Para los cristianos ninguna idea debería
ser más familiar y más comentada que la meta hacia la cual nos dirigimos
después de esta vida terrena. Pero, lamentablemente, no es así: los hombres
y mujeres de comienzos de este Tercer Milenio parecemos haber perdido
el rumbo, nos ocupamos de toda clase de cosas, menos de pensar hacia dónde
vamos, sin darnos cuenta de que ya estamos andando en una ruta - la ruta
hacia la eternidad- y que, inexorablemente vamos a llegar a uno de
tres destinos: Cielo, Infierno o Purgatorio
Pensamos -equivocadamente- que la felicidad
está aquí en la tierra y la buscamos con una dedicación que más bien debiéramos
poner en buscar la felicidad que sólo es posible, no en esta vida, sino
en la eternidad.
La idea del Cielo, de Infierno y de Purgatorio
es prácticamente desconocida y casi nunca comentada. De allí que el Papa
Juan Pablo II le haya pedido a nuestros Obispos en su visita ad-limina
a la ciudad de Roma en el año 1995 que era importante que "a los
hijos de la Iglesia en Venezuela" se nos educara "en el sentido
de Dios y en la esperanza de las realidades últimas". De allí también
que el Papa haya dedicado él mismo una serie de Catequesis durante el
año 1999 a tratar estos temas escatológicos que tienen que ver con el
destino último del ser humano
¿Cómo es el
Cielo?
El Cielo es una de las opciones que el ser humano
tiene para la otra vida. En realidad es la opción para la cual fuimos
creados, pues Dios desea comunicarnos Su completa y perfecta felicidad,
que además es eterna - es decir, para siempre- llevándonos al Cielo,
la patria hacia la cual caminamos, nuestro verdadero hogar, el sitio de
la felicidad perfecta y total.
Lograr una descripción adecuada de lo que es el
Cielo, con nuestras limitadas categorías humanas de tiempo y espacio,
con la limitación de ideas y de lenguaje, es imposible. San Pablo, quien
según sus escritos pudo vislumbrar el Cielo, sólo puede referir que "oyó
palabras que no se pueden decir: cosas que el hombre no sabría expresar
... ni el ojo vio, ni el oído escuchó, ni el corazón humano puede imaginar
lo que tiene Dios preparado para aquéllos que le aman" (2a. Cor.12,
2-4 y 1a. Cor. 2,9).
Así es el Cielo: indescriptible, inimaginable,
insondable, inexplicable, para el ser humano, pues somos limitados
para comprender y describir lo ilimitado de Dios ... y el Cielo
es básicamente la presencia de Dios en forma clara, "le veremos
tal cual El es" (1a. Jn. 3,2).
El Papa Juan Pablo II tomaba para sus Catequesis
sobre las "realidades últimas" la descripción del Cielo que
trae el Catecismo de la Iglesia Católica: "Esta vida perfecta
con la Santísima Trinidad, esta comunión de vida de amor con ella, con
la Virgen y todos los bienaventurados se llama 'el Cielo'. El Cielo
es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del
hombre, el estado supremo y definitivo de felicidad (#1024)."
Continuaba el Papa Juan Pablo II: "El
Cielo se entiende como morada de Dios ... una relación íntima con la Santísima
Trinidad ... El Cielo es la plenitud de la intimidad con Dios" (JP
II, 21-julio-99).
Pero, como hemos dicho y como acotaba también
el Papa Juan Pablo II, toda representación del Cielo resulta siempre inadecuada.
También resulta difícil imaginar cómo es Dios y qué beneficios nos traería
el verlo "cara a cara" (1a. Cor. 13, 12), pero tal vez sea más
fácil imaginarnos lo maravilloso del Cielo, si pensamos en lo que no
es el Cielo.
Al morir, nos despojamos del cuerpo, que es el
peso que nos ata a la tierra. Dejamos, entonces, todo lo que es físico,
orgánico: enfermedades, cansancios, dolores, achaques, etc. Adicionalmente
queda atrás todo lo desagradable que hemos pasado en la tierra: malestares,
penurias, agravios, persecuciones, dolores, enfermedades, inconvenientes,
aflicciones, obstáculos, maldades, desagrados, contrariedades, rivalidades,
competencia, tribulaciones. En una palabra: queda atrás todo sufrimiento.
Al llegar al Cielo, el alma siente enseguida,
instantáneamente, un consuelo, una reparación, un desagravio a sus sufrimientos
terrenos. "Vuestra tristeza se convertirá en gozo" (Jn. 16,
20).
Si el día de nuestro nacimiento nacimos para
esta vida terrenal, llegar al Cielo es nacer a la gloria; es nacer a la
vida eterna. Nuestra alma al presentarse al Cielo tiene un solo pensar,
un solo sentimiento que es el Amor de Dios.
También podemos imaginar algo del Cielo, si nos
concentramos en el gozo que allí tendremos.
Nos dice la Sagrada Escritura que el Cielo consiste
en "conocer a Dios" (Jn. 17, 3 - Mt. 5,8), pero también en gozar
de El: "Entra en el gozo de tu Señor" (Mt. 25, 21; "para
que vuestro gozo sea perfecto" (Jn. 15, 11).
El gozo del Cielo es un gozo de Amor: el amor
más grande que podamos sentir, pues es el Amor Infinito de Dios. Amaremos
a Dios con todas nuestras fuerzas y El nos amará con Su Amor que no tiene
límites. Será como la fusión de nuestra vida con la Vida de Dios, que
nos atraerá hacia Su Amor en forma infinita. (cfr. Garrigou-Lagrange,
La Vida Eterna y la profundidad del alma).
Intentemos explicar -limitadamente- cómo será
ese gozo del Cielo: amaremos a Dios con un amor intensísimo, embelesados
por todas sus cualidades, que son perfectas, maravillosas e infinitas.
Ese amor que sentiremos, atraídos por Su Amor, será correspondido perfectísimamente
por El, sin las desilusiones propias del amor humano, con Su ternura infinita
y en la intimidad más dulce que podamos imaginar. Distinto a como son
los amores humanos, ese gozo será de una plenitud siempre nueva, de una
novedad constante que no cesa jamás. Y, además, ese Amor durará para siempre,
siempre, siempre.
Es un océano de gozo, que llena por completo las
profundidades del alma y satisface por completo las aspiraciones del corazón,
sin que se pueda desear o necesitar absolutamente nada más. (cfr. Antonio
Royo Marín, o.p., Teología de la Salvación).
El Cielo es el cumplimiento del "entra
para siempre en el gozo de tu Señor" (Mt. 25, 21).
homilia.org
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