Queridos hermanos y hermanas armenios; queridos hermanos y hermanas:
En varias ocasiones he definido este tiempo como un tiempo de guerra, como una tercera guerra mundial “por partes”, en la que asistimos cotidianamente a crímenes atroces, a sangrientas masacres y a la locura de la destrucción. Desgraciadamente todavía hoy oímos el grito angustiado y desamparado de muchos hermanos y hermanas indefensos, que a causa de su fe en Cristo o de su etnia son pública y cruelmente asesinados –decapitados, crucificados, quemados vivos–, o bien obligados a abandonar su tierra.
También hoy estamos viviendo una especie de genocidio causado por la indiferencia general y colectiva, por el silencio cómplice de Caín que clama: «¿A mí qué me importa?», «¿Soy yo el guardián de mi hermano?» (Gn 4,9; Homilía en Redipuglia, 13 de septiembre de 2014).
La humanidad conoció en el siglo pasado tres grandes tragedias inauditas: la primera, que generalmente es considerada como «el primer genocidio del siglo XX» (Juan Pablo II y Karekin II, Declaración conjunta, Etchmiazin, 27 de septiembre de 2001), afligió a su pueblo armenio – primera nación cristiana – junto a los sirios católicos y ortodoxos, los asirios, los caldeos y los griegos. Fueron asesinados obispos, sacerdotes, religiosos, mujeres, hombres, ancianos e incluso niños y enfermos indefensos. Las otras dos fueron perpetradas por el nazismo y el estalinismo. Y más recientemente ha habido otros exterminios masivos, como los de Camboya, Ruanda, Burundi, Bosnia.
Y, sin embargo, parece que la humanidad no consigue dejar de derramar sangre inocente. Parece que el entusiasmo que surgió al final de la segunda guerra mundial está desapareciendo y disolviéndose. Da la impresión de que la familia humana no quiere aprender de sus errores, causados por la ley del terror; y así aún hoy hay quien intenta acabar con sus semejantes, con la colaboración de algunos y con el silencio cómplice de otros que se convierten en espectadores. No hemos aprendido todavía que «la guerra es una locura, una masacre inútil» (cf. Homilía en Redipuglia, 13 de septiembre de 2014).
Queridos fieles armenios, hoy recordamos, con el corazón traspasado de dolor, pero lleno de esperanza en el Señor Resucitado, el centenario de aquel trágico hecho, de aquel exterminio terrible y sin sentido, que sus antepasados padecieron cruelmente. Es necesario recordarlos, es más, es obligado recordarlos, porque donde se pierde la memoria quiere decir que el mal mantiene aún la herida abierta; esconder o negar el mal es como dejar que una herida siga sangrando sin curarla.
Los saludo con afecto y les agradezco su testimonio.
Saludo y agradezco la presencia del señor Serž Sargsyan, Presidente de la República de Armenia.
Saludo cordialmente también a mis hermanos Patriarcas y Obispos: Su Santidad Karekin II, Patriarca supremo y Catolicós de todos los armenios; Su Santidad Aram I, Catolicós de la Gran Casa de Cilicia; Su Beatitud Nerses Bedros XIX, Patriarca de Cilicia de los Armenios Católicos; los dos Catolicosados de la Iglesia Apostólica Armenia y el Patriarcado de la Iglesia Armenio-Católica.
Con la firme certeza de que el mal nunca proviene de Dios, infinitamente Bueno, y firmes en la fe, profesamos que la crueldad nunca puede ser atribuida a la obra de Dios y, además, no debe encontrar, en ningún modo, en su santo Nombre justificación alguna. Vivamos juntos esta celebración con los ojos fijos en Jesucristo Resucitado, Vencedor de la muerte y del mal.
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