«La grandeza de la humanidad está determinada
esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre (…).
Una sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de
contribuir mediante la compasión a que el sufrimiento sea compartido y
sobrellevado también interiormente, es una sociedad cruel e inhumana»
(Spe salvi, 38).
«La calidad de una sociedad y de una civilización –nos recordaba Juan
Pablo II en 1981, Año internacional de los minusválidos–, se mide por
el respeto que manifiesta hacia los más débiles de sus miembros». De
hecho, las personas que pasan por nuestro lado en sillas de ruedas, los
ciegos que cruzan la calle acompañados por un bastón o los sordomudos
que emiten sonidos guturales a modo de saludo, siempre tienen algo que
enseñarnos. Desde la naturalidad con la que aceptan sus carencias,
mediante su espíritu de superación, su paciencia, su buen humor, sus
ganas de vivir, de estudiar, de divertirse, de amar y ser amado, nos dan
toda una lección de vida, en la que descubrimos que «el grado de salud
física o mental no añade ni quieta nada a la dignidad de la persona; más
aún, el sufrimiento puede darle derechos especiales en nuestra relación
con ella», como solía decir Juan Pablo II.
O como nos recordó Benedicto XVI a su paso por la Fundación
Instituto San José el 20 de agosto en Madrid: «nuestra sociedad, en la
que demasiado a menudo se pone en duda la dignidad inestimable de la
vida, de cada vida, os necesita: vosotros contribuís decididamente a
edificar la civilización del amor. Más aún, sois protagonistas de esta
civilización. Y como hijos de la Iglesia ofrecéis al Señor vuestras
vidas, con sus penas y sus alegrías, colaborando con Él y entrando «a
formar parte de algún modo del tesoro de compasión que necesita el
género humano» (Spe salvi, 40)… vosotros sois también testigos del bien
inmenso que constituye la vida de estos jóvenes para quien está a su
lado y para la humanidad entera. De manera misteriosa pero muy real, su
presencia suscita en nuestros corazones, frecuentemente endurecidos, una
ternura que nos abre a la salvación. Ciertamente, la vida de estos
jóvenes cambia el corazón de los hombres y, por ello, estamos
agradecidos al Señor por haberlos conocido».
No olvidemos que todo ser humano creado por Dios merece la vida y
el respeto de todos. Es más, asumir su discapacidad con normalidad,
aceptarles, protegerles e integrarles en la vida familiar, social y
laboral es una deuda de Amor para con nuestros hermanos. Y eso es bueno,
muy bueno, para todos y cada uno de nosotros.
Por ello, y con permiso de su protagonista, Antonio Villuendas,
el joven que tuvo el privilegio de saludar al Santo Padre durante su
visita al Instituto San José en representación de todos sus amigos que
le acompañaban, os dejo sus palabras. Toda una lección magistral de Amor
y aceptación alegre y valiente del querer de Dios.
***
Querido Santo Padre:
Me llamo Antonio, tengo 20 años y estudio arquitectura.
Aunque tengo el honor de dirigirme a su Santidad, represento también a
otras discapacidades, visual, intelectual…mi caso es este:
Yo nací con un problema que al principio les pareció a
todos insuperable, nací sordo y al borde de la muerte. Gracias al amor
que sintieron por mí, aun sabiendo que podía ser un obstáculo para sus
vidas, siguieron adelante. Esto nos ha ayudado a superarnos, a no
rendirnos nunca. He descubierto que esto es de lo que son capaces de
hacer unos padres hacia su hijo para sacarlo adelante, cuando el amor
que sienten hacia él es insuperable.
El hecho de tener una discapacidad nos ayuda a conocernos
mejor, a ser mejores y sobre todo a entender los problemas de los demás.
No nos sentimos igual que los demás, nos sentimos apartados, solos,
diferentes. Pero hay algo que me llama mucho en mi interior, creo que
eso es amor, que me ayuda a entender que no estoy solo. Mamá siempre me
ha dicho que si yo no estuviera sordo no sería como soy. La soledad que
siento en mi interior en algunos momentos me desanima. Gracias a Dios me
siento muy integrado por la amistad de mis compañeros y familiares y es
lo que me ha ayudado a superar los momentos más difíciles.
En nombre de mis compañeros agradezco a los familiares la
entrega para ayudarnos a superar las dificultades, a los amigos por
conseguir que nos integremos, sintiéndonos como uno más. Doy gracias a
Dios por darnos las virtudes y la fortaleza necesaria para salir
adelante. La Virgen María, a la que fui consagrado al nacer, nos indica
el camino para acoger a los demás como son y construir juntos el reino
de Dios.
Gracias Santo Padre por estar hoy con nosotros y ser tan
cercano. Querido Santo Padre, gracias por que su presencia nos indica
cual es el camino a seguir y este es Jesucristo, un amigo que te
sostiene a lo largo del camino.
Por Remedios Falaguera
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