RV - Tras el almuerzo con los miembros de la Conferencia Episcopal Alemana en el Seminario de Friburgo, Benedicto XVI se reunió en la misma sede con los 16 jueces de la Corte Constitucional Federal. Poco antes de las cinco de la tarde, el Santo Padre se trasladó al Centro de Congresos de la ciudad, donde tuvo un encuentro con los católicos comprometidos en la Iglesia y en la sociedad. Con respecto a este encuentro conviene explicar que en amplios sectores de la sociedad alemana están muy difundidos una serie de proyectos de solidaridad cuyo objetivo principal es proporcionar a personas provenientes de países ricos una experiencia personal viviendo, durante un periodo con los pobres. Normalmente son viajes cuyo destino suele ser África, Asia o América Latina y en ellos participan numerosos estudiantes, directivos de empresas e incluso políticos.
De hecho Benedicto XVI, en primer lugar, agradeció “personalmente y de corazón” el servicio y el testimonio que prestan en la Iglesia y en la sociedad, aunque en el momento actual no sea siempre fácil defender con entusiasmo la causa de la fe y de la Iglesia.
“Desde hace decenios, asistimos a una disminución de la práctica religiosa, constatamos un creciente distanciamiento de una notable parte de los bautizados de la vida de la Iglesia. Surge, pues, la pregunta: ¿Acaso no debe cambiar la Iglesia? ¿No debe, tal vez, adaptarse al tiempo presente en sus oficios y estructuras, para llegar a las personas de hoy que se encuentran en búsqueda o en duda? A la beata Madre Teresa le preguntaron una vez cuál sería, según ella, lo primero que se debería cambiar en la Iglesia. Su respuesta fue: usted y yo. Este pequeño episodio pone de relieve dos cosas: por un lado, la Religiosa quiere decir a su interlocutor que la Iglesia no son sólo los demás, la jerarquía, el Papa y los obispos; la Iglesia somos todos nosotros, los bautizados. Por otro lado, parte del presupuesto de que efectivamente hay motivo para un cambio, de que existe esa necesidad. Cada cristiano y la comunidad de los creyentes están llamados a una conversión continua”.
Retomando un poco la historia, el Santo Padre lamentó la tendencia contraria de la Iglesia de acomodarse a este mundo y adaptar sus criterios, llegando a dar más importancia a la organización e institucionalización que a su vocación a la apertura. Al mismo tiempo y afortunadamente las distintas épocas de secularización han contribuido de forma esencial a la purificación de la Iglesia y a su reforma interior.
“En efecto, las secularizaciones –sea que consistan en expropiaciones de bienes de la Iglesia o en cancelación de privilegios o cosas similares– han significado siempre para ella una profunda liberación de la mundanidad, pues a la vez que se despojaba de su riqueza terrena, volvía a abrazar plenamente su pobreza terrena. Con esto la Iglesia compartía el destino de la tribu de Levi que, según la afirmación del Antiguo Testamento, era la única tribu de Israel que no poseía un patrimonio terreno, sino, como parte de la herencia, le había tocado en suerte exclusivamente a Dios mismo, su palabra y sus signos. Con esta tribu, la Iglesia compartía en cada momento histórico, la exigencia de una pobreza que se abría al mundo para, separarse de su vínculos materiales y, así también, su actuación misionera volvía a ser creíble. Los ejemplos históricos muestran que el testimonio misionero de la Iglesia “desmundanizada” resulta más claro. Liberada de su fardo material y político, la Iglesia puede dedicarse mejor y verdaderamente cristiana al mundo entero, puede verdaderamente estar abierta al mundo. Puede vivir nuevamente con más soltura su llamada al ministerio del adoración a Dios y al servicio del prójimo”.
“La fe cristiana es para el hombre siempre un escándalo”, insistió el Papa, “que no puede ser suprimido si no se quiere anular el cristianismo” y que ha sido “desgraciadamente ensombrecido recientemente por los dolorosos escándalos de los anunciadores de la fe”. Se crea una situación peligrosa, advirtió el Santo Padre cuando esos escándalos ocupan el lugar primario de la Cruz, “cuando esconden la verdadera exigencia cristiana detrás de la ineptitud de sus mensajeros”.
“Hay una razón más para pensar que sea de nuevo el momento de abandonar con audacia lo que hay de mundano en la Iglesia. Lo que no quiere decir retirarse del mundo. Una Iglesia aligerada de los elementos mundanos es capaz de comunicar a los hombres –tanto a los que sufren como a los que los ayudan– precisamente en el ámbito social y caritativo, la fuerza vital especial de la fe cristiana. “Para la Iglesia, la caridad no es una especie de actividad de asistencia social que también se podría dejar a otros, sino que pertenece a su naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia esencia” (Carta encíclica Deus caritas est, 25). Ciertamente, también las obras caritativas de la Iglesia deben prestar atención constante a la exigencia de un adecuado distanciamiento del mundo para evitar que, ante un creciente alejamiento de la Iglesia, sus raíces se sequen”.
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