Hay
problemas que son perennes, que se presentan una y otra vez ante nuestros
ojos. Uno de esos problemas es la “neutralidad” de la técnica
y de la investigación científica.
Platón,
en el siglo IV a.C., observó un fenómeno inquietante.
El hombre que mejor puede hacer sufrir a otros es el que mejor conoce
la medicina. Quien sabe curar bien, sabe también qué
polvos llevan rápidamente a una muerte dolorosa. El hombre
que conoce más de cerca la verdad es el que puede mentir con
“mejores” resultados. El hombre que puede luchar con más
valor para defender su ciudad es el que también puede usar
sus armas y su fuerza para atacar a inocentes o para organizar un
golpe de estado.
Se
trata de un problema perenne: se da hoy igual que en tiempos de Sócrates.
Quienes trabajan en un laboratorio pueden producir medicinas para
curar a millones de personas. Con los mismos conocimientos técnicos,
en las mismas instalaciones, tal vez incluso con el mismo personal,
se puede preparar un arma bacteriológica para matar a unos
cuantos miles (o millones) de enemigos...
En
cierto sentido, la misma afirmación vale para actividades más
humanísticas, más “espirituales”. Un maestro
puede usar las técnicas pedagógicas más avanzadas
para enseñar buenos conocimientos a sus alumnos, o para manipularlos
e, incluso, para subyugarlos emotivamente. Un político puede
usar su habilidad oratoria para evitar un desastre nacional o para
promover decisiones que dañen la economía o la armonía
social de todo un pueblo. Un militar puede defender su patria de invasores
despiadados o puede usar sus armas para asesinar a sus enemigos y
para destruir la democracia conquistada durante largos años
por miles de ciudadanos honestos y generosos. Un abogado puede usar
el conocimiento de las leyes para evitar que un inocente sea condenado,
o para lograr que un culpable viva tranquilamente libre, sin tener
que responder nunca a la justicia por sus delitos.
Como
Platón en su tiempo, hoy somos conscientes de que ninguna técnica,
ninguna actividad humana, puede ser realizada independientemente de
algunos parámetros éticos. No basta con saber arquitectura
o ingeniería para construir puentes o rascacielos que no se
hundan. Se requiere un profundo sentido de la justicia para usar materiales
sólidos, para evitar decisiones apresuradas, para no aceptar
un soborno que nos ofrezcan si aprobamos proyectos que pueden significar
un peligro grave para la vida de muchos inocentes.
Entonces,
nace una pregunta: ¿cuáles son los criterios éticos
que deben iluminar las acciones de políticos, científicos,
economistas, ingenieros, maestros y demás ciudadanos?
Por
desgracia, la filosofía no nos ofrece una única respuesta.
Para algunos, el criterio fundamental es lo “útil”.
Se puede hacer todo aquello que ofrezca un resultado mayor y mejor
que el esfuerzo que ha acompañado a nuestro acto. Un utilitarista
puro (hay pocos, también hay que decirlo) podría admitir,
sin problemas, que un padre de familia deje morir de hambre a uno
de sus muchos hijos para que los demás tengan lo mínimo
para sobrevivir. O puede admitir el razonamiento de tantas dictaduras:
si asesinamos rápidamente a los posibles terroristas con comandos
especiales, sin juicio alguno, ahorraremos muchos atentados que llenan
de sangre y de pánico la vida de los ciudadanos inocentes.
Para
otros autores, el criterio fundamental es el subjetivismo: vale todo
aquello que uno haga siempre y cuando no moleste la libertad de los
otros. El subjetivismo encierra dos problemas fundamentales. El primero
es su fuerte egoísmo: concibe la sociedad como un grupo de
células independientes, que pueden asociarse si así
lo quieren, o pueden vivir en total autonomía, aunque el vecino
se esté muriendo de hambre. El segundo es que no se garantiza
el respeto a quienes no pueden ejercer su libertad o no han adquirido
pleno uso de sus capacidades jurídicas. Así, los niños
no nacidos o los niños muy pequeños, podrían
ser eliminados (según esta perspectiva), ya que no gozan aún
de la autoconciencia y libertad que serían el punto de referencia
para ver si alguien merece o no una protección legal. Lo mismo
puede decirse de los enfermos terminales o de personas que sufren
ciertas degeneraciones psíquicas.
No
faltan quienes piensan que no existen criterios éticos, sino
sólo acuerdos más o menos provisionales establecidos
mediante el diálogo y los instrumentos de la democracia. En
esta visión, lo que un día está prohibido mañana
puede ser aceptado. No hace falta mucho esfuerzo para darnos cuenta
de que el diálogo muchas veces es manipulado por quienes poseen
el arte del engaño, o por quienes cuentan con el control de
los medios de comunicación y de difusión de las ideas.
Por eso da mucho que pensar el que haya científicos que quieran
imponer sus opiniones en temas como la experimentación y destrucción
de embriones, y que se nieguen con dureza, incluso con insultos o
amenazas, a cualquier opinión diferente que pueda coartar su
“libertad de investigación” y sus deseos de imponer
su punto de vista a toda la sociedad.
Existen
otras éticas que se fundan en la naturaleza humana. En ellas
se busca analizar lo que significa ser hombre, el sentido de la vida,
las dimensiones de toda nuestra existencia (corporeidad, espiritualidad,
sociabilidad, transcendencia), para deducir aquellos imperativos éticos
que todos (sin excepción) tienen que respetar. Desde luego,
no es fácil llegar a una visión clara y aceptada por
la mayoría de lo que significa ser hombre, pero existen elementos
que podemos acoger con un poco de honestidad y de apertura.
El
primer principio es que todo hombre participa del mundo social en
cuanto vive. Eliminar la vida de un ser humano aduciendo como motivo
alguna discriminación (edad, sexo, raza, religión, tamaño
físico, coeficiente intelectual, idioma, etc.) significa quitarle
el derecho que tiene a un lugar en el mundo de los vivos. Por ello,
ningún científico, médico o político debería
permitir la muerte de ningún ser humano.
El
segundo principio es que no basta con defender la vida mediante el
uso de instrumentos legales. Hay que apoyar a cada hombre y mujer
en la satisfacción de sus necesidades primarias: comida, vestido,
vivienda. Un sistema económico o social que impida a los individuos
el acceso a lo mínimo que necesitan para vivir es un sistema
injusto, por más que esté revestido con la belleza de
leyes, constituciones y resoluciones “democráticas”,
nacionales o internacionales.
El
tercer principio es que no bastan las necesidades primarias para que
un hombre pueda desarrollarse y vivir en plenitud su condición
humana. Hace falta promover los elementos educativos y culturales
que le permitan afrontar preguntas fundamentales: el sentido de la
vida y de la muerte, del amor humano, de la familia, de la sociedad.
Aquí se enmarcan un sinfín de elementos culturales y
transculturales, sin excluir la iniciación a aquella religión
que ofrezca un camino de auténtica humanización.
La
técnica “neutral” no puede dejar de lado estos valores.
De lo contrario, la técnica puede convertirse en un arma capaz
de destruir, en pocos instantes, a miles de seres humanos. Decir esto
no es afirmar una posibilidad lejana: las armas atómicas nos
amenazan a todos desde hace décadas.
Es
por eso que la técnica necesita, hoy con más urgencia
que nunca, ser iluminada por aquella visión ética que
mejor respete la dignidad y el valor del ser humano, desde ese momento
magnífico de su concepción hasta que llega al umbral
de la muerte. Ante ella la misma técnica se detiene, respetuosa,
para dejar paso al misterio de la vida que continúa, no sabemos
bien cómo, en el más allá.
fluvium.org
No hay comentarios:
Publicar un comentario