Congregación para la Evangelización de los
Pueblos
GUÍA PARA LOS CATEQUISTAS
Documento de orientación vocacional,
de formación y de promoción del Catequista
en los territorios de misión que dependen de la
Congregación para la Evangelización de los
Pueblos
Ciudad del Vaticano 1993
Venerables Hermanos en el Episcopado
Queridos Sacerdotes,
Queridos Catequistas.
En este histórico período, que por múltiples
razones se manifiesta sumamente sensible y favorable al influjo del mensaje
cristiano, la Congregación para la Evangelización de los Pueblos
ha querido brindar una especial atención a algunas de las categorías
de personas que, en la actividad misionera, desempeñan un rol
imprescindible. Así, luego de considerar la materia concerniente a la
formación en los seminarios mayores (1986) y la temática relativa
a la vida y al ministerio de los sacerdotes (1989), nuestra Congregación,
en ocasión de su Asamblea Plenaria del mes de abril de 1992, ha centrado
su atención y su reflexión, en los catequistas laicos.
En el largo camino evangelizador que la Iglesia ha
recorrido, los catequistas han tenido siempre un papel de primera importancia.
Aun hoy, como justamente afirma la Encíclica Redemptoris Missio, ellos
son también "insustituibles evangelizadores". El mismo Santo
Padre, dirigiendo su Mensaje a nuestra citada Asamblea Plenaria, ha confirmado
nuevamente la singularidad del papel del catequista afirmando que: "Durante
mis viajes apostólicos he podido constatar personalmente que los
catequistas ofrecen, sobre todo en los territorios de misión, 'una
singular e insustituible contribución a la propagación de la fe y
de la Iglesia (AG 17)'".
También la Congregación para la Evangelización
de los Pueblos ha percibido y percibe directa y claramente la indiscutible
actualidad de los catequistas laicos. Pues ellos, bajo la guía de los
sacerdotes, siguen anunciando con franqueza la "Buena Nueva" a sus
hermanos no cristianos, preparándolos luego a ingresar en la comunidad
eclesial con el bautismo. Mediante la instrucción religiosa, la preparación
a los sacramentos, la promoción de la oración y de las obras de
caridad, ayudan a los bautizados a crecer en el fervor de la vida cristiana.
Donde los sacerdotes son escasos, a ellos es encomendada la guía pastoral
de las pequeñas comunidades lejanas al centro. Y también,
sosteniendo duras pruebas y dolorosas privaciones, ellos son frecuentemente
llamados a testimoniar su propia fidelidad. La historia pasada y reciente de la
evangelización ratifican esta coherencia que, siendo tal, no raramente
los ha conducido a donar hasta la propia vida.
(Verdaderamente
los catequistas son un honor de la Iglesia misionera!
La presente Guía para los catequistas, fruto de la última
Plenaria de nuestra Congregación, evidencia el interés del
Dicasterio misionero en favor de esta "benemérita escuadra" de
apóstoles laicos. Ella contiene un material vasto y ordenado que toca
variados aspectos de particular importancia, como son: la identidad del
catequista, su selección, su formación y espiritualidad, algunas
de sus fundamentales tareas apostólicas y hasta su situación económica.
Con grande esperanza encomiendo esta Guía a los
Obispos, a los Sacerdotes y a los mismos catequistas, invitando a todos a
tomarla seriamente en examen y a esforzarse por actuar las directivas contenidas
en ella. A los Centros y a las Escuelas para los catequistas, les pido, en
particular, que se esmeren por inserir y hacer específica y práctica
referencia de este documento en sus programas de formación y de enseñanza,
los cuales, por lo que toca a los contenidos, cuentan ya con el Catecismo de la
Iglesia Católica, y que fue publicado sucesivamente a la celebración
de la Asamblea Plenaria.
La utilización atenta y fiel de la Guía para
los catequistas en todas las Iglesias que dependen de nuestro Dicasterio
misionero, además de promover en modo renovado la figura del catequista,
contribuirá ciertamente a garantizar un unitario crecimiento en tan vital
sector para el futuro de la misión en el mundo.
Es este el auspicio sincero que, con la oración,
encomiendo a María "Madre y Modelo de los catequistas", a quien
pido los haga ser, cada vez más y siempre, patente y consolante realidad
en todas las jóvenes Iglesias.
El Santo Padre, al tomar conocimiento de este empeño
asumido por nuestro Dicasterio y visto el texto de la "Guía",
ha manifestado su vivo aprecio y aliento por la iniciativa, impartiendo de corazón
a todos, con particular miramiento a los catequistas, la reconfortante bendición
apostólica.
Roma, Fiesta de San Francisco Javier, 3 de Diciembre de 1993
INTRODUCCION
1. Ministerio necesario. La Congregación para la
Evangelización de los Pueblos (CEP) ha demostrado siempre una atención
especial por los catequistas, convencida de que ellos constituyen - bajo la guía
de los Pastores - una fuerza de primer orden para la evangelización.
Después de haber publicado en el mes de abril de 1970, algunas
directrices de orden práctico sobre los catequistas, consciente de su
responsabilidad y teniendo en cuenta los profundos cambios ocurridos en el campo
misionero, la CEP se propone llamar nuevamente la atención sobre la
situación actual, los problemas y las perspectivas de promoción de
esa benemérita legión de apóstoles. La CEP se
siente reconfortada al respecto por las numerosas y urgentes intervenciones del
Santo Padre Juan Pablo II, que, en sus viajes apóstolicos, aprovecha toda
oportunidad para subrayar la actualidad y la importancia de la obra de los
catequistas, como "fundamental servicio evangélico".
Se trata de un objetivo exigente y
comprometedor. Pero teniendo en cuenta que los catequistas, desde los primeros
siglos del Cristianismo y en todas las épocas de renovado impulso
misionero, han dado siempre, y siguen prestando todavía, "una
ayuda singular y enteramente necesaria para la expansión de la fe y de la
Iglesia", ese objetivo llega a ser también prometedor e
irrenunciable.
Animada por estas constataciones, y después de haber
examinado en la Asamblea Plenaria del 27-30 abril 1992 todas las informaciones y
sugerencias recibidas como resultado de una amplia consulta realizada entre los
Obispos y los centros de catequesis de los territorios de misión, la CEP
ha preparado una Guía para los catequistas en la que se tratan de
manera sistemática y existencial, los aspectos principales de la vocación,
la identidad, la espiritualidad, la elección, la formación, las
tareas misioneras y pastorales, la remuneración y la responsabilidad del
pueblo de Dios hacia los catequistas, en la situación actual y en
perspectiva al futuro.
Se proponen, en cada tema, tanto el ideal que se quiere
alcanzar, como los elementos indispensables y realísticos para que un
catequista pueda definirse como tal.
Las directrices se expresan, de propósito, en forma
general, para que sean aplicables a todos los catequistas de las jóvenes
Iglesias. Es tarea de los Pastores competentes especificarlas, en base a las
necesidades y de las posibilidades locales.
Los destinatarios de esta Guía son, ante todo, los
catequistas, pero también los relacionados con ellos, es decir los
Obispos, los sacerdotes, los religiosos, los formadores y los fieles, ya que
existe una profunda conexión entre los distintos componentes de la
comunidad eclesial.
Antes de la publicación de esta Guía, el Santo
Padre Juan Pablo II ha aprobado el Catecismo de la Iglesia Católica,
y ordenó su publicación. No hace falta encarecer la importancia
extraordinaria para la Iglesia y para todo hombre de buena voluntad, de esta
rica y sintética "exposición de la fe de la Iglesia y de
la doctrina católica, atestiguadas o iluminadas para la Sagrada
Escritura, por la Tradición Apostólica y el Magisterio".
Es evidente que el nuevo Catecismo, aunque sea un documento diferente
por finalidades y contenidos, proporciona nueva luz a distintos puntos de la
Guía y, sobre todo es un seguro y competente punto de referencia
para la formación y la actividad de los catequistas. En la redacción
final del texto, en particular en las notas, se han indicado las principales
conexiones con los temas expuestos en el Catecismo.
Lo que se busca es que esta Guía pueda ser un
punto de referencia, de unidad y de estímulo para los catequistas y, a
través de su acción, también para las comunidades
eclesiales. La CEP, por tanto, la confía a las Conferencias Episcopales y
a cada uno de los Ordinarios, como ayuda para la vida y el apostolado de los
catequistas, y como base para la renovación de los Directorios nacionales
y diocesanos que les conciernen.
PRIMERA PARTE
UN APOSTOL SIEMPRE ACTUAL
I. EL CATEQUISTA PARA UNA IGLESIA MISIONERA
2. Vocación e identidad. En la Iglesia, el Espíritu
Santo llama por su nombre a cada bautizado a dar su aportación al
advenimiento del Reino de Dios. En el estado laical se dan varias vocaciones,
es decir, distintos caminos espirituales y apostólicos en los que están
involucrados cada uno de los fieles y los grupos. En el cauce de una vocación
laical común florecen vocaciones laicales particulares.
Fundamento de la personalidad del catequista, además
de los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación, es, pues, un
llamamiento específico del Espíritu, es decir, un "carisma
particular reconocido por la Iglesia" hecho explícito por el
mandato del Obispo. Es importante que el candidato a catequista capte el sentido
sobrenatural y eclesial de ese llamamiento, para que pueda responder con
coherencia y decisión como el Verbo eterno: "He aquí que
vengo" (Hb 10,7), o como el profeta: "Heme aquí,
envíame" (Is 6,8).
En la realidad misionera, la vocación del catequista
es específica, es decir, reservada a la catequesis, y general,
para colaborar en los servicios apostólicos que sirven para la edificación
de la Iglesia y para su crecimiento.
La CEP insiste sobre el valor y sobre la especificidad de la
vocación del catequista; de ahí el empeño que debe tener
cada uno en descubrir, discernir y cultivar la propia vocación.
Por tanto, el catequista que trabaja en los territorios de
misión tiene una identidad propia que lo distingue del catequista que
desempeña sus funciones en las Iglesias de antigua fundación, como
lo enseñan el mismo Magisterio y la legislación de la Iglesia.
Sintetizando, el catequista en los territorios de misión
está caracterizado por cuatro elementos comunes y específicos: un
llamamiento del Espíritu; una misión eclesial; una cooperación
al mandato apostólico del Obispo; una conexión especial con la
realización de la actividad misionera ad Gentes.
3. Función. Estrechamente vinculada a esa identidad
está la función del catequista que se desarrolla en relación
con la actividad misionera. Esa misión se presenta amplia y diferenciada:
al mismo tiempo que anuncio explícito del mensaje cristiano y conducción
de los catecúmenos y de los hermanos y hermanas a los sacramentos hasta
la madurez de fe en Cristo, es también presencia y testimonio; comprende
la promoción del hombre; se traduce en inculturación, se hace diálogo.
Por eso el Magisterio, cuando trata del catequista en
tierra de misión, manifiesta una consideración privilegiada y
hace una reflexión de amplio alcance. Así, la Redemptoris
Missio describe a los catequistas como "agentes especializados,
testigos directos, evangelizadores insustituibles, que representan la fuerza
fundamental de las comunidades cristianas, especialmente en las Iglesias jóvenes".
El mismo Código de Derecho Canónico trata aparte el asunto
de los catequistas comprometidos en la actividad misionera propiamente dicha y
los describe como "fieles laicos debidamente instruidos y que se
destaquen por su vida cristiana, los cuales, bajo la dirección de un
misionero, se dediquen a explicar la doctrina evangélica y a organizar
los actos litúrgicos y las obras de caridad".
Esta amplia descripción de la misión del
catequista corresponde al concepto esbozado en la Asamblea Plenaria de la CEP,
en el 1970: "El catequista es un laico especialmente encargado por la
Iglesia, según las necesidades locales, para hacer conocer, amar y seguir
a Cristo por aquellos que todavía no lo conocen y por los mismos fieles".
Es oportuno, sin embargo, recordar una precisación.
Así como a los otros fieles, también al catequista se pueden
confiar, según las normas canónicas, algunos cometidos conexos al
sagrado ministerio, que no requieren el carácter de la Ordenación.
El desempeño de tales funciones, en calidad de suplente, no hace del
catequista un pastor, en cuanto su legitimación deriva directamente de la
delegación oficial dada por los Pastores.
Conviene, sin embargo, tener presente una precisación
hecha en el pasado por este mismo Dicasterio en su actividad ordinaria: "El
catequista no es un mero suplente del sacerdote, sino que es, de derecho, un
testigo de Cristo en la comunidad a la que pertenece".
4. Categorías y funciones. Los catequistas en los
territorios de misión se distinguen no solo de los catequistas que actúan
en las Iglesias de antigua tradición, sino que se presentan con características
y modalidades de acción muy diversificadas de una experiencia eclesial a
otra, por lo que resulta difícil hacer una descripción unitaria y
sintética.
En el plan práctico, es útil tener presente
que se puede hablar de dos categorías de catequistas: los de tiempo
pleno, que dedican toda su vida a este servicio, y, en cuanto tales, son
reconocidos oficialmente: y los de tiempo parcial, que ofrecen una
colaboración limitada, pero siempre preciosa. La proporción entre
estas dos categorías varía de zona a zona, aunque la línea
de tendencia muestra que los catequistas de tiempo parcial son mucho más
numerosos.
A la dos categorías están confiadas bastantes
tareas o funciones. Y precisamente en este aspecto se dan las mayores y más
numerosas diversificaciones. Consideramos objetivo el siguiente prospecto
global, y puede ayudar a comprender la situación actual en las Iglesias
que dependen de la CEP:
- Los catequistas que tienen la función específica
de la catequesis, a los que se confían en general estas actividades:
la educación en la fe de jóvenes y adultos; la preparación
para recibir los sacramentos de la iniciación cristiana, tanto de los
candidatos, como de sus familias; la colaboración en iniciativas de apoyo
a la catequesis como retiros, encuentros, etc. Estos catequistas son más
numerosos en las Iglesias donde la organización de los servicios laicales
está mejor desarrollada.
- Los Catequistas que cooperan en las distintas formas
de apostolado con los ministros ordenados en cordial y estrecha obediencia.
Sus tareas son múltiples: desde el anuncio a los no cristianos y la
catequesis a los catecúmenos y a los bautizados, hasta la animación
de la oración comunitaria, especialmente de la liturgia dominical cuando
falta el sacerdote; desde la asistencia espiritual a los enfermos hasta la
celebración de funerales; desde la formación de otros catequistas
en los centros y la dirección de los catequistas voluntarios, hasta el
control de las iniciativas pastorales; desde la promoción humana y de la
justicia, hasta la ayuda a los pobres, las actividades organizativas, etc. Estos
catequistas prevalecen en las parroquias de vasto territorio, y en comunidades
de fieles distantes del centro; o también cuando los párrocos, por
falta de sacerdotes, escogen colaboradores laicos de tiempo completo.
El dinamismo de las Iglesias jóvenes y su situación
socio-cultural favorecen el surgir y aun perdurar de otras distintas funciones
apostólicas. Así, existen los maestros de religión
en las escuelas, encargados de enseñar la religión a los
estudiantes bautizados y la primera evangelización a los no cristianos.
Estos prevalecen donde la autoridad del Estado limita enseñanza religiosa
en sus escuelas, y son también importantes donde existe una estructura
escolar de la Iglesia o donde se trata de recuperar su presencia entre los
estudiantes de las escuelas estatalizadas. Hay también Catequistas
dominicales encargados de enseñar la religión en escuelas
organizadas por las parroquias y enlazadas con la liturgia festiva,
especialmente donde el Estado no permite tal enseñanza en las escuelas
propias. Y no hay que olvidar tampoco a cuantos operan en los barrios de grandes
ciudades, en nuevas zonas urbanas, entre militares, immigrados, encarcelados
etc. Las diversas experiencias y sensibilidades eclesiales consideran estas
funciones como propias del Catequista, o como formas de servicio laical a la
Iglesia y a su misión. La CEP considera esta variedad de cometidos como
expresión de la riqueza del Espíritu operante en las Iglesias jóvenes.
Y los recomienda a la atención de los Pastores. Pero pide que se
promuevan aquellos que responden mejor a las exigencias actuales, poniendo
especial atención a las perspectivas para el futuro.
Hay otro aspecto que no debemos desestimar. Los catequistas
pertenecen a diversas categorías de personas, y es por tanto claro que el
impacto de su actividad varía según el ambiente y las culturas en
las que operan. Así, por ejemplo, el hombre casado parece ser más
indicado para desempeñar la tarea de animador de la comunidad,
especialmente donde la cultura lo considera todavía como el jefe natural
de la sociedad; a la mujer se la juzga, en general, más idónea
para la educación de los niños y para la promoción
cristiana del ambiente femenino; a los adultos se les considera más
maduros y estables, sobre todo si son casados, con la posibilidad, además,
de testimoniar coherentemente el valor cristiano del matrimonio; los jóvenes,
en cambio, son los preferidos para los contactos con los jóvenes y para
iniciativas que exigen más disponibilidad y tiempo libre.
En fin, es oportuno tener presente que, al lado de los
catequistas laicos, opera en la catequesis un gran número de religiosos y
religiosas. Aun sin considerarlos Catequistas por el hecho de ser consagrados
poseen una indudable preparación espiritual y plena disponibilidad apostólica.
De ahí que, en la práctica, los religiosos y las religiosas
ejercen las funciones propias de los catequistas y sobre todo, en virtud de su
estrecha colaboración con los sacerdotes, tienen con frecuencia una parte
activa a nivel de dirección. Por estas razones, la CEP encomienda al
compromiso de los religiosos y de las religiosas, como ya se verifica en muchas
partes, este importante sector de la vida eclesial, especialmente al nivel de la
formación, de la atención y del cuidado de los catequistas.
5. Perspectivas de desarrollo en un futuro próximo.
La tendencia general que la CEP asume y anima es la de mantener
y promover la figura del catequista cono tal, independientemente de las
tareas que desesempeña. El valor del catequista, y su eficacia apostólica,
son siempre decisivos para la misión de la Iglesia.
La CEP, basada en su experiencia de alcance universal,
presenta algunas pistas para promover e iluminar una reflexión en este
sentido:
- se ha de dar preferencia absoluta a la calidad. El
problema común, reconocido como tal parece ser la escasez de individuos
con una preparación adecuada. El objetivo inmediato y prioritario para
todos ha de ser, por tanto, la persona del catequista. Esto tendrá
consecuencias prácticas en los criterios de elección, en el
proceso de formación, en el cuidado y atención al catequista. Las
palabras del Santo Padre son muy claras: "Para un servicio evangélico
tan fundamental se necesitan numerosos operarios. Pero, sin descuidar el número,
hay que procurar con todo empeño sobretodo la calidad del catequista"
.
- Teniendo en cuenta el nuevo impulso dado a la misión
ad gentes, el futuro del catequista en las Iglesias jóvenes
se caracterizará, ciertamente, por el celo misionero. El catequista, por
lo tanto, se deberá calificar cada vez más como apóstol
laico de frontera. En el futuro deberá seguir distinguiéndose,
como en el pasado, por su eficacia insustituible en la actividad misionera ad
gentes.
- No basta establecer un objetivo; es preciso elegir los
medios adecuados para alcanzarlo. Eso vale también para la
cualificación del catequista. Se trata de establecer programas concretos,
procurarse adecuadas estructuras y medios económicos, y encontrar
formadores preparados para garantizar al catequista la mayor idoneidad posible.
Desde luego, la importancia de los medios y el grado de cualificación varían
según las posibilidades reales de cada Iglesia, pero todos deben lograr
un objetivo mínimo, sin ceder ante las dificultades.
- Reforzar los núcleos de responsables.
Se prevé que en todas partes serán necesarios almenos algunos
catequistas profesionales, preparados en centros específicos que, bajo la
dirección de los Pastores y en puestos claves de la organización
catequística, deberán cuidar la preparación de las nuevas
fuerzas, introducirlas y guiarlas en el desempeño de sus funciones. Deberán
estar situados en los distintos planos: parroquial, diocesano y nacional, y han
de garantizar el buen funcionamiento de ese sector tan importante para la vida
de la Iglesia.
- Además de estas líneas de renovación
para el porvenir de los catequistas, la CEP constata que, con toda probabilidad,
pues se vislumbran los síntomas, en un futuro próximo cobrarán
fuerza algunas categorías. Habrá que identificar quiénes
serán protagonistas del mañana.
En este contexto, será necesario impulsar
especialmente a los catequistas que tienen un marcado espíritu
misionero, para que "se hagan ellos mismos animadores misioneros de
sus respectivas comunidades eclesiales y estén dispuestos, si el Espíritu
les llama interiormente y los Pastores les envían, a salir de su propio
territorio para anunciar el Evangelio, preparar los catecumenos al Bautismo y
construir nuevas comunidades eclesiales".
Se prevé, asimismo, un futuro cada vez más
importante para los Catequistas dedicados directamente a la catequesis,
porque las Iglesias jóvenes se desarrollan, multiplicando los servicios
apostólicos laicales distintos del catequista. Se requerirán por
tanto, catequistas especializados. Entre éstos hay que destacar
los que trabajan por la renovación cristiana en las comunidades de mayoría
de bautizados, pero de escasa instrucción religiosa y vida de fe. Están
surgiendo otros tipos de catequistas, que hay que tener en cuenta porque deberán
responder a retos ya en parte actuales, como la urbanización, la
creciente escolaridad con particular referencia al ambito universitario y, más
en general, a los jóvenes, y también las migraciones con el fenómeno
de los refugiados, el avance de la secularización, los cambios políticos,
la cultura de masa favorecida por los mass-media, etc.
La CEP señala el alcance de estas perspectivas y la
necesidad de no eludirlas, puesto que las opciones concretas, y su actuación
gradual corresponden a los Pastores locales. Las Conferencias Episcopales y cada
uno de los Obispos deberán elaborar un programa de promoción del
catequista para el futuro, teniendo en cuenta estas pistas preferenciales que
valen para todos, y dedicando especial atención a la dimensión
misionera, tanto en la formación como en la actividad del catequista.
Estos programas, que no deben ser genéricos sino circunstanciados, deberán
responder al contexto local, de manera que cada Iglesia tenga los catequistas
que necesita ahora, y forme y prepare a los catequistas que prevé que
responderán mejor a sus necesidades futuras.
II - LINEAS DE ESPIRITUALIDAD DEL CATEQUISTA
6. Necesidad y naturaleza de la espiritualidad del
catequista. Es necesario que el catequista tenga una profunda espiritualidad, es
decir, que viva en el Espíritu que le ayude a renovarse contínuamente
en su identidad específica.
La necesidad de una espiritualidad propia del catequista se
deriva de su vocación y misión. Por eso, la espiritualidad del
catequista entraña, con nueva y especial exigencia, una llamada a la
santidad. La feliz expresión del Sumo Pontífice Juan Pablo II:
"el verdadero misionero es el santo" puede aplicarse
ciertamente al catequista. Como todo fiel, el catequista "está
llamado a la santidad y a la misión", es decir, a realizar su
propia vocación "con el fervor de los santos".
La espiritualidad del catequista está ligada
estrechamente a su condición de "cristiano" y de "laico",
hecho partícipe, en su propia medida, del oficio profético,
sacerdotal y real de Cristo. La condición propia del laico es secular,
con el "deber específico, cada uno según su propia
condición, de animar y perfeccionar el orden temporal con el espíritu
evangélico, y dar así testimonio de Cristo, especialmente en la
realización de esas mismas cosas temporales y en el ejercicio de las
tareas seculares".
Cuando el catequista está casado, la vida
matrimonial forma parte de su espiritualidad. Como afirma justamente el Papa:"Los
catequistas casados tienen la obligación de testimoniar con coherencia el
valor cristiano del matrimonio, viviendo el sacramento en plena fidelidad y
educando con responsabilidad a sus hijos". Esta espiritualidad
correspondiente al matrimonio puede tener un impacto favorable y característico
en la misma actividad del catequista, y este tratará de asociar a la
esposa y a los hijos en su servicio, de manera que toda la familia llegue a ser
una célula de irradiación apostólica.
La espiritualidad del catequista está vinculada también
a su vocación apostólica y, por consiguiente, se expresa en
algunas actitudes determinantes que son: la apertura a la Palabra, es decir, a
Dios, a la Iglesia y por consiguiente, al mundo; la autenticidad de vida; el
celo misionero y el espíritu mariano.
7. Apertura a la Palabra. El ministerio del catequista está
esencialmente unido a la comunicación de la Palabra. La primera actitud
espiritual del catequista está relacionada, pues, con la Palabra
contenida en la revelación, predicada por la Iglesia, celebrada en la
liturgia y vivida especialmente por los santos. Y es siempre un encuentro con
Cristo, oculto en su Palabra, en la Eucaristía, en los hermanos. Apertura
a la Palabra significa, a fin de cuentas, apertura a Dios, a la Iglesia y al
mundo.
- Apertura a Dios Uno y Trino, que está
presente en lo más íntimo de la persona y da un sentido a toda su
vida: convicciones, criterios, escala de valores, decisiones, relaciones,
comportamientos, etc. El catequista debe dejarse atraer a la esfera del Padre
que comunica la Palabra; de Cristo, Verbo Encarnado, que pronuncia todas y solo
las Palabras que oye al Padre (cf. Jn 8,26; 12,49); del Espíritu
Santo que ilumina la mente para hacer comprender toda la Palabra y caldea el
corazón para amarla y ponerla fielmente en práctica (Cf. Jn
16,12-14).
Se trata, pues, de una espiritualidad arraigada en la
Palabra viva, con dimensión Trinitaria, como la salvación y la
misión universal. Eso implica una actitud interior coherente, que
consiste en participar en el amor del Padre, que quiere que todos los hombres
lleguen a conocer la verdad y se salven (cf. 1Tim 2,4); en realizar la
comunión con Cristo, compartir sus mismos sentimientos (cf. Flp
2,5), y vivir, como Pablo, la experiencia de su continua presencia alentadora:
"No tengas miedo (...) porque yo estoy contigo" (Hch
18,9-10); en dejarse plasmar por el Espíritu y transformarse en testigos
valientes de Cristo y anunciadores luminosos de la Palabra.
- Apertura a la Iglesia, de la cual el catequista es
miembro vivo que contribuye a construirla y por la cual es enviado. A la Iglesia
ha sido encomendada la Palabra para que la conserve fielmente, profundice en
ella con la asistencia del Espíritu Santo y la proclame a todos los
hombres.
Esta Iglesia, como Pueblo de Dios y Cuerpo Místico de
Cristo, exige del catequista un sentido profundo de pertenencia y de
responsabilidad por ser miembro vivo y activo de ella; como sacramento universal
de salvación, ella le pide que se empeñe en vivir su misterio y
gracia multiforme para enriquecerse con ellos y llegar a ser signo visible en la
comunidad de los hermanos. El servicio del catequista no es nunca un acto
individual o aislado, sino siempre profundamente eclesial.
La apertura a la Iglesia se manifiesta en el amor filial a
ella, en la consagración a su servicio y en la capacidad de sufrir por su
causa. Se manifiesta especialmente en la adhesión y obediencia al Romano
Pontífice, centro de unidad y vínculo de comunión
universal, y también al propio Obispo, padre y guía de la Iglesia
particular. El catequista debe participar responsablemente en las vicisitudes
terrenas de la Iglesia peregrina que, por su misma naturaleza, es misionera y
debe compartir con ella, también el anhelo del encuentro definitivo y
beatificante con el Esposo.
El sentido eclesial, propio de la espiritualidad del
catequista se expresa, pues, mediante un amor sincero a la Iglesia, a imitación
de Cristo que "amó a la Iglesia y se entregó a sí
mismo por ella" (Ef 5,25). Se trata de un amor activo y
totalizante que llega a ser participación en su misión de salvación
hasta dar, si es necesario, la propia vida por ella.
- Apertura misionera al mundo, lugar donde se
realiza el plan salvífico que procede del "amor fontal"
o caridad eterna del Padre; donde históricamente el Verbo puso su morada
para habitar con los hombres y redimirlos (cf. Jn 1,14), donde ha sido
derramado el Espíritu para santificar a los hijos y constituirlos como
Iglesia, para llegar hasta el Padre a través de Cristo, en un solo Espíritu
(cf. Ef 2,18).
El catequista tendrá, pues, un sentido de apertura y
de atención a las necesidades del mundo, al que se sabe enviado
constantemente y que es su campo de trabajo, aún sin pertenecer del todo
a él (cf. Jn 17,14-21). Eso significa que deberá
permanecer insertado en el contexto de los hombres, hermanos suyos, sin aislarse
o echarse atrás por temor a las dificultades o por amor a la
tranquilidad; y conservará el sentido sobrenatural de la vida y la
confianza en la eficacia de la Palabra que, salida de la boca misma de Dios, no
retorna sin producir un efecto seguro de salvación (cf. Is
55,11).
El sentido de apertura al mundo caracteriza la
espiritualidad del catequista en virtud de la "caridad apostólica",
la misma de Jesús, Buen Pastor, que vino para "reunir en uno a
los hijos de Dios que estaban dispersos" (Jn 11,52). El
catequista ha de ser, pues, el hombre de la caridad que se acerca a los hermanos
para anunciarles que Dios los ama y los salva, junto con toda la familia de los
hombres.
8. Coherencia y autenticidad de vida. La tarea del
catequista compromete toda su persona. Ha de aparecer evidente que que el
catequista, antes de anunciar la Palabra, la hace suya y la vive. "El
mundo (...) exige evangelizadores que hablen de un Dios a quien ellos
mismos conocen y tratan familiarmente, como si estuvieran viendo al Invisible".
Lo que el catequista propone no ha de ser una ciencia
meramente humana, ni tampoco la suma de sus opiniones personales, sino el
contenido de la fe de la Iglesia, única en todo el mundo, que él
ya vive, que ha experimentado y de la cual es testigo.
De aquí surge la necesidad de coherencia y
autenticidad de vida en el catequista. Antes de hacer catequesis, debe
ser catequista. (La verdad
de su vida es la nota cualificante de su misión!
(Qué disonancia habría
si el catequista no viviera lo que propone, y si hablara de un Dios que ha
estudiado pero que le es poco familiar! El catequista debe aplicarse a sí
mismo lo que el evangelista Marcos dice con referencia a la vocación de
los apóstoles: "Instituyó Doce para que estuvieran con él,
y para enviarlos a predicar" (cf. Mc 3,14-15).
La autenticidad de vida se expresa a través de la
oración, la experiencia de Dios, la fidelidad a la acción del Espíritu
Santo. Ello implica una intensidad y un orden interior y exterior, aunque adaptándose
a la distintas situaciones personales y familiares de cada uno. Se puede objetar
que el catequista, en cuanto laico, vive en una realidad que no le permite
estructurarse la vida espiritual como si fuera un consagrado y que, por
consiguiente, debe contentarse con un tono más modesto. En todas las
situaciones de la vida, tanto en el trabajo como en el ministerio, es posible,
para todos, sacerdotes, religiosos y laicos, alcanzar una elevada comunión
con Dios y un ritmo de oración ordenada y verdadera; no sólo esto,
sino también crearse espacios de silencio para entrar más
profundamente en la contemplación del Invisible. Cuanto más
verdadera e intensa sea su vida espiritual, tanto más evidente será
su testimonio y más eficaz su actividad.
Es importante, asimismo, que el catequista crezca
interiormente en la paz y en la alegría de Cristo, para ser el hombre de
la esperanza, del valor, que tiende hacia lo esencial (cf. Rm 12,12).
Cristo, en efecto, "es nuestro gozo" (Ef 2,14), y lo
comunica a los apóstoles para que su "alegría llegue a
plenitud" (Jn 15,11).
El catequista deberá ser, pues, el sembrador de la
alegría y de la esperanza pascual, que son dones del Espíritu. En
efecto "El don más precioso que la Iglesia puede ofrecer al
mundo de hoy, desorientado e inquieto, es el de formar cristianos firmes en lo
esencial y humildemente felices en su fe".
9. Ardor misionero. Un catequista que viva en contacto con
muchedumbres de no cristianos, como sucede en los territorios de misión,
en fuerza del Bautismo y de la vocación especial no puede menos de sentir
como dirigidas a él las palabras del Señor: "También
tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a éllas las
tengo que conducir" (Jn 10,16); "Id por todo el mundo
y proclamad la Buena Nueva a toda creatura" (Mc 16,15). Para
poder afirmar como Pedro y Juan ante el Sanedrín: "No podemos
nosotros dejar de hablar de lo que hemos visto y oído" (Hch
4,20) y realizar, como Pablo, el ideal del ministerio apostólico: "el
amor de Cristo nos apremia" (2Cor 5,14), es necesario que el
catequista tenga un arraigado espíritu misionero. Este espíritu se
hace apostólicamente operante y fecundo bajo algunas condiciones
importantes: ante todo, el catequista ha de tener fuertes convicciones
interiores y ha de irradiar entusiasmo y valor, sin avergonzarse nunca del
Evangelio (cf. Rm 1,16). Deje que los sabios de este mundo busquen las
realidades inmediatas y gratificantes y gloríese sólo de Cristo
que le da la fuerza (cf. Col 1,29) y no ansíe saber, ni predicar,
nada más que a "Cristo fuerza de Dios y sabiduría de Dios"
(1Co 1,24). Como justamente afirma el Catecismo de la Iglesia
Católica, del "amoroso conocimiento de Cristo nace
irresistible el deseo de anunciar, de 'evangelizar' y de conducir los a otros al
'si' de la fe en Jesucristo. Pero, al mismo tiempo, se siente la necesidad de
conocer cada vez mejor esta fe".
Además, el catequista ha de procurar mantener la
convicción interior del pastor que "va tras la oveja descarriada
hasta que la encuentra" (Lc 15.4); o de la mujer que "busca
con cuidado la dracma perdida hasta que la encuentra" (Lc
15,8). Es una convicción que engendra celo apostólico:
"Me he hecho todo a todos para salvar a toda costa a algunos. Y todo
esto lo hago por el Evangelio" (1Co 9,22-23; cf. 2Co
12,15); "(ay de mí si
no predicara el Evangelio!" (1Co 9,16). Estos apremios
interiores de Pablo podrán ayudar al catequista a acrecentar en sí
mismo el celo como corresponde a su su vocación especial, y también
a su voluntad de responder a ella y le impulsarán a colaborar activamente
en el anuncio de Cristo y en la construcción y al crecimiento de la
comunidad eclesial.
El espíritu misionero requiere, en fin, que el
Catequista imprima, en lo más íntimo de su ser, el signo de la
autenticidad; la cruz gloriosa. El Cristo que el catequista ha aprendido a
conocer, es el "crucificado" (cf 1Co 2,2); el que él
anuncia es también el "Cristo crucificado, escándalo para
los judíos, necedad para los gentiles" (1Co 1,23), que
el Padre ha resucitado de los muertos al tercer día (cf Hch
10,40). El catequista, por consiguiente, deberá saber vivir el misterio
de la muerte y resurrección de Cristo, con esperanza, en toda situación
de limitación y sufrimiento personal, de adversidades familiares, de obstáculos
en el servicio apostólico, en el deseo de seguir el mismo camino que
recorrió el Señor: "completo en mi carne lo que falta a
los sufrimientos de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia (Col 1,24)".
10. Espíritu mariano. Por una vocación
singular, María vio al Hijo de Dios "crecer en sabiduría,
edad y gracia" (Lc 2,52). Ella fue la Maestra que lo "formó
en el conocimiento humano de las Escrituras y de la historia del designio de
Dios sobre su Pueblo en la adoración al Padre". Ella fue,
asimismo, "la primera de sus discípulos". Como lo afirmó
audazmente S. Agustín, el hecho de ser discípula fue para María
más importante que ser madre. Se puede decir, con razón y alegría,
que María es un "catecismo viviente", "madre y modelo
del catequista".
La espiritualidad del catequista, como la de todo cristiano
y, especialmente, la de todo apóstol, debe estar enriquecida por un
profundo espíritu mariano. Antes de explicar a los demás la figura
de María en el misterio de Cristo y de la Iglesia, el catequista debe
vivir su presencia en lo más íntimo de sí mismo y
manifestar, con la comunidad, una sincera piedad mariana. Ha de encontrar en María
un modelo sencillo y eficaz que debe realizar en sí mismo y poder
proponer: "La Virgen fue en su vida un ejemplo del amor maternal con
que debe animar a todos aquellos que, en la misión apostólica de
la Iglesia, cooperan a la regeneración de los hombres".
El anuncio de la Palabra está siempre relacionado con
la oración, la celebración eucarística y la construcción
de la comunión fraterna. La comunidad primitiva vivió esa rica
realidad (Hch 2-4) con María, la Madre de Jesús (cf. Hch
1,14).
III. ACTITUDES DEL CATEQUISTA FRENTE A
DETERMINADAS SITUACIONES ACTUALES
11. Servicio a la comunidad y atención a las
distintas categorías. El servicio del Catequista se ofrece a toda clase
de personas, sea cual fuere la categoría a la que pertenecen: jóvenes
y adultos, hombres y mujeres, estudiantes y trabajadores, sanos y enfermos, católicos,
hermanos separados y no bautizados. Sin embargo, no es lo mismo ser catequista
de catecúmenos que se preparan a recibir el bautismo, o responsable de
una aldea de cristianos con el cometido de seguir las distintas actividades
pastorales, o ser Catequista encargado de enseñar el catecismo en las
escuelas, o preparar a los sacramentos, o serlo en un barrio de ciudad o en la
zona rural.
Por lo tanto, concretamente, todo catequista deberá
promover el conocimiento y la comunión entre los miembros de la
comunidad, cuidar de las personas que le han sido confiadas, y tratar de
comprender sus necesidades particulares para poder las ayudar. Desde este punto
de vista, los catequistas se distinguen por tareas propias y por preparación
especifica.
Esta situación, de hecho, sugiere que el catequista
pueda conocer de antemano su destino, y que se le introduzca a la categoría
de personas a las que ha de servir. Para esto serán útiles las
sugerencias dadas al respecto por el Magisterio, especialmente en el Directorio
Catequético General, nn. 77-97 y en la Exhortación Apostólica
Catechesi Tradendae, nn. 35-45.
En el vasto campo apostólico, el catequista está
llamado a prestar especial cuidado a los enfermos y ancianos,
por su fragilidad física y psíquica que exige especial solidaridad
y asistencia.
El catequista ha de acercarse al enfermo y ayudarle a
comprender el sentido profundo y redentor del misterio cristiano de la cruz en
unión con Jesús que asumió el peso de nuestras enfermedades
(cf. Mt 8,17; Is 53,4). Visita a los enfermos con frecuencia,
los conforta con la Palabra y, cuando está encargado de ellos, con la
Eucaristía.
El catequista ha de seguir de cerca también a los
ancianos, que tienen una función cualificada en la Iglesia, como
justamente lo reconoce Juan Pablo II al definir al anciano "el testigo
de la tradición de la fe (cf. Sal 44,2; Ex 12,26-27),
el maestro de vida (cf. Si 6,34; 8,11-12), el operador de
caridad". Ayudar al anciano, para un catequista significa ante todo
colaborar a que su familia lo mantenga insertado como "testigo del
pasado e inspirador de sabiduría para los jóvenes"; además,
hacer que experimente la cercanía de la comunidad y animarlo a que viva
con fe sus inevitables límites y, en ciertos casos, también la
soledad. El catequista no deje de preparar al anciano para el encuentro con el
Señor, ayudándole a sentir la alegría que nace de la
esperanza cristiana en la vida eterna.
Hay que tener presente, además, la sensibilidad que
el catequista deberá demostrar para comprender y prestar su ayuda en
ciertas situaciones difíciles, como: la unión irregular de la
pareja, los hijos de esposos separados o divorciados. El catequista debe
participar y expresar verdaderamente la inmensa compasión del
corazón de Cristo (cf. Mt 9,36; Mc 6,34; 8,2; Lc
7,13).
12. Necesidad de la inculturación. Como toda la
actividad evangelizadora, también la catequesis está llamada a
llevar la fuerza del Evangelio al corazón de la cultura y de las
culturas. El proceso de inculturación requiere largo tiempo porque es un
proceso profundo, global y gradual. A través de él, como explica
Juan Pablo II, "la Iglesia encarna el Evangelio en las diversas
culturas y, al mismo tiempo, introduce a los pueblos con sus culturas en su
misma comunidad; trasmite a las mismas sus propios valores, asumiendo lo que hay
de bueno en ellas y renovándolas desde dentro".
Los catequistas, en cuanto apóstoles, están
implicados necesariamente en el dinamismo de este proceso. Además, con
una preparación específica, que no puede prescindir del estudio de
la antropología cultural y de los idiomas más idóneos a la
inculturación, se les debe ayudar a operar por su parte y en la pastoral
de conjunto, siguiendo las directrivas de la Iglesia acerca de este tema
particular, que podemos sintetizar así:
- El mensaje evangélico, aunque no se identifica
nunca con una cultura, necesariamente se encarna en las culturas. De hecho,
desde el comienzo del cristianismo, se ha encarnado en algunas culturas. Hay que
tener en cuenta esto para no privar a las Iglesias jóvenes de valores que
ya son patrimonio de la Iglesia universal.
- El Evangelio tiene una fuerza regeneradora, capaz de
rectificar no pocos elementos de las culturas en las que penetra, cuando no son
compatibles con él.
- El sujeto principal de la inculturación son las
comunidades eclesiales locales, que viven una experiencia cotidiana de fe y
caridad, insertadas en una determinada cultura, corresponde a los Pastores
indicar las pistas principales que se deben recorrer para destacar los valores
de una determinada cultura; los expertos sirven de estímulo y ayuda.
- La inculturación es genuina si se guía por
estos dos principios: se basa en la Palabra de Dios contenida en la Sagrada
Escritura y avanza de acuerdo con la Tradición de la Iglesia y las
directivas del Magisterio, y no contradice la unidad deseada por el Señor.
- La piedad popular, entendida como conjunto de valores,
creencias, actitudes y expresiones propias de la religión católica
y purificada de los defectos debidos a la ignorancia o a la superstición,
expresa la sabiduría del Pueblo de Dios y es una forma privilegiada de
inculturación del Evangelio en una determinada cultura.
Para participar positivamente en ese proceso, el catequista
deberá atenerse a estas directivas que favorecen en él una actitud
clarividente y abierta; insertarse con toda seriedad en el plan de pastoral
aprobado por la autoridad competente de la Iglesia, sin aventurarse en
experiencias particulares que podrían desorientar a los demás
fieles; y reavivar la esperanza apostólica, convencido de que la fuerza
del Evangelio es capaz de penetrar en cualquier cultura, enriqueciéndola
y fortaleciéndola desde dentro.
13. Promoción humana y opción por los pobres.
Entre el anuncio del Evangelio y la promoción humana hay una "estrecha
conexión". Se trata, en efecto, de la única misión
de la Iglesia. "Con el mensaje evangélico la Iglesia ofrece una
fuerza libertadora y promotora de desarrollo, precisamente porque lleva a la
conversión de corazón y de la mentalidad; ayuda a reconocer la
dignidad de cada persona; dispone a la solidaridad, al compromiso, al servicio
de los hermanos; inserta al hombre en el proyecto de Dios, que es la construcción
del Reino de paz y de justicia, a partir ya de esta vida. Es la perspectiva bíblica
de los 'nuevos cielos y nueva tierra' (cf. Is 65,17; 2Pe
3,13; Ap 21,1), es la que ha introducido en la historia el estímulo
y la meta para el progreso de la humanidad".
Es bien sabido que la Iglesia reivindica para sí una
misión de orden "religioso", que debe realizarse, sin
embargo, en la historia y en la vida real de la humanidad y, por tanto, en forma
no desencarnada.
Es tarea, preeminente de los laicos, llevar los valores del
Evangelio al campo económico, social y político. El catequista
tiene una importante tarea propia y característica en el sector de la
promoción humana, del desarrollo y defensa de la justicia. Al vivir en un
mismo contexto social con los hermanos, es capaz de comprender, interpretar y
resolver las situaciones y los problemas a la luz del Evangelio. Ha de saber,
pues, estar en contacto con la gente, estimularla a tomar conciencia de la
realidad en que vive para mejorarla y, cuando sea necesario, ha de tener el
valor de hablar en nombre de los más débiles para defender sus
derechos.
Por lo que se refiere a la acción, cuando es
necesario realizar iniciativas de ayuda, el catequista deberá actuar
siempre con la comunidad, en un programa de conjunto, bajo la guía de los
Pastores.
Aquí surge, necesariamente, otro aspecto relacionado
con la promoción: la opción preferencial por los pobres.
El catequista, sobre todo cuando está comprometido en el apostolado en
general, tiene el deber de asumir esta opción eclesial que no es
exclusiva, sino una forma de primacía de la caridad. Y debe estar
convencido de que su interés y ayuda a los pobres se funda en la caridad
porque, como afirma explícitamente el Sumo Pontífice Juan Pablo
II: "El amor es, y sigue siendo, la fuerza de la misión".
El catequista ha de tener presente que por pobres se
entiende sobre todo aquellos que se hallan en situación de estrechez económica,
tan numerosos en diversos territorios de misión; estos hermanos deben
poder experimentar el amor maternal de la Iglesia, aunque todavía no
formen parte de ella, y sentirse estimulados a afrontar y superar las
dificultades con la fuerza de la fe cristiana, ayudándolos a hacerse
ellos mismos artífices de su propio desarrollo integral. Todo acto
caritativo de la Iglesia, así como toda la actividad misionera, da "a
los pobres luz y aliento para un verdadero desarrollo".
Además de atender a los desposeídos, los
catequistas han de acercarse y ayudar, porque son también pobres, a los
oprimidos y perseguidos, a los marginados y a todas las personas que viven en
una situación de grave necesidad, como los minusválidos, los
desocupados, los prisioneros, los refugiados, los drogadictos, los enfermos de
SIDA, etc..
14. Sentido ecuménico. La división de los
cristianos es contraria a la voluntad de Cristo, es un escándalo para el
mundo y "daña a la causa santísima de la predicación
del Evangelio a todos los hombres".
Todas las comunidades cristianas tienen el deber de "participar
en el diálogo ecuménico y demás iniciativas destinadas a
realizar la unidad de los cristianos". Pero en los territorios de misión
este compromiso asume una urgencia especial para que no sea vana la oración
de Jesús al Padre: "sean también ellos en nosotros, una
cosa sola, para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn
17,21).
El catequista, en virtud de su misión, se encuentra
necesariamente implicado en esta dimensión apostólica y debe
colaborar a madurar la conciencia ecuménica en la comunidad, comenzando
por los catecúmenos y los neófitos. Ha de cultivar, pues, un
profundo deseo de unidad, insertarse con gusto en el diálogo con los
hermanos de otras confesiones cristianas y comprometerse generosamente en las
iniciativas ecuménicas, dentro de su cometido, siguiendo las directivas
de la Iglesia, especificadas localmente por la Conferencia Episcopal y por el
Obispo. Procure sobre todo seguir las directivas acerca de la cooperación
ecuménica en la catequesis y en la enseñanza de la religión
en las escuelas.
Su acción será verdaderamente ecuménica
si se esfuerza en "enseñar que la plenitud de las verdades
reveladas y de los medios de salvación instituidos por Cristo se halla en
la Iglesia católica"; y si logra también "hacer
una presentación correcta y leal de las demás Iglesias y
comunidades eclesiales de las que el Espíritu de Cristo no rehúsa
servirse como medio de salvación".
En el ambiente donde realiza su actividad, el catequista ha
de hacer lo posible por establecer relaciones amistosas con los responsables de
las otras confesiones, de acuerdo con los Pastores y, si fuere necesario, en
representación suya; ha de evitar que se fomenten inútiles polémicas
y concurrencia; debe ayudar a los fieles a vivir en armonía y respeto con
los cristianos no católicos, realizando plenamente y sin ningun complejo,
su identidad católica; y promueva el esfuerzo común de todos los
que creen en Dios, para ser "constructores de paz".
15. Diálogo con los hermanos de otras religiones. El
diálogo inter-religioso es una parte de la misión evangelizadora
de la Iglesia. El anuncio y el diálogo se orientan efectivamente hacia la
comunicación de la verdad salvífica. El diálogo es una
actividad indispensable en las relaciones entre la Iglesia católica y las
otras religiones y merece seria atención. Se trata de un diálogo
de la salvación, que se realiza en Cristo.
También los catequistas, cuya tarea primordial en las
misiones es el anuncio, deben estar abiertos, preparados y comprometidos en ese
tipo de diálogo. Se les ha de ayudar, pues, a llevarlo a cabo, teniendo
en cuenta las indicaciones del Magisterio, especialmente las de la Redemptoris
Missio, del documento conjunto Diálogo y Anuncio, del
Pontificio Consejo para el Diálogo Inter-religioso y de la C.E.P., y del
Catecismo de la Iglesia Católica, que implican:
- Escucha del Espirítu, que sopla donde
quiere (cf Jn 3,8), respetando lo que El ha operado en el hombre, para
alcanzar la purificación interior, sin la cual el diálogo no
reporta frutos de salvación.
- El correcto conocimiento de las religiones
presentes en el territorio: su historia y organización; los valores que,
como "semillas del Verbo", pueden ser una "preparación
al Evangelio", los límites y errores que se oponen a la verdad
evangélica y que se deben, respectivamente, completar y corregir.
- La convicción de fe que la salvación
procede de Cristo y que, por consiguiente, el diálogo no dispensa del
anuncio; que la Iglesia es el camino ordinario de la salvación y sólo
ella posee la plenitud de la verdad revelada y de los medios salvíficos.
No es posible, como ha reafirmado S.S. Juan Pablo II haciendo referencia a la
Redemptoris Missio: "poner en un mismo nivel la revelación
de Dios en Cristo y las escrituras o tradiciones de otras religiones. Un
teocentrismo que no reconociera a Cristo en su plena identidad sería
inaceptable para la fe católica. (...) El mandato misionero de
Cristo, perennemente válido, es una invitación explícita a
hacer discípulos a todas la gentes y a bautizarlas para que se abra para
ellas la plenitud del don de Dios". El diálogo no debe, pues,
conducir al relativismo religioso.
- La colaboración práctica con los
organismos religiosos no cristianos para resolver los grandes retos que se
plantean a la humanidad, como la paz, la justicia, el desarrollo, etc.. Además,
se requiere una actitud de aprecio y acogida a las personas. La caridad del
Padre común es la que debe unir a la familia de los hombres en toda obra
de bien.
En la realización de un diálogo tan
importante, no hay que dejar solo al catequista, este, a su vez, se ha de
mantener integrado en la comunidad. Toda iniciativa de diálogo
inter-religioso se debe llevar a cabo partiendo de los programas aprobados por
el Obispo y cuando es preciso por la Conferencia Episcopal o por la Santa Sede,
y ningún catequista ha de actuar por su cuenta, ni mucho menos contra las
directivas comunes.
En fin, hay que tener fe en el diálogo, el camino
para realizarlo es difícil e incomprendido. El diálogo es a veces
el único modo de dar testimonio de Cristo, y es siempre un camino hacia
el Reino que no dejará de dar sus frutos, aunque el tiempo y momento están
reservados al Padre (cf. Hch 1,8).
16. Atención a la difusión de las sectas. La
proliferación de las sectas de origen cristiana y no cristiana
es, actualmente, un reto pastoral para la Iglesia en todo el mundo. En los
territorios de misión, representan un serio obstáculo para la
predicación del Evangelio y para el desarrollo ordenado de las Iglesias jóvenes,
pues atacan a la integridad de la fe y a la solidez de la comunión.
Existen zonas más vulnerables y personas más
expuestas a su influencia. Lo que las sectas pretenden ofrecer, les favorece
aparentemente porque lo presentan como una respuesta "inmediata"
y "sencilla" a las necesidades sensibles de las personas, y se
sirven de medios apropiados a la sensibilidad y cultura locales.
Como es bien sabido, el Magisterio de la Iglesia ha alertado
varias veces respecto a las sectas, animando a que se considere su difusión
actual como una ocasión para una "seria reflexión"
por parte de la Iglesia. Más que una campaña contra las sectas, en
los territorios de misión se debe dar un nuevo impulso a la "actividad
misionera" propiamente dicha.
El catequista se presenta, hoy día, como uno de los
agentes más aptos para superar positivamente ese fenómeno. Con su
tarea de anunciar la Palabra y de acompañar el crecimiento en la vida
cristiana, el catequista se encuentra en una situación ideal para ayudar
a las personas - tanto cristianos como no cristianos - a comprender cuáles
son las verdaderas respuestas a sus necesidades, sin recurrir a las
pseudo-seguridades de las sectas. Además, como laico puede actuar más
capilarmente y hablar de modo más realista y comprensivo.
Las líneas de acción preferenciales, para un
catequista, son las siguientes: conocer bien el contenido y especialmente las
cuestiones que las sectas explotan para combatir la fe y a la Iglesia, y así
hacer comprender a la gente la inconsistencia de la exposición religiosa
de las sectas; cuidar la instrucción y el fervor de vida de las
comunidades cristianas para detener la corrosión; intensificar el anuncio
y la catequesis para prevenir la difusión de las sectas. El catequista,
por consiguiente, ha de empeñarse en realizar una obra silenciosa,
perseverante y positiva con las personas, para iluminarlas, protegerlas y,
eventualmente, liberarlas de la influencia de las sectas.
No hay que olvidar que muchas sectas son intolerantes y
proselitísticas y, en general, se muestran agresivas hacia el
Catolicismo. No es posible pensar en un diálogo constructivo con la mayor
parte de ellas, si bien hay que partir del respeto y comprensión que
merecen las personas. Esta constatación exige que la obra de la Iglesia
sea compacta para no dar espacio a confusiones; y también ecuménica,
porque la expansión de las sectas representa, asimismo, una amenaza para
las otras denominaciones cristianas. Por lo que se refiere a la acción,
el catequista deberá actuar dentro del programa pastoral común
aprobado por los Pastores competentes.
SEGUNDA PARTE
ELECCION Y FORMACION DEL CATEQUISTA
IV - ELECCION PRUDENTE
17. Importancia de la selección y preparación
del ambiente. Un problema fundamental en los territorios de misón, es la
dificultad de establecer qué grado de convicción de fe y qué
calidad de motivación vocacional ha de tener un candidato para ser
aceptado. Este problema se debe a muchas causas más o menos consistentes;
principalmente: la diversa madurez religiosa de las comunidades eclesiales; la
escasez numérica de personas idóneas y disponibles; la situación
socio-política; la escasa preparación escolar básica y las
dificultades económicas. Este estado de cosas puede engendrar una especie
de resignación ante la cual es preciso reaccionar.
La CEP insiste en el principio de que una buena selección
de los candidatos es la condición preliminar para lograr catequistas idóneos.
Por eso, como hemos dicho ya, exhorta a que, desde la elección inicial se
procure ante todo la calidad. Es preciso que los Pastores tengan este
criterio como ideal a lograr gradualmente y que no acepten con facilidad
compromisos. Además, la CEP sugiere que se cultive la formación
del ambiente, dando a conocer cuál es el papel del catequista en la
comunidad, sobre todo entre los jóvenes, para que aumente el número
de los que se sienten inclinados a comprometerse en este servicio eclesial.
No se olvide, además, que el aprecio que manifiestan
los fieles por esa función es directamente proporcionada al modo con que
los Pastores tratan a sus catequistas, valorizan sus atribuciones y respetan su
responsabilidad. Un catequista realizado, responsable y dinámico, que actúa
con entusiasmo y alegría en el ejercicio de su tarea, apreciado y
justamente remunerado, es el mejor promotor de su propia vocación.
18. Criterios de selección. Para escoger un candidato
como catequista, es preciso saber qué criterios son "esenciales"
y cuáles no. En la práctica, es indispensable que en todas las
Iglesias se establezca una lista de criterios de selección, para que los
encargados de escoger a los candidatos tengan puntos de referencia. La elaboración
de esa lista, con criterios suficientes, precisos, realistas y controlables,
corresponde a la autoridad local, única capaz de valorar las exigencias
del servicio y la posibilidad de responder a ellas.
También en este punto conviene tener en cuenta las
siguientes indicaciones generales, con el fin de lograr un comportamiento homogéneo
en todas las zonas de misión, respetando las necesarias e inevitables
diferencias.
- Algunos criterios se refieren a la persona del
catequista: por principio absoluto previo, como se acepte nunca a nadie que
no tenga motivaciones serias, o que solicite ser catequista porque no ha podido
encontrar otra ocupación más honrosa y rentable. En sentido
positivo, los criterios deberán contemplar: la fe del candidato, que se
manifiesta en su piedad y en el estilo de vida diaria; su amor a la Iglesia y la
comunión con los Pastores; el espíritu apostólico y la
apertura misionera; su amor a los hermanos, con propensión al servicio
generoso; su preparación intelectual básica; buena reputación
en la comunidad, y que tenga todas las potencialidades humanas, morales y técnicas
relacionadas con las funciones peculiares de un catequista, como el dinamismo,
la capacidad de buenas relaciones, etc.
- Otros criterios se refieren al acto de la selección:
tradándose de un servicio eclesial, la decisión incumbe al Pastor,
generalmente al párroco. La comunidad se verá implicada,
necesariamente, en cuanto debe indicar y valorar el candidato. El Obispo, a
quien el párroco presentará los candidatos, también
participará personalmente o mediante su delegado, al menos en un momento
sucesivo, para confirmar con su autoridad la elección y, sucesivamente,
para conferir la misión oficial.
- Existen criterios especiales de aceptación en
centros o escuelas para catequistas: además de los criterios
generales que valen para todos, cada centro establece sus propios criterios de
aceptación de acuerdo con las características del centro mismo,
especialmente en lo referente a la preparación escolar básica que
se exige, las condiciones de participación, los programas de formación,
etc.
Estas indicaciones generales deben especificarse
concretamente in loco, sin omitir ninguno de los campos indicados,
precisándolos y completándolos, en base a lo que requiere y
permite cada situación.
V - CAMINO DE FORMACION
19. Necesidad de una formación adecuada. Para que las
comunidades eclesiales puedan contar con catequistas suficientes e idóneos,
además de una elección atenta, es indispensable proporcionar una
preparación de calidad.
El Magisterio de la Iglesia reclama continuamente y con
convicción, la necesidad de la preparación del catequista, porque
cualquier actividad apostólica "que no se apoye en personas
verdaderamente formadas, está condenada al fracaso".
Es útil señalar que los documentos del
Magisterio requieren para el catequista en una formación global y
especifica. Global, es decir, que abarque todas las dimensiones de su
personalidad, sin descuidar ninguna. Específica, es decir ordenada al
servicio peculiar que ha de llevar a cabo: anunciar la Palabra a los distantes y
a los cercanos, guiar a la comunidad, animar y, cuando sea necesario, presidir
el encuetro de oración, asistir a los hermanos en las diversas
necesidades espirituales y materiales. Todo esto lo confirmó el Papa Juan
Pablo II: "Cuidar con especial solicitud la calidad significa, pues,
procurar con preferencia una formación básica adecuada y una
actualización constante. Se trata de una labor fundamental para asegurar
a la misión de la Iglesia, personal calificado, programas completos y
estructuras adecuadas, abrazando todas las dimensiones de la formación,de
la humana a la espiritual, doctrinal, apostólica y profesional".
Se trata, pues, de una formación exigente para el
interesado y comprometedora para los que deben cooperar en su realización.
La CEP la confía como tarea de máxima importancia hoy, al cuidado
especial de los Ordinarios.
20. Unidad y armonía en la personalidad del
catequista. Para realizar su vocación, los catequistas - como todo fiel
laico - "han de ser formados para vivir aquella unidad con la que está
marcado su mismo ser de miembros de la Iglesia y de ciudadanos de la sociedad
humana". No pueden existir niveles paralelos y diferentes en la vida
del catequista: el espiritual, con sus valores y exigencias; el secular
con sus distintas manifestaciones, y el apostólico con sus
compromisos, etc..
Para lograr la unidad y la armonía de la persona es
importante, desde luego, educar y disciplinar sus propias tendencias
caracteriales, intelectuales, emocionales, etc., para favorecer el crecimiento,
y seguir un programa de vida ordenado; es decisivo profundizar y aferrar que el
principio y la fuente de la identidad del catequista, es la persona de
Cristo Jesús.
El objeto esencial y primordial de la catequesis, como es
bien sabido, es la persona de Jesús de Nazareth, "Hijo único
del Padre, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1,14), "el
camino, la verdad y la vida" (Jn 14,6). Todo el "misterio
de Cristo" (Ef 3,4), "escondido desde siglos y
generaciones" (Col 1,26), es el que debe ser revelado. Por
tanto, la preocupación del catequista deberá ser, precisamente, la
de trasmitir, a través de su enseñanza y comportamiento, la
doctrina y la vida de Jesús. El ser y actuar del catequista dependen,
inseparablemente, del ser y el actuar de Cristo. La unidad y la armonía
del catequista se deben leer desde esa perspectiva cristocéntrica y han
de construirse en base a una "familiaridad profunda con Cristo y con el
Padre", en el Espíritu. Nunca se insistirá bastante en
este punto, si se quiere renovar la figura del catequista en este momento
decisivo para la misión de la Iglesia.
21. Madurez humana. Desde la elección, es importante
poner cuidado en que el candidato posea un mínimo de cualidades humanas básicas,
y muestre aptitud para un crecimiento progresivo. El objetivo, en este ámbito,
es que el catequista sea una persona humanamente madura e idónea para una
tarea responsable y comunitaria.
Por tanto, se deben tener en cuenta algunos aspectos
determinados. Ante todo, la esfera propiamente humana, con todo lo que
ella implica: equilibro psico-físico, buena salud, responsabilidad,
honradez, dinamismo; ética profesional y familiar; espíritu de
sacrificio, de fortaleza, de perseverancia, etc. Además, la idoneidad
para desempeñar las funciones de catequista: facilidad de relaciones
humanas, de diálogo con las diversas creencias religiosas y con la propia
cultura; idoneidad de comunicación, disposición para colaborar;
función de guía; serenidad de juicio; comprensión y
realismo; capacidad para consolar y de hacer recobrar la esperanza, etc. En fin,
algunas dotes características para afrontar situaciones o ambientes
particulares: ser artífices de paz; idóneos para el compromiso
de promoción, de desarrollo, de animación socio-cultural;
sensibles a los problemas de la justicia, de la salud, etc.
Estas cualidades humanas, educadas con una sana pedagogía,
forman una personalidad madura y completa, ideal para un catequista.
22. Profunda vida espiritual. La misión de educador
en la fe requiere en el catequista una intensa vida espiritual. Este es el
aspecto culminante y más valioso de su personalidad y, por tanto, la
dimensión preferente de su formación. El verdadero catequista es
el santo.
La vida espiritual del catequista se centra en una profunda
comunión de fe y amor con la persona de Jesús que lo ha llamado y
lo envía. Como Jesús, el único Maestro (cf. Mt
23,8), el catequista sirve a los hermanos con la enseñanza y con las
obras que son siempre gestos de amor (cf. Hch 1,1). Cumplir la voluntad
del Padre, que es un acto de caridad salvífica hacia los hombres, es
también alimento para el catequista, como lo fue para Jesús (cf.
Jn 4,34). La santidad de vida, realizada desde la perspectiva de la
identidad de laico y apóstol, ha de ser, pues, el ideal al que se ha de
aspirar en el ejercicio del servicio de catequista.
La formación espiritual se desarrolla en un proceso
de fidelidad hacia "Aquél que es el principio inspirador de toda
la obra catequética y de los que la realizan: el Espíritu del
Padre y del Hijo: el Espíritu Santo".
La manera más adecuada para alcanzar ese alto grado
de madurez interior es una intensa vida sacramental y de oración.
De las experiencias más significativas y realistas se
destaca un ideal de vida de oración que la CEP propone al menos para los
catequistas que guían una comunidad, o que trabajan con dedicación
plena, o colaboran estrechamente con el sacerdote, especialmente para los
llamados Cuerpos directivos:
- Participación en la Eucaristía con
regularidad y, donde es posible, cada día, sosteniéndose con el
"pan de vida" (Jn 6,34), para formar "un solo
cuerpo" con los hermanos (cf. 1Cor 10,17) y ofreciéndose
a sí mismo al Padre, junto con el cuerpo y la sangre del Señor.
- Liturgia vivida en sus distintas dimensiones, para
crecer como persona y para ayudar la comunidad.
- Rezo de una parte de la Liturgia de las Horas
especialmente de Laudes y de Vísperas, para unirse a la alabanza que la
Iglesia ofrece al Padre "desde que sale el sol hasta el ocaso"
(Sal 113,3).
- Meditación diaria, especialmente sobre la
Palabra de Dios, en actitud de contemplación y de respuesta personal.
Como la experiencia lo demuestra, la meditación regular, así como
la lectio divina, hecha también por los laicos, pone orden en la
vida y asegura un armonioso crecimiento espiritual.
- Oración personal, que alimente la comunión
con Dios durante las ocupaciones diarias, prestando especial atención a
la piedad mariana.
- Frecuencia del Sacramento de la Penitencia para la
purificación interior y el fervor del espíritu.
- Participación en retiros espirituales, para
la renovación personal y comunitaria.
Sólo alimentando la vida interior con una oración
abundante y bien hecha, el catequista puede lograr el grado de madurez
espiritual que su cometido exige. Como la adhesión al mensaje cristiano,
que en último término es fruto de la gracia y de la libertad, y no
depende de la habilidad del catequista, es necesario que su actividad esté
acompañada por la oración.
Puede suceder que, debido a la escasez de personas
disponibles e idóneas, surja el riesgo de contentarse con catequistas de
nivel más bien bajo. La CEP anima a no ceder a esas soluciones pragmáticas
para que esta figura de apóstol pueda mantener su puesto cualificado en
la Iglesia así como lo exige el actual momento del compromiso misionero.
Para la vida espiritual del catequista es necesario
proporcionarle medios adecuados. El primero es, sin lugar a dudas, la dirección
espiritual. Merecen estima las diócesis que confían a uno o
varios sacerdotes la guía espiritual de los catequistas en sus mismos
puestos de trabajo. Pero es insustituible la obra constante de un director
espiritual que el catequista mismo escoge entre los sacerdotes disponibles y de
fácil acceso. Este sector hay que potenciarlo. Los párrocos, sobre
todo, han de permanecer cerca de sus propios catequistas, preocupándose
de seguirlos en su crecimiento espiritual, más aun que en la eficacia de
su trabajo.
Se recomiendan, asimismo, las iniciativas parroquiales o
diocesanas que tienen por objeto la formación interior de los catequistas
- como las escuelas de oración, las convivencias fraternas y de
coparticipación espiritual y los retiros espirituales. Estas iniciativas
no aíslan a los catequistas, sino que les ayudan a crecer en la
espiritualidad propia y en la comunión entre ellos.
Todo catequista, en fin, debe estar convencido de que la
comunidad cristiana es también un lugar apropiado para cultivar la vida
interior. Mientras guía y anima la oración de los hermanos, el
catequista recibe de ellos, al mismo tiempo, un estímulo y un ejemplo
para mantener el fervor y crecer como apóstol.
23. Preparación doctrinal. Es evidente la necesidad
de una preparación doctrinal de los catequistas, para que puedan conocer
a fondo el contenido esencial de la doctrina cristiana y comunicarlo luego de
modo claro y vital, sin lagunas o desviaciones.
Se requiere en todos los candidatos una preparación
escolar básica evidentemente proporcionada a la situación general
del país. Son conocidas, al respecto, las dificultades que se presentan
donde la escolaridad es baja. No se debe ceder sin reaccionar ante esas
dificultades. Por el contrario, hay que tratar de elevar el grado de estudio básico
que se requiere para ser aceptados, de manera que todos los candidatos estén
preparados para seguir un curso de cultura religiosa superior; sin la
cual además de experimentar un sentimiento de inferioridad respecto a
otros que han estudiado, resultan efectivamente menos aptos para afrontar
ciertos ambientes y para resolver nuevas problemáticas.
Por lo que se refiere a los contenidos, sigue siendo actual
y válido el cuadro completo de formación teológico-doctrinal,
antropológica y metodológica, tal como se presenta en el Directorio
Catequístico General publicado por la Congregación para el
Clero en 1971. En lo que concierne a los territorios de misión, sin
embargo, es necesario hacer algunas precisaciones y añadir unas
observaciones que este Dicasterio ya había expresado, en parte, in ocasión
de la Asamblea Plenaria de 1970, y que ahora asume y desarrolla en base a la Encíclica
Redemptoris Missio:
- En virtud del fin propio de la actividad misionera, los
elementos fundamentales de la formación doctrinal del catequista serán
la Teología Trinitaria, la Cristología y la Eclesiología,
consideradas en una síntesis global, sistemática y progresiva del
mensaje cristiano. Comprometido a dar a conocer y a amar a Cristo, Dios y
Hombre, deberá conocerlo a fondo e interiorizarse con El. Comprometido a
dar a conocer y a amar a la Iglesia, se familiarizará con su tradición
e historia y con el testimonio de los grandes modelos, como son los Padres y los
Santos.
- El grado de cultura religiosa y teológica varía
de un lugar a otro, dependiendo de cómo se imparta la enseñanza:
en centros, o en cursos breves. En todo caso se debe asegurar a todos un mínimo
conveniente, fijado por la Conferencia Episcopal o por el Obispo, en base al
criterio general ya mencionado, de la necesidad de adquirir una cultura
religiosa superior.
- La Sagrada Escritura deberá seguir siendo la
materia principal de enseñanza y constituir el alma de todo el estudio
teológico. Esta ha de intensificarse cuando sea necesario. Habrá
que estructurar, entorno a la Sagrada Escritura, un programa que incluya las
principales ramas de la teología. Se tenga presente que el catequista
tiene que ser formado en la pastoral bíblica, también en previsión
de la confrontación con las confesiones no católicas y con las
sectas que recurren a la Biblia de modo no siempre correcto.
- También la Misiología ha de enseñarse
a los catequistas, al menos en sus elementos basilares, para garantizarles este
aspecto esencial de su vocación.
- Llamado a ser animador de la oración comunitaria,
el catequista necesita profundizar convenientemente el estudio de la Liturgia.
- Según las necesidades locales, habrá que
incluir o dar mayor relieve a algunos temas de estudio; por ejemplo, la
doctrina, las creencias de los ritos principales de las otras religiones o las
variantes teólogicas de las Iglesias y de las comunidades eclesiales no
católicas presentes en la región.
- Merecen especial atención algunos temas que dan a
la preparación intelectual del catequista un mayor arraigo y actualización,
como: la inculturación del Cristianismo en una cultura determinada; la
promoción humana y de la justicia en una especial situación
socio-económica; el conocimiento de la historia del país, de las
prácticas religiosas, del idioma, de los problemas y necesidades del
ambiente al que ha sido destinado el catequista.
- Por lo que se refiere a la preparación metodológica,
hay que tener presente que, en las misiones, muchos catequistas trabajan también
en distintos campos de la pastoral, y que casi todos están en contacto
con seguidores de otras religiones. Por eso hay que iniciarlos no sólo en
la enseñanza de la catequesis, sino también en todas aquellas
actividades que forman parte del primer anuncio y de la vida de una comunidad
eclesial.
- Será importante. asimismo, presentar a los
catequistas contenidos relacionados con las nuevas situaciones que van surgiendo
en el contexto de su vida. En los programas de estudio se deberán incluir
también - partiendo de la realidad actual y de las previsiones para el
futuro - materias que ayuden a afrontar fenómenos como la urbanización,
la secularización, la industrialización, las migraciones, los
cambios socio-póliticos, etc.
- Hay que insistir en que la formación teológica
tiene que ser global y no sectorial. Los catequistas, en efecto, deben llegar a
una comprensión unitaria de la fe que favorezca precisamente la unidad y
la armonía de su personalidad, y también de su servicio apostólico.
- Actualmente hay que aprovechar la especial importancia que
reviste, para la preparación doctrinal de los catequistas el Catecismo
de la Iglesia Católica. Este contiene, en efecto, una síntesis
orgánica de la Revelación y de la perenne fe católica, tal
como la Iglesia la propone a sí misma y a la comunidad de los hombres de
nuestro tiempo. Como afirma S.S. Juan Pablo II, en la Constitución Apostólica
Fidei depositum, el Catecismo contiene "cosas nuevas y
viejas" (cf. Mt 13,52), pues la fe es siempre la misma y al
mismo tiempo es fuente de luces siempre nuevas. El servicio que el Catecismo
quiere ofrecer es atinente y actual para cada catequista. La misma Constitución
Apostólica afirma que el Catecismo se ofrece a los Pastores y a
los fieles para que se sirvan de él en el cumplimiento, dentro y fuera de
la comunidad eclesial, de "su misión de anunciar la fe y de
llamar a la vida evangélica". Y se ofrece también "a
todo hombre que os pida cuentas de la esperanza que hay en vosotros (cf. 1Pt
3,15) y que desea conocer lo que la Iglesia católica cree". Sin
duda alguna los catequistas encontrarán en el nuevo Catecismo una
fuente de inspiración y una mina de conocimientos para su misión
específica.
- A estas indicaciones hay que añadir una exhortación
a procurar los medios necesarios para la formación intelectual de los
catequistas. Entre éstos están, en primer lugar, las escuelas de
catequesis: y se revelan también muy eficaces los cursos breves
promovidos en las diócesis o en las parroquias, la instrucción
individual impartida por un sacerdote o un catequista experto; además, la
utilización de material didáctico. Es bueno que se dé
importancia, en la formación intelectual, a metodologías variadas
y sencillas como las lecciones escolares, el trabajo en grupo, el análisis
de casos prácticos, las investigaciones y el estudio individual.
La dimensión intelectual de la formación se
presenta, pues, como algo muy exigente, y requiere personal cualificado,
estructuras y medios económicos. Se trata de un desafío que hay
que afrontar y superar con valor, sano realismo y una programación
inteligente, ya que es éste uno de los sectores más deficientes en
el momento actual.
Todo catequista deberá empeñarse al máximo
en el estudio para llegar a ser como una lámpara que ilumina el camino de
los hermanos (cf. Mt 5, 14-16). Para ello, debe ser el primero en
sentirse gozoso de su fe y de su esperanza (cf. Flp 3,1; Rm
12,12); teniendo el sano criterio de proponer sólo los contenidos sólidos
de la doctrina eclesial en fidelidad al Magisterio; sin permitisse nunca
perturbar las conciencias, sobre todo de los jóvenes, con teorías
"más propias para suscitar problemas inútiles que para
secundar el plan de Dios, fundado en la fe" (1Tm 1,4).
En fin de cuentas, es deber del catequista unir en su
persona la dimensión intelectual y la espiritual. Ya que existe un único
Maestro, el catequista debe de ser consciente de que sólo el Señor
Jesús enseña, mientras que él lo hace "en la
medida en que es su portavoz, permitiendo que Cristo enseñe por su boca".
24. Sentido pastoral. La dimensión pastoral de la
formación se refiere al ejercicio de la triple función: profética,
sacerdotal y real del laico bautizado. Por eso hay que iniciar al catequista en
su tarea: anuncio del Evangelio, catequesis, ayuda a los hermanos para que vivan
su fe y rindan culto a Dios, y presten los servicios pastorales en la comunidad.
Las aspectos principales en los que se debe educar a los
candidatos son: el espíritu de responsabilidad pastoral y la leadership;
la generosidad en el servicio; el dinamismo y la creatividad; la comunión
eclesial y la obediencia a los Pastores.
Este tipo de formación requiere instrucciones
doctrinales explicando los principales campos apostólicos en los que
un catequista puede actuar, de manera que conozca bien las necesidades y el modo
de responder a ellas. Es necesario, asimismo, que se expliquen las características
de los destinatarios: niños, adolescentes, jóvenes o adultos;
estudiantes o trabajadores, bautizados o no; miembros de pequeñas
comunidades o de movimientos; sanos o enfermos, ricos o pobres, etc., y las
distintas maneras de dirigirse a ellos.
En particular se asegure a los catequistas la preparación
pastoral sacramental, de manera que puedan ayudar a los fieles a comprender
mejor el sentido religioso de los signos y acercarse con confianza a estas
fuentes perennes de vida sobrenatural. No se olvide la importancia de acompañar
a los cristianos que sufren a vivir la gracia propia del sacramento de la Unción
de los Enfermos.
La formación pastoral requiere, además, ejercicios
prácticos, especialmente al principio, bajo la guía de
maestros, del sacerdote, o de algún catequista experto.
Las instrucciones teóricas y los ejercicios prácticos
deberán armonizarse, en la medida de lo posible, de manera que la
introducción al compromiso apostólico sea gradual y completa.
Por lo que se refiere a la preparación al servicio
específico de la catequesis, es oportuno recordar expresamente el Directorio
Catequético General en particular allí donde se explican los "elementos
de metodología".
25. Celo misionero. La dimensión misionera está
estrictamente vinculada a la identidad misma del catequista y caracteriza todas
sus actividades apostólicas. Por eso se le debe cuidar con esmero en la
formación, procurando asegurar a cada catequista una buena iniciación
teórica y práctica que le capacite, como cristiano laico, a
recorrer las etapas progresivas que son propias de la actividad misionera, a
saber:
- Estar presente activamente en la sociedad de los
hombres, dando un testimonio auténtico de vida, estableciendo con todos
una convivencia sincera, y colaborando en caridad para resolver los problemas
comunes.
- Anunciar con franqueza (cf. Hch 4,23;
28,31) la verdad acerca de Dios y de que él envió para la salvación
de todos, a nuestro Señor Jesucristo (cf. 2Ts 1,9-10), de manera
que los no cristianos, a los que el Espíritu Santo abra el corazón
(cf. Hch 16,14), puedan creer y convertirse libremente.
- Encontrar a los adeptos de otras religiones sin
prejuicios, y en diálogo franco y abierto.
- Preparar a los catecúmenos en el
camino de iniciación gradual al misterio de la salvación, a la práctica
de los preceptos evangélicos y a la vida religiosa, litúrgica y
caritativa del pueblo de Dios.
- Construir la comunidad, preparando a los
candidatos a recibir el Bautismo y los demás sacramentos de la iniciación
cristiana, para que entren a formar parte de la Iglesia de Cristo que es profética,
sacerdotal y real.
- Bajo la guía de los Pastores y en colaboración
con los demás fieles, cumplir las tareas que, según el
plan pastoral, conducen a la maduración de la Iglesia particular. Estos
servicios corresponden a necesidades de cada Iglesia, y caracterizan al
catequista en los territorios de misión. Por consiguiente, la actividad
de formación deberá ayudar al catequista a afinar su sensibilidad
misionera, y capácitarlo a descubrir y a aprovechar todas las situaciones
favorables al primer anuncio.
- Recordando el pensamiento ya citado de Juan Pablo II,
cuando los catequistas se forman bien en el espíritu misionero se hacen
animadores misioneros de su propia comunidad eclesial e impulsan
fuertemente la evangelización de los no cristianos, prontos a que sus
Pastores los envíen fuera de la propia Iglesia o país. Los
Pastores, conscientes de su propia responsabilidad, traten de valorar al máximo
esa legión insustituible de apóstoles y ayúdenles a
acrecentar cada día más su celo misionero.
26. Actitud eclesial. El hecho de que la Iglesia sea
misionera por su misma naturaleza y haya sido llamada y destinada a evangelizar
a todos los hombres, comporta una doble convicción: en primer lugar, que
la actividad apostólica no es un acto individual y aislado; y que se ha
de llevar a cabo en comunión eclesial, a partir de la Iglesia particular
con su Obispo.
Estas constataciones de Pablo VI con relación a los
evangelizadores pueden aplicarse con todo derecho a los catequistas, cuya tarea
es una realidad eminentemente eclesial y, por tanto, comunitaria. El catequista,
en efecto, es enviado por los Pastores y actúa gracias a la misión
recibida de la Iglesia y en nombre de ella. Su acción, de la que él
no es dueño sino humilde siervo, tiene, en el orden de la gracia, vínculos
institucionales con la acción de toda la Iglesia.
Las actitudes principales que se deben tener en cuenta para
educar convenientemente a un catequista a esa dimensión comunitaria son:
- La actitud de obediencia apostólica a los
Pastores, en espíritu de fe, como Jesús que "se despojó
de sí mismo tomando condición de siervo (...), obedeciendo
hasta la muerte" (Flp 2,7-8; cf. Hb 5,8; Rm
5,19). A esta obediencia apostólica debe acompañar una actitud de
responsabilidad, ya que el ministerio del catequista, después de la
elección y del mandato, es ejercido por la persona llamada y habilitada
interiormente por la gracia del Espíritu.
En este contexto de la obediencia apostólica, se hace
cada vez más oportuno el mandato o misión canónica,
como se acostumbra en muchas Iglesias, en el que se destaca el vínculo
que existe entre la misión de Cristo y de la Iglesia, con la del
catequista.
Se aconseja sea en una función litúrgica
especial o litúrgicamente inspirada, debidamente aprobada, celebrada en
la comunidad de la que procede el catequista, durante la cual el Obispo o un
delegado suyo dé el mandato, haciendo un gesto significativo, como por
ejemplo la imposición del crucifijo o la entrega de los Evangelios. Es
conveniente que este rito del mandato tenga más solemnidad para el
catequista de plena dedicación que para el catequista de tiempo limitado.
- Capacidad de colaborar en distintos niveles: el
sentido comunitario produce necesariamente en el individuo una actitud de
colaboración que se debe educar y apoyar. El catequista deberá
tener en cuenta todos los componentes de la comunidad eclesial en la que está
insertado, y actuar en unión con ellos. Se recomienda, especialmente, la
colaboración con otros laicos comprometidos en la pastoral, sobre todo en
las Iglesias donde están más desarrollados los servicios laicales
distintos al del catequista. Para colaborar en este plano, no es suficiente una
convicción interior; se debe echar mano también del trabajo de
conjunto, como la planificación y la revisión en común de
las distintas obras y actividades. Esta unión de todas las fuerzas es
cometido, sobre todo, de los Pastores; pero la cordura de un catequista deberá
favorecer la convergencia de todos los que trabajan en su radio de acción.
El catequista debe saber sufrir por la Iglesia, afrontando
la fatiga que comporta el apostolado realizado en común y aceptando las
imperfecciones de los miembros de la Iglesia, a imitación de Cristo que
amó a su Iglesia hasta darse por ella (cf. Ef 5,25).
La educación al sentido comunitario debe ser objeto
de atención especial, desde el comienzo de la formación, mediante
experiencias preparadas, realizadas y revisadas en grupo por los candidatos.
27. Agentes de formación. Es de capital importancia,
en la formación de los catequistas, contar con educadores idóneos
y suficientes. Cuando se habla de agentes, se debe entender todo el conjunto de
personas implicadas en la formación.
Los catequistas deben estar convencidos, ante todo, de que
su primer educador es Nuestro Señor Jesu Cristo, que forma a través
del Espíritu Santo (cf Jn 16,12-15). Esto exige en ellos
un espíritu de fe y una actitud de oración y de recogimiento para
dar espacio a la pedagogía divina. La educación de apóstoles
es pues, principalmente un arte que se expresa en el ámbito sobrenatural.
La persona es la primera responsable del propio
crecimiento interior, es decir, de cómo se debe responder al llamamiento
divino. La conciencia de esta responsabilidad deberá impulsar al
catequista a dar una respuesta activa y creativa comprometiéndose y
asumiendo todas las responsabilidades del propio progreso de vida.
El catequista opera en comunión, al servicio y con la
ayuda de la comunidad eclesial. Por tanto, también la comunidad
está llamada a colaborar en la formación de sus catequistas,
asegurándoles, en especial, un ambiente positivo y fervoroso; acogiéndolos
por lo que son y ofreciéndoles la debida colaboración. En la
comunidad, los Pastores desempeñan también un servicio de
guía como educadores de los catequistas. Esto requiere de ellos
particular atención y, en los candidatos, confianza y coherencia en
seguir sus directivas. El Obispo y el párroco son, en virtud de su función,
los formadores más adecuados de los catequistas.
Los formadores, es decir, los delegados por la
Iglesia para ayudar a los catequistas a realizar el programa de educación,
son como "compañeros de viaje" cuyo servicio
cualificado es muy valioso. Son, ante todo, los responsables de los centros para
catequistas y también los que se encargan de la formación básica
y permanente de los candidatos fuera de los centros. Es importante que se
escojan educadores idóneos que, además de destacarse por sentido
de Iglesia y por vida cristiana, posean una preparación específica
para esa tarea y tengan una experiencia personal por haber desempeñado,
ellos también, el servicio de la catequesis. Es bueno que los formadores
constituyan un equipo o grupo compuesto posiblemente de sacerdotes, religiosos y
laicos, tanto hombres como mujeres escogidos sobre todo entre catequistas
experimentados. Así, la formación resultará más
completa y encarnada. Los candidatos han de tener confianza en sus formadores y
considerarlos guías indispensables que la Iglesia les ofrece amorosamente
para que puedan llegar a un alto grado de madurez.
28. Formación básica. El proceso de formación
que antecede al comienzo del ministerio catequético no es igual en todas
las Iglesias, ya que la organización y las posibilidades son diferentes,
y varía asimismo, según se imparta en un centro o fuera de él.
Hay que insistir en que todos los catequistas reciban una
formación inicial mínima suficiente, sin la cual no podrían
ejercer convenientemente su misión. Con este fin indicamos algunos
criterios y directivas que contribuirán a promover y a guiar las
distintas opciones de la actividad formativa:
- Conocimiento del sujeto: es necesario que el
candidato sea conocido personalmente y en su ambiente cultural. Sin este
conocimiento de base, la formación sería más bien una
simple instrucción poco personalizada.
- Atención a la realidad socio-eclesial: es
importante que la formación de los catequistas no sea abstracta, sino
encarnada en la realidad en que ellos viven y actuán. La atención
a las situaciones eclesiales y sociales ofrece puntos de referencia concretos y
garantiza una formación más adecuada.
- Formación continua y gradual: es preciso
ayudar a los candidatos a alcanzar todos los objetivos de la formación,
de manera progresiva y gradual, respetando los ritmos de crecimiento de cada uno
y las necesarias diferencias de las distintas etapas. No se debe pretender tener
catequistas completos desde el principio, pero ayúdeseles a mejorar sin
interrupciones ni desequilibrios.
- Método ordenado y completo: teniendo en
cuenta el contexto misionero y los principios de una sana pedagogía, es
necesario que el método de formación se nutra de experiencia,
es decir, que se enriquezca con confrontaciones, programadas y guiadas, con las
situaciones eclesiales, culturales y sociales locales; que sea integral,
a saber, que procure el desarrollo de la persona en todos sus aspectos y
valores; dialogante, con un continuo intercambio entre la persona y Dios, el
formador y la comunidad; liberador, para desligar al catequista de
cualquier condicionamiento consciente o inconsciente, que contraste con el
mensaje evangélico; armónico, es decir, que procure asumir
lo esencial y conduzca a la unidad interior.
- Proyecto de vida: una pedagogía eficaz
ayuda al individuo a construir un plan de vida que establezca los objetivos y
los medios para alcanzarlos, de manera realista. A todo catequista se debe dar,
desde el principio, una formación que le capacite para fijarse un plan
ordenado, cuidando, ante todo, la identidad y el estilo de vida, y también
las cualidades necesarias para el apostolado.
- Diálogo formativo: es el encuentro personal
entre el candidato y el formador. Se trata de un encuentro importante para
iluminar, estimular y acompañar el progreso en la formación. El
catequista ha de abrirse al formador y establecer con él un diálogo
constructivo y regular. En el diálogo formativo ocupa un puesto singular
la dirección espiritual, que llega hasta lo más íntimo
de la persona y la ayuda a abrirse a la gracia para crecer en sabiduría.
- En un contexto comunitario: la comunidad
cristiana, donde el catequista vive y desarrolla su actividad, es el lugar
necesario de confrontación, propuesta y discernimiento de vida para todos
sus miembros y - en especial - para los que desempeñan una vocación
apostólica. Los catequistas pueden descubrir progresivamente, en la
comunidad, cómo se lleva a cabo el proyecto divino de la salvación.
Ninguna verdadera educación apostólica puede realizarse al margen
del contexto comunitario.
Estas indicaciones se tienen presentes donde existe una
buena estructura para la formación básica. Sin embargo, pueden
servir de estímulo y orientación para los Pastores y para los
mismos candidatos también en la fase inicial. Hay que evitar,
absolutamente, toda improvisación en la preparación de los
catequistas, o dejarla a su exclusiva iniciativa.
29. Formación permanente. La evolucióm de la
persona, el dinamismo peculiar de los sacramentos del Bautismo y de la
Confirmación, el proceso de continua conversión y de crecimiento
en la caridad apostólica, la renovación de la cultura, la evolución
de la sociedad y el continuo perfeccionamiento de los métodos didácticos,
exigen que el catequista se mantenga en fase de formación durante todo el
período de su servicio activo. Este empeño concierne tanto a los
dirigentes como a los catequistas, y abarca todas las dimensiones de su formación:
humana, espiritual, doctrinal y apostólica.
La formación permanente asume características
particulares según las distintas situaciones: al comienzo de la
actividad apostólica, es una introducción al servicio, necesaria a
todo catequista, y consiste en instrucciones doctrinales y en experiencias prácticas
dirigidas. Durante el ejercicio del ministerio, la formación
permanente es una renovación continua para mantenerse preparados para la
diversas tareas, que incluso pueden cambiar. Así se garantiza la calidad
de los catequistas, evitando el desgaste y rutina con el pasar del tiempo. En
algunos casos de especial dificultad, de cansancio, de cambio de lugar o
de ocupación, etc., la formación permanente ayuda al catequista a
madurar el criterio, y a recobrar el fervor y dinamismo iniciales.
La responsabilidad de la formación permanente no
puede atribuirse únicamente a los organismos centrales; corresponde también
a los interesados y a cada una de las comunidades, teniendo en cuenta las
distintas realidades de unas personas a otras y de unos lugares a otros.
Además de reafirmar el valor de todos estos
principios, es necesario fomentar el uso de instrumentos útiles para la
formación permanente. Es cierto que se presentan obstáculos de
orden económico, o debidos a la carencia de personal cualificado, a la
escasez de libros y de otro material didáctico; a las distancias y medios
de transporte inadecuados, etc. No obstante, la formación permanente de
los catequistas sigue siendo un imperativo indiscutible. Los esfuerzos que los
responsables están realizando con este objeto deben ser respaldados. Hay
que tratar de crear en todas partes, una organización suficiente y
emprender iniciativas concretas, para que ningún catequista se vea
privado de una mejoría constante.
Entre las iniciativas para la formación permanente,
el primer lugar corresponde a los Centros catequéticos que asisten a los
antiguos alumnos al menos durante el primer período mediante cartas
circulares e individuales, envío de material, visitas in loco de
los formadores y encuentros de revisión en los mismos centros. Los
centros son los ambientes más apropiados para organizar cursos de
renovación y actualización de catequistas, en cualquier momento de
su servicio.
Las diócesis, si no disponen de un centro al cual
dirigirse, busquen otros ambientes para llevar a cabo sus ciclos de formación
permanente que, por lo general, consisten en breves cursos, encuentros de un día,
etc., animados por personal expresamente encargado a nivel diocesano. De modo análogo
se debe actuar en las parroquias o en los grupos de parroquias vecinas que
colaboran entre sí.
Las iniciativas aisladas no son suficientes para la formación
permanente. Se precisan programas orgánicos que prevean una renovación
cíclica sobre los distintos aspectos de la personalidad del catequista.
No basta, pues, cuidar de la profesionalidad laboral; hay que privilegiar
siempre la identidad de la persona. Se ha de cuidar con esmero todo programa de
carácter espiritual porque esta dimensión es, sin discusión,
la principal.
No se olvide que el catequista ha de permanecer enraizado en
su comunidad para recibir la formación permanente en su propio contexto y
junto con los demás fieles. Al mismo tiempo, se debe procurar desarrollar
la dimensión universal, valorizando los encuentros entre catequistas de
distintas Iglesias particulares.
Además de las iniciativas organizadas, la formación
permanente está confiada a los mismos interesados. Todo catequista, por
tanto, deberá hacerse cargo de su propio y continuo progreso, mediante el
mayor empeño posible, persuadido de que nadie puede reemplazarle en su
responsabilidad primaria.
30. Medios y estructuras de la formación. Entre los
medios de formación, se destacan los centros o escuelas para
catequistas. Es significativo que los documentos de la Iglesia, desde el Ad
Gentes hasta la Redemptoris Missio, insistan en la importancia de
"favorecer la creación y el incremento de las escuelas (o
centros) para catequistas que, aprobados por las Conferencias Episcopales,
otorguen títulos oficialmente reconocidos por éstas últimas".
Cuando se hace referencia a los centros para catequistas,
se habla de realidades muy diferentes: desde organismos desarrollados, que
pueden albergar por largo tiempo a los candidatos con un programa de formación
orgánico, hasta estructuras esenciales para pequeños grupos o
cursos breves, o incluso sólo para encuentros de un día.
En su mayoría, los centros son diocesanos o
interdiocesanos; algunos son nacionales continentales, o internacionales. Estos
distintos tipos de centros se complementan mutuamente y deben promoverse todos
ellos.
Existen elementos comunes a estos centros, como el
programa de formación que hace del centro un lugar de crecimiento en la
fe; la posibilidad de residir en él; la enseñanza escolar
alternada con experiencias pastorales y, sobre todo, la presencia de un grupo de
formadores. Existen también elementos propios que distinguen a
unos centros de otros. Entre éstos: el nivel mínimo que se
requiere de preparación escolar, proporcionado al nivel nacional; las
condiciones para aceptar a los candidatos; la duración del curso y de la
residencia; las características de los candidatos mismos: sólo
hombres o sólo mujeres, o ambos; jóvenes o adultos; casados,
solteros o parejas; distintas sensibilidades y énfasis en los contenidos
y métodos de formación, que se adaptan a la realidad local;
formación específica, o no, para las esposas de los catequistas;
entrega o no, de un diploma.
Es importante que exista una cierta conexión entre
los centros, sobre todo a nivel nacional, bajo la responsabilidad de la
Conferencia Episcopal. Esa conexión se favorece con encuentros regulares
entre todos los formadores de los distintos centros y por el intercambio de
material didáctico. De este modo, se procura la unidad de la formación
y se potencian los centros con el enriquecimiento participado de la experiencia
de los demás.
La importancia de los centros no se limita a la actividad
formativa que se refiere a las personas. Pueden llegar a ser verdaderos núcleos
de reflexión sobre temas importantes de carácter apostólico
como: los contenidos de la catequesis, la inculturación, el diálogo
interreligioso, los métodos pastorales, etc... y servir de apoyo a los
Pastores en sus responsabilidades.
Además de los centros o escuelas, hemos de mencionar
los cursos y los encuentros, de distinta duración y composición,
organizados por las diócesis y parroquias, especialmente aquellos en los
que participan el Obispo o los párrocos. Son medios de formación
muy eficaces y, en ciertas zonas y situaciones, constituyen el único
medio para proporcionar una buena formación. Estos cursos no se oponen a
los programas de los centros, sirven más bien para prolongar su
influencia o, como sucede a menudo, para compensar la falta de centros.
Tanto para la actividad de los centros como para la de los
cursos, son indispensables los instrumentos didácticos: libros,
audiovisuales y todo el material que sirve para preparar bien a un catequista.
Corresponde a los Pastores responsables procurar que los centros estén
provistos del material necesario, de acuerdo con su importancia. Es encomiable
la costumbre de intercambiarse los medios didácticos entre un centro y
otro, entre una y otra diócesis. A veces se trata de intercambios útiles
entre naciones limítrofes y homogéneas por su situación
socio-religiosa.
La CEP insiste en que no basta proponerse objetivos elevados
de formación, sino que es preciso escoger y utilizar los medios eficaces.
Por tanto, además de insistir en que se dé prioridad absoluta a
los formadores, que hay que preparar bien y sostenerlos, la CEP pide que se
potencien los centros en todas partes. También, para esto, se requiere un
sano realismo, para evitar un discurso sólo teórico. El objetivo
que se quiere alcanzar es lograr que todas la diócesis puedan formar un
cierto número de catequistas propios, por lo menos los cuadros,
en un centro. Además, fomentar las iniciativas locales, en particular los
encuentros programados y guiados, porque son indispensables para la formación
inicial de los que no han podido frecuentar el centro y para la formación
permanente de todos.
TERCERA PARTE
LA RESPONSABILIDAD HACIA EL CATEQUISTA
VI - REMUNERACION DEL CATEQUISTA
31. Cuestión económica en general. Se reconoce
unánimemente que la cuestión económica es uno de los obstáculos
más serios para poder contar con un número suficiente de
catequistas. Ese problema no se plantea, desde luego, con los maestros de religión
en las escuelas oficiales, ya que éstos reciben el sueldo del Estado. Por
lo que se refiere, en cambio, a cualquier categoría de catequistas
remunerados por la Iglesia, en particular los que tienen una familia a su cargo,
la cuestión crucial es la proporción entre lo que reciben y las
exigencias de la vida. Se perciben consecuencias negativas en distintos
aspectos: en la elección, ya que las personas dotadas prefieren trabajos
mejor remunerados; en el compromiso, porque resulta necesario desempeñar
otros oficios para completar los ingresos; en la formación, porque muchos
no están en condiciones de participar en los cursos; en la perseverancia,
y en las relaciones con los Pastores. Además, en algunas culturas el
trabajo se aprecia por lo que retribuye y se corre el riesgo de considerar a los
catequistas como trabajadores de inferior categoría.
32. Soluciones prácticas. La retribución del
catequista ha de considerarse como cuestión de justicia y no de libre
contribución. Los catequistas, de dedicación plena o parcial,
deben ser retribuidos según normas precisas, establecidas a nivel de diócesis
y parroquia, teniendo en cuenta los recursos económicos de la Iglesia
particular, de la situación personal y familiar del catequista, en el
contexto ecónomico general del Estado. Se reservará especial
atención a los catequistas enfermos, inválidos y ancianos.
Como en el pasado, la CEP seguirá interesándose
en promover y distribuir aportaciones económicas para los catequistas,
según las posibilidades. Pero, insiste a la vez, en la necesidad de
buscar a, toda costa, una solución más estable del problema.
Los presupuestos de las diócesis y de las parroquias
por tanto, deberán destinar a esta obra una cuota proporcionada de los
ingresos, siguiendo el criterio de dar la prioridad a los gastos de la formación.
También los fieles deberán hacerse cargo del mantenimiento de los
catequistas, sobre todo cuando se trata del animador de su comunidad local. La
calidad de las personas, en particular las que están comprometidas en el
apostolado directo, tienen la precedencia respecto a las estructuras. No se
destinen pues a otros fines ni se reduzcan los presupuestos destinados a los
catequistas.
Se recomienda especialmente la ayuda económica para
los centros de catequistas. Este esfuerzo es digno de encomio y contribuirá
sin duda a incrementar la vida cristiana en un futuro próximo, porque la
catequesis activa y eficaz es la base de la formación del Pueblo de Dios.
Al mismo tiempo deben promoverse y multiplicarse los
catequistas voluntarios, que se comprometen a una cooperación a tiempo
limitado, con regularidad, pero sin una verdadera remuneración porque
tienen ya otro empleo fijo.
Esta línea de acción es más realista
cuando se trata de comunidades eclesiales que tienen ya un cierto grado de
desarrollo. Es necesario ciertamente educar a los fieles a que consideren la
vocación del catequista como una misión, más que como un
empleo de vida. Además, será preciso reexaminar la organización
y la distribución de los catequistas.
En resumen, el problema económico exige una solución
a partir de la Iglesia local. Todas las otras iniciativas son una buena
contribución y han de potenciarse, pero la solución radical hay
que buscarla localmente, especialmente con una acertada administración,
que respete las prioridades apostólicas, y educando a la comunidad a dar
la debida contribución económica.
VII - RESPONSABILIDAD DEL PUEBLO DE DIOS
33. Responsabilidad de la comunidad. La CEP siente la
necesidad de expresar en públicamente su reconocimiento y gratitud a los
Obispos, a los sacerdotes y a las comunidades de fieles por la atención
que siempre han demostrado a los catequistas: esa actitud es una garantía
para el anuncio misionero, para la madurez de las Iglesias jóvenes.
Los catequistas, en efecto, son apóstoles de primera
línea: sin ellos "no se habrían edificado Iglesias hoy día
florecientes"; son, además, una de las componentes esenciales de
la comunidad, enraizados en ella por el Bautismo y la Confirmación y su
vocación, con el derecho y el deber de crecer en plenitud y de obrar con
responsabilidad.
Es significativo que Juan Pablo II, en la Encíclica
Redemptoris Missio, encomie de este modo a los catequistas en los
territorios de misión: "Entre los laicos que se hacen
evangelizadores se encuentran, en primera línea, los catequistas.
(...) Aunque se ha habido un incremento de los servicios eclesiales y
extraeclesiales, el ministerio de los catequistas continúa siendo siempre
necesario y tiene unas características peculiares". Estas
palabras confirman lo que el mismo Sumo Pontífice había afirmado
en la Exhortación Apostólica Catechesi Tradendae: "El
título de 'catequista' se aplica por excelencia a los catequistas de
tierras de misión".
A los catequistas se puede aplicar, con toda verdad, la
palabra del Señor: "Id y haced discípulos a todas las
naciones" (Mt 28,19), porque "ellos están
dedicados por oficio al ministerio de la palabra".
Los catequistas sean valorizados en la organización
de la comunidad eclesial. Será muy util garantizar su presencia
significativa en los organismos de comunión y participación apostólica,
como por ejemplo, los consejos pastorales diocesanos y parroquiales.
No hay que olvidar que el número de catequistas
aumenta de continuo y que de su actual dedicación dependerá la
calidad de las futuras comunidades cristianas. En la sociedad moderna existen
situaciones que reclaman la presencia de los catequistas, porque son laicos que
viven las situaciones seculares y pueden iluminarlas con la luz del Evangelio,
actuando en el interior de la sociedad. Hoy, en el contexto de la teología
del laicado, los catequistas ocupan necesariamente un lugar destacado.
Todas estas consideraciones hacen ver la urgencia de
promover catequistas, tanto en número, mediante una adecuada promoción
vocacional como, sobre todo, en la calidad, mediante una atenta y global
programación de formación.
34. Responsabilidad primaria de los Obispos. Los Obispos
como primeros "responsables de la catequesis", son también
los primeros responsables de los catequistas. El Magisterio contemporáneo
y la legislación renovada de la Iglesia insisten en esa responsabilidad
originaria de los Obispos, vinculada a su función de sucesores de los Apóstoles,
en cuanto Colegio y como Pastores de las Iglesias particulares.
La CEP recomienda a cada uno de los Obispos y a las
Conferencias Episcopales, que continuen con todo esfuerzo, y si es necesario,
refuercen su solicitud por los catequistas, teniendo en cuenta todos los
aspectos que les conciernen: desde establecer los criterios de elección,
promover programas y estructuras de formación, hasta utilizar los medios
adecuados para su mantenimiento, etc. Los Obispos traten personalmente a los
catequistas, instaurando una relación profunda y si es posible individual
con ellos. Cuando esto no sea factible, podría ser util nombrar un
vicario episcopal para ese cometido. En fuerza de su experiencia, la CEP indica
también algunos campos preferenciales de intervención:
- Coscientizar la comunidad diocesana y las
parroquiales, con especial atención a los presbíteros, acerca de
la importancia y el papel de los catequistas.
- Crear o renovar los Directorios catequéticos
en lo que se refiere a la figura y a la formación del catequista, en el ámbito
nacional y diocesano, de manera que haya claridad y unidad cuando se aplicuen
las respectivas indicaciones del Directorio Catequético General,
de la Exhortación Apóstolica Catechesi Tradendae y de la
actual Guía para los catequistas a la situación local.
- Garantizar un material mínimo para la
preparación específica de los catequistas en el ámbito
diocesano y parroquial, de manera que ninguno de ellos comience a ejercer su
misión sin estar preparado, y además, fundar o promover escuelas o
centros apropiados.
- Procurar como objetivo la creación de cuadros
en todas las diócesis y parroquias, es decir, grupos de catequistas bien
formados en los centros y con una experiencia adecuada que - como se ha dicho ya
- en colaboración con el Obispo y con los sacerdotes, puedan encargarse
de la formación y de la asistencia de otros catequistas voluntarios y se
les puedan confiar puestos claves para la realización de los programas
catequéticos.
- Atender a las necesidades referentes a la formación,
a la actividad y a la vida de los catequistas con un esmerado planteamiento económico,
involucrando a la comunidad. Además de estos campos preferenciales de
intervención, el mejor modo en que los Obispos pueden, en general, actuar
su responsabilidad con los catequistas, es manifestándoles su amor
paternal, e interesándose constantemente por ellos mediante contactos
personales.
35. Solicitud de parte de los presbíteros. Los
Sacerdotes, y especialmente los párrocos, como educadores en la fe y
colaboradores inmediatos del Obispo, tienen un cometido inmediato e isustituible
en la promoción del catequista. Si como pastores, deben reconocer,
promover y coordinar los distintos carismas en el interior de la comunidad, de
manera especial deberán seguir a los catequistas que comparten su trabajo
de anunciar la Buena Nueva. Han de considerarlos y aceptarlos como personas
responsables del ministerio que se les ha confiado y no como meros ejecutores de
programas preestablecidos. Promuevan su dinamismo y creatividad y eduquen a las
comunidades para que asuman su responsabilidad en la catequesis y acojan a los
catequistas, colaboren con ellos y los sostengan económicamente, teniendo
en cuenta si tienen a su cargo una familia.
Desde esta perspectiva especial, es de importancia decisiva
educar al clero ya desde el seminario, para que esté en condiciones de
apreciar, favorecer y valorar adecuadamente al catequista como figura eminente
de apóstol y su colaborador especial en la viña del Señor.
36. Atención por parte de los formadores. La
preparación de los catequistas está confiada, generalmente, a
personas calificadas tanto en los centros como en las parroquias. Estos
formadores tienen una función de gran responsabilidad y dan una aportación
preciosa a la Iglesia. Sean pues conscientes de su vocación y del valor
de su tarea.
Cuando una persona acepta el mandato de formar catequistas,
ha de considerarse como la expresión concreta de la solicitud de los
Pastores y ha de seguir fielmente sus directivas. Además, ha de saber
vivir la dimensión eclesial del mandato, realizándolo con espíritu
comunitario y siguiendo la planificación de conjunto.
Como ya hemos dicho, el formador de catequistas deberá
estar dotado de cualidades espirituales, morales y pedagógicas,
especialmente se quiere de él que pueda educar sobre todo con su propio
testimonio. Ha de seguir de cerca a los catequistas, trasmitiéndoles
fervor y entusiasmo.
Todas las diócesis deberán hacer lo posible
por tener un grupo de formadores de catequistas, compuesto en lo posible de
sacerdotes, religiosos religiosas y laicos, que se puedan enviar a las
parroquias a preparar a los aspirantes, en comunidad e individualmente.
CONCLUSION
37. Una esperanza para la misión del tercero milenio.
Las directivas contenidas en esta Guía se proponen con la
esperanza de que sean como un ideal para todos los catequistas.
Los catequistas gozan de la estima de todos por su
participación en la actividad misionera y por sus características
que raramente se encuentran en las comunidades eclesiales fuera de la misión.
El número de los catequistas se incrementa y oscila estos últimos
años, entre los 250.000 y los 350.000. Para muchos misioneros, los
catequistas son una ayuda insostituible; se puede decir, su mano derecha y a
veces su lengua. Frecuentemente han sostenido la fe de las jóvenes
comunidades en los momentos difíciles y sus familias han dado muchas
vocaciones sacerdotales y religiosas.
)Cómo no estimar estos "animadores fraternos
de comunidades nacientes"?. )Cómo
no proponerles los ideales más elevados, aun conociendo las dificultades
objetivas y los límites personales?
No se puede concluir más eficazmente este documento
que citando las vibrantes palabras que el Papa Juan Pablo II dirigió a
los catequistas de Angola durante su última visita apostólica:
"Tantas veces ha dependido de vosotros la consolidación de las
nuevas comunidades cristianas por no decir su primera piedra fundamental,
mediante el anuncio del Evangelio a los que no lo conocían. Si los
misioneros no podían estar presentes o tuvieron que partir poco después
del primer anuncio, allí estábais presentes vosotros, los
catequistas, para sostener y formar a los catecúmenos, para preparar al
pueblo cristiano a recibir los sacramentos, para enseñar la catequesis y
para asumir la responsabilidad de la animación de la vida cristiana en
sus pueblos o en sus barrios. (...) Dad gracias al Señor por el
don de vuestra vocación, con la que Cristo os ha llamado y elegido de
entre los otros hombres y mujeres, para ser instrumentos de su salvación.
Responded con generosidad a vuestra vocación y tendréis escrito
vuestro nombre en el cielo (cf. Lc 10,20)".
La CEP espera que, con la ayuda de Dios y de la Virgen María,
esta Guía imprima nuevo impulso a la renovación constante
de los catequistas para que así, su generosa aportación continue
siendo acertada y fructuosa también para la misión del Tercero
Milenio.
El Sumo Pontífice Juan Pablo II, en el curso de la
Audiencia concedida al que suscribe Cardenal Prefecto, el 16 de Junio de 1992,
ha aprobado la presente Guía para los Catequistas y ha dispuesto su
publicación.
Roma, en la Sede de la Congregación para la
Evangelización, 3 de Diciembre de 1993, Fiesta de San Francisco Javier.
Jozef Card. Tomko, Prefecto
Giuseppe Uhac, Arzobispo tit. de Tharros, Secretario
Fuente: http://www.vatican.va
No hay comentarios:
Publicar un comentario