Cuentan
que, durante un viaje en funicular, cuando estaban a punto de alcanzar
la cima, viendo la impresionante caída que tenían debajo,
una señora le preguntó al conductor:
—Oiga,
¿qué ocurriría si se rompiese el cable?
—Pondríamos
enseguida los frenos. –contestó el conductor.
La
señora, que seguía preocupada, insistió:
—¿Y
si los frenos no funcionasen?
—Tranquila,
señora, tenemos doble freno de seguridad.
La
señora, todavía no satisfecha, continuó preguntando:
—¿Y
a dónde iríamos a parar si tampoco éstos respondiesen?
—Pues
al cielo o al infierno, señora, según los méritos
de cada uno.
El
conductor, dentro de su guasa, tenía bien claro que la vida
del hombre no termina en la tierra, y que estamos siempre en las manos
de Dios aunque no podamos tener absolutamente aseguradas todas las
eventualidades.
En
una ocasión, San Pedro, que se había empezado a preocupar
por su futuro al ver la tristeza del Señor cuando se refirió
a los que no quieren ser generosos y desprendidos en esta vida, le
preguntó, en nombre de todos los apóstoles: "Señor,
nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido. ¿Qué
será de nosotros?". La respuesta de Jesús –que
ya conocemos– les confirma en su generosidad: el Señor
les promete el ciento por uno en esta vida y la vida eterna (Mt 19,
29). Pensar en el premio que Dios tiene prometido a los que les son
fieles no es egoísmo. Al contrario, esa consideración
enciende nuestra esperanza, que es la virtud propia del caminante,
la que le lleva a esforzarse y a perseverar en el camino porque le
hace entender que vale la pena.
Impresiona
visitar las Catacumbas de San Calixto en Roma. Es un cementerio cristiano,
pero allí no aparece la palabra muerte, y es que aquellos primeros
cristianos vivían, con toda naturalidad, afincados en la certeza
del Cielo. Nuestra vida tiene sentido porque existe la muerte, es
decir, el Cielo para siempre. Para el cristiano la muerte no es tristeza,
es vida, la verdadera Vida, es ser vivido, tomado, habitado y señoreado
por nuestro Padre Dios.
Esa
es la realidad de nuestra vida. Toda nuestra vida es una participación
misteriosa de la eternidad de Dios que está llamada a consumarse
en el Cielo, y debemos vivir ya aquí en la tierra como si fuera
un Cielo, con esperanza de Cielo.
La
esperanza del Cielo llenará de alegría nuestro camino,
aun en medio de las dificultades. Imitaremos así a los Apóstoles,
que "sacaron tanto provecho de la Ascensión del Señor
que todo cuanto antes les causaba miedo, después se convirtió
en gozo. Desde aquel momento elevaron toda la contemplación
de su alma a la divinidad sentada a la diestra del Padre y ya no les
era obstáculo la vista de su cuerpo para que la inteligencia,
iluminada por la fe, creyera que Cristo, ni al descender se había
apartado del Padre, ni con su Ascensión se había apartado
de sus discípulos" (S. León Magno, Serm. 74).
Con
facilidad se olvida que el opus magnum, la obra grandiosa del Cristianismo
no es un crucificado vencido, sino un resucitado vencedor, que nos
llama a vencer y a resucitar. Por Él, con Él y en Él,
nuestra vida no se pierde, se transforma.
En
Lourdes, la Virgen María recordó al mundo que el sentido
de la vida en la tierra es su orientación hacia el Cielo. La
tierra no es la fase definitiva de nuestra historia. En el Cristianismo
todo tiene importancia, porque en esta vida elegimos lo que vamos
a ser para siempre. La vida eterna será un reflejo de lo elegido
por nosotros en este mundo.
"Entiendo
muy bien aquella exclamación que San Pablo escribe a los de
Corinto: Tempus breve est, ¡qué breve es la duración
de nuestro paso por la tierra! Estas palabras, para un cristiano coherente,
suenan en lo más íntimo de su corazón como un
reproche ante la falta de generosidad y como una invitación
constante para ser leal. Verdaderamente es corto nuestro tiempo para
amar, para dar, para desagraviar" (J. Escrivá, Amigos
de Dios, n. 39).
San
Pedro nos anima: "vivid de tal manera que hagáis cierta
vuestra vocación y elección" (2 Pe 1). La vocación,
como hemos visto, depende en buena parte, misteriosamente, de nuestra
libertad: podemos hacer cierta la llamada de Dios configurando nuestra
vocación con nuestra respuesta libre, queriendo hacer de nuestra
vida lo que Dios, desde toda la eternidad, ha querido para nosotros.
Si somos generosos y fieles en nuestra vida, nos haremos capaces de
recibir el mayor don: Dios mismo, que se nos dará ya plenamente
tras la muerte, colmando todas nuestras ansias de amor, de bien, de
felicidad.
En
un pequeño gran libro de José Pedro Manglano y Mikel
Santamaría (¿Sigue vivo Dios?) Se explica cómo
nos cuesta hacernos cargo de la felicidad que supone el Cielo. Para
atisbarlo se imaginan la felicidad y el asombro que provoca en la
persona enamorada la mirada de la persona que le ama. Cuando uno descubre
esa mirada, se sorprende y se entusiasma.
Hay
algo de absoluto, algo demasiado grande en el amor verdadero, que
nos hace sentir que no somos dignos de él (el que se cree digno
es que no ha descubierto que ese amor es posible precisamente porque
somos imagen y semejanza de Dios). Pues si una mirada de amor sorprende
y entusiasma, imaginemos lo que será la mirada de Dios que
nos dice que está enamorado de nosotros, que se nos entrega
entero. Un Dios que ha sido capaz de crear millones y millones de
seres que son capaces de enloquecer de amor a otros tantos. Pues esa
mirada y ese cariño son lo que vamos a experimentar en el Cielo...
¡Viviremos, para siempre, borrachos de amor! ¡Vale la
pena!
Hace
tiempo leí en la revista Palabra (n. 359, 1994) unas palabras
que se atribuían a San Josemaría. Son de tal belleza
que me parece oportuno traerlas aquí. Dicen así: "Cuando
te vea por primera vez, Dios mío, ¿qué te sabré
decir? Callado, esconderé mi frente en tu regazo... y lloraré,
como cuando era niño. Tus ojos mirarán todas mis llagas...
te contaré después toda mi vida... ¡aunque ya
la conoces! Y Tú, para dormirme, lentamente me contarás
un cuento que comienza: Érase una vez un hombrecillo de la
tierra... y un Dios que le quería con locura...".
Juan
Manuel Roca
Cómo
acertar con mi vida
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