Recuerdo
perfectamente la anécdota: el cardenal había decidido que todos los
sacerdotes de su diócesis usasen clergyman, o por lo menos alzacuellos.
Aprovechando un encuentro que tuvieron, el vicario le confesó: "mire, yo
no le voy a engañar. No pienso dejar de vestir como lo he hecho hasta
ahora, así que creo que es mejor que presente mi dimisión".
El
hecho, me dio que pensar. La verdad es que no se si el sacerdote hizo
bien o mal. También ignoro si era para él tan importante vestir traje
talar o no. En todo caso de lo que no tengo duda es de que su
comportamiento fue leal y coherente. Este caso, y otros muchos, me han
llevado a plantearme bastantes veces el tema de la obediencia en la
Iglesia. Su conveniencia, y también sus límites.
En
ciertos ambientes cristianos, es verdad que la propia palabra ya
produce escalofríos. Casi todo el mundo tiene una historia que contar
sobre abusos, órdenes sin sentido, y demás. En algunos casos, la cosa no
va más allá de la anécdota con su punto de gracia: como aquel que
recuerda los "buenos viejos tiempos". Por desgracia, en otros muchos
casos quedan heridas profundas, muchas veces sin curar. Queda el
resentimiento contra quien o quienes utilizaron su poder, o asumieron el
que la institución les otorgaba, para manipular, o, de cualquier manera
obrar en contra del bien de las personas. Y eso por muy buenas o santas
que fueran sus intenciones. Creo que, en nuestra sociedad, la autoridad
tiene mala fama porque frecuentemente ha sido y es un instrumento de
dominación de los que tienen poder sobre los que no. Y quien la ejerce,
normalmente lo hace en su propio beneficio, y no en el de quien obedece.
Básicamente,
podemos decir que hay una autoridad que levanta y dignifica tanto a
quien la ejerce como quien está sometido a ella. Es la que se establece
siempre teniendo en cuenta no "el bien de la causa", ni siquiera "el
reino de Dios", sino el beneficio concreto de la persona individual. Me
llamó profundamente la atención el siguiente dicho: "si una superiora
debe enviar a una hermana a una comunidad que se está naufragando,
sabiendo que con su presencia dicha comunidad se salvará, pero también
que la hermana en cuestión quedará seriamente herida, ¡pues qué se hunda
el convento!" Me parece que esta es la obediencia evangélica. Creo que
esta es la que hace más grandes a los hombres.
Eso
no implica que mandar u obedecer sea siempre fácil. Ni agradable. La
verdad a veces es dolorosa, pero cuando se hace por el bien de la
persona su fruto siempre es bueno, aunque se trate de un fruto tardío.
Por lo que a mí respecta, debo decir que, en una ocasión, unas palabras
duras me salvaron la vida. Y también tengo que decir que en ocasiones de
especial confusión, he hablado con Dios y le he dicho: "señor, aunque
he rezado mucho, no tengo ni idea de lo que tú quieres de mí en esta
ocasión, así que iré a ver a X (mi director espiritual), y haré lo que
él me diga, interpretando que eso será lo que tú quieres para mí".
Funciona. Y da paz.
El
verdadero ejercicio de la autoridad excluye la condescendencia. En una
ocasión, estando en mi Colegio Mayor, discutíamos algunos estudiantes
supuestamente cristianos, si las relaciones prematrimoniales estaban
bien o mal (¡era hacia 1980!) Algunos dijeron: “¡vamos a preguntárselo a
fulano, que está en quinto de Teología!" ¿Saben lo que les dijo
fulano?, Prefiero ni comentarlo. Lo que más me fastidiaba es que daba la
impresión de que no expresó lo que pensaba de verdad, sino lo que los otros querían oír. Ese día perdió toda autoridad para mí.
También excluye el paternalismo. Un profesor me comentaba con resentimiento de su responsable religioso: "¡me trata como a un menor!"
Las personas que pertenecen a la Jerarquía deben entender que la mayor
parte de la sociedad ya no les concede otra autoridad más allá de sus
méritos personales. Sea justo o no, es la pura realidad. También deben
entender que muchos laicos formados y maduros, no van a aceptar
fácilmente argumentos del tipo: "¡aquí mando yo porque soy el cura!".
Leí en una ocasión que la cuestión no es tanto que dicha Jerarquía se
limite siempre a mandar y el resto a obedecer, como que tanto ella como
los demás cristianos escuchen bien al Espíritu Santo para saber por dónde deben ir. Es similar a lo que decían San Benito: “que Dios da a veces las mejores ideas a los más jóvenes” y Moisés : “Ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta y recibiera el espíritu del Señor! (Num 11, 27-29).
Pero,
obviamente, eso no quita para que las personas entiendan bien que en la
Iglesia hay funciones. Y la propia Jerarquía, que no debe ser
paternalista, tampoco debe permitir que el último “niño espiritual” que
aparezca tenga una responsabilidad, o una posibilidad de opinión para la
que no está preparado. Cuando debe mandar, debe hacerlo con sencillez y
firmeza. Es absurdo cuestionar el papel que tienen aquellos a quienes
el propio Señor encomendó el servicio (el servicio) de discernir y mandar.
La
obediencia y la autoridad son hijas del amor. Si nos empeñamos a
vivirlas en ley, finalmente todos seremos juzgados. Recuerdo el caso de
expulsión de un famoso teólogo italiano de una respetada Orden. Hubo un
absurdo cruce de cartas entre sus superiores y él. Ellos le pedían que
acudiera a Roma. Él decía que no valía la pena. Ellos insistieron. Al
final le echaron. Seguramente ambos sintieron que tenía razón: ¡se
habían dado muchas “oportunidades” reciprocamente! Yo me pregunto:
¿tanto le costaba ir a él? Y, ¿por qué ellos no fueron a verle, a
suplicarle, aunque fuera de rodillas, obediencia, por amor a la verdad?
¿Es exagerado? ¿Es poco digno? ¿Qué habría hecho Jesús?
Si quiero que me obedezcas, debes saber que te quiero.
Sí,
en la Iglesia se dice muy poco: ¿”qué haría Jesús en esta
circunstancia”? Pero ¿no es Él realmente el único ejemplo acabado de
autoridad y obediencia? Creo que todos deberíamos estudiar bien cuál fue
su verdadero estilo de liderazgo: lavar los pies, levantar del suelo a
una adúltera, echar a los mercaderes, pagar el impuesto del templo, dar
al César lo suyo, plantar cara a los jefes religiosos y políticos,
obedecer al Padre hasta la muerte.
Yo le pido al Señor que me enseñe a ser obediente. Y valiente, por tanto.
Por Josue Fonseca
religionenlibertad.com
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