El quincuagésimo aniversario, ya próximo, de la convocatoria del Concilio
Vaticano II (25-XII-1961) es motivo de celebración, pero también de renovada
reflexión sobre la recepción y aplicación de los documentos conciliares.
Además
de los aspectos directamente más prácticos de esta recepción y aplicación, con
sus luces y sombras, parece oportuno recordar también la naturaleza de la debida
adhesión intelectual a las enseñanzas del Concilio. Aún tratándose de doctrina
bien conocida y de la que se dispone de abundante bibliografía, no es superfluo
recordarla en sus rasgos esenciales, teniendo en cuenta la persistencia de
perplejidades manifestadas, incluso en la opinión pública, en relación con la
continuidad de algunas enseñanzas conciliares respecto a las precedentes
enseñanzas del Magisterio de la Iglesia.
Ante todo no parece inútil recordar que la intención pastoral del Concilio no
significa que éste no sea doctrinal. Las perspectivas pastorales de hecho se
basan en la doctrina, como no podría ser de otro modo. Pero sobre todo es
necesario recalcar que la doctrina se orienta a la salvación; su enseñanza es
parte integrante de la pastoral. Además, en los documentos conciliares es obvio
que existen muchas enseñanzas de naturaleza puramente doctrinal: sobre la
Revelación divina, sobre la Iglesia, etcétera. Como escribió el beato Juan Pablo
II, “con la ayuda de Dios, los padres conciliares, en cuatro años de trabajo,
pudieron elaborar y ofrecer a toda la Iglesia un notable conjunto de
exposiciones doctrinales y directrices pastorales” (Constitución Apostólica
Fidei depositum, 11-X-1992, Introducción).
La debida adhesión al Magisterio
El Concilio Vaticano II no definió ningún dogma, en el sentido de que no
propuso mediante acto definitivo ninguna doctrina. Sin embargo, el hecho de que
un acto del Magisterio de la Iglesia no se ejerza mediante el carisma de la
infalibilidad no significa que pueda considerarse “falible” el sentido de que
transmita una “doctrina provisional” o bien “opiniones autorizadas”. Toda
expresión de Magisterio auténtico hay que recibirla como lo que verdaderamente
es: una enseñanza dada por los Pastores que, en la sucesión apostólica, hablan
con el “carisma de la verdad” (Dei Verbum, n. 8), “revestidos de la
autoridad de Cristo” (Lumen gentium, n. 25), “a la luz del Espíritu
Santo” (ibid.).
Este carisma, autoridad y luz ciertamente estuvieron presentes en el Concilio
Vaticano II; negar esto a todo el episcopado cum Petro y sub
Petro, reunido para enseñar a la Iglesia universal, sería negar algo de la
esencia misma de la Iglesia (cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe,
Declaración Mysterium Ecclesiae, 24-VI-1973, nn. 2-5).
Naturalmente no todas las afirmaciones contenidas en los documentos
conciliares tienen el mismo valor doctrinal y por lo tanto no todas requieren el
mismo grado de adhesión. Los diversos grados de adhesión a las doctrinas
propuestas por el Magisterio fueron recordados por el Vaticano II en el n. 25 de
la Constitución Lumen gentium, y después sintetizados en los tres
apartados añadidos al Símbolo niceoconstantinopolitano en la fórmula de la
Professio fidei, publicada en 1989 por la Congregación para la Doctrina
de la Fe con la aprobación de Juan Pablo II.
Las afirmaciones del Concilio Vaticano II que recuerdan verdades de fe
requieren, obviamente, la adhesión de fe teologal, no porque hayan sido
enseñadas por este Concilio, sino porque ya habían sido enseñadas infaliblemente
como tales por la Iglesia, mediante un juicio solemne o mediante el Magisterio
ordinario y universal. Así como requieren un asentimiento pleno y definitivo las
otras doctrinas recordadas por el Vaticano II que ya habían sido propuestas con
acto definitivo por precedentes intervenciones magisteriales.
Las demás enseñanzas doctrinales del Concilio requieren de los fieles el
grado de adhesión denominado “religioso asentimiento de la voluntad y de la
inteligencia”. Un asentimiento “religioso”, por lo tanto no fundado en
motivaciones puramente racionales. Tal adhesión no se configura como un acto de
fe, sino más bien de obediencia no sencillamente disciplinaria, mas enraizada en
la confianza en la asistencia divina al Magisterio y, por ello, “en la lógica y
bajo el impulso de la obediencia de la fe” (Congregación para la Doctrina de la
Fe, Instrucción Donum veritatis, 24-V-1990, n. 23). Esta obediencia al
Magisterio de la Iglesia no constituye un límite puesto a la libertad; al
contrario, es fuente de libertad. Las palabras de Cristo: “Quien a vosotros
escucha, a mí me escucha” (Lc 10,16) se dirigen también a los sucesores
de los Apóstoles; y escuchar a Cristo significa recibir en sí la verdad que hace
libres (cfr. Jn 8,32).
En los documentos magisteriales puede haber también – como de hecho se hallan
en el Concilio Vaticano II – elementos no propiamente doctrinales, de naturaleza
más o menos circunstancial (descripciones del estado de las sociedades,
sugerencias, exhortaciones, etc.). Tales elementos deben acogerse con respeto y
gratitud, pero no requieren una adhesión intelectual en sentido propio (cfr.
Instrucción Donum veritatis, nn. 24-31).
La interpretación de las enseñanzas
La unidad de la Iglesia y la unidad en la fe son inseparables, y esto
comporta también la unidad del Magisterio de la Iglesia en todo tiempo en cuanto
intérprete auténtico de la Revelación divina transmitida por la Sagrada
Escritura y por la Tradición. Ello significa, entre otras cosas, que una
característica esencial del Magisterio es su continuidad y homogeneidad en el
tiempo. La continuidad no significa ausencia de desarrollo; la Iglesia, a lo
largo de los siglos, progresa en el conocimiento, en la profundización y en la
consiguiente enseñanza magisterial de la fe y moral católica.
En el Concilio Vaticano II hubo varias novedades de orden doctrinal: sobre la
sacramentalidad del episcopado, sobre la colegialidad episcopal, sobre la
libertad religiosa, etc. Si bien ante las novedades en materias relativas a la
fe o a la moral no propuestas con acto definitivo es debido el religioso
asentimiento de la voluntad y de la inteligencia, algunas de ellas fueron y
siguen siendo objeto de controversias sobre su continuidad con el Magisterio
precedente, o bien sobre su compatibilidad con la Tradición. Frente a las
dificultades que pueden encontrarse para entender la continuidad de algunas
enseñanzas conciliares con la Tradición, la actitud católica, teniendo en cuenta
la unidad del Magisterio, es la de buscar una interpretación unitaria en la que
los textos del Concilio Vaticano II y los documentos magisteriales precedentes
se iluminen recíprocamente. No sólo hay que interpretar el Vaticano II a la luz
de documentos magisteriales precedentes, sino que también algunos de éstos se
comprenden mejor a la luz del Vaticano II. Ello no representa ninguna novedad en
la historia de la Iglesia. Recuérdese, por ejemplo, que nociones importantes en
la formulación de la fe trinitaria y cristológica (hypóstasis, ousía)
empleadas en el Concilio I de Nicea se precisaron mucho en su significado por
los Concilios posteriores.
La interpretación de las novedades enseñadas por el Vaticano II debe por ello
rechazar, como dijo Benedicto XVI, la hermenéutica de la discontinuidad
respecto a la Tradición, mientras que debe afirmar la hermenéutica de la
reforma, de la renovación en la continuidad (Discurso, 22-XII-2005). Se
trata de novedades en el sentido de que explicitan aspectos nuevos, hasta ese
momento no formulados aún por el Magisterio, pero que no contradicen a nivel
doctrinal los documentos magisteriales precedentes, si bien en algunos casos –
por ejemplo, sobre la libertad religiosa – comporten también consecuencias muy
distintas a nivel de las decisiones históricas sobre las aplicaciones
jurídico-políticas, vistos los cambios en las condiciones históricas y sociales.
Una interpretación auténtica de los textos conciliares puede realizarse sólo por
el propio Magisterio de la Iglesia. Por ello en la labor teológica de
interpretación de las partes que, en los textos conciliares, susciten
interrogantes y parezcan presentar dificultades, es preciso sobre todo tener en
cuenta el sentido según el cual las intervenciones magisteriales sucesivas hayan
entendido tales partes. En cualquier caso, siguen siendo espacios legítimos de
libertad teológica para explicar de uno u otro modo la no contradicción con la
Tradición de algunas formulaciones presentes en los textos conciliares y, por
ello, para explicar el significado mismo de algunas expresiones contenidas en
esas partes.
Al respecto, no parece finalmente superfluo tener presente que ha pasado casi
medio siglo desde la conclusión del Concilio Vaticano II, y que en estas décadas
se han sucedido cuatro Romanos Pontífices en la cátedra de Pedro. Examinando el
Magisterio de estos Papas y la correspondiente adhesión del Episcopado a él, una
eventual situación de dificultad debería transformarse en serena y gozosa
adhesión al Magisterio, intérprete auténtico de la doctrina de la fe. Esto
debería ser posible y deseable aunque permanecieran aspectos racionalmente no
comprendidos del todo, dejando abiertos en cualquier caso los legítimos espacios
de libertad teológica para una labor de profundización siempre oportuna. Como ha
escrito Benedicto XVI recientemente, “los contenidos esenciales que desde siglos
constituyen el patrimonio de todos los creyentes tienen necesidad de ser
confirmados, comprendidos y profundizados de manera siempre nueva, con el fin de
dar un testimonio coherente en condiciones históricas distintas a las del
pasado” (Motu propio Porta fidei, n. 4).
http://www.osservatoreromano.va
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