Al Padre Miguel Ángel Pardo en sus
veinticinco años de sacerdocio
¿Podríamos
imaginarnos un mundo sin sacerdotes?, ¿una Iglesia sin presbíteros?
Creo que sería uno de los más apetecibles deseos del demonio. ¿Qué
haríamos sin ellos? ¿Se imagina el lector que, de repente, por
inexplicable circunstancia, desaparecieran los sacerdotes de nuestras
iglesias, seminarios, conventos, parroquias? ¿Qué haríamos?, ¿podríamos
seguir viviendo?
Desde mi conversión, mi vida ha estado asociada siempre a un sacerdote; a veces, a más de uno. Lo puedo afirmar con absoluta seguridad: sin ellos no sería lo que soy. Pensamos
en la influencia de nuestros padres, de los amigos, de la profesión
elegida, de los libros leídos, de los amores perdidos –y de los
ganados-, de nuestros hijos, de los proyectos, de los fracasos; pensamos
que somos el resultado de tantas alegrías y decepciones cosechadas en
el pasado; creemos que nuestra vida, menuda y ligera, está troquelada
por influencias políticas, económicas, psicológicas, sociológicas y patafísicas. Pues sí. ¿De verdad?
Los sacerdotes me
han ayudado a reconocer la presencia de Cristo en mi vida y en la del
prójimo. Me han ayudado a saber que mi vida no es resultado de estructuras económicas, sociales o relaciones paterno-filiales determinantes
para mi acontecer futuro; me han ayudado a reconocerme libre. Me han
hecho ver que es mentira que mi vida es el resultado de no sé qué
factores externos. Me han permitido despojarme del pesadísimo fardo de
responsabilidades, culpas que el demonio maneja con exquisito esmero
para hundirme en mis fracasos. Sí, ¡cómo me han ayudado a liberarme de
mí mismo mis queridos sacerdotes!
Gracias
a los sacerdotes he sabido que Dios me ama. Mejor: que yo soy un
maravilloso pedacito –minúsculo e infinito- del Amor trinitario. Gracias
a los sacerdotes me he dado cuenta de que mi vida es abrazada
continuamente por Dios, que no sería nada sin él, que lo soy todo con
Él. ¿Se concibe mayor sabiduría? De los sacerdotes he oído ideas
inauditas. Por ejemplo, que el sufrimiento ofrecido al Señor redime a la
humanidad, ¡que yo, pobre hombre, puedo ser colaborador de la redención
de la humanidad! También les he oído que la cruz, la nuestra, ésa que
nos duele y que a veces no soportamos, es la mejor oportunidad para amar
y ser amados. Pero, sobre todo, con una sonrisa y un gesto cariñoso, me han asegurado que la Gracia actúa y que siempre estoy acompañado por Él, también en los peores momentos.
Los
sacerdotes me han enseñado que mi vida sin oración está perdida. Que
tan importante es la oración como la respiración. Me han dicho que la
respiración de mi alma es la oración. Me han enseñado a orar, los he
visto orar. En realidad, más de uno me ha insistido en que quien ora no
soy yo, sino el Espíritu Santo en mí. ¡Las cosas que dicen los
sacerdotes! He visto en ellos que lo que me decían lo vivían; cuando me enseñaban que somos templos vivos de la Trinidad –lo escribo y tiemblo- comprobaba que era la Trinidad la que resonaba en mí a través de la humanidad del sacerdote.
Y todo gratis, sin pedir nada.
A
través de los sacerdotes Dios derrama su perdón sobre mí. Yo ya no
podría vivir sin el perdón de Dios. ¿Un mundo sin sacerdotes? Es como
una vida sin aliento, un padre sin hijos, un amante sin su amada.
Pero lo más grande de todo. A través del sacerdote, Cristo mismo se hace presente en este mundo lleno de miseria . En la Eucaristía,
la mayor locura de amor de un Dios que nos ama hasta el extremo, Cristo
se hace presente, accesible, tierno dejándose abrazar por nosotros,
dándose para ser digerido por nosotros. Pero para ello Cristo necesita del sacerdote.
La
paternidad del sacerdote es reflejo humano de la paternidad espiritual
de Dios sobre los hombres. Yo lo sé porque lo he vivido en mi vida. Lo
sigo viviendo. Doy gracias a Dios por los sacerdotes que he conocido y
oro por ellos y por todos los demás para que vivan el sacramento del
orden según la voluntad de Dios.
religionenlibertad.com
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