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sábado, 19 de enero de 2013

Primer día: "Caminar en conversación", Unidad de los Cristianos

Radio Vaticano propone el audio con una breve reflexión y oración en el marco del Octavario de oración por la unidad de los Cristianos. El tema de este año es ¿Qué exige el Señor de nosotros?
(Cf. Miqueas 6, 6-8). Como presentación, recordemos que para conmemorar su centenario, se invitó al Movimiento Estudiantil Cristiano de la India (siglas en inglés: SCMI) a que preparara los materiales para la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos (SOUC) 2013, y este a su vez hizo partícipes a la Federación Universitaria Católica de toda la India y al Consejo Nacional de las Iglesias en la India. En el proceso preparatorio, al reflexionar sobre el significado de la SOUC, se decidió que en un contexto de gran injusticia hacia los dalits en la India y en la Iglesia, la búsqueda de la unidad visible no se puede disociar del desmantelamiento del sistema de castas y el reconocimiento de las aportaciones a la unidad por los más pobres entre los pobres.
En el contexto indio, los dalits son las comunidades consideradas ‘parias’. Son las personas más afectadas por el sistema de las castas, que es una modalidad rígida de estratificación social fundada en la noción de pureza e impureza ritual. En este sistema, las castas se distinguen en ‘superiores’ e ‘inferiores’. Las comunidades dalits son consideradas las más contaminadas y contaminantes. Se sitúan fuera del sistema de las castas y en el pasado incluso se las calificaba de ‘intocables’. A causa del sistema de las castas, los dalits son marginados socialmente, infrarepresentados políticamente, explotados económicamente, y culturalmente subyugados. Casi el 80% de los cristianos indios es de procedencia dalit. A continuación les proponemos los audios con los que se pueden acompañar las intenciones de este Octavario de oración. 

Primer día "Caminar en conversación" (Audio)

Primer día "Caminar en conversación"
Comentario 
Caminar humildemente con Dios significa caminar como personas que hablan unos con otros y con el Señor, estando siempre atentos a lo que oímos. Y así empezamos nuestra celebración de la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos reflexionando sobre pasajes de la Escritura que hablan de este quehacer fundamental que es la conversación. La conversación ha sido algo primordial para el movimiento ecuménico, al abrir espacios para que aprendamos unos de otros, compartiendo lo que tenemos en común y haciendo que nuestras diferencias salgan a la luz y sean abordadas. Esta es la forma en que se desarrolla el entendimiento mutuo. Los dones que derivan de la búsqueda de la unidad son parte de nuestra vocación fundamental de responder a lo que Dios exige de nosotros: a través de la conversación verdadera se hace justicia y aprendemos la amabilidad. Las experiencias de liberación real en todo el mundo muestran claramente que el aislamiento de las personas a las que se hace vivir en pobreza se supera forzosamente con la práctica del diálogo.
La lectura del Génesis de hoy y la historia de Pentecostés reflejan a la vez algo de este acto humano y su lugar en el plan de liberación de Dios para su pueblo. La historia de la torre de Babel describe en primer lugar cómo es posible realizar grandes empresas cuando no existen barreras lingüísticas. Sin embargo, la historia también narra el modo en que esta capacidad es comprendida como base para la autopromoción: “hacernos famosos” es lo que motiva la construcción de la gran ciudad. Al final este proyecto lleva a la confusión de las lenguas; desde este momento tenemos que aprender a conocer nuestra propia humanidad por medio de la escucha paciente del otro que es un extranjero para nosotros. Por medio de la efusión del Espíritu en Pentecostés se hace posible de un modo nuevo la comprensión por encima de las diferencias gracias al poder de la resurrección de Cristo. Ahora se nos invita a compartir el don de hablar y de escuchar orientados hacia el Señor y hacia la libertad. Estamos llamados a caminar en el Espíritu.
La experiencia de los discípulos en el camino de Emaús es una conversación que tiene lugar en el contexto de un viaje que hacen juntos, pero también de una pérdida y de una esperanza defraudada. Como Iglesias que vivimos con diferentes niveles de desunión y como sociedades divididas por prejuicios y miedo al otro, nos podemos reconocer en ello. Pero he aquí que Jesús elige unirse a la conversación precisamente en este momento – no presumiendo del rol superior de maestro, sino caminando al lado de sus discípulos. Su deseo de tomar parte en nuestra conversación y nuestra respuesta de querer que se quede y que hable más con nosotros es lo que permite un encuentro real con el Señor Resucitado.
Todos los cristianos saben lo que significa este encuentro con Jesús, y el poder de su palabra que ‘arde en nuestro corazón’; esta experiencia de resurrección nos llama a una unidad más profunda en Cristo. La conversación constante entre nosotros y con Jesús –también en nuestra misma desorientación – nos mantiene caminando juntos hacia la unidad.
Oración 
Jesucristo, confesamos con alegría nuestra identidad común en Ti y te damos gracias por invitarnos a un diálogo de amor contigo. Abre nuestros corazones para que podamos compartir más plenamente tu oración al Padre de que seamos uno, y para que, mientras viajamos juntos, podamos unirnos cada vez más unos a otros. Danos la valentía para que podamos dar testimonio juntos de la verdad y que nuestras conversaciones puedan abrazar a los que perpetúan la desunión. Manda tu Espíritu que nos dé fuerza para combatir las situaciones en las que falta dignidad y compasión en nuestras sociedades, nuestras naciones y en el mundo.
Dios de vida, condúcenos a la justicia y la paz. Amén.
Preguntas
¿Dónde practicamos una verdadera conversación más allá de las diferencias que nos separan? 
¿Está orientada nuestra conversación a una gran empresa solamente nuestra o hacia la vida nueva que trae esperanza de resurrección? 
¿Con qué personas conversamos y quién no está incluido en nuestra conversación? 

PLJR / @pjuregui

Roma locuta, causa finita

Por Natale Amprimo Plá
Constitucionalista

Las universidades son centros de estudios dedicados a la investigación, enseñanza y formación de los diversos campos del saber. Interesan a la Iglesia por dos motivos principales: por la importancia de iluminar las tareas universitarias a la luz del Evangelio, respetando su natural y legítima autonomía científica; y porque el ordenamiento canónico ha de garantizar que las universidades católicas respondan efectivamente a su condición (“El derecho de la Iglesia. Curso básico de derecho canónico”).

El Código Canónico de 1917 ya establecía que competía a los obispos el derecho de aprobar a los profesores de religión para cualquier grado; pero fue recién en 1931 que se introdujo en la legislación universal de la Iglesia el requisito de la “missio canónica”. El Código Canónico vigente dispone, en su canon 812: “Quienes explican disciplinas teológicas en cualquier instituto de estudios superiores deben tener mandato de la autoridad eclesiástica competente”.

Como explica Davide Cito, el mandato canónico formaliza y refuerza oficialmente el contenido jurídico del vínculo que existe entre el fiel que cultiva las ciencias sagradas y la autoridad eclesiástica, “pues para enseñar ciencias sagradas en las universidades católicas o eclesiásticas no basta con la preparación profesional y la moralidad de vida del profesor –que, por lo demás, son presupuestos ineludibles-, sino que se requiere además un acto administrativo de la autoridad eclesiástica por el que se confiere el encargo; este acto oficializa las obligaciones deontológicas que tal encargo lleva consigo y, por ende, las hace más eficaces, también ante el Derecho del Estado”.

En ese sentido, el otorgamiento del mandato canónico, si bien no implica que el profesor represente oficialmente a la Iglesia, ayuda a garantizar y a manifestar que enseña en comunión con la Iglesia y en conformidad con su magisterio. En el Perú, el acuerdo vigente entre la Santa Sede y el Estado Peruano le reconoce a la Iglesia la plena libertad y autonomía para establecer centros educacionales a todo nivel, además de disponer que, para el nombramiento civil de los profesores de Religión Católica de los centros educacionales públicos, se requiere de la presentación del obispo respectivo. Incluso señala: “El profesor de Religión podrá ser mantenido en su cargo mientras goce de la aprobación del obispo”.

En el caso de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP) –a la que, por mandato de su santidad Benedicto XVI, se le ha prohibido el uso de los títulos de “pontificia” y “católica” en su denominación, debido a que, entre otras razones, “la mencionada universidad persiste en seguir orientando sus iniciativas institucionales según criterios que no son compatibles con la disciplina y la moral de la Iglesia”-, no debe llamar a extrañeza que no se renueven los mandatos canónicos, pues ello es una consecuencia natural de lo resuelto en Roma.

Lo ilógico sería que, a pesar de que las actuales autoridades de dicho centro de estudios han asumido una actitud de rebeldía a la indicación recibida del más alto nivel de la Iglesia Católica, se actuase aquí como si nada hubiese pasado, convalidando el desempeño de lo que, para la Iglesia, ya no es una universidad que se comporta como católica.

Si la PUCP sigue rechazando el magisterio de la Iglesia y desobedeciendo al mandato de las autoridades de la Iglesia Universal, resulta lógico que, desde la propia Iglesia, se adopten decisiones que, más temprano que tarde, incluirán aspectos adicionales, lo que sin duda afectará al alumnado; aunque pareciera que eso poco importa a las rebeldes autoridades universitarias.
Publicado en el diario El Comercio
Lunes, 3 de enero de 2013

miércoles, 16 de enero de 2013

Texto completo de la catequesis del Papa: "Jesús inaugura un nuevo modo de presencia de Dios en la historia" (16.01.13)

Queridos hermanos y hermanas:

el Concilio Vaticano II, en la Constitución sobre la divina Revelación, afirma que la íntima verdad de la revelación de Dios brilla para nosotros “en Cristo, que es a un tiempo mediador y plenitud de toda la Revelación” (n. 2 ). El Antiguo Testamento nos dice cómo Dios, después de la creación, a pesar del pecado original y de la arrogancia del hombre de querer ponerse en el lugar de su Creador, vuelve a ofrecer la posibilidad de su amistad, sobre todo a través de la alianza con Abraham y el camino de un pueblo pequeño, el de Israel, que Él elige, no criterios de poder terrenal, sino simplemente por amor. 

Es una elección que sigue siendo un misterio y revela el estilo de actuar de Dios, que llama a algunos, no para excluir a los demás, sino para que sirvan de puente con el fin de conducir hacia Él. Elección siempre para el otro. En la historia del pueblo de Israel, podemos volver a recorrer las etapas de un largo camino, en el que Dios se deja conocer, se revela, entra en la historia con palabras y con acciones. Para esta obra, Él se sirve de mediadores, como Moisés, los Profetas y los Jueces, que comunican al pueblo su voluntad, recuerdan la necesidad de fidelidad a la alianza y mantienen viva la espera de la realización plena y definitiva de las promesas divinas.

Y es la realización de estas promesas que hemos contemplado en la Santa Navidad: la Revelación de Dios llega a su culmen, a su plenitud. En Jesús de Nazaret, Dios visita realmente a su pueblo, visita a la humanidad de una manera que va más allá de todas las expectativas: envía a su Hijo Unigénito, Dios mismo se hace hombre. Jesús no nos dice algo acerca de Dios, no habla simplemente del Padre - sino que es Revelación de Dios, porque es Dios - nos revela el rostro de Dios. En el prólogo de su Evangelio, Juan escribe: " Nadie ha visto jamás a Dios; el que lo ha revelado es el Hijo único, que está en el seno del Padre "(Jn 1,18).

Quisiera detenerme en este "revelar el rostro de Dios". En este contexto, San Juan, en su Evangelio, nos narra un hecho significativo, que acabamos de escuchar. Al acercarse la Pasión, Jesús tranquiliza a sus discípulos, exhortándoles a no tener miedo y tener fe, luego entabla un diálogo con ellos, en el que habla de Dios Padre (cfr. Jn 14,2-9). En un momento, el apóstol Felipe le pide a Jesús: "Señor, muéstranos al Padre y nos basta" (Juan 14:8). Felipe es muy práctico y concreto: dice también lo que nosotros queremos decir, queremos ver al Padre - le pide "ver" el Padre, para ver su rostro. La respuesta de Jesús – no sólo a Felipe, sino también a nosotros - nos introduce en el corazón de la fe cristológica. El Señor afirma: "El que me ha visto, ha visto al Padre" (Jn 14, 9). En esta expresión se encierra sintéticamente la novedad del Nuevo Testamento, aquella novedad que apareció en la gruta de Belén: Dios se puede ver, Dios ha manifestado su rostro, es visible en Jesucristo.

En todo el Antiguo Testamento está presente el tema de la “búsqueda del rostro de Dios”, el anhelo de conocer este rostro, de ver a Dios como es, tanto que el término hebreo pānîm, que significa “rostro”, se repite 400 veces, de las que 100 se refieren a Dios, cien veces se refiere y se quiere ver el rostro de Dios. Y, sin embargo, la religión hebraica, prohibiendo por completo las imágenes, porque Dios no se puede representar – como hacían los pueblos cercanos con la adoración de los ídolos, por lo tanto con esta prohibición de imágenes en el Antiguo Testamento – parece excluir totalmente el “ver” del culto y de la piedad ¿Qué significa, entonces, para el piadoso israelita, buscar a pesar de todo el rostro de Dios, aun sabiendo que no puede haber ninguna imagen suya? La pregunta es importante: por un lado, quiere decir que Dios no puede ser reducido a un objeto, como una imagen que se puede tomar en la mano, así como no se puede poner algo en lugar de Dios, y por el otro, se afirma que Dios tiene un rostro, es decir que es un "Tú", que puede entrar en una relación, que no está cerrado en su Cielo, mirando desde lo alto a la humanidad.

Dios está sin duda por encima de todo, pero se dirige hacia nosotros, nos escucha, nos ve, habla, establece alianza, es capaz de amar. La historia de la salvación es la historia de Dios con la humanidad y la historia de esta relación de Dios, que se revela progresivamente al hombre, que se hace conocer a sí mismo, su rostro.

Precisamente al comienzo del año, el 1 de enero, hemos oído, en la liturgia, la hermosa oración de bendición sobre su pueblo: " Que el Señor te bendiga y te proteja. Que el Señor haga brillar su rostro sobre ti y muestre su gracia. Que el Señor te descubra su rostro y te conceda la paz."(Números 6:24-26).
El Esplendor del rostro divino es la fuente de la vida, es lo que permite ver la realidad; la luz de su rostro es la guía de la vida. En el Antiguo Testamento hay una figura a la que está enlazado de forma muy especial el tema del ‘rostro de Dios. Se trata de Moisés, aquel al que Dios elige para liberar al pueblo de la esclavitud de Egipto, donarle la Ley de la alianza y guiarlo a la Tierra prometida. 

Después Moisés regresaba al campamento, pero Josué –hijo de Nun, su joven ayudante– no se apartaba del interior de la Carpa. Pues bien, en el capítulo 33 del libro del Éxodo, se dice que Moisés tenía una relación cercana y confidencial con Dios: " El Señor conversaba con Moisés cara a cara, como lo hace un hombre con su amigo." (v. 11). En virtud de esta confianza, Moisés pide a Dios: "Muéstrame tu gloria", y la respuesta de Dios es clara:«Haré pasar junto a ti toda mi bondad y pronunciaré delante de ti el nombre del Señor… Pero tú no podrás ver mi rostro, porque ningún hombre puede verme y seguir viviendo…Aquí a mi lado tienes un lugar… tú verás mis espaldas. Pero nadie puede ver mi rostro». (vv. 18-23). Por un lado, pues, hay un diálogo cara a cara, como amigos, pero por el otro, hay la imposibilidad, en esta vida, de ver el rostro de Dios, que permanece oculto; la visión es limitada. Al final, a Dios sólo se le puede seguir, viendo sus hombros. Los Padres dicen esto: tú sólo puedes ver mi espalda, significa que tú sólo puedes seguir a Cristo y siguiéndole ves desde detrás el misterio de Dios. Dios se puede seguir viendo su espalda.

Algo completamente nuevo sucede, sin embargo, con la Encarnación. La búsqueda del rostro de Dios recibe un cambio radical increíble, porque ahora se puede ver este rostro: el de Jesús, el Hijo de Dios que se hace hombre. En Él se cumple el camino de la revelación de Dios comenzado con la llamada de Abraham, Él es la plenitud de esta revelación, porque él es el Hijo de Dios, es a la vez "mediador y plenitud de toda la Revelación" (Constitución Dogmática. Dei Verbum, 2), y en Él el contenido de la Revelación y el Revelador coinciden. Jesús nos muestra el rostro de Dios y nos enseña el nombre de Dios. En la Oración sacerdotal de la Última Cena, Él le dice al Padre: "He manifestado tu nombre a los hombres... Yo les he dado a conocer tu nombre" (cf. Jn 17,6.26).

El término "nombre de Dios" significa Dios como Aquel que está presente entre los hombres. A Moisés en la zarza ardiente, Dios había revelado su nombre, se había hecho invocar, había dado una señal concreta de su "existencia" entre los hombres. Todo esto encuentra cumplimiento y plenitud en Jesús: Él inaugura de forma nueva la presencia de Dios en la historia, porque el que le ve a Él, ve al Padre, como dice a Felipe (cf. Jn 14:9). El Cristianismo - dice San Bernardo - es la "religión de la Palabra de Dios", no de, "una palabra escrita y muda, sino del Verbo encarnado y vivo" (Hom. super missus est, IV, 11: PL 183, 86B). En la tradición de la patrística y medieval se usa una fórmula especial para expresar esta realidad: Jesús es el Verbum abbreviatum (cf. Rom 9,28, en referencia a Isaías 10:23), el Verbo abreviado, la Palabra breve, abreviada y sustancial del Padre, que nos dijo todo de Él. En Jesús toda la palabra es presente.

En Jesús incluso la mediación entre Dios y el hombre encuentra su plenitud. En el Antiguo Testamento hay una gran cantidad de figuras que han venido desempeñando esta tarea, sobre todo Moisés, el libertador del, el guía, el "mediador" de la alianza, como lo define el Nuevo Testamento (cf. Gal 3:19; Hechos 7 , 35, Jn 1:17). Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, no es uno más de los mediadores entre Dios y el hombre, sino "el mediador" de la nueva y eterna alianza (cf. Heb 8:6; 9.15, 12.24), "un sólo, de hecho, es Dios - dice Pablo - y un solo uno el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesus"(1 Timoteo 2:5, Gálatas 3:19-20). En él podemos ver y conocer al Padre; en Él podemos invocar a Dios como "Abba, Padre" en Él nos vienen dada la salvación.

El deseo de conocer a Dios realmente, es decir, de ver el rostro de Dios, está en todos los hombres, incluso en los ateos. Y nosotros tenemos este deseo consciente de ver quién es, qué es, qué es para nosotros. Pero este deseo se realiza siguiendo a Cristo, así vemos la espalda y vemos, por fin, a Dios como a un amigo, su rostro en el rostro de Cristo.

Es importante que sigamos a Cristo pero no sólo cuando lo necesitamos y cuando encontramos un espacio de tiempo, entre los miles quehaceres de cada día, sino con nuestra vida. Toda nuestra existencia debe estar orientada al encuentro con Él, al amor hacia Él y en ella, el amor al prójimo debe tener asimismo un lugar central. Ese amor que, a la luz del Crucificado, nos hace reconocer el rostro de Jesús en el pobre, en el débil y en el que sufre. Ello es posible sólo si el verdadero rostro de Jesús se nos ha vuelto familiar, en la escucha de su Palabra - en el diálogo interior con su Palabra para que lo podamos encontrar a Él verdaderamente - y naturalmente en el Misterio de la Eucaristía. 

En el Evangelio de San Lucas es significativo el pasaje de los dos discípulos de Emaús, que reconocieron a Jesús al partir el pan. Pero preparados por el camino cuando está preparado por la invitación que le hacen para que se quede con ellos, preparado por el diálogo que hizo arder sus corazones. Así ven al final a Jesús. También para nosotros, la Eucaristía es, preparada por una vida en diálogo con Jesús, la gran escuela en la que aprendemos a ver el rostro de Dios, entramos en relación íntima con Él; y aprendemos al mismo tiempo a dirigir la mirada hacia el momento final de la historia, cuando Él nos saciará con la luz de su rostro. En la tierra caminamos hacia esta plenitud, en la espera gozosa que se cumpla el Reino de Dios.

(Traducción de Cecilia de Malak y Eduardo Rubió)

domingo, 13 de enero de 2013

Texto completo de la Homilía del Papa en la fiesta del Bautismo de Jesús: "Jesús ejerce sobre nosotros la acción liberadora del amor de Dios"

Queridos hermanos y hermanas

La alegría que brota de la celebración de la Santa Navidad encuentra hoy cumplimiento en la fiesta del Bautismo del Señor. A esta alegría se añade un ulterior motivo para nosotros, que estamos reunidos aquí: en el sacramento del Bautismo que dentro de poco administraré a estos recién nacidos se manifiesta, en efecto, la presencia viva y operante del Espíritu Santo que, enriqueciendo a la Iglesia con nuevos hijos, la vivifica y la hace crecer, y por esto no podemos dejar de alegrarnos. Deseo dirigirles un saludo especial a ustedes, queridos padres, padrinos y madrinas, que hoy testimonian su fe pidiendo el Bautismo para estos niños, para que sean generados a la vida nueva en Cristo y entren a formar parte de la comunidad de los creyentes.

El relato evangélico del bautismo de Jesús, que hoy hemos escuchado según la redacción de san Lucas, muestra la vía de abajamiento y de humildad, que el Hijo de Dios ha elegido libremente para adherir al designio del Padre, para ser obediente a su voluntad de amor hacia el hombre en todo, hasta el sacrificio en la cruz. Una vez adulto, Jesús da inicio a su ministerio público yendo al río Jordán para recibir de Juan un bautismo de penitencia y de conversión. Sucede lo que a nuestros ojos podría parecer paradójico. ¿Jesús tiene necesidad de penitencia y conversión? Ciertamente no. Y sin embargo, precisamente Aquel que carece de pecado, se pone entre los pecadores para hacerse bautizar, para cumplir este gesto de penitencia; el Santo de Dios se une a cuantos se reconocen necesitados de perdón y piden a Dios el don de la conversión, es decir la gracia de volver a Él con todo el corazón, para ser totalmente suyo. Jesús quiere ponerse de la parte de los pecadores, haciéndose solidario con ellos, expresando la cercanía de Dios. Jesús se muestra solidario con nosotros, con nuestra fatiga de convertirnos, de dejar nuestros egoísmos, de separarnos de nuestros pecados, para decirnos que si lo aceptamos en nuestra vida Él es capaz de volver a levantarnos y conducirnos a la altura de Dios Padre. Y esta solidaridad de Jesús no es, por decirlo de alguna manera, un sencillo ejercicio de la mente y de la voluntad. Jesús se ha inmerso realmente en nuestra condición humana, la ha vivido totalmente, menos que en el pecado, y es capaz de comprender su debilidad y fragilidad. Por esta razón Él siente compasión, elige “partir con” los hombres, hacerse penitente junto a ellos. Ésta es la obra de Dios que Jesús quiere cumplir: la misión divina de curar a quien está herido y medicar a quien está enfermo, de tomar sobre sí el pecado del mundo.

¿Qué sucede en el momento en que Jesús se hace bautizar por Juan? Frente a este acto de amor humilde por parte del Hijo de Dios, se abren los cielos y se manifiesta visiblemente el Espíritu Santo bajo forma de paloma, mientras una voz desde lo alto expresa la complacencia del Padre, que reconoce al Hijo Unigénito, al Amado. Se trata de una verdadera manifestación de la Santísima Trinidad, que da testimonio de la divinidad de Jesús, de su ser el Mesías prometido, Aquel a quien Dios ha enviado a liberar a su pueblo, para que sea salvado (Cfr, Is 40,2). Se realiza así la profecía de Isaías que hemos escuchado en la primera Lectura: el Señor Dios viene con poder para destruir las obras del pecado y su brazo ejerce el dominio para desarmar al Maligno; verdaderamente Jesús actúa como el Pastor bueno que apacienta el rebaño y lo reúne, para que no sea dispersado (Cfr. Is 40,10-11), y ofrece su misma vida para que tenga vida. Por su muerte redentora el hombre es liberado del dominio del pecado y es reconciliado con el Padre; por su resurrección el hombre es salvado de la muerte eterna y es hecho victorioso sobre el Maligno.

Queridos hermanos y hermanas, ¿Qué se produce en el Bautismo que dentro de poco administraré a sus niños? Sucede precisamente esto: serán unidos de modo profundo y para siempre con Jesús, inmersos en el misterio de su muerte, que es fuente de vida, para participar en su resurrección, para renacer a una vida nueva. He aquí el prodigio que hoy se repite también para sus niños: al recibir el Bautismo ellos renacen como hijos de Dios, partícipes de la relación filial que Jesús tiene con el Padre, capaces de dirigirse a Dios llamándolo con plena confidencia y confianza: “Abbá, Padre”. Insertados en esta relación y liberados del pecado original, ellos se convierten en miembros vivos del único cuerpo que es la Iglesia y capaces de vivir en plenitud su vocación a la santidad, de modo que puedan heredar la vida eterna, obtenida gracias a la resurrección de Jesús.

Queridos padres, al pedir el Bautismo para sus niños, ustedes manifiestan y testimonian su fe, la alegría de ser cristianos y de pertenecer a la Iglesia. Es la alegría que brota de la conciencia de haber recibido un gran don de Dios, precisamente la fe, un don que ninguno de nosotros ha podido merecer, pero que nos ha sido dado gratuitamente y al cual hemos respondido con nuestro “sí”. Es la alegría de reconocernos hijos de Dios, de descubrir que nos encomendamos a sus manos, de sentirnos acogidos en un abrazo de amor, del mismo modo que una mamá sostiene y abraza a su niño. Esta alegría, que orienta el camino de cada cristiano, se funda en una relación personal con Jesús, una relación que orienta la entera existencia humana. En efecto, Él es el sentido de nuestra vida, Aquel sobre el cual vale la pena tener fija la mirada, para ser iluminados por su Verdad y poder vivir en plenitud. Por esto el camino de la fe que hoy comienza para estos niños se funda en una certeza, en la experiencia de que no hay nada más grande que conocer a Cristo y comunicar a los demás la amistad con Él; sólo en esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana y podemos experimentar lo que es bello y lo que libera (Cfr. Homilía de la Santa Misa por el inicio del Pontificado, 24 de abril de 2005). Quien ha experimentado esto no está dispuesto a renunciar a su propia fe por ninguna otra cosa en el mundo.

A ustedes, queridos padrinos y madrinas, les corresponde el importante deber de sostener y ayudar en la obra educativa de los padres, flanqueándolos en la transmisión de las verdades de la fe y en el testimonio de los valores del Evangelio, en hacer crecer a estos niños en una amistad cada vez más profunda con el Señor. Sepan ofrecerles siempre su buen ejemplo, mediante el ejercicio de las virtudes cristianas. No es fácil manifestar abiertamente y sin compromisos aquello en lo que se cree, especialmente en el contexto en el que vivimos, frente a una sociedad que considera con frecuencia fuera de moda y fuera del tiempo a quienes viven de la fe en Jesús. Siguiendo la ola de esta mentalidad, también puede existir entre los cristianos el riesgo de entender la relación con Jesús como limitante, como algo que mortifica la propia realización personal; “Dios es visto como el límite de nuestra libertad, un límite que hay que eliminar a fin de que el hombre pueda ser totalmente sí mismo” (La infancia de Jesús, 101). ¡Pero no es así! Esta visión muestra que no ha entendido nada de la relación con Dios, porque precisamente en la medida en que se procede en el camino de la fe, se comprende que Jesús ejerce sobre nosotros la acción liberadora del amor de Dios, que nos hace salir de nuestro egoísmo, de estar replegados sobre nosotros mismos, para conducirnos a una vida plena, en comunión con Dios y abierta a los demás. “Dios es amor, y el que permanece en el amor permanece en Dios” (1 Jn 4, 16). Estas palabras de la Primera Carta de Juan expresan con singular claridad el centro de la fe cristiana: la imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen del hombre y de su camino» (Encíclica Deus caritas est, 1). 

El agua con la cual estos niños serán marcados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, los inmergirá en esa “fuente” de vida que es Dios mismo y que los hará sus hijos verdaderos. Y la semilla de las virtudes teologales, infundidas por Dios, la fe, la esperanza y la caridad, semilla que hoy es puesta en sus corazones por el poder del Espíritu Santo, deberá ser alimentada siempre por la Palabra de Dios y por los Sacramentos, de modo que estas virtudes del cristiano puedan crecer y llegar a su plena maduración, hasta hacer de cada uno de ellos un verdadero testigo del Señor. Mientras invocamos sobre estos pequeños la efusión del Espíritu Santo, los encomendamos a la protección de la Santísima Virgen; que Ella los custodie siempre con su materna presencia y los acompañe en todo momento de su vida. Amén.

(Traducción de María Fernanda Bernasconi).

Texto Alocución del Benedicto XVI previo al rezo mariano del Angelus Domini 13.01.2012

Queridos hermanos y hermanas: 
Con este domingo después de la Epifanía se concluye el Tiempo litúrgico de la Navidad: tiempo de luz, la luz de Cristo que, como nuevo sol aparecido en el horizonte de la humanidad, disipa las tinieblas del mal y de la ignorancia. Celebramos hoy la fiesta del Bautismo de Jesús: aquel Niño, hijo de la Virgen, que contemplamos en el misterio de su nacimiento, lo vemos hoy adulto sumergirse en las aguas del río Jordán, y santificar así todas las aguas y el cosmos entero –como indica la tradición oriental. Pero ¿por qué Jesús, en quien no había sombra de pecado, fue para hacerse bautizar por Juan? ¿Por qué quiso realizar este gesto de penitencia y conversión, junto con tantas personas que de este modo querían prepararse para la venida del mesías? Aquel gesto –que marca el inicio de la vida pública de Cristo, se coloca en la misma línea de la Encarnación, de la venida de Dios desde el más alto de los cielos hasta el abismo de los infiernos. El sentido de este movimiento de abajamiento divino se resume en una única palabra: amor, que es el nombre mismo de Dios. Escribe el apóstol Juan: «Así Dios nos manifestó su amor: envió a su Hijo único al mundo, para que tuviéramos Vida por medio de él», y lo envió «como víctima propiciatoria por nuestros pecados» (1 Jn 4,9-10). Por esto el primer acto público de Jesús fue el de recibir el bautismo de Juan, el cual, viéndolo llegar, dijo: «Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29).

Narra el evangelista Lucas que mientras Jesús, habiendo recibido el bautismo, «mientras estaba orando, se abrió el cielo y el Espíritu Santo descendió sobre él en forma corporal, como una paloma. Se oyó entonces una voz del cielo: “Tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección”» (3,21-22). Este Jesús es el Hijo de Dios que está totalmente inmerso en la voluntad de amor del Padre. Este Jesús es Aquel que morirá en la cruz y resurgirá por la potencia del mismo Espíritu que ahora se posa sobre Él y lo consagra. Este Jesús es el hombre nuevo que quiere vivir como hijo de Dios, es decir, en el amor; el hombre que ante el mal del mundo, elige el camino de la humildad y de la responsabilidad, elige no de salvarse a sí mismo sino de ofrecer la propia vida por la verdad y la justicia. Ser cristianos significa vivir así, pero este tipo de vida comporta renacer: renacer desde lo alto, desde Dios, desde la Gracia. Este renacer es el Bautismo, que Cristo ha donado a la Iglesia para regenerar a los hombres en la vida nueva. Afirma un antiguo texto atribuido a san Hipólito: “quien baja con fe en este bautismo de regeneración, renuncia al diablo y se une a Cristo, reniega al enemigo y reconoce que Cristo es Dios, se desnuda de la esclavitud y se reviste de la adopción filial” (del Discurso sobre la Epifanía, 10: Pg 10, 862).

Según la tradición, esta mañana tuve la alegría de bautizar a un numeroso grupo de niños que nacieron en los últimos tres o cuatro meses. En este momento quiero extender mi oración y mi bendición a todos los recién nacidos; pero en especial invitar a todos a recordar nuestro Bautismo, hacer memoria de aquel renacer espiritual que nos abrió el camino de la vida eterna. Que pueda cada cristiano, en este Año de la fe, redescubrir la belleza de haber renacido desde lo alto, desde el amor de Dios, y vivir como su verdadero hijo. 

Traducción: Patricia L. Jáuregui Romero / @pjuregui

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