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sábado, 3 de noviembre de 2012

“Sigamos el camino de santidad a ejemplo de San Martin de Porres”


"San Martín de Porres es un santo peruano, que se distinguió por ser un hombre que amó a Jesús y ese amor lo llevó a amar al prójimo", reconoció el Cardenal Juan Luis Cipriani en el programa Diálogo de Fe del sábado 3 de noviembre, Fiesta de San Martín de Porres.

"Qué bonito es poder comprender a los demás y perdonar, pero no es fácil; ahí está el camino hacia la santidad; porque cuántas veces estas nubes oscuras de violencia, discusiones, maltratos e insultos por enfrentamientos (se ven en nuestra sociedad) y descubrimos que en nuestra época está faltando un San Martín de Porres", destacó.

El Arzobispo de Lima mencionó que todos los católicos estamos llamados a la santidad.

"La santidad es una llamada a la plenitud de la felicidad, de todo lo que tu corazón quiere desear, de la infinidad de todos los gozos, de todas las alegrías, del desbordamiento de un Dios que quiere compartir contigo todos los afanes de tu corazón", señaló.

"Todos estamos llamados por el mismo Cristo a ser santos. Procura identificarte con el Señor que está dentro de ti, para ser en lo humano más alegre, más paciente; y para que tengas más fe y que en tus obras se note porque ayudas al prójimo. Nuestro destino es luchar contra las dificultades, para ir por el camino del bien", continuó.

Finalmente resaltó que los católicos del siglo XXI deben ser personas seguras, que no tenga miedo de expresar su fe.

"A veces uno dice "el mundo está igual que siempre", pues no, lo que falta es gente con garra, con coraje, que no tengan medio de decir a los demás que cree. Y porque cree va a visitar a los enfermos, ayuda a los pobres y perdona los malentendidos. El Señor te busca, quiere más amor y más fe. No dudes, no dejes que entre el desanimo y la tristeza en tu alma", concluyó.

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jueves, 1 de noviembre de 2012

Credo Niceno-Constantinopolitano cantado



Creo en un solo Dios,
Padre Todopoderoso,
Creador del cielo y de la tierra,
de todo lo visible y lo invisible.

Creo en un solo Señor, Jesucristo,
Hijo único de Dios,
nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios,
Luz de Luz,
Dios verdadero de Dios verdadero,
engendrado, no creado,
de la misma naturaleza del Padre,
por quien todo fue hecho;
que por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo,
y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre;
y por nuestra causa fue crucificado
en tiempos de Poncio Pilato;
padeció y fue sepultado,
y resucitó al tercer día, según las Escrituras,
y subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre; y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos,
y su reino no tendrá fin.

Creo en el Espíritu Santo,
Señor y dador de vida,
que procede del Padre y del Hijo,
que con el Padre y el Hijo recibe
una misma adoración y gloria,
y que habló por los profetas.

Creo en la Iglesia, que es una,
santa, católica y apostólica.
Confieso que hay un solo Bautismo
para el perdón de los pecados.
Espero la resurrección de los muertos
y la vida del mundo futuro.
Amén.

Palabras del Papa antes del rezo del Ángelus: En los santos vemos la victoria del amor (01 de noviembre del 2012)

Saludo del Papa en nuestro idioma (Audio):

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española que participan en esta oración mariana. Como Iglesia peregrina, celebramos hoy con gozo la Solemnidad de Todos los Santos, la memoria de aquéllos que son llamados amigos de Dios, cuya compañía alegra los cielos. Que también nosotros, guiados por la fe y gozosos por la gloria de los mejores hijos de la Iglesia, invocando a la bienaventurada Virgen María, encontremos en ellos ejemplo y ayuda para alcanzar las promesas de Cristo. Muchas gracias.

Palabras en italiano del Papa antes del rezo del Ángelus:

¡Queridos hermanos y hermanas!
Hoy tenemos el gozo de encontrarnos en la solemnidad de Todos los Santos. Esta fiesta nos hace reflexionar sobre el doble horizonte de la humanidad, que expresamos simbólicamente con las palabras “tierra” y “cielo”: la tierra representa el camino histórico, el cielo la eternidad, la plenitud de la vida en Dios. Así esta fiesta nos hace pensar en la Iglesia en su doble dimensión: la Iglesia en camino en el tiempo es aquella que celebra la fiesta sin fin, la Jerusalén celestial. Estas dos dimensiones están unidas por la realidad de la «comunión de los santos»: una realidad que comienza aquí sobre la tierra y alcanza su cumplimiento en el Cielo. En el mundo terrenal, la Iglesia es el inicio de este misterio de comunión que une la humanidad, un misterio totalmente centrado sobre Jesucristo: es Él quien ha introducido en el género humano esta dinámica nueva, un movimiento que lo conduce hacia Dios y al mismo tiempo hacia la unidad, hacia la paz en sentido profundo. Jesucristo - dice el Evangelio de Juan (11,52) - ha muerto « para congregar en la unidad a los hijos de Dios que estaban dispersos», y ésta su obra continua en la Iglesia que es inseparablemente «una», «santa» y «católica». Ser cristianos, formar parte de la Iglesia significa abrirse a esta comunión, como una semilla que se abre en la tierra, muriendo, y germina hacia lo alto, hacia el cielo.
Los Santos - aquellos que la Iglesia proclama como tales, pero también todos los santos y las santas que sólo Dios conoce, y que también hoy celebramos - han vivido intensamente esta dinámica. En cada uno de ellos, de manera personal, se ha hecho presente Cristo, gracias a su Espíritu que obra mediante la Palabra y los Sacramentos. De hecho, el estar unidos a Cristo, en la Iglesia, no anula la personalidad, sino la abre, la transforma con la fuerza del amor, y le confiere, ya aquí sobre la tierra, una dimensión eterna. En resumen, significa reproducir la imagen del Hijo de Dios (cfr Rm 8,29), realizando el proyecto de Dios que ha creado al hombre a su imagen y semejanza. Pero este insertarse en Cristo se abre - como decíamos - también a la comunión con todos los otros miembros de su Cuerpo místico que es la Iglesia, una comunión que es perfecta en el «Cielo», donde no hay algún aislamiento, alguna competencia o separación. En la fiesta de hoy, pregustamos la belleza de esta vida de total apertura a la mirada de amor de Dios y de los hermanos, en la que estamos seguros de alcanzar a Dios en el otro y el otro en Dios. Con esta fe llena de esperanza veneramos a todos los santos, y nos preparamos a conmemorar mañana a los fieles difuntos. En los santos vemos la victoria del amor sobre el egoísmo y sobre la muerte: vemos que seguir a Cristo lleva a la vida, a la vida eterna, y da sentido al presente, a cada instante que pasa, porque lo llena de amor, de esperanza. Sólo la fe en la vita eterna nos hace amar verdaderamente la historia y el presente, pero sin ataduras, en la libertad del peregrino, que ama la tierra porque tiene el corazón en el Cielo.
Que la Virgen María nos obtenga la gracia de creer fuertemente en la vida eterna y de sentirnos en verdadera comunión con nuestros queridos difuntos.

Traducción del italiano: Raúl Cabrera

miércoles, 31 de octubre de 2012

Texto completo de la catequesis del Papa: "La fe nace en la Iglesia" (31 de octubre del 2012)

Queridos hermanos y hermanas,

Proseguimos nuestro camino de meditación sobre la fe católica. La semana pasada he mostrado que la fe es un don, porque es Dios quien toma la iniciativa de venir a nosotros, y es una respuesta con la cual lo recibimos como verdad y cimiento estable de nuestra vida. Es un don que transforma la vida, porque nos hace penetrar en la misma visión de Jesús, que obra en nosotros y nos abre al amor a Dios y a los demás.

Hoy me gustaría dar un paso más en nuestra reflexión, empezando de nuevo con algunas preguntas: ¿la fe tiene un carácter sólo personal e individual? ¿Interesa sólo a mi persona? ¿Vivo mi fe por mi cuenta? Por supuesto, el acto de fe es un acto eminentemente personal, que tiene lugar en lo más profundo de mi ser y que marca un cambio de dirección, una conversión personal: es mi vida la que recibe un cambio de ruta. En la liturgia del Bautismo, en el momento de las promesas, el celebrante pide manifestar la fe católica y formula tres preguntas: «¿Creéis en Dios Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra?; ¿Creéis en Jesucristo? y, por último, ¿Creéis en el Espíritu Santo? Antiguamente, estas preguntas se dirigían personalmente al que iba a recibir el Bautismo, antes de sumergirse tres veces en el agua. Y aún hoy, la respuesta es en singular: "Creo". Pero mi creer no es el resultado de mi reflexión solitaria, no es producto de mi pensamiento, sino que es el resultado de una relación, de un diálogo en el que hay un escuchar, un recibir y una respuesta, es la acción de comunicar con Jesús la que me hace salir de mi "yo", encerrado en mí mismo, para abrirme al amor de Dios Padre. Es como un renacer, en el que me encuentro unido no sólo a Jesús, sino también a todos aquellos que han caminado y caminan por el mismo camino, y este nuevo nacimiento, que comienza con el Bautismo, continúa a lo largo de toda la vida. No puedo construir mi fe personal en un diálogo privado con Jesús, porque Dios me dona la fe a través de una comunidad creyente, que es la Iglesia y me inserta en una multitud de creyentes, en una comunión, que no es sólo sociológica, sino que tiene sus raíces en el amor eterno de Dios, que en Sí mismo es comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, es Amor trinitario. Nuestra fe es verdaderamente personal, sólo si es comunitaria: puede ser mi fe, sólo si vive y se mueve en el "nosotros" de la Iglesia, sólo si es nuestra fe, la fe de la única Iglesia».

Los domingos, en la Santa Misa, rezando el Credo, nos expresamos en primera persona, pero confesamos comunitariamente la única fe de la Iglesia. Ese "Creo", pronunciado de forma individual, nos une al de un inmenso coro en el tiempo y en el espacio, en el que cada uno contribuye, por decirlo así, a una polifonía armoniosa en la fe. El Catecismo de la Iglesia Católica lo resume claramente así: "Creer" es un acto eclesial. La fe de la Iglesia precede, engendra, conduce y alimenta nuestra fe. La Iglesia es la Madre de todos los creyentes. "Nadie puede tener a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por Madre" (San Cipriano de Cartago – Catecismo de la Iglesia Católica n.181). La fe nace en la Iglesia, conduce a ella y vive en ella. Esto es importante recordarlo.

En los comienzos de la aventura cristiana, cuando el Espíritu Santo desciende con su poder sobre los discípulos en el día de Pentecostés - como se relata en los Hechos de los Apóstoles (cfr. 2, 1-13) - la Iglesia naciente recibe la fuerza para llevar a cabo la misión que le ha confiado el Señor Resucitado: difundir en todos los rincones de la tierra el Evangelio, la buena noticia del Reino de Dios, y guiar así a cada hombre al encuentro con Él, a la fe que salva. Los Apóstoles superan todos los miedos al proclamar lo que habían oído, visto, y experimentado personalmente con Jesús. Por el poder del Espíritu Santo, comienzan a hablar lenguas nuevas, anunciando abiertamente el misterio del que fueron testigos. Los Hechos de los Apóstoles nos narran luego el gran discurso que Pedro pronuncia, precisamente, en el día de Pentecostés. Comienza con un pasaje del profeta Joel (3, 1-5), refiriéndolo a Jesús, y proclamando el núcleo central de la fe cristiana: Aquel que había beneficiado a todos, que había sido acreditado en Dios con prodigios y grandes signos, ha sido clavado en la cruz y matado, pero Dios lo ha resucitado de entre los muertos, constituyéndolo Señor y Cristo. Con Él entramos en la salvación definitiva anunciada por los profetas y el que invoque su nombre será salvado. (cfr. Hch 2,17-24). Al escuchar las palabras de Pedro, muchos se sienten interpelados personalmente, se arrepienten de sus pecados y se hacen bautizar, recibiendo el don del Espíritu Santo (cfr. Hch 2, 37-41).

Así comienza el camino de la Iglesia, como comunidad que lleva este anuncio en el tiempo y en el espacio, comunidad que es el Pueblo de Dios fundado sobre la nueva alianza, gracias a la sangre de Cristo, y cuyos miembros no pertenecen a un determinado grupo social o étnico, sino que son hombres y mujeres provenientes de toda nación y cultura. Es un pueblo ‘católico’, que habla lenguas nuevas, universalmente abierto para acoger a todos, más allá de todo confín, demoliendo todas las barreras – como afirma san Pablo: "Por eso, ya no hay pagano ni judío, circunciso ni incircunciso, bárbaro ni extranjero, esclavo ni hombre libre, sino sólo Cristo, que es todo y está en todos. "(Colosenses 3,11).

La Iglesia, por tanto, desde el principio, es el lugar de la fe, el lugar de la transmisión de la fe, el lugar en el que, mediante el Bautismo, estamos inmersos en el Misterio Pascual de la Muerte y Resurrección de Cristo, que nos libera de la esclavitud del pecado, nos da la libertad de hijos y nos lleva a la comunión con el Dios Trinitario. Al mismo tiempo, estamos inmersos en la comunión con los demás hermanos y hermanas en la fe, con todo el Cuerpo de Cristo, sacados de nuestro aislamiento. El Concilio Vaticano II lo recuerda: "Dios quiere salvar y santificar a los hombres, no individualmente y sin ningún vínculo entre ellos, sino que quiere hacer de ellos un pueblo, que Lo reconozca en la verdad y fielmente Lo sirva" (Constitución dogmática Lumen gentium. , 9). Recordando aún la liturgia del Bautismo, notamos que, en la conclusión de las promesas en las que expresamos la renuncia al mal y repetimos "creo" a las verdades centrales de la fe, el celebrante dice: "Esta es nuestra fe, ésta es la fe de la Iglesia y nosotros nos gloriamos de profesarla en Cristo Jesús Señor nuestro. "La fe es la virtud teologal, es decir, dada por Dios, pero transmitida por la Iglesia a lo largo de la historia. El mismo San Pablo, escribiendo a los Corintios, afirma haber comunicado a ellos el Evangelio que a su vez también él había recibido (cf. 1 Cor 15:3).

Hay una cadena ininterrumpida de la vida de la Iglesia, de anuncio de la Palabra de Dios, de celebrar de los Sacramentos, que llega hasta nosotros y que nosotros llamamos Tradición. Ella nos da la seguridad de que lo que creemos es el mensaje original de Cristo, predicado por los Apóstoles. El núcleo primordial del anuncio es el acontecimiento de la Muerte y Resurrección del Señor, de donde mana todo el patrimonio de la fe. Dice el Concilio: "La predicación apostólica, que se expresa de un modo especial en los libros inspirados, debía ser entregada con sucesión continua hasta el fin de los tiempos". Constitución Dogmática. Dei Verbum, 8). Por lo tanto, si la Sagrada Escritura contiene la Palabra de Dios, la Tradición de la Iglesia la conserva y la transmite fielmente, para que los hombres de todas las épocas tengan acceso a sus vastos recursos y puedan enriquecerse con sus tesoros de gracia. Por eso la Iglesia, cito una vez más el Vaticano, "en su doctrina, en su vida y en su culto transmite a todas las generaciones todo lo que ella es y todo lo que ella cree" (ibid.).

Por último, quisiera destacar que es en la comunidad eclesial que la fe personal crece y madura. Es interesante observar como en el Nuevo Testamento la palabra "santos" se refiere a los cristianos en su conjunto, y ciertamente no todos tenían las cualidades para ser declarados santos por la Iglesia. ¿Qué es lo que se quería indicar, con este término? El hecho de que los que tenían y vivían la fe en Cristo resucitado estaban llamados a convertirse en un punto de referencia para todos los demás, poniéndolos, así, en contacto con la Persona y con el Mensaje de Jesús, que revela el rostro de Dios vivo. Esto vale también para nosotros: un cristiano que se deja guiar y poco a poco configurar por la fe de la Iglesia, a pesar de sus debilidades, sus limitaciones y sus dificultades, se convierte como una ventana abierta a la luz del Dios vivo, que recibe esta luz y la transmite al mundo. El Beato Juan Pablo II en la Encíclica Redemptoris missio afirma que "la misión renueva la Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas motivaciones ¡La fe se refuerza donándola!

La tendencia, hoy generalizada, de relegar la fe al ámbito privado contradice su propia naturaleza. Tenemos necesidad de la Iglesia para confirmar nuestra fe y experimentar juntos los dones de Dios: su Palabra, los Sacramentos, el sostén de la gracia y el testimonio del amor. Así nuestro "yo" en el "nosotros" de la Iglesia podrá percibirse, al mismo tiempo, destinatario y protagonista de un acontecimiento que lo sobrepasa: la experiencia de la comunión con Dios, que establece la comunión entre los hombres. En un mundo donde el individualismo parece regular las relaciones entre las personas, haciéndolas cada vez más frágiles, la fe nos llama a ser Iglesia, portadores del amor y de la comunión de Dios para toda la humanidad (cf. Constitución Pastoral. Gaudium et Spes, 1).

(Traducción del italiano: Cecilia de Malak y Eduardo Rubió)

martes, 30 de octubre de 2012

Mensaje de Benedicto XVI con motivo de la 99 Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado

Queridos hermanos:

El Concilio Ecuménico Vaticano II, en la Constitución pastoral Gaudium et Spes, ha recordado que «la Iglesia avanza juntamente con toda la humanidad» (n. 40), por lo cual «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón» (ibíd,1). Se hicieron eco de esta declaración el Siervo de Dios Pablo VI, que llamó a la Iglesia «experta en humanidad» (Enc. Populorum Progressio, 13), y el Beato Juan Pablo II, quien afirmó que la persona humana es «el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión..., camino trazado por Cristo mismo» (Enc. Centesimus Annus, 53). En mi Encíclica Caritas in Veritate he querido precisar, siguiendo a mis predecesores, que «toda la Iglesia, en todo su ser y obrar, cuando anuncia, celebra y actúa en la caridad, tiende a promover el desarrollo integral del hombre» (n. 11), refiriéndome también a los millones de hombres y mujeres que, por motivos diversos, viven la experiencia de la migración. En efecto, los flujos migratorios son «un fenómeno que impresiona por sus grandes dimensiones, por los problemas sociales, económicos, políticos, culturales y religiosos que suscita, y por los dramáticos desafíos que plantea a las comunidades nacionales y a la comunidad internacional» (ibíd., 62), ya que «todo emigrante es una persona humana que, en cuanto tal, posee derechos fundamentales inalienables que han de ser respetados por todos y en cualquier situación» (ibíd.).

En este contexto, he querido dedicar la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado 2013 al tema «Migraciones: peregrinación de fe y esperanza», en concomitancia con las celebraciones del 50 aniversario de la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II y de los 60 años de la promulgación de la Constitución apostólica Exsul Familia, al mismo tiempo que toda la Iglesia está comprometida en vivir el Año de la Fe, acogiendo con entusiasmo el desafío de la nueva evangelización.

En efecto, fe y esperanza forman un binomio inseparable en el corazón de muchísimos emigrantes, puesto que en ellos anida el anhelo de una vida mejor, a lo que se une en muchas ocasiones el deseo de querer dejar atrás la «desesperación» de un futuro imposible de construir. Al mismo tiempo, el viaje de muchos está animado por la profunda confianza de que Dios no abandona a sus criaturas y este consuelo hace que sean más soportables las heridas del desarraigo y la separación, tal vez con la oculta esperanza de un futuro regreso a la tierra de origen. Fe y esperanza, por lo tanto, conforman a menudo el equipaje de aquellos que emigran, conscientes de que con ellas «podemos afrontar nuestro presente: el presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino» (Enc.Spe Salvi, 1).

En el vasto campo de las migraciones, la solicitud maternal de la Iglesia se realiza en diversas directrices. Por una parte, la que contempla las migraciones bajo el perfil dominante de la pobreza y de los sufrimientos, que con frecuencia produce dramas y tragedias. Aquí se concretan las operaciones de auxilio para resolver las numerosas emergencias, con generosa dedicación de grupos e individuos, asociaciones de voluntariado y movimientos, organizaciones parroquiales y diocesanas, en colaboración con todas las personas de buena voluntad. Pero, por otra parte, la Iglesia no deja de poner de manifiesto los aspectos positivos, las buenas posibilidades y los recursos que comportan las migraciones. Es aquí donde se incluyen las acciones de acogida que favorecen y acompañan una inserción integral de los emigrantes, solicitantes de asilo y refugiados en el nuevo contexto socio-cultural, sin olvidar la dimensión religiosa, esencial para la vida de cada persona. La Iglesia, por su misión confiada por el mismo Cristo, está llamada a prestar especial atención y cuidado a esta dimensión precisamente: ésta es su tarea más importante y específica. Por lo que concierne a los fieles cristianos provenientes de diversas zonas del mundo, el cuidado de la dimensión religiosa incluye también el diálogo ecuménico y la atención de las nuevas comunidades, mientras que por lo que se refiere a los fieles católicos se expresa, entre otras cosas, mediante la creación de nuevas estructuras pastorales y la valorización de los diversos ritos, hasta la plena participación en la vida de la comunidad eclesial local. La promoción humana está unida a la comunión espiritual, que abre el camino «a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo» (Carta ap.Porta Fidei, 6). La Iglesia ofrece siempre un don precioso cuando lleva al encuentro con Cristo que abre a una esperanza estable y fiable.

Con respecto a los emigrantes y refugiados, la Iglesia y las diversas realidades que en ella se inspiran están llamadas a evitar el riesgo del mero asistencialismo, para favorecer la auténtica integración, en una sociedad donde todos y cada uno sean miembros activos y responsables del bienestar del otro, asegurando con generosidad aportaciones originales, con pleno derecho de ciudadanía y de participación en los mismos derechos y deberes. Aquellos que emigran llevan consigo sentimientos de confianza y de esperanza que animan y confortan en la búsqueda de mejores oportunidades de vida. Sin embargo, no buscan solamente una mejora de su condición económica, social o política. Es cierto que el viaje migratorio a menudo tiene su origen en el miedo, especialmente cuando las persecuciones y la violencia obligan a huir, con el trauma del abandono de los familiares y de los bienes que, en cierta medida, aseguraban la supervivencia. Sin embargo, el sufrimiento, la enorme pérdida y, a veces, una sensación de alienación frente a un futuro incierto no destruyen el sueño de reconstruir, con esperanza y valentía, la vida en un país extranjero. En verdad, los que emigran alimentan la esperanza de encontrar acogida, de obtener ayuda solidaria y de estar en contacto con personas que, comprendiendo las fatigas y la tragedia de su prójimo, y también reconociendo los valores y los recursos que aportan, estén dispuestos a compartir humanidad y recursos materiales con quien está necesitado y desfavorecido. Debemos reiterar, en efecto, que «la solidaridad universal, que es un hecho y un beneficio para todos, es también un deber» (Enc. Caritas in Veritate, 43). Emigrantes y refugiados, junto a las dificultades, pueden experimentar también relaciones nuevas y acogedoras, que les alienten a contribuir al bienestar de los países de acogida con sus habilidades profesionales, su patrimonio sociocultural y también, a menudo, con su testimonio de fe, que estimula a las comunidades de antigua tradición cristiana, anima a encontrar a Cristo e invita a conocer la Iglesia.

Es cierto que cada Estado tiene el derecho de regular los flujos migratorios y adoptar medidas políticas dictadas por las exigencias generales del bien común, pero siempre garantizando el respeto de la dignidad de toda persona humana. El derecho de la persona a emigrar --como recuerda la Constitución conciliar Gaudium et Spes en el nº 65- es uno de los derechos humanos fundamentales, facultando a cada uno a establecerse donde considere más oportuno para una mejor realización de sus capacidades y aspiraciones y de sus proyectos. Sin embargo, en el actual contexto socio-político, antes incluso que el derecho a emigrar, hay que reafirmar el derecho a no emigrar, es decir, a tener las condiciones para permanecer en la propia tierra, repitiendo con el Beato Juan Pablo II que «es un derecho primario del hombre vivir en su propia patria. Sin embargo, este derecho es efectivo sólo si se tienen constantemente bajo control los factores que impulsan a la emigración» (Discurso al IV Congreso mundial de las Migraciones, 1998). En efecto, actualmente vemos que muchas migraciones son el resultado de la precariedad económica, de la falta de bienes básicos, de desastres naturales, de guerras y de desórdenes sociales. En lugar de una peregrinación animada por la confianza, la fe y la esperanza, emigrar se convierte entonces en un «calvario» para la supervivencia, donde hombres y mujeres aparecen más como víctimas que como protagonistas y responsables de su migración. Así, mientras que hay emigrantes que alcanzan una buena posición y viven con dignidad, con una adecuada integración en el ámbito de acogida, son muchos los que viven en condiciones de marginalidad y, a veces, de explotación y privación de los derechos humanos fundamentales, o que adoptan conductas perjudiciales para la sociedad en la que viven. El camino de la integración incluye derechos y deberes, atención y cuidado a los emigrantes para que tengan una vida digna, pero también atención por parte de los emigrantes hacia los valores que ofrece la sociedad en la que se insertan.

En este sentido, no podemos olvidar la cuestión de la inmigración irregular, un asunto más acuciante en los casos en que se configura como tráfico y explotación de personas, con mayor riesgo para mujeres y niños. Estos crímenes han de ser decididamente condenados y castigados, mientras que una gestión regulada de los flujos migratorios, que no se reduzca al cierre hermético de las fronteras, al endurecimiento de las sanciones contra los irregulares y a la adopción de medidas que desalienten nuevos ingresos, podría al menos limitar para muchos emigrantes los peligros de caer víctimas del mencionado tráfico. En efecto, son muy necesarias intervenciones orgánicas y multilaterales en favor del desarrollo de los países de origen, medidas eficaces para erradicar la trata de personas, programas orgánicos de flujos de entrada legal, mayor disposición a considerar los casos individuales que requieran protección humanitaria además de asilo político. A las normativas adecuadas se debe asociar un paciente y constante trabajo de formación de la mentalidad y de las conciencias. En todo esto, es importante fortalecer y desarrollar las relaciones de entendimiento y de cooperación entre las realidades eclesiales e institucionales que están al servicio del desarrollo integral de la persona humana. Desde la óptica cristiana, el compromiso social y humanitario halla su fuerza en la fidelidad al Evangelio, siendo conscientes de que «el que sigue a Cristo, Hombre perfecto, se perfecciona cada vez más en su propia dignidad de hombre» (Gaudium et Spes, 41).

Queridos hermanos emigrantes, que esta Jornada Mundial os ayude a renovar la confianza y la esperanza en el Señor que está siempre junto a nosotros. No perdáis la oportunidad de encontrarlo y reconocer su rostro en los gestos de bondad que recibís en vuestra peregrinación migratoria. Alegraos porque el Señor está cerca de vosotros y, con Él, podréis superar obstáculos y dificultades, aprovechando los testimonios de apertura y acogida que muchos os ofrecen. De hecho, «la vida es como un viaje por el mar de la historia, a menudo oscuro y borrascoso, un viaje en el que escudriñamos los astros que nos indican la ruta. Las verdaderas estrellas de nuestra vida son las personas que han sabido vivir rectamente. Ellas son luces de esperanza. Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la historia. Pero para llegar hasta Él necesitamos también luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para nuestra travesía» (Enc.Spe Salvi, 49).

Encomiendo a cada uno de vosotros a la Bienaventurada Virgen María, signo de segura esperanza y de consolación, «estrella del camino», que con su maternal presencia está cerca de nosotros cada momento de la vida, y a todos imparto con afecto la Bendición Apostólica.

Ciudad del Vaticano, 12 de octubre de 2012

BENEDICTUS PP. XVI

MÉXICO: NUEVO OBISPO PARA VALLE DE CHALCO

Benedicto XVI nombró obispo de Valle de Chalco, México, a monseñor Víctor René Rodríguez Gómez, hasta ahora obispo titular de Tiburnia y auxiliar de Texcoco.

Nació el 17 de noviembre de 1950 en San Martín de las Pirámides, Estado de México. Es el segundo de cuatro hijos del matrimonio formado por Don Víctor Rodríguez Ledesma y Doña Velina Gómez Martínez

Ingresó en el Seminario de Texcoco donde cursó los estudios de humanidades de 1963 a 1967. Realizó los estudios de Filosofía y Teología en el Seminario Mayor de Durango de 1967 a 1975.

De agosto de 1988 a diciembre de 1990, realizó los estudios para licenciatura en Teología Dogmática en la Universidad Pontificia de México.

Fue ordenado diácono el 18 de mayo de 1975 por el arzobispo Antonio López Aviña en Durango, Dgo.

El 21 de noviembre de 1976, en la catedral basílica menor de la Archidiócesis de Durango, recibió la ordenación sacerdotal de manos del Arzobispo Antonio López Aviña en Durango, Dgo.

Por instrucciones del obispo de Texcoco Francisco Ferreira y Arreola, primer obispo de Texcoco, realizó en la Archidiócesis de Durango, el año de diaconado en la Parroquia de San Andrés del Téul y los primeros cinco meses de ministerio sacerdotal en La Joya, Durango.

Desempeñó los siguientes cargos: vicario parroquial en San Rafael, Estado de México. Del 8 de mayo al 8 de agosto de 1977; miembro del Equipo formador del Seminario Menor de Texcoco, de 1977 a 1978; profesor de escuela Preparatoria de Texcoco de 1978 a 1981; párroco de Santo Toribio de Papalotla, Estado de México, de 1978 a 1982; párroco de San Juan Bautista de Teotihuacán, Méx. De 1982 a 1988; vicario episcopal de la zona de Pirámides de 1982 a 1988 y de 1991 a 1997; párroco de San Martín de las Pirámides de 1991 a 1997; profesor de Teología Dogmática en el Seminario Mayor de la Diócesis de 1992 a 1997; párroco de San Miguel Arcángel en Chinconcuac, Méx. De octubre de 1999 a julio de 2001; rector de la catedral de Texcoco de 2001 a 2004.

Es representante legal de la Diócesis de Texcoco ante la Secretaría de Gobernación desde 1993 a la fecha.

Vicario Episcopal de Pastoral y coordinador del Proyecto para la elaboración del Plan Diocesano de Pastoral con Metodología Prospectiva de 1997 a 2006. Provicario General y Vicario Episcopal de la Vicaría 3 de la Diócesis de Texcoco de 2001 a 2006.

Benedicto XVI lo nombró obispo auxiliar de Texcoco el 13 de mayo de 2006. Su ordenación episcopal se llevó a cabo el 25 de julio del mismo año.

Vicario General de Texcoco del 25 de julio de 2006 a la fecha.

Delegado de la CEM para la Atención Pastoral de las Fuerzas Armadas, en los periodos 2006-2009 y 2009-2012.

Actualmente es Secretario General de la Conferencia del Episcopado Mexicano para el periodo 2009-2012.

Fuente: zenit.org

Arzobispo de Arequipa recibe nuevo nombramiento de la Santa Sede

Como miembro del Consejo Internacional para la Catequesis

En el contexto del Sínodo de Obispos sobre la Nueva Evangelización, el 50º aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, el 20º aniversario de la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica y el inicio del Año de la Fe convocado por el Papa Benedicto XVI, Monseñor Javier Del Río Alba ha sido nombrado como miembro del Consejo Internacional para la Catequesis (COINCAT), de la Santa Sede. 

De esta manera, en pocos meses el Pastor de la Iglesia en Arequipa ha recibido un segundo nombramiento pontificio. La primera designación, recibida en junio de este año, fue como miembro de la Fundación Populorum Progressio, perteneciente al Consejo Pontificio Cor Unum que es el Dicasterio de la Caridad del Papa.

Mensaje final del Sínodo para la nueva evangelización

Hermanos y hermanas:

«Gracia a vosotros de parte de Dios, nuestro Padre y del Señor Jesucristo» (Rm 1, 7). Obispos de todo el mundo, invitados por el Obispo de Roma, el Papa Benedicto XVI, nos hemos reunido para reflexionar juntos sobre «la nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana» y, antes de volver a nuestras Iglesias particulares, queremos dirigirnos a todos vosotros, para animar y orientar el servicio al Evangelio en los diversos contextos en los que estamos llamados a dar hoy testimonio.

1. Como la samaritana en el pozo.

Nos dejamos iluminar por una página del Evangelio: el encuentro de Jesús con la mujer samaritana (cf. Jn 4, 5-42). No hay hombre o mujer que en su vida, como la mujer de Samaría, no se encuentre junto a un pozo con una vasija vacía, con la esperanza de saciar el deseo más profundo del corazón, aquel que sólo puede dar significado pleno a la existencia. Hoy son muchos los pozos que se ofrecen a la sed del hombre, pero conviene hacer discernimiento para evitar aguas contaminadas. Es urgente orientar bien la búsqueda, para no caer en desilusiones que pueden ser ruinosas.

Como Jesús, en el pozo de Sicar, tambiénla Iglesiasiente el deber de sentarse junto a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, para hacer presente al Señor en sus vidas, de modo que puedan encontrarlo, porque sólo él es el agua que da la vida verdadera y eterna. Sólo Jesús es capaz de leer hasta lo más profundo del corazón y desvelarnos nuestra verdad: «Me ha dicho todo lo que he hecho», cuenta la mujer a sus vecinos. Esta palabra de anuncio - a la que se une la pregunta que abre a la fe: «¿Será Él el Cristo?» - muestra que quien ha recibido la vida nueva del encuentro con Jesús, a su vez no puede hacer menos que convertirse en anunciador de verdad y esperanza para con los demás. La pecadora convertida se convierte en mensajera de salvación y conduce a toda la ciudad hacia Jesús. De la acogida del testimonio la gente pasará después a la experiencia directa del encuentro: «Ya no creemos por lo que tú has dicho; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es verdaderamente el Salvador del mundo».

2. Una nueva evangelización.

Conducir a los hombres y las mujeres de nuestro tiempo hacia Jesús, al encuentro con Él, es una urgencia que aparece en todas las regiones, tanto las de antigua como las de reciente evangelización. En todos los lugares se siente la necesidad de reavivar una fe que corre el riesgo de apagarse en contextos culturales que obstaculizan su enraizamiento personal, su presencia social, la claridad de sus contenidos y sus frutos coherentes.

No se trata de comenzar todo de nuevo, sino - con el ánimo apostólico de Pablo, el cual afirma: «¡Ay de mí si non anuncio el Evangelio!» (1 Cor 9,16) - de insertarse en el largo camino de proclamación del Evangelio que, desde los primeros siglos de la era cristiana hasta el presente, ha recorrido la historia y ha edificado comunidades de creyentes por toda la tierra. Por pequeñas o grandes que sean, éstas con el fruto de la entrega de tantos misioneros y de no pocos mártires, de generaciones de testigos de Jesús, de los cuales guardamos una memoria agradecida.

Los cambios sociales y culturales nos llaman, sin embargo, a algo nuevo: a vivir de un modo renovado nuestra experiencia comunitaria de fe y el anuncio, mediante una evangelización «nueva en su ardor, en sus métodos, en sus expresiones» (Juan Pablo II, Discurso ala XIX Asambleadel CELAM, Port-au-Prince 9 marzo 1983, n. 3) como dijo Juan Pablo II. Una evangelización dirigida, como nos ha recordado Benedicto XVI, «principalmente a las personas que, habiendo recibido el bautismo, se han alejado dela Iglesiay viven sin referencia alguna a la vida cristiana [...], para favorecer en estas personas un nuevo encuentro con el Señor, el unico que llena de significado profundo y de paz nuestra existencia; para favorecer el redescubrimiento de la fe, fuente de gracia que lleva consigo alegría y esperanza para la vida personal, familiar y social» (Benedicto XVI, Homilía en la celebración eucarística para la solemne inauguración dela XIII Asambleageneral ordinaria del Sínodo de los Obispos, Roma 7 octubre 2012).

3. El encuentro personal con Jesucristo en la Iglesia.

Antes de entrar en la cuestión sobre la forma que debe adoptar esta nueva evangelización, sentimos la exigencia de deciros, con profunda convicción, que la fe se decide, sobre todo, en la relación que establecemos con la persona de Jesús, que sale a nuestro encuentro. La obra de la nueva evangelización consiste en proponer de nuevo al corazón y a la mente, no pocas veces distraídos y confusos, de los hombres y mujeres de nuestro tiempo y, sobre todo a nosotros mismos, la belleza y la novedad perenne del encuentro con Cristo. Os invitamos a todos a contemplar el rostro del Señor Jesucristo, a entrar en el misterio de su existencia, entregada por nosotros hasta la cruz, derramada como don del Padre por su resurrección de entre los muertos y comunicada a nosotros mediante el Espíritu. En la persona de Jesús se revela el misterio de amor de Dios Padre por la entera familia humana. Él no ha querido dejarla a la deriva de su imposible autonomía, sino que la ha unido a si mismo por medio de una renovada alianza de amor.

La Iglesia es el espacio ofrecido por Cristo en la historia para poderlo encontrar, porque Él le ha entregado su Palabra, el bautismo que nos hace hijos de Dios, su Cuerpo y su Sangre, la gracia del perdón del pecado, sobre todo en el sacramento dela Reconciliación, la experiencia de una comunión que es reflejo mismo del misterio dela Santísima Trinidady la fuerza del Espíritu que nos mueve a la caridad hacia los demás.

Hemos de constituir comunidades acogedoras, en las cuales todos los marginados se encuentren como en su casa, con experiencias concretas de comunión que, con la fuerza ardiente del amor, -«Mirad como se aman» (Tertulliano, Apologetico, 39, 7) - atraigan la mirada desencantada de la humanidad contemporánea. La belleza de la fe debe resplandecer, en particular, en la sagrada liturgia, sobre todo enla Eucaristíadominical. Justo en las celebraciones litúrgicasla Iglesiamuestra su rostro de obra de Dios y hace visible, en las palabras y en los gestos, el significado del Evangelio.

Es nuestra tarea hoy el hacer accesible esta experiencia de Iglesia y multiplicar, por tanto, los pozos a los cuales invitar a los hombres y mujeres sedientos y posibilitar su encuentro con Jesús, ofrecer oasis en los desiertos de la vida. De esto son responsables las comunidades cristianas y, en ellas, cada discípulo del Señor. Cada uno debe dar un testimonio insustituible para que el Evangelio pueda cruzarse con la existencia de tantas personas. Por eso, se nos exige la santidad de vida.

4. Las ocasiones del encuentro con Jesús y la escucha de la Escritura

Algunos preguntarán cómo llevar a cabo todo esto. No se trata de inventar nuevas estrategias, casi como si el Evangelio fuera un producto a poner en el mercado de las religiones sino descubrir los modos mediante los cuales, ante el encuentro con Jesús, las personas se han acercado a Él y por Él se han sentido llamadas y adaptarlos a las condiciones de nuestro tiempo.

Recordamos, por ejemplo, cómo Pedro, Andrés, Santiago y Juan han sido llamados por Jesús en el contexto de su trabajo, cómo Zaqueo ha podido pasar de la simple curiosidad al calor de la mesa compartida con el Maestro, cómo el centurión pide la intervención del Señor ante la enfermedad de una persona cercana, como el ciego de nacimiento lo ha invocado como liberador de su propia marginación, como Marta y María han visto recompensada su hospitalidad con su propia presencia. Podemos continuar aún recorriendo las páginas de los Evangelios y encontrando tantos y tantos modos en los que la vida de las personas se ha abierto, desde diversas condiciones, a la presencia de Cristo. Y lo mismo podemos hacer con todo lo quela Escrituranos dice de la experiencia misionera de los apóstoles enla Iglesia naciente.

La lectura frecuente dela Sagrada Escritura, iluminada porla Tradicióndela Iglesiaque nos la entrega y la interpreta auténticamente, no sólo es un paso obligado para conocer el contenido mismo del Evangelio, esto es, la persona de Jesús en el contexto de la historia de la salvación, sino que, además, nos ayuda a hallar espacios nuevos de encuentro con Él, nuevas formas de acción verdaderamente evangélicas, enraizadas en las dimensiones fundamentales de la vida humana: la familia, el trabajo, la amistad, la pobreza y las pruebas de la vida, etc.

5. Evangelizarnos a nosotros mismos y disponernos a la conversión

Queremos resaltar que la nueva evangelización se refiere, en primer lugar, a nosotros mismos. En estos días, muchos obispos nos han recordado que, para poder evangelizar el mundo,la Iglesiadebe, ante todo, ponerse a la escucha dela Palabra. Lainvitación a evangelizar se traduce en una llamada a la conversión.

Sentimos sinceramente el deber de convertirnos a la potencia de Cristo, que es capaz de hacer todas las cosas nuevas, sobre todo nuestras pobres personas. Hemos de reconocer con humildad que la miseria, las debilidades de los discípulos de Jesús, especialmente de sus ministros, hacen mella en la credibilidad de la misión. Somos plenamente conscientes, nosotros los Obispos los primeros, de no poder estar nunca a la altura de la llamada del Señor y del Evangelio que nos ha entregado para su anuncio a las gentes. Sabemos que hemos reconocer humildemente nuestra debilidad ante las heridas de la historia y no dejamos de reconocer nuestros pecados personales. Estamos, además, convencidos de que la fuerza del Espíritu del Señor puede renovar su Iglesia y hacerla de nuevo esplendorosa si nos dejamos transformar por Él. Lo muestra la vida de los santos, cuya memoria y el relato de sus vidas son instrumentos privilegiados de la nueva evangelización.

Si esta renovación fuese confiada a nuestras fuerzas, habría serios motivos de duda, pero en la Iglesia la conversión y la evangelización no tienen como primeros actores a nosotros, pobres hombres, sino al mismo Espíritu del Señor. Aquí está nuestra fuerza y nuestra certeza, que el mal no tendrá jamás la última palabra, ni en la Iglesia ni en la historia: «No se turbe vuestro corazón y no tengáis miedo» (Jn 14, 27), ha dicho Jesús a sus discípulos.

La tarea de la nueva evangelización descansa sobre esta serena certeza. Nosotros confiamos en la inspiración y en la fuerza del Espíritu, que nos enseñará lo que debemos decir y lo que debemos hacer, aún en las circunstancias más difíciles. Es nuestro deber, por eso, vencer el miedo con la fe, el cansancio con la esperanza, la indiferencia con el amor.

6. Reconocer en el mundo de hoy nuevas oportunidades de evangelización

Este sereno coraje sostiene también nuestra mirada sobre el mundo contemporáneo. No nos sentimos atemorizados por las condiciones del tiempo en que vivimos. Nuestro mundo está lleno de contradicciones y de desafíos, pero sigue siendo creación de Dios, y aunque herido por el mal, siempre es objeto de su amor y terreno suyo, en el que puede ser resembrada la semilla de la Palabra para que vuelva a dar fruto.

No hay lugar para el pesimismo en las mentes y en los corazones de aquellos que saben que su Señor ha vencido a la muerte y que su Espíritu actúa con fuerza en la historia. Con humildad, pero también con decisión - aquella que viene de la certeza de que la verdad siempre vence - nos acercamos a este mundo y queremos ver en él una invitación de Dios a ser testigos de su nombre. Nuestra Iglesia está viva y afronta los desafíos de la historia con la fortaleza de la fe y del testimonio de tantos hijos suyos.

Sabemos que en el mundo debemos afrontar una dura lucha contra «los Principados y las Potencias» y «los espíritus del mal» (Ef 6,12). No ocultamos los problemas que tales desafíos suponen, pero no nos atemorizan. Esto lo señalamos especialmente ante los fenómenos de globalización, que deben ser para nosotros oportunidad para extender la presencia del Evangelio. También las migraciones - aún con el peso del sufrimiento que conllevan, y con las que queremos estar sinceramente cercanos, con la acogida propia de los hermanos - son ocasiones, como ha sucedido en el pasado, de difusión de la fe y de comunión en todas sus formas. La secularización y la crisis del primado de la política y del Estado piden a la Iglesia repensar su propia presencia en la sociedad, sin renunciar a ella. Las muchas y siempre nuevas formas de pobreza abren espacios inéditos al servicio de la caridad: la proclamación del Evangelio compromete a la Iglesia a estar al lado de los pobres y compartir con ellos sus sufrimientos, como lo hacía Jesús. También en las formas más ásperas de ateísmo y agnosticismo podemos reconocer, aún en modos contradictorios, no un vacío, sino una nostalgia, una espera que requiere una respuesta adecuada.

Frente a los interrogantes que las culturas dominantes plantean a la fe y a la Iglesia, renovamos nuestra fe en el Señor, ciertos de que también en estos contextos el Evangelio es portador de luz y capaz de sanar la debilidad del hombre. No somos nosotros quienes para conducir la obra de la evangelización, sino Dios. Como nos ha recordado el Papa: «La primera palabra, la iniciativa verdadera, la actividad verdadera viene de Dios y sólo introduciéndonos en esta iniciativa divina, sólo implorando esta iniciativa divina, podemos nosotros también llegar a ser -con él y en él- evangelizadores» (Benedicto XVI, Meditación de la primera congregación general de la XIII Asamblea general ordinaria del Sínodo de los Obispos, Roma 8 octubre 2012).

7. Evangelización, familia y vida consagrada

Desde la primera evangelización la transmisión de la fe, en el transcurso de las generaciones, ha encontrado un lugar natural en la familia. En ella - con un rol muy significativo desarrollado por las mujeres, sin que con esto queramos disminuir la figura paterna y su responsabilidad - los signos de la fe, la comunicación de las primeras verdades, la educación en la oración, el testimonio de los frutos del amor, han sido infundidos en la vida de los niños y adolescentes en el contexto del cuidado que toda familia reserva al crecimiento de sus pequeños. A pesar de la diversidad de las situaciones geográficas, culturales y sociales, todos los obispos del Sínodo han confirmado este papel esencial de la familia en la transmisión de la fe. No se puede pensar en una nueva evangelización sin sentirnos responsables del anuncio del Evangelio a las familias y sin ayudarles en la tarea educativa.

No escondemos el hecho de que hoy la familia, que se constituye con el matrimonio de un hombre y una mujer que los hace «una sola carne» (Mt 19,6) abierta a la vida, está atravesada por todas partes por factores de crisis, rodeada de modelos de vida que la penalizan, olvidada de las políticas de la sociedad, de la cual es célula fundamental, no siempre respetada en sus ritmos ni sostenida en sus esfuerzos por las propias comunidades eclesiales. Precisamente por esto, nos vemos impulsados a afirmar que tenemos que desarrollar un especial cuidado por la familia y por su misión en la sociedad y en la Iglesia, creando itinerarios específicos de acompañamiento antes y después del matrimonio.en las formas más penosas de atey son un signo de esta fuente de vida plena para los hombres en la sociedad. Las muchas y siempr Queremos expresar nuestra gratitud a tantos esposos y familias cristianas que con su testimonio continúan mostrando al mundo una experiencia de comunión y de servicio que es semilla de una sociedad más fraterna y pacífica.

Nuestra reflexión se ha dirigido también a las situaciones familiares y de convivencia en las que no se muestra la imagen de unidad y de amor para toda la vida que el Señor nos ha enseñado. Hay parejas que conviven sin el vínculo sacramental del matrimonio; se extienden situaciones familiares irregulares construidas sobre el fracaso de matrimonios anteriores: acontecimientos dolorosos que repercuten incluso sobre la educación en la fe de los hijos. A todos ellos les queremos decir que el amor de Dios no abandona a nadie, que la Iglesia los ama y es una casa acogedora con todos, que siguen siendo miembros de la Iglesia, aunque no pueden recibir la absolución sacramental ni la Eucaristía. Que las comunidades católicas estén abiertas a acompañar a cuantos viven estas situaciones y favorezcan caminos de conversión y de reconciliación.

La vida familiar es el primer lugar en el cual el Evangelio se encuentra con la vida ordinaria y muestra su capacidad de transformar las condiciones fundamentales de la existencia en el horizonte del amor. Pero no menos importante es, para el testimonio de la Iglesia, mostrar como esta vida en el tiempo se abre a una plenitud que va más allá de la historia de los hombres y que conduce a la comunión eterna con Dios. Jesús no se presenta a la mujer samaritana simplemente como aquel que da la vida sino como el que da la «vida eterna» (Jn 4, 14). El don de Dios que la fe hace presente, no es simplemente la promesa de unas mejores condiciones de vida en este mundo, sino el anuncio de que el sentido último de nuestra vida va más allá de este mundo y se encuentra en aquella comunión plena con Dios que esperamos en el final de los tiempos.

De este sentido de la vida humana más allá de lo terrenal son particulares testigos en la Iglesia y en el mundo cuantos el Señor ha llamado a la vida consagrada, una vida que, precisamente porque está dedicada totalmente a él, en el ejercicio de la pobreza, la castidad y la obediencia, es el signo de un mundo futuro que relativiza cualquier bien de este mundo. Que de la Asamblea del Sínodo de los Obispos llegue a estos hermanos y hermanas nuestros la gratitud por su fidelidad a la llamada del Señor y por la contribución que han hecho y hacen a la misión de la Iglesia, la exhortación a la esperanza en situaciones nada fáciles para ellos en estos tiempos de cambio y la invitación a reafirmarse como testigos y promotores de nueva evangelización en los varios ámbitos de la vida en que los carismas de cada instituto los sitúa.

8. La comunidad eclesial y los diversos agentes de la evangelización

La obra de la evangelización no es labor exclusiva de alguien en la Iglesia sino del conjunto de las comunidades eclesiales, donde se tiene acceso a la plenitud de los instumentos del encuentro con Jesús: la Palabra, los sacramentos, la comunión fraterna, el servicio de la caridad, la misión.

En esta perspectiva emerge sobre todo el papel de la parroquia como presencia de la Iglesia en el territorio en el que viven los hombres, «fuente de la villa», como le gustaba llamarla a Juan XXIII, en la que todos pueden beber encontrando la frescura del Evangelio. Su función permanece imprescindible, aunque las condiciones particulares pueden requerir una articulación en pequeñas comunidades o vínculos de colaboración en contextos más amplios. Sentimos, ahora, el deber de exhortar a nuestras parroquias a unir a la tradicional cura pastoral del Pueblo de Dios las nuevas formas de misión que requiere la nueva evangelización. Éstas, deben alcanzar también a las variadas formas de piedad popular.

En la parroquia continúa siendo decisivo el ministerio del sacerdote, padre y pastor de su pueblo. A todos los presbíteros, los obispos de esta Asamblea sinodal expresan gratitud y cercanía fraterna por su no fácil tarea y les invitamos a unirse cada vez más al presbiterio diocesano, a una vida espiritual cada vez más intensa y a una formación permanente que los haga capaces de afrontar los cambios sociales.

Junto a los sacerdotes reconocemos la presencia de los diáconos así como la acción pastoral de los catequistas y de tantas figuras ministeriales y de animación en el campo del anuncio y de la catequesis, de la vida litúrgica, del servicio caritativo, así como las diversas formas de participación y de corresponsabilidad de parte de los fieles, hombres y mujeres, cuya dedicación en los diversos servicios de nuestras comunidades no será nunca suficientemente reconocida. También a todos ellos les pedimos que orienten su presencia y su servicio en la Iglesia en la óptica de la nueva evangelización, cuidando su propia formación humana y cristiana, el conocimiento de la fe y la sensibilidad a los fenómenos culturales actuales.

Mirando a los laicos, una palabra específica se dirige a las varias formas de asociación, antiguas y nuevas, junto con los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades. Todas ellas son expresiones de la riqueza de los dones que el Espíritu entrega a la Iglesia. También a estas formas de vida y compromiso en la Iglesia expresamos nuestra gratitud, exhortándoles a la fidelidad al propio carisma y a la plena comunión eclesial, de modo especial en el ámbito de las Iglesias particulares.

Dar testimonio del Evangelio nos es privilegio exclusivo de nadie. Reconocemos con gozo la presencia de tantos hombres y mujeres que con su vida son signos del Evangelio en medio del mundo. Lo reconocemos también en tantos de nuestros hermanos y hermanas cristianos con los cuales la unidad no es todavía perfecta, aunque han sido marcados con el bautismo del Señor y son sus anunciadores. En estos días nos ha conmovido la experiencia de escuchar las voces de tantos responsables de Iglesias y Comunidades eclesiales que nos han dado testimonio de su sed de Cristo y de su dedicación al anuncio del Evangelio, convencidos también ellos de que el mundo tiene necesidad de una nueva evangelización. Estamos agradecidos al Señor por esta unidad en la exigencia de la misión.

9. Para que los jóvenes puedan encontrarse con Cristo

Nos sentimos cercanos a los jóvenes de un modo muy especial, porque son parte relevante del presente y del futuro de la humanidad y de la Iglesia. La mirada de los obispos hacia ellos es todo menos pesimista. Preocupada, sí, pero no pesimista. Preocupada porque justo sobre ellos vienen a confluir los embates más agresivos de estos tiempos; no pesimista, sin embargo, sobre todo porque, lo resaltamos, el amor de Cristo es quien mueve los profundo de la historia y además, porque descubrimos en nuestros jóvenes aspiraciones profundas de autenticidad, de verdad, de libertad, de generosidad, de las cuales estamos convencidos que sólo Cristo puede ser respuesta capaz de saciarlos.

Queremos ayudarles en su búsqueda e invitamos a nuestras comunidades a que, sin reservas, entren en una dinámica de escucha, de diálogo y de propuestas valientes ante la difícil condición juvenil. Para aprovechar y no apagar, la potencia de su entusiasmo. Y para sostener en su favor la justa batalla contra los lugares comunes y las especulaciones interesadas de las fuerzas de este mundo, esforzadas en disipar sus energías y a agotarlas en su propio interés, suprimiendo en ellos cualquier memoria agradecida por el pasado y cualquier planteamiento serio por el futuro.

La nueva evangelización tiene un campo particularmente árduo pero al mismo tiempo apasionante en el mundo de los jóvenes, como muestran no pocas experiencias, desde las más multitudinarias como las Jornadas Mundiales de la Juventud, a aquellas más escondidas pero no menos importantes, como las numerosas y diversas experiencias de espiritualidad, servicio y misión. A los jóvenes les reconocemos un rol activo en la obra de la evangelización, sobre todo en su ambientes.

10. El Evangelio en diálogo con la cultura y la experiencia humana y con las religiones.

La nueva evangelización tiene su centro en Cristo y en la atención a la persona humana, para hacer posible el encuentro con él. Pero su horizonte es más ancho en cuanto al mundo y no se cierra a ninguna experiencia del hombre. Eso significa que ella cultiva, con particular atención, el diálogo con las culturas, con la confianza de poder encontrar en todas ellas las «semillas del Verbo» de las que hablaban los Santos Padres. En particular, la nueva evangelización tiene necesidad de una renovada alianza entre fe y razón, con la convicción de que la fe tiene recursos suficientes para acoger los frutos de una sana razón abierta a la trascendencia y tiene, al mismo tiempo, la fuerza de sanar los límites y las contradicciones en las que la razón puede tropezar. La fe no deja de contemplar los lacerantes interrogantes que supone la presencia del mal en la vida y la historia de los hombres, encontrando la luz de su esperanza en la Pascua de Cristo.

El encuentro entre fe y razón nutre el esfuerzo de la comunidad cristiana en el mundo de la educación y la cultura. Un lugar especial en este campo lo ocupan las instituciones educativas y de investigación: escuelas y universidades. Donde se desarrolla el conocimiento sobre el hombre y se da una acción educativa, la Iglesia se ve impulsada a testimoniar su propia experiencia y a contribuir a una formación integral de la persona. En este ámbito merecen una atención especial las escuelas y universidades católicas, en las que la apertura a la trascendencia, propia de todo itinerario cultural sincero y educativo, debe completarse con caminos de encuentro con la persona de Jesucristo y de su Iglesia. Vaya la gratitud de los obispos a todos los que, en condiciones muchas veces difíciles, desempeñan esta tarea.

La evangelización exige que se preste gran atención al mundo de la comunicaciones sociales, que son un camino, especialmente en el caso de los nuevos medios, en el que se cruzan tantas vidas, tantos interrogantes y tantas expectativas. Son el lugar donde en muchas ocasiones se forman las conciencias y se muestran los hechos de la propia vida y deben ser una oportunidad nueva para llegar al corazón de los hombres.

Un particular ámbito de encuentro entre fe y razón se da hoy en el diálogo con el conocimiento científico. Éste, por otro lado, no se encuentra lejos de la fe, siendo manifestación de aquel principio espiritual que Dios ha puesto en sus criaturas y que les permite comprender las estructuras racionales que se encuentran en la base de la creación. Cuando la ciencia y la técnica no presumen de encerrar la concepción del hombre y del mundo en un árido materialismo se convierten, entonces, en un precioso aliado para el desarrollo de la humanización de la vida. También a los responsables de esta delicada tarea se dirige nuestro agradecimiento.

Queremos, además, agradecer su esfuerzo a los hombres y mujeres que se dedican a otra expresión del genio humano: el arte en sus varias formas, desde las más antiguas a las más recientes. En sus obras, en cuanto tienden a dar forma a la tensión del hombre hacia la belleza, reconocemos un modo particularmente significativo de expresión de la espiritualidad. Estamos especialmente agradecidos cuando sus bellas creaciones nos ayudan a hacer evidente la belleza del rostro de Dios y de sus criaturas. La vía de la belleza es un camino particularmente eficaz de la nueva evangelización.

Más allá del arte, toda obra del hombre es un espacio en el que, mediante el trabajo, él se hace cooperador de la creación divina. Al mundo de la economía y del trabajo queremos recordar como de la luz del Evangelio surgen algunas llamadas urgentes: liberar el trabajo de aquellas condiciones que no pocas veces lo transforman en un peso insoportable con una perspectiva incierta, amenazada por el desempleo, especialmente entre los jóvenes, poner a la persona humana en el centro del desarrollo económico y pensar este mismo desarrollo como una ocasión de crecimiento de la humanidad en justicia y unidad. El hombre, a través del trabajo con el que transforma el mundo, está llamado a salvaguardar el rostro que Dios ha querido dar a su creación, también por responsabilidad hacia las generaciones venideras.

El Evangelio ilumina también las situaciones de sufrimiento en la enfermedad. En ellas, los cristianos están llamados a mostrar la cercanía de la Iglesia para con los enfermos y discapacitados y con los que con profesionalidad y humanidad trabajan por su salud.

Un ámbito en el que la luz de Evangelio puede y debe iluminar los pasos de la humanidad es el de la vida política, a la cual se le pide un compromiso de cuidado desinteresado y transparente por el bien común, desde el respeto total a la dignidad de la persona humana desde su concepción hasta su fin natural, de la familia fundada sobre el matrimonio de un hombre y una mujer, de la libertad educativa, en la promoción de la libertad religiosa, en la eliminación de las injusticias, las desigualdades, las discriminaciones, la violencia, el racismo, el hambre y la guerra. A los políticos cristianos que viven el precepto de la caridad se les pide un testimonio claro y transparente en el ejercicio de sus responsabilidades.

El diálogo de la Iglesia tiene su natural destinatario, también, en las otras religiones. Si evangelizamos es porque estamos convencidos de la verdad de Cristo, y no porque estemos contra nadie. El Evangelio de Jesús es paz y alegría y sus discípulos se alegran de reconocer cuanto de bueno y verdadero el espíritu religioso humano ha sabido descubrir en el mundo creado por Dios y ha expresado en las diferentes religiones.

El diálogo entre las religiones quiere ser una contribución a la paz, rechaza todo fundamentalismo y denuncia cualquier violencia que se produce contra los creyentes y las graves violaciones de los derechos humanos. Las Iglesias de todo el mundo son cercanas desde la oración y la fraternidad a los hermanos que sufren y piden a quienes tienen en sus manos los destinos de los pueblos que salvaguarden el derecho de todos a la libre elección, confesión y testimonio de la propia fe.

11. En el año de la fe, la memoria del Concilio Vaticano II y la referencia al Catecismo de la Iglesia Católica.

En el camino abierto por la nueva evangelización podremos sentirnos a veces como en un desierto, en medio de peligros y privados de referencias. El Santo Padre Benedicto XVI, en la homilía de la Misa de apertura del Año de la fe, ha hablado de una ««desertificación» espiritual» que ha avanzado en estos últimos decenios, pero él mismo nos ha dado fuerza afirmando que «a partir de esta experiencia de desierto, de este vacío, podemos nuevamente descubrir la alegría del creer, su importancia vital para nosotros, hombres y mujeres. En el desierto se descubre el valor de aquello que es esencial para vivir» (Benedicto XVI, Homilía en la celebración eucarística para la apertura del Año de la fe, Roma 11 octubre 2012). En el desierto, como la mujer la samaritana, se va en busca de agua y de un pozo del que sacarla: ¡dichoso el que en él encuentra a Cristo!

Agradecemos al Santo Padre por el don del Año de la fe, preciosa entrada en el itinerario de la nueva evangelización. Le damos las gracias también por haber unido este Año a la memoria gozosa por los cincuenta años de la apertura del Concilio Vaticano II, cuyo magisterio fundamental para nuestro tiempo se refleja en el Catecismo de la Iglesia Católica, repropuesto, a los veinte años de su publicación, como referencia segura de la fe. Son aniversarios importantes que nos permiten resaltar nuestra plena adhesión a las enseñanzas del Concilio y nuestro convencido esfuerzo en continuar su puesta en marcha.

12. Contemplando el misterio y cercanos a los pobres

En esta óptica queremos indicar a todos los fieles dos expresiones de la vida de la fe que nos parecen de especial relevancia para incluirlas en la nueva evangelización.

El primero está constituído por el don y la experiencia de la contemplación. Sólo desde una mirada adorante al misterio de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, sólo desde la profundidad de un silencio que se pone como seno que acoge la única Palabra que salva, puede desarrollarse un testimonio creíble para el mundo. Sólo este silencio orante puede impedir que la palabra de la salvación se confunda en el mundo con los ruidos que lo invaden.

Vuelve de nuevo a nuestros labios la palabra de agradecimiento, ahora dirigida a cuantos, hombres y mujeres, dedican su vida, en los monasterios y conventos, a la oración contemplativa. Necesitamos que momentos de contemplación se entrecrucen con la vida ordinaria de la gente. Lugares del espíritu y del territorio que son una llamada hacia Dios; santuarios interiores y templos de piedra que son cruce obligado por el flujo de experiencias que en ellos se suceden y en los cuales todos podemos sentirnos acogidos, incluso aquellos que no saben todavía lo que buscan.

El otro símbolo de autenticidad de la nueva evangelización tiene el rostro del pobre. Estar cercano a quien está al borde del camino de la vida no es sólo ejercicio de solidaridad, sino ante todo un hecho espiritual. Porque en el rostro del pobre resplandece el mismo rostro de Cristo: «Todo aquello que habéis hecho por uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40).

A los pobres les reconocemos un lugar privilegiado en nuestras comunidades, un puesto que no excluye a nadie, pero que quiere ser un reflejo de como Jesús se ha unido a ellos. La presencia de los pobres en nuestras comunidades es misteriosamente potente: cambia a las personas más que un discurso, enseña fidelidad, hace entender la fragilidad de la vida, exige oración; en definitiva, conduce a Cristo.

El gesto de la caridad, al mismo tiempo, debe ser acompañado por el compromiso con la justicia, con una llamada que se realiza a todos, ricos y pobres. Por eso es necesaria la introducción de la doctrina social de la Iglesia en los itinerarios de la nueva evangelización y cuidar la formación de los cristianos que trabajan al servicio de la convivencia humana desde la vida social y política.

13. Una palabra a las Iglesias de las diversas regiones del mundo.

La mirada de los obispos reunidos en Asamblea sinodal abraza a todas las comunidades eclesiales presentes en todo el mundo. Una mirada de unidad, porque única es la llamada al encuentro con Cristo, pero sin olvidar la diversidad.

Una consideración particular, llena de afecto y gratitud, reservamos los obispos reunidos en el Sínodo a vosotros, cristianos de las Iglesias Orientales Católicas, herederos de la primera difusión del Evangelio, experiencia custodiada por vosotros con amor y fidelidad y a vosotros, cristianos presentes en el Este de Europa. Hoy el Evangelio se os repropone como nueva evangelización a través de la vida litúrgica, la catequesis, la oración familiar diaria, el ayuno, la solidaridad entre las familias, la participación de los laicos en la vida de la comunidad y al diálogo con la sociedad. En no pocos lugares vuestras Iglesias son sometidas a prueba y tribulaciones que dan testimonio de vuestra participación en la cruz de Cristo; algunos fieles están obligados a emigrar y, manteniendo viva la pertenencia a sus propias comunidades de origen, pueden contribuir a la tarea pastoral y a la obra de la evangelización en los países de acogida. El Señor continue a bendecir vuestra fidelidad y que sobre vuestro futuro brillen horizontes de firme confesión y práctica de la fe en condiciones de paz y de libertad religiosa.

Nos dirigimos a vosotros, hombres y mujeres, que vivís en los países de África y resaltamos nuestra gratitud por el testimonio que ofrecéis del Evangelio muchas veces en situaciones humanas muy difíciles. Os exhortamos a relanzar la evangelización recibida en tiempos aún recientes, a edificaros como Iglesia «familia de Dios», a reforzar la identidad de la familia y a sostener la labor de los sacerdotes y catequistas, especialmente en las pequeñas comunidades cristianas. Afirmamos, por otra parte, la exigencia de desarrollar el encuentro del Evangelio con las antiguas y nuevas culturas. Dirigimos una llamada de atención al mundo de la política y a los gobiernos de los diversos países africanos para que, con la colaboración de todos los hombres de buena voluntad, se promuevan los derechos humanos fundamentales y el continente sea liberados de la violencia y los conflictos que lo atormentan.

Los obispos de la Asamblea sinodal os invitan a los cristianos de Norteamérica a responder con gozo a la llamada de la nueva evangelización, mientras admiramos como en vuestra joven historia vuestras comunidades cristianas han dado frutos generosos de fe, caridad y misión. También conviene reconocer que muchas de las expresiones de la cultura de vuestra sociedad están lejos del Evangelio. Se hace, pues, necesario una invitación a la conversión, de la que nace un compromiso que no os coloca fuera de vuestra cultura, sino que os llama a ofrecer a todos la luz de la fe y la fuerza de la vida. Mientras acogéis en vuestras generosas tierras a nueva población de inmigrantes y refugiados, estad dispuestos a abrir las puertas de vuestras casas a la fe. Fieles a los compromisos adquiridos en la Asamblea sinodal para América, sed solidarios con la América Latina en la permanente tarea de evangelización de vuestro continente.

El mismo sentimiento de gratitud dirige la Asamblea del Sínodo a las Iglesia de América Latina y el Caribe. Nos llama la atención en particular cómo se han desarrollado a través de los siglos en vuestro países formas de piedad popular fuertemente enraizadas en los corazones de tantos de vosotros, formas de servicio en la caridad y de diálogo con las culturas. Ahora, frente a los desafíos del presente, sobre todo la pobreza y la violencia, la Iglesia en Latinoamérica y en el Caribe os exhortamos a vivir en un estado permanente de misión, anunciando el Evangelio con esperanza y alegría, formando comunidades de verdaderos discípulos misioneros de Jesucristo, mostrando con vuestro testimonio como el Evangelio es fuente de una sociedad justa y fraterna. También el pluralismo religioso interroga a vuestras Iglesias y les exige un renovado anuncio del Evangelio.

También a vosotros, cristianos de Asia sentimos la necesidad de dirigiros una palabra de fortalecimiento y exhortación. Vuestra presencia, a pesar de ser una pequeña minoría en el continente en el que viven casi dos tercios de la población mundial, es una semilla profunda, confiada a la fuerza del Espíritu, que crece en el diálogo con las diversas culturas, con las antiguas religiones y con tantos pobres. Aunque a veces está situada al margen de la vida social y en diversos lugares incluso perseguida, la Iglesia de Asia, con su fe fuerte, es una presencia preciosa del Evangelio de Cristo que anuncia justicia, vida y armonía. Cristianos de Asia, sentid la cercanía fraterna de los cristianos de los demás países del mundo, los cuales no pueden olvidar que en vuestro continente, en la Tierra Santa, nació, vivió, murió y resucitó el mismo Jesús.

Una palabra de reconocimiento y de esperanza queremos dirigir los obispos a las Iglesias del continente europeo, hoy en parte marcado por una fuerte secularización, a veces agresiva, y todavía hoy herido por los largos decenios de gobiernos marcados por ideologías enemigas de Dios y del hombre. Reconocemos vuestro pasado y también vuestro presente, en el cual el Evangelio ha creado en Europa certezas y experiencias de fe concretas y decisivas para la evangelización del mundo entero, muchas veces rebosantes de santidad: riqueza del pensamiento teológico, variedad de expresiones carismáticas, formas variadas al servicio de la caridad con los pobres, profundad experiencias contemplativas, creación de una cultura humanística que ha contribuido a dar rostro a la dignidad de la persona y a la construcción del bien común. Las dificultades del presentes no os pueden dejar abatidos, queridos cristianos europeos: éstas os deben desafiar a un anuncio más gozoso y vivo de Cristo y de su Evangelio de vida.

Los obispos de la Asamblea sinodal saludan, finalmente, a los pueblos de Oceanía, que viven bajo la protección de la Cruz del Sur, y les damos gracias por el testimonio del Evangelio de Jesús. Nuestra plegaria por vosotros es para que, como la mujer samaritana en el pozo, también vosotros sintáis viva la sed de una vida nueva y podáis escuchar la Palabra de Jesús que dice: «¡Si conocieras el don de Dios!» (Jn 4, 10). Comprometeos a predicar el Evangelio y a dar a conocer a Jesús en el mundo de hoy. Os exhortamos a encontrarlo en vuestra vida cotidiana, a escucharle y a descubrir, mediante la oración y la meditación, la gracia de poder decir: «Sabemos que este es verdaderamente el salvador del mundo» (Jn 4, 42).

14. La estrella de María ilumina el desierto

A punto de finalizar esta experiencia de comunión entre los obispos de todo el mundo y de colaboración con el ministerio del Sucesor de Pedro, sentimos resonar en nosotros el mandato de Jesús a sus discípulos: «Id y haced discípulos de todos los pueblo [...]. Sabed que yo estoy con vosotros, todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28, 19-20). La misión esta vez no se dirige a un territorio en concreto, sino que sale al encuentro de la llagas más oscuras del corazón de nuestros contemporáneos, para llevarlos al encuentro con Jesús, el Viviente que se hace presente en nuestras comunidades.

Esta presencia llena de gozo nuestros corazones. Agradecidos por el don recibido de él en estos días le dirigimos nuestro canto de alabanza: «Proclama mi alma la grandeza del Señor [...] Ha hecho obras grandes por mí» (Lc 1, 46.49). Las palabras de María son también las nuestras: el Señor ha hecho realmente grandes cosas a través de los siglos por su Iglesia en los diversos rincones del mundo y nosotros lo alabamos, con la certeza de que no dejará de mirar nuestra pobreza para desplegar la potencia de su brazo incluso en nuestros días y sostenernos en el camino de la nueva evangelización.

La figura de María nos orienta en el camino. Este camino, como nos ha dicho Benedicto XVI, podrá parecer una ruta en el desierto; sabemos que tenemos que recorrerlo llevando con nosotros lo esencial: la cercanía de Jesús, la verdad de su Palabra, el pan eucarístico que nos alimenta, la fraternidad de la comunión eclesial y el impulso de la caridad. Es el agua del pozo la que hace florecer el desierto y como en la noche en el desierto las estrellas se hacen más brillantes, así en el cielo de nuestro camino resplandece con vigor la luz de María, estrella de la nueva evangelización a quien, confiados, nos encomendamos.

Benedicto XVI nombra Obispo Castrense para Perú

El Papa Benedicto XVI nombró al hasta ahora Obispo Auxiliar de Lima, Mons. Guillermo Martín Abanto Guzmán, como nuevo Obispo Castrense (militar) en Perú.

El Obispo sucede así a Mons. Salvador Piñeiro, quien dejó el cargo para asumir la arquidiócesis de Ayacucho.

Mons. Abanto nació el 1 de julio de 1964 en Trujillo, en la costa norte peruana. Estudio filosofía y teología en la Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima. Fue ordenado sacerdote el 2 de diciembre de 1992.

Entre 1993 y 1994 fue profesor en el Seminario propedéutico Casa de Nazareth. Entre 1994 y 2009 ha sido párroco de cuatro parroquias, vicario episcopal, capellán de las religiosas ursulinas y coordinador del equipo de promoción vocaciones de la arquidiócesis de Lima.

El 30 de enero de 2009 fue designado Obispo Auxiliar de Lima. Recibió la ordenación episcopal el 19 de abril de ese mismo año.

Ha sido además representante del Arzobispo de Lima ante el Instituto Superior de Estudios Teológicos (ISET), miembro del Consejo Presbiteral, del Colegio de Consultores, del tribunal de examen sinodal y coordinador de la pastoral de los Movimientos Eclesiales.

Fuente: aciprensa.com

domingo, 28 de octubre de 2012

Amor y sexualidad


Una charla para que los jovenes descubran el verdadero sentido de la sexualidad impartida por el Dr. Juan López Padilla.

¿Cómo casarse para toda la vida y no para un rato?

Es un secreto que muy pocas personas conocen y cuando los divorciados lo escuchan, lloran y se preguntan... ¿Por qué no me lo dijeron antes? Presentado por el Psicólogo Octavio Escobar.

Palabras del Santo Padre antes del rezo del Ángelus: Experimentar lo bello de ser Iglesia

¡Queridos hermanos y hermanas!

Con la Santa Misa celebrada esta mañana en la Basílica de San Pedro, se ha concluido la XIII Asamblea Ordinaria del Sínodo de los Obispos. Durante tres semanas nos hemos confrontado sobre la realidad de la nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana: toda la Iglesia estaba representada y, por tanto, involucrada en este compromiso que, con la gracia del Señor, no dejará de dar sus frutos. Ante todo el Sínodo es siempre un momento fuerte de comunión eclesial, y por esto deseo junto a todos ustedes agradecer a Dios, que una vez más nos ha hecho experimentar lo bello de ser Iglesia, y de serlo justamente hoy, en este mundo así como es, en medio a esta humanidad con sus fatigas y sus esperanzas.

Muy significativa fue la coincidencia de esta Asamblea sinodal con el 50° aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, y por tanto con el inicio del Año de la fe. Evocar al Beato Juan XXIII, al Siervo de Dios Pablo VI, a la estación conciliar, ha sido más que nunca favorable, porque nos ha ayudado a reconocer que la nueva evangelización no es una invención nuestra, sino un dinamismo que se ha desarrollado en la Iglesia de manera particular desde los años 50 del siglo pasado, cuando se hizo evidente que también los países de antigua tradición cristiana se habían convertido, como se suele decir, en «tierra de misión». Así emergió la exigencia de un anuncio renovado del Evangelio en las sociedades secularizadas, en la doble certeza que, por una parte, es sólo Él, Jesucristo, la verdadera novedad que responde a las expectativas del hombre de toda época, y por otra, que su mensaje pide ser transmitido de manera adecuada en los cambiantes contextos sociales y culturales.

¿Qué cosa podemos decir al final de estas intensas jornadas de trabajo? Por mi parte, he escuchado y recogido muchos temas de reflexión y muchas propuestas, que, con la ayuda de la Secretaría del Sínodo y de mis Colaboradores, intentaré ordenar y elaborar, para ofrecer a toda la Iglesia una síntesis orgánica e indicaciones coherentes. Desde ahora podemos decir que de este Sínodo sale reforzado el compromiso por la renovación espiritual de la misma Iglesia, para poder renovar espiritualmente el mundo secularizado; y esta renovación vendrá del redescubrimiento de Jesucristo, de su verdad y de su gracia, de su «rostro», tan humano y al mismo tiempo tan divino, sobre el cual resplandece el misterio trascendente de Dios.

Confiamos a la Virgen María los frutos del trabajo de la Asamblea sinodal apenas concluida. Ella, Estrella de la nueva evangelización, nos enseñe y nos ayude a llevar a todos a Cristo, con coraje y con gozo.

raducción del italiano: Raúl Cabrera

Fuente radiovaticana.org

Homilía del Santo Padre en la conclusión de la XIII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos: La nueva evangelización concierne toda la vida de la Iglesia

Venerables hermanos,
ilustres señores y señoras,
queridos hermanos y hermanas

El milagro de la curación del ciego Bartimeo ocupa un lugar relevante en la estructura del Evangelio de Marcos. En efecto, está colocado al final de la sección llamada «viaje a Jerusalén», es decir, la última peregrinación de Jesús a la Ciudad Santa para la Pascua, en donde él sabe que lo espera la pasión, la muerte y la resurrección. Para subir a Jerusalén, desde el valle del Jordán, Jesús pasó por Jericó, y el encuentro con Bartimeo tuvo lugar a las afueras de la ciudad, mientras Jesús, como anota el evangelista, salía «de Jericó con sus discípulos y bastante gente» (10, 46); gente que, poco después, aclamará a Jesús como Mesías en su entrada a Jerusalén. Bartimeo, cuyo nombre, como dice el mismo evangelista, significa «hijo de Timeo», estaba precisamente sentado al borde del camino pidiendo limosna. Todo el Evangelio de Marcos es un itinerario de fe, que se desarrolla gradualmente en el seguimiento de Jesús. Los discípulos son los primeros protagonistas de este paulatino descubrimiento, pero hay también otros personajes que desempeñan un papel importante, y Bartimeo es uno de éstos. La suya es la última curación prodigiosa que Jesús realiza antes de su pasión, y no es casual que sea la de un ciego, es decir una persona que ha perdido la luz de sus ojos. Sabemos también por otros textos que en los evangelios la ceguera tiene un importante significado. Representa al hombre que tiene necesidad de la luz de Dios, la luz de la fe, para conocer verdaderamente la realidad y recorrer el camino de la vida. Es esencial reconocerse ciegos, necesitados de esta luz, de lo contrario se es ciego para siempre (cf. Jn 9,39-41).

Bartimeo, pues, en este punto estratégico del relato de Marcos, está puesto como modelo. Él no es ciego de nacimiento, sino que ha perdido la vista: es el hombre que ha perdido la luz y es consciente de ello, pero no ha perdido la esperanza, sabe percibir la posibilidad de un encuentro con Jesús y confía en él para ser curado. En efecto, cuando siente que el Maestro pasa por el camino, grita: «Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí» (Mc 10,47), y lo repite con fuerza (v. 48). Y cuando Jesús lo llama y le pregunta qué quiere de él, responde: «Maestro, que pueda ver» (v. 51). Bartimeo representa al hombre que reconoce el propio mal y grita al Señor, con la confianza de ser curado. Su invocación, simple y sincera, es ejemplar, y de hecho – al igual que la del publicano en el templo: «Oh Dios, ten compasión de este pecador» (Lc 18,13) – ha entrado en la tradición de la oración cristiana. En el encuentro con Cristo, realizado con fe, Bartimeo recupera la luz que había perdido, y con ella la plenitud de la propia dignidad: se pone de pie y retoma el camino, que desde aquel momento tiene un guía, Jesús, y una ruta, la misma que Jesús recorre. El evangelista no nos dice nada más de Bartimeo, pero en él nos muestra quién es el discípulo: aquel que, con la luz de la fe, sigue a Jesús «por el camino» (v. 52).

San Agustín, en uno de sus escritos, hace una observación muy particular sobre la figura de Bartimeo, que puede resultar también interesante y significativa para nosotros. El Santo Obispo de Hipona reflexiona sobre el hecho de que Marcos, en este caso, indica el nombre no sólo de la persona que ha sido curada, sino también del padre, y concluye que «Bartimeo, hijo de Timeo, era un personaje que de una gran prosperidad cayó en la miseria, y que ésta condición suya de miseria debía ser conocida por todos y de dominio público, puesto que no era solamente un ciego, sino un mendigo sentado al borde del camino. Por esta razón Marcos lo recuerda solamente a él, porque la recuperación de su vista hizo que ese milagro tuviera una resonancia tan grande como la fama de la desventura que le sucedió» (Concordancia de los evangelios, 2, 65, 125: PL 34, 1138). Hasta aquí san Agustín.

Esta interpretación, que ve a Bartimeo como una persona caída en la miseria desde una condición de «gran prosperidad», nos hace pensar; nos invita a reflexionar sobre el hecho de que hay riquezas preciosas para nuestra vida, y que no son materiales, que podemos perder. En esta perspectiva, Bartimeo podría ser la representación de cuantos viven en regiones de antigua evangelización, donde la luz de la fe se ha debilitado, y se han alejado de Dios, ya no lo consideran importante para la vida: personas que por eso han perdido una gran riqueza, han «caído en la miseria» desde una alta dignidad –no económica o de poder terreno, sino cristiana –, han perdido la orientación segura y sólida de la vida y se han convertido, con frecuencia inconscientemente, en mendigos del sentido de la existencia. Son las numerosas personas que tienen necesidad de una nueva evangelización, es decir de un nuevo encuentro con Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios (cf. Mc 1,1), que puede abrir nuevamente sus ojos y mostrarles el camino. Es significativo que, mientras concluimos la Asamblea sinodal sobre la nueva evangelización, la liturgia nos proponga el Evangelio de Bartimeo. Esta Palabra de Dios tiene algo que decirnos de modo particular a nosotros, que en estos días hemos reflexionado sobre la urgencia de anunciar nuevamente a Cristo allá donde la luz de la fe se ha debilitado, allá donde el fuego de Dios es como un rescoldo, que pide ser reavivado, para que sea llama viva que da luz y calor a toda la casa.

La nueva evangelización concierne toda la vida de la Iglesia. Ella se refiere, en primer lugar, a la pastoral ordinaria que debe estar más animada por el fuego del Espíritu, para encender los corazones de los fieles que regularmente frecuentan la comunidad y que se reúnen en el día del Señor para nutrirse de su Palabra y del Pan de vida eterna. Deseo subrayar tres líneas pastorales que han surgido del Sínodo. La primera corresponde a los sacramentos de la iniciación cristiana. Se ha reafirmado la necesidad de acompañar con una catequesis adecuada la preparación al bautismo, a la confirmación y a la Eucaristía. También se ha reiterado la importancia de la penitencia, sacramento de la misericordia de Dios. La llamada del Señor a la santidad, dirigida a todos los cristianos, pasa a través de este itinerario sacramental. En efecto, se ha repetido muchas veces que los verdaderos protagonistas de la nueva evangelización son los santos: ellos hablan un lenguaje comprensible para todos, con el ejemplo de la vida y con las obras de caridad.

En segundo lugar, la nueva evangelización está esencialmente conectada con la misión ad gentes. La Iglesia tiene la tarea de evangelizar, de anunciar el Mensaje de salvación a los hombres que aún no conocen a Jesucristo. En el transcurso de las reflexiones sinodales, se ha subrayado también que existen muchos lugares en África, Asía y Oceanía en donde los habitantes, muchas veces sin ser plenamente conscientes, esperan con gran expectativa el primer anuncio del Evangelio. Por tanto es necesario rezar al Espíritu Santo para que suscite en la Iglesia un renovado dinamismo misionero, cuyos protagonistas sean de modo especial los agentes pastorales y los fieles laicos. La globalización ha causado un notable desplazamiento de poblaciones; por tanto el primer anuncio se impone también en los países de antigua evangelización. Todos los hombres tienen el derecho de conocer a Jesucristo y su Evangelio; y a esto corresponde el deber de los cristianos, de todos los cristianos – sacerdotes, religiosos y laicos -, de anunciar la Buena Noticia.

Un tercer aspecto tiene que ver con las personas bautizadas pero que no viven las exigencias del bautismo. Durante los trabajos sinodales se ha puesto de manifiesto que estas personas se encuentran en todos los continentes, especialmente en los países más secularizados. La Iglesia les dedica una atención particular, para que encuentren nuevamente a Jesucristo, vuelvan a descubrir el gozo de la fe y regresen a las prácticas religiosas en la comunidad de los fieles. Además de los métodos pastorales tradicionales, siempre válidos, la Iglesia intenta utilizar también métodos nuevos, usando asimismo nuevos lenguajes, apropiados a las diferentes culturas del mundo, proponiendo la verdad de Cristo con una actitud de diálogo y de amistad que tiene como fundamento a Dios que es Amor. En varias partes del mundo, la Iglesia ya ha emprendido dicho camino de creatividad pastoral, para acercarse a las personas alejadas y en busca del sentido de la vida, de la felicidad y, en definitiva, de Dios. Recordamos algunas importantes misiones ciudadanas, el «Atrio de los gentiles», la Misión Continental, etcétera. Sin duda el Señor, Buen Pastor, bendecirá abundantemente dichos esfuerzos que provienen del celo por su Persona y su Evangelio.

Queridos hermanos y hermanas, Bartimeo, una vez recuperada la vista gracias a Jesús, se unió al grupo de los discípulos, entre los cuales seguramente había otros que, como él, habían sido curados por el Maestro. Así son los nuevos evangelizadores: personas que han tenido la experiencia de ser curados por Dios, mediante Jesucristo. Y su característica es una alegría de corazón, que dice con el salmista: «El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres» (Sal 125,3). También nosotros hoy, nos dirigimos al Señor, Redemptor hominis y Lumen gentium, con gozoso agradecimiento, haciendo nuestra una oración de san Clemente de Alejandría: «Hasta ahora me he equivocado en la esperanza de encontrar a Dios, pero puesto que tú me iluminas, oh Señor, encuentro a Dios por medio de ti, y recibo al Padre de ti, me hago tu coheredero, porque no te has avergonzado de tenerme por hermano. Cancelemos, pues, cancelemos el olvido de la verdad, la ignorancia; y removiendo las tinieblas que nos impiden la vista como niebla en los ojos, contemplemos al verdadero Dios…; ya que una luz del cielo brilló sobre nosotros sepultados en las tinieblas y prisioneros de la sombra de muerte, [una luz] más pura que el sol, más dulce que la vida de aquí abajo» (Protrettico, 113, 2- 114,1). Amén

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