Vicente Alejandro Guillamón
La primigenia masonería ideológica estuvo siempre, no sólo al servicio de la Corona británica desde la entronización de la casa de Hannover con Jorge I en 1714, sino dominada por la aristocracia que rodeaba a los sucesivos reyes, al menos durante un siglo, esto es, hasta 1813, en que se produjo la fusión de la Gran Logia de Inglaterra con la Antigua Gran Logia de Inglaterra o, según un tal Amando que replicaba a mi artículo de la semana pasada, Gran Logia de los “Antiguos” masones Libres y Aceptados, creada por adeptos ingleses e irlandeses en 1751.
El primer gran maestre de la Gran Logia de Inglaterra, elegido el mismo día (24 de junio de 1717) de la constitución de esta obediencia, fue el caballero Anthony Sayer, al que sucedieron los grandes maestres siguientes, siempre elegidos en la festividad de San Juan Bautista (para los masones San Juan de Verano): Greorge Payne en 1718; Juan Teófilo Désaguliers en 1719 (pastor presbiteriano, hijo de un pastor hugonote francés que se refugió en Inglaterra huyendo de la persecución de Luis XIII, rey de Francia); de nuevo Payne en 1720; el duque de Montagu en 1721; el duque de Wharton en 1722; el duque Buccleuch en 1723; el duque de Richmond, en 1724; lord Paisley, conde de Abercorn en 1725, y así hasta 1813 al menos, cuyos grandes maestros pertenecieron siempre a la nobleza, y alguno a la realeza, como el príncipe de Gales, gran maestre entre 1792 y 1812.
Durante su segundo mandato, en 1720, Payne encargó la redacción de un primer reglamento masónico al pastor presbiteriano James Anderson, que contó con la ayuda de una comisión formada por unos quince ponentes. El reglamento, titulado Las Constituciones de los Francmasones, pero más conocido como las Constituciones de Anderson, que los afectos a la fraternidad consideran el “evangelio” masónico, vio la luz en marzo de 1723, siendo gran maestre el duque de Wharton, aunque están dedicadas al duque de Montagu, antecesor en el cargo de gran maestre.
Felipe, duque de Wharton, de confesión anglicana, fue un personaje muy peculiar. Hijo de Tomás de Wharton, alto funcionario de la corte, a quien Jorge I, al llegar al trono, lo nombró marqués y lord del sello privado, aunque murió pocos meses después. Felipe recibió el bautismo apadrinado por el rey Guillermo de Orange y su cuñada, la princesa Ana –más tarde reina-. Ocupó una posición distinguida desde muy joven en la política inglesa de su tiempo y en la masonería, pero sus excentricidades –tan pronto era tory como whig- y vida pródiga, le privaron de su gran fortuna, que dilapidó, y el favor del rey. Arruinado vino a España, donde halló refugio. En Madrid fundó, el 15 de febrero de 1728, la primera logia acreditada en nuestro país, llamada Las Tres Flores de Lis, por el nombre de la fonda francesa donde se reunían los “hermanos”, exclusivamente británicos, pero no tuvo continuación. Aquí se casó en segundas nupcias, viudo de su primera mujer, con María Teresa O’Neil, católica, hija de Henry O’Beirne –capitán irlandés al decir de unos, o coronel según el jesuita zaragozano estudioso de la orden, Ferrer Benimeli- que hacía armas en el ejército español. María Teresa O’Neil era dama de la reina Isabel de Farnesio, segunda esposa de Felipe V.
Su matrimonio con la irlandesa permitió a Wharton entrar al servicio del rey de España, donde alcanzó el grado de coronel. Falleció en Poblet (Tarragona), en cuyo monasterio cisterciense quedó enterrado. Su lápida, escrita en latín, precisa, después de una larga ristra de títulos nobiliarios, que “murió en la fe de la Iglesia Católica Romana en Poblet el 31 de mayo de 1731”. Contaba 32 años de edad. Franco, durante una visita a dicho monasterio (que es muy digno de ver, fundado por el conde de Barcelona, Ramón Berenguer IV, uno de los grandes reyes de la Reconquista, para panteón de los soberanos de Aragón y, aprovechando el viaje, catar el poderoso vino del priorato), descubrió o le mostraron la tumba del que fuera gran maestre de la masonería inglesa, madre de la masonería universal. El entonces jefe del Estado mandó que sacaran extramuros los despojos del “hereje”, sin conocer o reconocer que había muerto converso. Años más tarde se corrigió el entuerto y los zarandeados huesos del duque volvieron a reposar en sagrado.
Analizando las biografías de los grandes maestres de la Gran Logia de Inglaterra, caben pocas dudas respecto al origen instrumental de la masonería al servicio de la Corona británica, en concreto a la dinastía de los Hannover, para impedir, por un lado, el retorno del estuardismo católico y, por otro, para organizar secretamente, dentro de las monarquías rivales europeas, algo así como una “quinta columna” encargada de reclutar y apoyar bajo la bandera del racionalismo adogmático, entonces muy en boga, a los descontentos de tales naciones, con el fin de sembrar cizaña en ellas, sobre todo si eran monarquías católicas (Francia, España, Austria, los Estados Pontificios, las Dos Sicilias, etc.). En esa pugna de carácter imperialista, Francia y España apoyaron a los insurgentes de las trece colonias norteamericanas, y el Reino Unido devolvió la pelota atizando, desde las logias, la Revolución francesa y, después, la emancipación de los virreinatos españoles en tierras americanas, cuyos caudillos de las numerosas naciones que surgieron de aquel expolio, eran todos masones. (Continuará).
religionenlibertad.com La primigenia masonería ideológica estuvo siempre, no sólo al servicio de la Corona británica desde la entronización de la casa de Hannover con Jorge I en 1714, sino dominada por la aristocracia que rodeaba a los sucesivos reyes, al menos durante un siglo, esto es, hasta 1813, en que se produjo la fusión de la Gran Logia de Inglaterra con la Antigua Gran Logia de Inglaterra o, según un tal Amando que replicaba a mi artículo de la semana pasada, Gran Logia de los “Antiguos” masones Libres y Aceptados, creada por adeptos ingleses e irlandeses en 1751.
El primer gran maestre de la Gran Logia de Inglaterra, elegido el mismo día (24 de junio de 1717) de la constitución de esta obediencia, fue el caballero Anthony Sayer, al que sucedieron los grandes maestres siguientes, siempre elegidos en la festividad de San Juan Bautista (para los masones San Juan de Verano): Greorge Payne en 1718; Juan Teófilo Désaguliers en 1719 (pastor presbiteriano, hijo de un pastor hugonote francés que se refugió en Inglaterra huyendo de la persecución de Luis XIII, rey de Francia); de nuevo Payne en 1720; el duque de Montagu en 1721; el duque de Wharton en 1722; el duque Buccleuch en 1723; el duque de Richmond, en 1724; lord Paisley, conde de Abercorn en 1725, y así hasta 1813 al menos, cuyos grandes maestros pertenecieron siempre a la nobleza, y alguno a la realeza, como el príncipe de Gales, gran maestre entre 1792 y 1812.
Durante su segundo mandato, en 1720, Payne encargó la redacción de un primer reglamento masónico al pastor presbiteriano James Anderson, que contó con la ayuda de una comisión formada por unos quince ponentes. El reglamento, titulado Las Constituciones de los Francmasones, pero más conocido como las Constituciones de Anderson, que los afectos a la fraternidad consideran el “evangelio” masónico, vio la luz en marzo de 1723, siendo gran maestre el duque de Wharton, aunque están dedicadas al duque de Montagu, antecesor en el cargo de gran maestre.
Felipe, duque de Wharton, de confesión anglicana, fue un personaje muy peculiar. Hijo de Tomás de Wharton, alto funcionario de la corte, a quien Jorge I, al llegar al trono, lo nombró marqués y lord del sello privado, aunque murió pocos meses después. Felipe recibió el bautismo apadrinado por el rey Guillermo de Orange y su cuñada, la princesa Ana –más tarde reina-. Ocupó una posición distinguida desde muy joven en la política inglesa de su tiempo y en la masonería, pero sus excentricidades –tan pronto era tory como whig- y vida pródiga, le privaron de su gran fortuna, que dilapidó, y el favor del rey. Arruinado vino a España, donde halló refugio. En Madrid fundó, el 15 de febrero de 1728, la primera logia acreditada en nuestro país, llamada Las Tres Flores de Lis, por el nombre de la fonda francesa donde se reunían los “hermanos”, exclusivamente británicos, pero no tuvo continuación. Aquí se casó en segundas nupcias, viudo de su primera mujer, con María Teresa O’Neil, católica, hija de Henry O’Beirne –capitán irlandés al decir de unos, o coronel según el jesuita zaragozano estudioso de la orden, Ferrer Benimeli- que hacía armas en el ejército español. María Teresa O’Neil era dama de la reina Isabel de Farnesio, segunda esposa de Felipe V.
Su matrimonio con la irlandesa permitió a Wharton entrar al servicio del rey de España, donde alcanzó el grado de coronel. Falleció en Poblet (Tarragona), en cuyo monasterio cisterciense quedó enterrado. Su lápida, escrita en latín, precisa, después de una larga ristra de títulos nobiliarios, que “murió en la fe de la Iglesia Católica Romana en Poblet el 31 de mayo de 1731”. Contaba 32 años de edad. Franco, durante una visita a dicho monasterio (que es muy digno de ver, fundado por el conde de Barcelona, Ramón Berenguer IV, uno de los grandes reyes de la Reconquista, para panteón de los soberanos de Aragón y, aprovechando el viaje, catar el poderoso vino del priorato), descubrió o le mostraron la tumba del que fuera gran maestre de la masonería inglesa, madre de la masonería universal. El entonces jefe del Estado mandó que sacaran extramuros los despojos del “hereje”, sin conocer o reconocer que había muerto converso. Años más tarde se corrigió el entuerto y los zarandeados huesos del duque volvieron a reposar en sagrado.
Analizando las biografías de los grandes maestres de la Gran Logia de Inglaterra, caben pocas dudas respecto al origen instrumental de la masonería al servicio de la Corona británica, en concreto a la dinastía de los Hannover, para impedir, por un lado, el retorno del estuardismo católico y, por otro, para organizar secretamente, dentro de las monarquías rivales europeas, algo así como una “quinta columna” encargada de reclutar y apoyar bajo la bandera del racionalismo adogmático, entonces muy en boga, a los descontentos de tales naciones, con el fin de sembrar cizaña en ellas, sobre todo si eran monarquías católicas (Francia, España, Austria, los Estados Pontificios, las Dos Sicilias, etc.). En esa pugna de carácter imperialista, Francia y España apoyaron a los insurgentes de las trece colonias norteamericanas, y el Reino Unido devolvió la pelota atizando, desde las logias, la Revolución francesa y, después, la emancipación de los virreinatos españoles en tierras americanas, cuyos caudillos de las numerosas naciones que surgieron de aquel expolio, eran todos masones. (Continuará).
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