Por Lluís Martínez Sistach, cardenal arzobispo de Barcelona
Publicamos
la carta dominical para el próximo 30 de octubre del cardenal Lluís
Martínez Sistach, arzobispo de Barcelona, con el título “La comunión de
los santos”.
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En nuestra cultura y en nuestras tradiciones están muy presentes dos
fiestas cristianas que celebramos muy unidas. Se trata de Todos los
Santos y los Difuntos. Son dos solemnidades riquísimas de contenido
teológico y espiritual. Se trata de la Iglesia de los santos y de la
Iglesia que se purifica, respectivamente.
La solemnidad de Todos los Santos da el tono de entrada a todas las
demás fiestas. Es la solemnidad de la asamblea celestial. Martimort,
experto en liturgia, decía que la Iglesia no tiene una edad de oro
histórica, como por ejemplo en las literaturas, a la cual sea normal
referirse como clásica. La edad de oro de la Iglesia es
celestial. En cualquier época de la historia, la Iglesia terrenal lleva
en ella la presencia del Reino de Dios.
Desde el siglo V se hace memoria de los santos en las plegarias
eucarísticas y su culto se desarrolla de forma progresiva. Comenzó
haciendo memoria de los mártires de cada iglesia diocesana y de los
mártires más famosos de las otras diócesis. Una fiesta de Todos los
Santos ya es conocida en el siglo V en unas cuantas Iglesias de Oriente,
desde donde pasó a Roma. El 13 de marzo de 610, el Papa Bonifacio IV
transformó en iglesia el Panteón romano y lo dedicó a María y a los
mártires, e hizo de este día la fiesta de Todos los Santos, que el año
835 el papa Gregorio IV pasó al día 1 de noviembre.
La fiesta de Todos los Santos pone de relieve la vocación universal
de los cristianos a la santidad. Esta es la primera y fundamental
vocación de los bautizados y es expresión de su gran dignidad.
La plegaria por los difuntos es una de las prácticas cristianas que
nos viene desde los mismos orígenes, y de alguna manera podemos decir
que es una práctica con unas raíces religiosas profundas, aunque en la
fe cristiana adquiera una nueva dimensión totalmente propia. El sentido
cristiano de esta plegaria por los difuntos se fundamenta en la comunión
con los que han muerto y en la experiencia de la condición pecadora que
nos corresponde. Con esta plegaria encomendamos a los difuntos a la
misericordia de Dios. El fundamento de esta plegaria de intercesión es
la fe y la comunión cristianas en la fuerza de la muerte y de la
resurrección de Cristo.
La comunión de los santos consiste en que entre todos los cristianos
que integran la Iglesia en cualquiera de sus tres etapas -peregrina,
purgante y triunfante- existe una verdadera comunicación espiritual de
bienes, como consecuencia de la unión de todos los creyentes con Jesús y
en la Iglesia, que es su Cuerpo. Los cristianos gozamos de un
patrimonio común formado por los méritos de Cristo y las buenas obras y
la plegaria de la Virgen Santísima y de los santos.
Nuestra fe cristiana es culto a la Vida y proclamación de que la
muerte no tiene la última palabra en la historia humana, porque nuestro
Dios es un Dios de vivos y, por el Espíritu Santo, nos da la Vida en
Jesucristo resucitado. Estas fiestas dan su sentido auténtico a la
muerte, una realidad profundamente humana. Resulta evidente lo que
afirma el Concilio Vaticano II cuando dice que la muerte "es el mayor
enigma de la vida humana". Sin embargo, Jesús ilumina este enigma con
sus palabras: "Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí,
aunque muera, vivirá." La muerte, para un creyente en Cristo, es
ciertamente el punto final de la vida terrenal, pero es también la
aurora de una vida nueva y feliz en la posesión de Dios por toda la
eternidad.
+ Lluís Martínez Sistach
Cardenal arzobispo de Barcelona
zenit.org
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