Queridos hermanos y hermanas armenios,
Ha transcurrido un siglo de aquella horrible masacre que fue un verdadero martirio para su pueblo, en el cual muchos inocentes murieron como confesores y mártires en el nombre de Cristo (cfr. Juan Pablo II y Karekin II, Declaración común, Etchmiadzin, 27 septiembre 2001). No existe una familia armenia todavía hoy, que no haya perdido en aquel evento alguien de sus seres queridos: de verdad fue el ‘Metz Yeghern’, el ‘Gran Mal’, como han llamado aquella tragedia. En este aniversario tengo un sentimiento de fuerte cercanía a su pueblo y deseo unirme espiritualmente a las oraciones que se elevan de sus corazones, de sus familias, de sus comunidades.
Se nos ha dado una ocasión propicia para rezar juntos en esta celebración, en la cual proclamamos Doctor de la Iglesia a san Gregorio de Narek. Expreso viva gratitud por la presencia de Su Santidad Karekin II, Supremo Patriarca y Catolicós de Todos los armenios, Su Santidad Aram I, Catolicós de la Grande Casa de Cilicia y a su Beatitud Nerses Bedros XIX, Patriarca de Cilicia de los Armenios Católicos.
San Gregorio de Narek, monje del siglo X, más que ninguno ha sabido expresar la sensibilidad de su pueblo, dando voz al grito, que se convierte en oración, de una humanidad afligida y pecadora, oprimida por la angustia de la propia impotencia pero iluminada del esplendor del amor de Dios y abierta a la esperanza de su intervención salvífica, capaz de transformar cada cosa. ‘En virtud de su poder, yo creo con una esperanza que no titubea, en segura espera, refugiándome en las manos del Poderoso… de ver a Él mismo, en su misericordia y ternura en la herencia de los Cielos’ (San Gregorio di Narek, Libro de las Lamentaciones, XII).
Su vocación cristiana es muy antigua y se remonta al año 301, cuando san Gregorio el Iluminador guio hacia la conversión y al bautismo a Armenia, la primera entre las naciones que en el transcurso de los siglos han abrazado el Evangelio de Cristo. Aquel evento espiritual ha marcado de manera indeleble al pueblo armenio, su cultura y su historia, en las que el martirio ocupa un lugar preeminente, como lo atestigua de forma emblemática el testimonio del sacrificio de san Vardan y de sus compañeros en el siglo V.
Su pueblo, iluminado por la luz de Cristo y con su gracia, ha superado tantas pruebas y sufrimientos, animados por la esperanza que deriva de la Cruz (cfr. Rm 8, 31-39). Como les ha dicho san Juan Pablo II: “Su historia de sufrimiento y de martirio es una perla preciosa, de la cual está orgullosa la Iglesia universal. La fe en Cristo, redentor del hombre, les ha infundido una valentía admirable en el camino, frecuentemente muy similar a aquella de la cruz, sobre la cual han avanzado con determinación, con el propósito de conservar su identidad de pueblo y de creyentes” (Homilía, 21 noviembre 1987).
Esta fe ha acompañado y apoyado su pueblo también en el trágico evento de hace cien años que “generalmente es definido como el primer genocidio del siglo XX” (Juan Pablo II y Karekin II, Declaración común, Etchmiadzin, 27 septiembre 2001). El Papa Benedicto XV, quien condenó como “masacre inútil” a la Primera Guerra Mundial (AAS, IX [1917], 429), se esforzó hasta el último momento para impedirlo, retomando los esfuerzos de mediación realizados por el Papa León XIII delante de estos ‘fatales eventos’ de los años 1894-96. Por eso, escribió al sultán Mahoma V, implorando que fueran evitados tantos inocentes (cfr. Carta del 10 septiembre 1915) y fue también él quien, en el Consistorio Secreto del 6 de diciembre de 1915, afirmó con vibrante consternación: ‘Miserrima Armenorum gens ad interitum prope ducitur’, (AAS, VII [1915], 510).
Hacer memoria de lo que ha sucedido es un deber no solo para el pueblo armenio y para la Iglesia universal, sino también para toda la familia humana, porque la enseñanza que surge de esta tragedia nos libere de recaer en horrores similares, que ofenden a Dios y a la dignidad humana. También hoy, de hecho, estos conflictos a veces degeneran en violencias injustificables fomentadas, instrumentalizando las diversidades étnicas y religiosas. Todos aquellos que han sido puestos al frente de las Naciones y de las Organizaciones internacionales están llamados a oponerse a tales crímenes con firme responsabilidad, sin ceder a ambigüedades y compromisos.
Este doloroso aniversario sea para todos un motivo de reflexión humilde y sincera y de apertura del corazón al perdón, que es fuente de paz y de esperanza renovada. San Gregorio de Narek, formidable intérprete del ánimo humano, parece pronunciar para nosotros palabras proféticas: ‘he cargado voluntariamente todas las culpas, desde aquellas del primer padre hasta aquellas del último de sus descendientes, y me he considerado responsable (Libro de las Lamentaciones, LXXII). ¡Cuánto nos conmueve su sentimiento de universal solidaridad! Como nos sentimos pequeños de frente a la grandeza de sus invocaciones: ‘Recuerda, [Señor]… quienes en la estirpe humana son nuestros enemigos, pero por su bien: cumple en ellos perdón y misericordia (…) No extermines aquellos que me muerden: ¡transfórmalos! Extirpa la viciosa conducta terrena y radica aquella buena en mí y en ellos’ (ibid, LXXXIII).
Dios conceda que se retome al camino de reconciliación entre el pueblo armenio y el turco, y la paz surja también en Nagorno Karabakh. Se trata de pueblos que, en el pasado, a pesar de contrastes y tensiones, han vivido largos períodos de convivencia pacífica, incluso en el torbellino de las violencias se han visto casos de solidaridad y de ayuda recíproca. Solo con este espíritu las nuevas generaciones pueden abrirse a un futuro mejor y el sacrificio de muchos puede convertirse en semilla de justicia y de paz.
Que para nosotros cristianos, sea sobretodo un tiempo fuerte de oración, de modo que la sangre derramada, por la fuerza redentora del sacrificio de Cristo, realice el prodigio de la plena unidad entre sus discípulos.En particular refuerce los vínculos de amistad fraterna que ya unen a la Iglesia Católica con la Iglesia Armenia Apostólica. El testimonio de tantos hermanos y hermanas que, indefensos, han sacrificado la vida por su fe, une a las diversas confesiones: es el ecumenismo de la sangre, que condujo san Juan Pablo II a celebrar juntos, durante el Jubileo del 2000, todos los mártires del siglo XX. También la celebración de hoy se sitúa en este contexto espiritual y eclesial. En este evento participan representantes de nuestras dos Iglesias y se unen espiritualmente numerosos fieles dispersos por el mundo, en un signo que refleja sobre la tierra la comunión perfecta que existe entre los beatos espíritus del cielo.
Con ánimo fraterno, aseguro mi cercanía en ocasión de la ceremonia decanonización de los mártires de la Iglesia Armenia Apostólica, que tendrá lugar el próximo 23 de abril en la Catedral de Etchmiadzin, y a las conmemoraciones que se realizarán en Antelias en julio.
Confío a la Madre de Dios estas intenciones con las palabras de san Gregorio de Narek:
“O pureza de las Vírgenes, corifea de los beatos,
Madre del edificio inquebrantable de la Iglesia,
Madre del Verbo inmaculado de Dios,
(…)
Refugiándonos bajo las alas de defensa de tu intercesión,
Alzamos nuestras manos hacia ti,
Y sin esperanza dudosa creemos que somos salvados”
(Panegírico a la Virgen).
Del Vaticano, 12 de abril de 2015.
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