Por José Andrés-Gallego
MADRID, jueves 27 octubre 2011 (ZENIT.org).- De nuevo en De la otra memoria,
el historiador José Andrés-Gallego ofrece una historia de humanidad en
medio de la barbarie irracional que estalla en los conflictos armados.
Con modos poco ortodoxos, un buen cura rural salvó unas cuantas vidas en
su pueblo.
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En el pasado mes de octubre, se celebraron unas jornadas sobre Los mártires del siglo XX
en la Conferencia Episcopal Española. Las primeras ponencias se
centraron en una idea capital: la de que fue una época de martirio para
cristianos de las más variopintas confesiones. El profesor Roccucci --de
una de las universidades romanas- abrió boca con el recuerdo de lo
ocurrido en Rusia entre 1917 y 1939 y otro profesor no menos romano ni
menos prestigioso --Fidel González- no dudó en evocar a los portugueses
que fueron víctimas propiamente religiosas en la persecución que comenzó
tras la revolución de 1910 y a los cristeros mexicanos asesinados en
los años veinte. Y ésas no son más que unas pocas muestras. Quien se
quiera asomar a la magnitud de ese hecho hallará una buena ventana en el
libro de Andrea Riccardi El siglo de los mártires (Plaza & Janés, 2001).
Lo que a mí me correspondió fue explicar la relación que pudo haber
entre todo ese enorme conjunto y lo sucedido en España entre 1936 y
1939. Y eso fue lo que me propuse. Para un historiador –la verdad sea
dicha- no es tarea difícil. Hay multitud de estudios sobre la historia
de las explicaciones que se daban en esos mismos días para justificar o,
al menos, disculpar la violencia. En España, tuvieron importancia
especial las mismas que en el resto de Occidente; sobre todo estas dos:
una, la idea de que la religión es el opio del pueblo; la otra, que “el
Estado burgués” se apoya en el Ejército y la Iglesia como pilares
principales y es preciso, por tanto, destruir uno y otra si se quiere
lograr la libertad universal.
En España, no tuvieron un peso semejante, en cambio, las ideas
racistas de exterminio. Pero, como contrapartida, hubo quienes mataron a
otros en el nombre de Dios, y no sólo en defensa propia o de terceros.
En la retaguardia de los dos bandos, hubo demasiados cobardes que no se
jugaron la vida en el frente, sino que se armaron para matar a quienes
no estaban armados. Y –algunos- incluso se atrevieron a invocar el
nombre de Dios. Esta sección, ya sé, no ha nacido para recordar ese
hecho. Pero, en estos días, un campesino de Castilla a quien conozco de
hace mucho me ha hecho llegar una historia que me conmueve enormemente, y
eso por el protagonista –el cura de su pueblo- y por el empleo que
hizo, en 1936, del nombre de Dios. Les pido que la acepten con la
serenidad y la comprensión con que la escuchó hace ahora una semana un
cardenal de la Iglesia en Roma, adonde tuve que ir en esos días.
El pueblo es Rioseco –uno de tantos pueblos que, en España, se llaman
“Rioseco”-; también allí llegaron los “valientes” de retaguardia y
mataron a dos vecinos que se consideraban del otro bando. El asesinato
causó estupor en la comarca; uno de ellos era un zapatero ambulante,
conocido y querido en todo el entorno. Su muerte fue el revulsivo que
sirvió para que la gente de aquellos pueblos tomase conciencia de que el
horror de la guerra había llegado, al cabo, hasta allí.
También tomó conciencia del horror el cura de Rioseco, que era un
joven fornido, grande y fuerte, además de mañoso. Iba a cazar con los
vecinos y pasaba por ser de los mejores, si es que no era el mejor.
Tenía una escopeta que parecía milagrosa. Todo obliga a pensar que
sintió la más santa (y aguda) de las iras al enterarse de lo que había
ocurrido.
Al cabo de unos días, los “valientes” se presentaron nuevamente en
Rioseco, a buscar gente que no fuese muy “ortodoxa”, aunque no se
declarase de izquierdas. El campesino que lo cuenta lo relaciona con su
propio padre y la media docena de jóvenes que no iban a misa. El cura,
que lo supo, armó la escopeta; salió a buscar a los “valientes”; se
plantó frente a ellos; les apuntó con el arma y les dijo: “Me c… en Dios
que no os lleváis ni a uno más”. No se llevaron ni uno más.
Quizás en otro artículo busque un ejemplo semejante del otro bando.
Ahora déjenme que guarde silencio. Lo merece aquel cura (y, sobre todo,
Dios).
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