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Existe
un riesgo objetivo de que los intereses económicos y pretendidamente
científicos traspasen la línea roja de la dignidad única que tiene la
persona y la de su inviolabilidad
La
ciencia médica de los países desarrollados cuenta con un personal muy
cualificado y unos instrumentos muy sofisticados. Es lógico, por tanto,
que se sienta atraída a explorar campos hasta ahora vírgenes pero
prometedores, en orden a descubrir nuevos medios con los que curar o
paliar algunas enfermedades especialmente graves y extendidas. Uno de
esos campos es el de las células madre.
No
es difícil adivinar la atracción que supone para un científico
acercarse a los umbrales de la vida y, de paso, escribir su nombre con
letras grandes en la historia de la medicina o de la ciencia
experimental en general. Tampoco resulta laborioso advertir que las
grandes industrias puedan ver en ello un filón con el que incrementar
sus ganancias de modo exponencial, si sus laboratorios ganan la
competición del tiempo y les aseguran la patente de unos fármacos que,
aunque sean costosos, su precio contará menos ante los clientes que los
resultados curativos.
Las
células madre, embrionarias y adultas, se encuentran, pues, en un
ámbito de fuertes intereses. En el caso de las embrionarias, estos
intereses han sembrado de minas el campo de la investigación. Pues se
presume que tienen un potencial mayor, aunque todavía estemos en el
terreno de las hipótesis y no de los resultados efectivos, que hasta
ahora sólo se han obtenido con células madre adultas. Existe, por tanto,
un riesgo objetivo de que los intereses económicos y pretendidamente
científicos traspasen la línea roja de la dignidad única que tiene la
persona y la de su inviolabilidad.
Efectivamente,
la persona humana goza, según la Filosofía y el Derecho más avanzados
de la máxima dignidad en el concierto de la creación. La doctrina de la
Iglesia, apoyada por la Revelación, amplía aún más ese sugestivo
horizonte, al concebir a la persona humana no sólo dotada de un alma
inmortal, sino como un ser hecho a imagen y semejanza de Dios y
destinada a insertarse un día en la vida misma de Dios. Por eso, el Papa
Benedicto ha dicho recientemente que «la destrucción de una sola vida humana nunca puede ser justificada en función de los beneficios que podría llevar a otra». Salía así al paso del grave riesgo de que la persona humana pueda ser "subordinada" exclusivamente a "consideraciones utilitarias".
La Iglesia en modo alguno se opone a la investigación con las células madre, pues es consciente de que «la ciencia puede hacer una contribución realmente notable para salvaguardar y promover la dignidad del hombre». Por eso, en principio, no ve inconvenientes éticos a la investigación con células madre "adultas", las cuales «abren posibilidades para la curación de las enfermedades degenerativas crónicas».
En este sentido, Benedicto XVI acaba de decir a los miembros de la Conferencia Internacional sobre células madre adultas, celebrado en el Vaticano en fechas muy recientes: «No
hay problemas éticos cuando las células madre se extraen de los tejidos
de un adulto, de la sangre del cordón umbilical en el momento del
nacimiento, o de tejidos de fetos muertos de muerte natural».
En
la misma ocasión, precisó que la valoración ética es muy distinta en el
caso de las células madre embrionarias. Quienes abogan por la
investigación con este tipo de células «cometen el grave error de
negar el derecho inalienable a la vida de todos los seres humanos desde
el momento de la concepción hasta la muerte natural». Por eso, reiteró su firme oposición a la utilización de células madre embrionarias. Con esto, «no
se impide el progreso científico, sino se guía en una dirección que sea
verdaderamente fecunda y beneficiosa para la humanidad». La Iglesia tiene la convicción de que todo lo que es humano, incluida la investigación científica, «puede ser acogido y respetado por la fe», la cual puede también purificarlo y perfeccionarlo.
Mons. Francisco Gil Hellín, Arzobispo de Burgos
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