ha podido “tocar” el Misterio pascual que manifiesta plenamente el amor salvífico de Dios, rico de misericordia (cfr Ef 2,4). Y como Tomás también todos nosotros: en este segundo Domingo de Pascua estamos invitados a contemplar en las llagas del Resucitado la Divina Misericordia, que supera todo límite humano y resplandece sobre la oscuridad del mal y del pecado. Un tiempo intenso y prolongado para acoger las inmensas riquezas del amor misericordioso de Dios será el próximo Jubileo Extraordinario de la Misericordia, cuya Bula de proclamación he promulgado ayer por la tarde en la Basílica de San Pedro. “Misericordiae Vultus”: El Rostro de la Misericordia es Jesucristo. Dirijamos la mirada a Él. Y que la Vírgen Madre nos ayude a ser misericordiosos con los demás como Jesús lo es con nosotros.
(Raúl Cabrera - RV)
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