Adviento 2011 para la Casa Pontificia. Primera Predicación
Ofrecemos a continuación la primera predicación del padre Raniero
Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia, en este Adviento 2011,
realizada este viernes 2 de diciembre en el Vaticano.
*****
Raniero Cantalamessa OFM cap
En respuesta al llamamiento del sumo pontífice a un compromiso
renovado de evangelización y como preparación al Sínodo de los Obispos
de 2012 sobre el mismo argumento, me propongo especificar, en estas
meditaciones de Adviento, cuatro olas de evangelización en la historia
de la Iglesia, es decir cuatro momentos en los que se asiste a una
aceleración o a un retomar el compromiso misionero. Estas son:
1.- La expansión del cristianismo en los tres primeros siglos de
vida, hasta la vigilia del edicto de Constantino que tiene como
protagonistas a los profetas itinerantes, en primer lugar, y después a
los obispos;
2.- Los siglos VI al IX en los que asistimos a la reevangelización de
Europa después de las invasiones bárbaras, obra sobre todo de los
monjes;
3.- El siglo XVI, con el descubrimiento y la conversión al
cristianismo de los pueblos del “nuevo mundo”, obra sobre todo de los
frailes:
4.- La época actual que ve a la Iglesia comprometida con una
reevangelización del Occidente secularizado, con la participación
determinante de los laicos.
En cada uno de estos momentos intentaré iluminar lo que podemos
aprender en la Iglesia de hoy: qué errores hay que evitar y qué ejemplos
hay que imitar y qué aportación específica pueden dar a la
evangelización los pastores, monjes, los religiosos de vida activa y los
laicos.
1. La difusión del cristianismo en los tres primeros siglos
Comenzamos hoy con una reflexión sobre la evangelización cristiana en
los tres primeros siglos. Un motivo hace de este periodo un modelo para
todos los tiempos. Es el periodo en el que el cristianismo hace camino
por su propia fuerza. No hay “ningún brazo secular” que lo apoye; las
conversiones no se determinan por ventajas externas, materiales o
culturales; ser cristianos no es una costumbre o una moda, sino una
elección contra corriente, a menudo a riesgo de la propia vida. En
ciertos aspectos es la misma situación que se ha vuelto a dar en muchas
partes del mundo.
La fe cristiana nace con una apertura universal. Jesús había dicho a
sus apóstoles que vayan a “todo el mundo” (Mc 16,15), que “hagan
discípulos a todas las gentes” (Mt 28,19), que sean testigos “hasta los
confines de la tierra” (Hch 1,8), que “prediquen a todos los pueblos la
conversión y el perdón de los pecados” (Lc 24,47).
La actuación de principio de esta universalidad se da ya en la
generación apostólica, no sin dificultades o heridas. El día de
Pentecostés se supera la primera barrera, la de la raza (los tres mil
convertidos pertenecían a pueblos distintos, pero eran todos creyentes
judíos); en casa de Cornelio y en el llamado Concilio de Jerusalén,
sobre todo por impulso de Pablo, se supera la barrera más difícil de
todas, la religiosa que dividía a los judíos de los gentiles. El
evangelio tiene ante sí al mundo entero, aunque momentáneamente este
mundo es limitado, en el conocimiento de los hombres, a la cuenca
mediterránea y a los confines del Imperio Romano.
Más complejo es seguir la expansión de hecho o geográfica del
cristianismo en los primeros tres siglos que, sin embargo, es menos
necesario para nuestro objetivo. El estudio más completo y, hasta ahora
no superado, a este respecto es el de Adolph Harnack, Misión y expansión del cristianismo en los tres primeros siglos1.
Una fuerte intensificación de la actividad misionera de la Iglesia
tuvo lugar bajo el mando del emperador Cómodo (180-192) y después, en la
segunda mitad del siglo III, es decir hasta la víspera de la gran
persecución de Diocleciano (302). Este, aparte de las esporádicas
persecuciones locales, fue un periodo de paz relativa que permitió a la
Iglesia naciente el poder consolidarse en su interior, desarrollando una
actividad misionera de una forma nueva.
Veamos en qué consiste esta novedad. En los primeros dos siglos la
propagación de la fe se confiaba a la iniciativa personal. Se trataba de
profetas itinerantes, de los que habla la Didaché, que se trasladaban
de sitio a sitio; muchas conversiones se debían al contacto personal,
favorecido por el trabajo común ejercitado, de los viajes y de las
relaciones comerciales, del servicio militar y de otras circunstancias
de la vida. Orígenes nos da una descripción conmovedora del celo de
estos primeros misioneros:
“Los cristianos hacen todos los esfuerzos posibles para difundir la
fe sobre la tierra, Para este fin algunos de ellos se proponen
formalmente como deber de sus vidas, peregrinar de ciudad en ciudad,
también de pueblo en pueblo para ganar nuevos fieles al Señor. No se
dirá que lo hacen para beneficiarse, porque a menudo rechazan hasta los
más necesario para vivir”2.
Ahora, en la segunda mitad del siglo III, estas iniciativas
personales se coordinan cada vez más y en parte se sustituyen por las
comunidades locales. El obispo, también reaccionando a los impulsos
disgregatorios de la herejía gnóstica, adquiere la supremacía sobre los
maestros, como director de la vida interna de la comunidad y centro
propulsor de su actividad misionera. La comunidad es el sujeto
evangelizador, hasta tal punto que un estudioso como Harnack afirma:
“Debemos dar por cierto que la sola existencia y trabajo constante de
las comunidades individuales fue el principal coeficiente en la
propagación del cristianismo”3.
Hacia el final del siglo III, la fe cristiana penetró prácticamente
en cada estrato de la sociedad, tiene su literatura en lengua griega y
una, aunque en sus comienzos, en lengua latina; posee una sólida
organización interna; comienza a construir edificios cada vez más
grandes, signo del crecimiento del número de creyentes. La gran
persecución de Diocleciano, aparte de las numerosas víctimas, no hizo
más que mostrar la fuerza inexpugnable de la fe cristiana. El último
enfrentamiento entre el imperio y el cristianismo fue la prueba de esto.
Constantino no hace más que constatar la nueva relación de fuerzas.
No fue él quien impuso el cristianismo al pueblo, sino el pueblo quien
le impuso a él el cristianismo. Afirmaciones como la de Dan Brown en la
novela El Código Da Vinci, y de otros escritores, según las
cuales fue Constantino el que, por motivos personales, transformó con su
edicto de tolerancia y con el Concilio de Nicea, a una oscura secta
religiosa judía en la religión del imperio, se funda en una total
ignorancia de lo que precedió a estos sucesos.
2. Las razones del éxito
Un tema que ha apasionado siempre a los historiadores es el de las
razones del triunfo del cristianismo. ¡Un mensaje nacido en un oscuro y
despreciado rincón del imperio, entre personas sencillas, sin cultura y
sin poder, en menos de tres siglos se extiende por todo el mundo
conocido, subyugando a la refinadísima cultura de los griegos y la
potencia imperial de Roma!
Entre las distintas razones del éxito, alguno insiste en el amor
cristiano y en el ejercicio activo de la caridad, hasta hacer de esta
“el factor individual más potente del éxito de la fe cristiana”, hasta
el punto que indujo, más tarde, al emperador Juliano el Apóstata a dotar
al paganismo de análogas obras caritativas para hacer frente a este
éxito4.
Harnack, por su parte, da gran importancia a lo que él llama la
naturaleza “sincretista” de la fe cristiana, es decir la capacidad de
conciliar en sí misma tendencias opuestas y distintos valores presentes
en las religiones y en la cultura de la época. El cristianismo se
presenta a la vez como la religión del Espíritu y de la potencia, es
decir acompañada de signos sobrenaturales, carismas y milagros, y como
la religión de la razón y del Logos integral, “la verdadera filosofía”,
como decía Justino Mártir. Los autores cristianos son “los racionalistas
de lo sobrenatural”5, afirma Harnack citando el dicho de san Pablo sobre la fe “como obsequio racional” (Rom 12,1).
De tal modo el cristianismo reúne en sí mismo, en equilibrio
perfecto, lo que el filósofo Nietzsche define como el elemento apolíneo y
el elemento dionisíaco de la religión griega, el Logos y el Pneuma, el
orden y el entusiasmo, la medida y el exceso. Es lo que, al menos en
parte, entendían los Padres de la Iglesia con el tema de la “sobria
ebriedad del Espíritu”.
“La religión cristiana --escribe Harnack al final de su monumental
investigación--, desde el principio se presentó con una universalidad
que le permitió abocar en sí toda la vida entera, con todas sus
funciones, sus alturas y sus profundidades, sentimientos, pensamientos y
acciones. Este fue el espíritu de universalidad que le aseguró la
victoria. Fue esto lo que le condujo a profesar que el Jesús que
anunciaba era el Logos divino... Así se ilumina con una nueva luz y
aparece casi como una necesidad incluso la potente atracción con la que
llega a absorber y a subordinar en sí el helenismo. Todo lo que era
capaz de vida entró como elemento en su construcción... ¿Y esta religión
no debía vencer?”6.
La impresión que se tiene al leer esta síntesis es que el éxito del
cristianismo se debió a un conjunto de factores. Algunos han ido más
allá en la búsqueda de las razones de tal éxito hasta concretar veinte
causas a favor de la fe y otras tantas que actuaban en sentido
contrario, como si el éxito final dependiera de que prevaleciesen las
primeras sobre las segundas.
Ahora quisiera iluminar el límite inherente a tal enfoque histórico,
incluso cuando se hace por historiadores creyentes como los que ahora he
tenido en cuenta. El límite, debido al mismo método histórico, es el de
dar más importancia al sujeto que al objeto de la misión, más a los
evangelizadores y a las condiciones en las que esta se desarrolla, que a
su contenido.
El motivo que me empuja a hacerlo es que este también es el límite y
el peligro inherente a tantos enfoques actuales y mediáticos, cuando se
habla de una nueva evangelización. Se olvida una cosa sencillísima: que
Jesús había dado él mismo, como anticipo, una explicación de la difusión
de su Evangelio y de ella hay que volver a partir cada vez que se asume
un nuevo compromiso misionero.
Volvamos a escuchar dos breves parábolas evangélicas, la de la semilla que crece incluso de noche y la de la semilla de mostaza.
“Decía: El Reino de Dios es como un hombre que echa la semilla en la
tierra: sea que duerma o se levante, de noche y de día, la semilla
germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra por sí misma
produce primero un tallo, luego una espiga, y al fin grano abundante en
la espiga. Cuando el fruto está a punto, él aplica en seguida la hoz,
porque ha llegado el tiempo de la cosecha” (Mc 4, 26-29).
Esta parábola, por sí misma dice que la razón esencial del éxito de
la misión cristiana no viene desde el exterior sino del interior, no es
obra del sembrador y ni siquiera principalmente del terreno sino de la
semilla. La semilla no puede lanzarse a sí misma, y sin embargo, germina
por su propia fuerza. Después de haber sembrado la semilla, el
sembrador se puede ir a dormir porque la vida de la semilla no depende
más de él. Cuando esta semilla es “la semilla que cae en tierra y
muere”, es decir Jesucristo, nada podrá impedir que esta “dé mucho
fruto”. Se pueden dar, de estos frutos, todas las explicaciones que se
quieran, pero estas se quedan siempre en la superficie no llegarán nunca
a lo esencial.
Quien percibió con lucidez la prioridad del objeto del anuncio sobre
el sujeto es el apóstol Pablo: “Yo planté y Apolo regó, pero el que ha
hecho crecer es Dios”. Estas palabras parecen un comentario a la
parábola de Jesús. No se trata de tres operaciones de la misma
importancia, de hecho el apóstol añade: “Ni el que planta ni el que
riega valen algo, sino Dios, que hace crecer” (1 Cor 3, 6-7). La misma
distancia cualitativa entre el sujeto y el objeto del anuncio está
presente en otro texto del Apóstol: “Pero nosotros llevamos ese tesoro
en recipientes de barro, para que se vea bien que este poder
extraordinario no procede de nosotros, sino de Dios” (2 Cor 4,7). Todo
esto se traduce en las exclamaciones: “No nos predicamos a nosotros
mismos, ¡sino a Cristo Jesús Señor!” y de nuevo “Nosotros predicamos a
Cristo crucificado”.
Jesús pronunció una segunda parábola, basada en la imagen de la
semilla, que explica el éxito de la misión cristiana y que hoy se tiene
que tener en cuenta, frente a la gran tarea de reevangelizar el mundo
secularizado.
“También decía: '¿Con qué podríamos comparar el Reino de Dios? ¿Qué
parábola nos servirá para representarlo? Se parece a un grano de
mostaza. Cuando se siembra, es la más pequeña de todas las semillas de
la tierra, pero, una vez sembrada, crece y llega a ser la más grande de
todas las verduras, y extiende tanto sus ramas que los pájaros del cielo
se cobijan a su sombra'” (Mc 4,30-32).
La enseñanza que Cristo nos da con esta parábola es que su Evangelio y
su misma persona es lo más pequeño que existe en la tierra porque no
hay nada más pequeño y débil que una vida que termina en una muerte de
cruz. Sin embargo, esta pequeña “semilla de mostaza” está destinada a
convertirse en un árbol inmenso, que es capaz de acoger en sus ramas a
todos los pájaros que se refugian en él. Esto significa que toda la
creación, absolutamente toda, irá a buscar allí refugio.
¡Qué diferencia respecto a las reconstrucciones históricas
mencionadas antes! Allí parecía todo incierto, aleatorio, suspendido
entre el éxito y el fracaso; ¡aquí todo estaba decidido y asegurado
desde el principio! Como conclusión del episodio de la unción de
Betania, Jesús pronunció estas palabras: “Os aseguro que allí donde se
proclame esta Buena Noticia, en todo el mundo, se contará también en su
memoria lo que ella hizo” (Mt 26,13). La misma tranquila conciencia de
que un día su mensaje se difundiría “al mundo entero”. Y no se trata
ciertamente de una profecía post eventum, porque en ese momento todo parecía presagiar lo contrario.
También en esta ocasión quien captó “el misterio escondido” fue
Pablo. Me llama la atención, siempre, un hecho. El Apóstol predicó en el
Aerópago de Atenas y vió el rechazo del mensaje, educadamente expresado
con la promesa de escucharlo en otra ocasión. Desde Corinto adonde fue
justo después, escribió la Carta a los Romanos en la que afirmaba haber
recibido el deber de llevar a “la obediencia de la fe a todas las
gentes” (Rom 1, 5-6).
El fracaso no desanimó su confianza en el mensaje: “Yo no me
avergüenzo del Evangelio, porque es el poder de Dios para la salvación
de todos los que creen: de los judíos en primer lugar, y después de los
que no lo son” (Rom 1,16).
“Cada árbol, dice Jesús, se reconoce por su fruto” (Lc 6,44). Esto
vale para todos los árboles, excepto para el que nació de Él, el
cristianismo (de hecho él habla aquí de los hombres); este único árbol
no se conoce por los frutos, sino por la raíz. En el cristianismo la
plenitud no está al final, como en la dialéctica hegeliana del devenir
(“verdadero es lo entero”), sino que está al principio; ningún fruto, ni
siquiera los más grandes santos, añaden algo a la perfección del
modelo. En este sentido tiene razón quien afirma que “el cristianismo no
es perfectible”7.
3. Sembrar e … irse a dormir
Lo que los historiadores de los orígenes cristianos no cuentan o dan
poca importancia es la certeza indestructible que los cristianos de
entonces, al menos los mejores de ellos, tenían sobre la bondad y la
victoria final de su causa. “Podéis matarnos pero no podéis herirnos”,
decía el mártir Justino al juez romano que lo condenaba a muerte. Al
final, fue esta tranquila certeza que les aseguró la victoria y
convenció a las autoridades políticas de la inutilidad de sus esfuerzos
por suprimir la fe cristiana.
Esto es lo que más necesitamos hoy: despertar en los cristianos, al
menos en los que pretenden dedicarse a la obra de la reevangelización,
la certeza íntima de la verdad de lo que anuncian. “La Iglesia, dijo una
vez Pablo VI, necesita retomar el ansia, el gusto y la certeza de su
verdad”8.
Debemos creer, nosotros los primeros, en lo que anunciamos; pero
creerlo verdaderamente, “con todo el corazón, con toda el alma, con toda
la mente”. Debemos poder decir con Pablo: “Pero teniendo ese mismo
espíritu de fe, del que dice la Escritura: Creí, y por eso hablé,
también nosotros creemos, y por lo tanto, hablamos” (2 Cor 4,13).
La tarea práctica que las dos parábolas de Jesús nos asignan es la de
sembrar. Sembrar con generosidad “a tiempo y a destiempo” (2 Tim 4,2).
El sembrador de la parábola que sale a sembrar no se preocupa por el
hecho de que parte de la semilla termine en el camino o entre las
espinas, ¡y pensar que el sembrador, aparte de la metáfora, es el mismo
Jesús! El motivo es que en este caso no se puede saber qué terreno será
el adecuado, o cuál será duro como el asfalto y asfixiante como un
arbusto. Está en medio la libertad humana que el hombre no puede prever y
que Dios no puede violar. Cuántas veces entre las personas que han
escuchado una cierta predicación o que han leído un cierto libro, se
descubre que quien lo ha tomado más en serio o ha cambiado su vida era
la persona de quien menos se esperaba, uno que, quizás, estaba allí por
casualidad o en contra de su voluntad. Yo mismo podría contar decenas de
casos.
Sembrar y ¡después.... irse a dormir! Es decir sembrar y no quedarse
allí todo el tiempo a mirar, a ver dónde surge, cuántos centímetros
crece al día. El arraigo y el crecimiento no es asunto nuestro, sino de
Dios y del que escucha. Un gran humorista inglés del s. XIX, Jerome
Klapka Jerome, dice que el mejor modo de retrasar la ebullición del agua
en un puchero es mirarlo todo el tiempo y esperar con impaciencia.
Hacer lo contrario es fuente inevitable de inquietud y de
impaciencia: todas las cosas que a Jesús no le gustan y que Él no hacía
nunca cuando estaba en la tierra. En el evangelio Él no parece tener
nunca prisa. “No esté por tanto preocupados por el mañana; el mañana se
preocupa de sí mismo. A cada día le basta su afán” (Mt 6,34).
A este respecto, el poeta creyente Charles Péguy pone en boca de Dios
palabras que también nos hará bien meditar a nosotros: “Se me dice que
hay hombres/que trabajan bien y duermen mal,/que no duermen. Qué falta
de fe en mí./Es casi más grave/que no trabajasen pero que durmiesen,
porque la pereza/No es un pecado más grave que el ansia.../No hablo,
dice Dios, de aquellos hombres/Que no trabajan y que no duermen./Estos
son unos pecadores, por supuesto.../Hablo de los que trabajan y no
duermen/Los compadezco. No tienen confianza en mí.../Gobiernan muy bien
sus asuntos durante el día./Pero no quieren confiarme el gobierno
durante la noche.../Quien no duerme es infiel a la Esperanza...”9.
Las reflexiones desarrolladas en esta meditación nos empujan, como
conclusión, a poner en la base del compromiso por una nueva
evangelización un gran acto de fe y de esperanza que se sacuda todo
sentido de impotencia y de resignación. Tenemos ante nosotros, es
verdad, un mundo cerrado en su secularismo, embriagado por los éxitos de
la técnica y por las posibilidades ofrecidas por la ciencia, que
rechaza el anuncio evangélico. Pero ¿era quizás menos seguro de sí mismo
y menos refractario al Evangelio el mundo en el que vivían los primeros
cristianos, los griegos con su sabiduría y el imperio romano con su
potencia?
Si hay una cosa que podemos hacer, después de haber “sembrado” es la
de “regar” con la oración la semilla sembrada. Por esto terminamos con
la oración que la liturgia nos hace recitar en la misa “por la
evangelización de los pueblos”:
“Oh Dios, tú que quieres que todos los hombres se salven,/y lleguen
al conocimiento de la verdad;/mira qué grande es la mies y manda a tus
obreros,/para que se anuncie el Evangelio a todas las criaturas/y tu
pueblo reunido por la palabra de vida/y formado por la fuerza de los
sacramentos,/progrese en el camino de la salvación y del amor”.
Por Cristo, nuestro Señor. Amén
1 A. von Harnack, Misión y propagación del cristianismo en los tres primeros siglos, Rist. anast., Cosenza 1986, p.173.
2 Orígenes, C. Cels. III, 9.
3 Op. cit. p. 321- s.
4 H. Chadwick, The early Church, Penguin Books 1967, pp. 56-58.
5 A. von Harnack, Missione e propagazione del cristianesimo nei primi tre secoli, Rist. anast., Cosenza 1986, p. 173.
6 Harnack, op. cit., p. 370.
7 S.Kierkegaard, Diario, X5 A 98 (ed. C. Fabro, Brescia II, 1963, pp.386 ss).
8 Discorso all’udienza generale del 29 Novembre 1972 (Insegnamenti di Paolo VI, Tipografia Poliglotta Vaticana, X, pp. 1210s.).
9 Ch. Péguy, Il portico del mistero della seconda virtù, Jaca Book, Milano 1978, pp. 120 s.
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