Hemos
examinado, en las dos últimas semanas, los efectos traumático
y didáctico que el divorcio produce en los hijos, de modo que
puede considerarse, sin hipérbole, como una fuente de dolor
inmenso para los hijos y un cáncer en expansión indefinida
para la sociedad.
De verdad lo siento, querido lector, pero al cuadro le faltan todavía
algunas pinceladas negras, tan tóxicas como las descritas.
Ese es el objetivo que hoy me propongo al enunciar el artículo
como lo he hecho.
Todos sabemos que el divorcio no es el único ataque que, en
nuestra sociedad, se está haciendo al matrimonio. El que ahora
nos ocupa, la unión de hecho, es más sibilino pero no
menos tóxico. En términos futbolísticos diríamos
que no se trata ahora de hacerle faltas al jugador y lesionarlo hasta
incapacitarlo para jugar, se trata de buscarle un sustituto en el
puesto que ocupa, de modo que progresivamente el matrimonio se quede,
cada vez más, en el banquillo. Este sustituto es la unión
de hecho.
En todo el Occidente desarrollado, la unión de hecho, en los
últimos años, ha pasado de realidad social marginal
a moda social normalizada y regulada. Es el jugador de muchos años,
en los que no sobresalió, que por razones ajenas a las futbolísticas,
comienza a disputar la titularidad de otro en su posición en
el campo.
Lo que pretendo es analizar fría y objetivamente las cualidades
que uno y otro jugador tienen, en orden a hacer el buen fútbol
que todos queremos, para que el propio lector saque sus consecuencias.
Dado que matrimonio y unión de hecho son, hoy por hoy al menos,
prácticamente las únicas alternativas para el relevo
generacional, cabe decir que son los dos únicos jugadores para
ese puesto, en el equipo de las instituciones sociales con las que
hacer el mejor fútbol, es decir, el que genere más felicidad
individual, familiar y social.
¿Qué
virtudes "futbolísticas" debemos pedirles a estos
jugadores para poder compararlos? Lo que el club, esto es, la sociedad,
necesita de este puesto en el terreno de juego social es, básicamente,
que cumpla tres objetivos, que expongo de modo no jerárquico:
1.- Fecundidad, porque hoy en España, tenemos un índice
sintético de fecundidad de 1,44 hijos por mujer, cuando el
mínimo para no terminar desapareciendo es del 2,1.
2.- Estabilidad afectiva, porque es la fuente de felicidad mayor para
la pareja y, además, una necesidad básica de los hijos
para su correcto desarrollo, que es muy largo.
3.- Paz, porque la violencia doméstica es uno de los males
que azotan nuestra sociedad, en crecimiento preocupante en los últimos
años.
Resulta que en estos tres temas el matrimonio gana a la unión
de hecho por goleada. La media de fecundidad de los matrimonios triplica
a la de las uniones de hecho. La estabilidad afectiva y durabilidad
media es igualmente muy superior en los matrimonios, a pesar de los
efectos tóxicos que, en este sentido, ha provocado la ley de
2005, que comentamos en su momento. Y en el tercer tema, el de la
violencia doméstica, la diferencia no es de uno a tres, como
en los dos anteriores, es de uno a doce y se manifiesta en datos estadísticos
comparativos, tanto de homicidios como de órdenes de alejamiento.
Si alguien duda de la seriedad de estos datos le remito al ensayo
que, sobre este tema, acabo de publicar en la Revista Jurídica
del Notariado.
Si son así las cosas, si un jugador es netamente mejor que
el otro, parece razonable pensar que el legislador, que es el entrenador
del equipo a los efectos, tendría que preferir, en el sentido
de discriminar positivamente, privilegiar, incentivar el matrimonio
respecto de la unión de hecho.
¿Qué
es lo que ha ocurrido en España en los últimos diez
años? Justamente lo contrario. Aparte algunas equiparaciones
de unión de hecho y matrimonio, dispersas por distintas leyes
de aplicación en toda España, desde 1998 se vienen publicando
leyes autonómicas, que dotan de un cuadro de efectos jurídicos
a las uniones de hecho, con un denominador común: responder
a un principio de equiparación al matrimonio, en cuanto a ventajas
de todo tipo. Es un conjunto de normas que resulta caótico
en muchos aspectos, con los que no cansaré al lector, pero
que tiende como objetivo a una igualación institucional con
el matrimonio.
Por
otra parte, las reformas del matrimonio de los últimos años,
le han privado propiamente de un cuadro de efectos interno, en el
sentido de vinculante para los cónyuges, que pueden desligarse
unilateralmente, sin expresión de causa ni consentimiento del
otro.
La
realidad resultante es que se ha producido un acercamiento normativo
de tal magnitud entre ambas alternativas de unión heterosexual,
que ambas vienen a distinguirse, de modo casi exclusivo, por los requisitos
de forma, que siguen existiendo en el matrimonio, tanto en la constitución
como en su disolución, y que no se dan en la unión de
hecho.
La pregunta que surge es la siguiente: ¿Si son así las
cosas, no valdría más la pena, incluso por una razón
de economía normativa, realizar una fusión de ambas
en una institución única?
Si nos atenemos a los criterios expuestos por el legislador en las
exposiciones de motivos de todas estas leyes, tóxicas ellas,
esa sería la conclusión lógica. Pero resulta
que la percepción del ciudadano dista mucho todavía,
gracias a Dios, de la del legislador.
Las leyes, en el modo de regular una materia, incentivan o desincentivan
conductas. Esto es así. Pero las leyes de familia producen
este efecto de un modo más lento que otras.
Las regulaciones del matrimonio y de la unión de hecho, aunque
no son la única causa, han contribuido, sin duda, a generar
una tendencia de menos matrimonios, más divorcios y más
uniones de hecho. Pero siendo cierta la tendencia, todavía
las cifras absolutas son muy favorables al matrimonio y minoritarias
para la unión de hecho. (En 2008, en España, había
10.645.000 matrimonios por 1.223.000 uniones de hecho).
La próxima semana trataremos esta misma cuestión, la
comparación de unión de hecho y matrimonio, desde la
perspectiva de los protagonistas.
José
Javier Castiella
ALBA
fluvium.org
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