El Papa ha alentado a testimoniar unidos a Cristo y llevar su esperanza
donde hay injusticia, odio y desesperación. Presidiendo las segundas
Vísperas de la Conversión de san Pablo y culminando la Semana de Oración
por la Unidad de los cristianos, Benedicto XVI ha reiterado la
importancia de rezar, como participación en la realización del proyecto
divino para la Iglesia, y ha hecho hincapié en que el compromiso activo
por el restablecimiento de la unidad «es un deber y una gran
responsabilidad para todos».
En la fiesta de la Conversión del
Apóstol de los gentiles, el Papa ha señalado que «la experiencia
personal vivida por san Pablo le permite esperar con fundada esperanza
el cumplimiento de este misterio de transformación, que atañerá a todos
los que han creído en Jesucristo, así como a toda la humanidad y a toda
la creación».
En la Basílica papal de san Pablo extramuros,
donde el Beato Juan XXIII, anunció un día como hoy hace 53 años, el
Concilio Vaticano II - recordando que «cuando imploramos el don de la
unidad de los discípulos de Cristo, hacemos nuestro el anhelo expresado
por Jesucristo en la vigilia de su pasión y muerte, en la oración que
dirige al Padre: «Que todos sean uno» (Jn 17,21) - Benedicto XVI ha
alentado nuevamente a la esperanza:
«Aun experimentando en
nuestros días la situación dolorosa de la división, los cristianos
podemos y debemos mirar al futuro con esperanza, puesto que la victoria
de Cristo significa la superación de todo lo que nos impide compartir la
plenitud de vida con Él y con los demás, ha señalado una vez más
Benedicto XVI, enfatizando que «la resurrección de Jesucristo confirma
que la bondad de Dios vence el mal, el amor supera la muerte». Él nos
acompaña en la lucha contra la fuerza destructora del pecado que
damnifica a la humanidad y a toda la creación de Dios».
Nuestras
divisiones hacen menos luminoso nuestro testimoniar a Cristo. La meta
de la unidad plena, que esperamos con activa esperanza y por la que
rezamos con confianza, es una victoria no secundaria, sino importante
por el bien de la familia humana». Tras destacar que «en la cultura que
predomina hoy, la idea de victoria se asocia a menudo con un éxito
inmediato», el Papa ha puesto de relieve que «sin embargo, en la óptica
cristiana, la victoria es un largo proceso de transformación y de
crecimiento en el bien, aunque según la perspectiva de los hombres, no
siempre pueda parecer lineal».
Invitando a la confianza y a la
perseverancia pues «la victoria se produce según los tiempos de Dios, no
según los nuestros», y si bien el Reino de Dios irrumpa definitivamente
en la historia con la resurrección de Jesús, su Reino aún no se ha
realizado, el Papa ha recordado «la victoria final llegará sólo con la
segunda venida del Señor, que nosotros esperamos con paciente esperanza.
También nuestra espera de la unidad visible de la Iglesia debe ser
paciente y confiada. Sólo en esta disposición encuentran su significado
pleno nuestra oración y nuestro compromiso cotidianos por la unidad de
los cristianos. La conducta de espera paciente no significa pasividad o
resignación, sino respuesta pronta y atenta a toda posibilidad de
comunión y hermandad, que el Señor nos dona».
«A la intercesión
de san Pablo – ha afirmado Benedicto XVI - deseo encomendar a todos
aquellos que, con su oración y su compromiso, se esmeran por la causa de
la unidad de los cristianos. Aunque a veces se pueda tener la impresión
de que el camino hacia el restablecimiento pleno de la comunión siga
siendo aún muy largo y lleno de obstáculos, invito a todos a renovar su
propia determinación en perseguir, con valentía y generosidad, la unidad
que es voluntad de Dios, siguiendo el ejemplo de san Pablo, que ante
dificultades de todo tipo, conservó siempre firme la confianza en Dios,
que lleva a cumplimiento su obra. Por otra parte, en este camino no
faltan signos positivos de una reencontrada fraternidad y de un sentido
compartido de responsabilidad ante las grandes problemáticas que afligen
a nuestro mundo. Todo ello es motivo de alegría y de gran esperanza y
debe alentarnos a proseguir nuestro compromiso para llegar todos juntos a
la meta final, sabiendo que nuestros esfuerzos no son vanos en el
Señor».
Texto completo de la homilía de Benedicto XVI:
¡Queridos hermanos y hermanas!
Con
gran alegría dirijo mi caluroso saludo a todos los que están reunidos
en esta Basílica en la Fiesta litúrgica de la Conversión de San Pablo,
para concluir la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, en
este año en que celebramos el quincuagésimo aniversario de la apertura
del Concilio Vaticano II, que el beato Juan XXIII anunció justo en esta
Basílica, el 25 de enero de 1959. El tema ofrecido a nuestra meditación
en la Semana de oración que hoy concluimos es: «Todos seremos
transformados por la victoria de nuestro Señor Jesucristo» (cfr 1 Cor
15,51-58).
El significado de esta misteriosa transformación, de
la que nos habla la segunda lectura breve de esta tarde, se muestra
admirablemente en la vivencia personal de san Pablo. A raíz del evento
extraordinario sucedido de camino a Damasco, Saulo, que se caracterizaba
por el celo con el que perseguía a la Iglesia naciente, fue
transformado en infatigable apóstol del Evangelio de Jesucristo. En la
vivencia de este extraordinario evangelizador, se percibe claramente que
esta transformación no es el resultado de una larga reflexión interior y
tampoco es el fruto de un esfuerzo personal. Es, ante todo, obra de la
gracia de Dios que ha actuado según sus caminos imperscrutables. Es por
ello que Pablo, escribiendo a la comunidad de Corinto, algunos años
después de su conversión, afirma, como hemos escuchado en la primera
lectura de estas Vísperas: «por la gracia de Dios soy lo que soy, y su
gracia no fue estéril en mí» (1 Cor 15, 20).
Además, considerando
con atención la vivencia de san Pablo, se comprende cómo la
transformación que él experimentó en su existencia no se limita al
ámbito ético – como conversión de la inmoralidad a la moralidad -, ni al
intelectual – como cambio de su propio modo de comprender la realidad
-, sino que se trata, más bien, de una renovación radical del propio
ser, semejante en muchos aspectos a un renacer. Una transformación de
tal envergadura encuentra su cimiento en la participación en el misterio
de la Muerte y Resurrección de Jesucristo y se perfila como un camino
gradual de conformación en Él. A la luz de esta toma de conciencia, san
Pablo, cuando luego será llamado a defender la legitimidad de su
vocación apostólica y del evangelio que anuncia, dirá: «Ya no vivo yo,
sino que Cristo vive en mí: la vida que sigo viviendo en la carne, la
vivo en la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gal
2,20).
La experiencia personal vivida por san Pablo le permite
esperar con fundada esperanza el cumplimiento de este misterio de
transformación, que atañerá a todos los que han creído en Jesucristo,
así como a toda la humanidad y a toda la creación. En la segunda lectura
breve, que se ha proclamado esta tarde, san Pablo, después de haber
desarrollado una larga argumentación destinada a reforzar en los fieles
la esperanza de la resurrección, utilizando las imágenes tradicionales
de la literatura apocalíptica de su época, describe en pocas líneas el
gran día del juicio final, en el que se cumple el destino de la
humanidad: «En un instante, en un abrir y cerrar de ojos, cuando suene
la trompeta final... los muertos resucitarán incorruptibles y nosotros
seremos transformados» ( 1 Cor 15,52).
Ese día, todos los
creyentes quedarán conformados en Cristo y todo lo corruptible será
transformado por su gloria: «Lo que es corruptible debe revestirse de la
incorruptibilidad y lo que es mortal debe revestirse de la
inmortalidad» (v 53). Entonces, finalmente el triunfo de Cristo será
completo, porque – nos dice aún san Pablo, mostrando cómo se realizan
las antiguas profecías - la muerte será derrotada definitivamente y, con
ella, el pecado que la hizo entrar en el mundo y la Ley que fija el
pecado sin dar la fuerza necesaria para vencerlo: «La muerte ha sido
vencida / ¿Dónde está, muerte, tu victoria? / ¿Dónde está tu aguijón? /
Porque lo que provoca la muerte es el pecado y lo que da fuerza al
pecado es la ley» ( 54 – 56).
San Pablo nos dice, pues, que cada
hombre, mediante el bautismo en la muerte y resurrección de Cristo,
participa en la victoria de Aquel que fue el primero en vencer la
muerte, comenzando un camino de transformación que se manifiesta desde
ahora en una novedad de vida y que alcanzará su plenitud al final de los
tiempos.
Es muy significativo que le lectura termine con un
agradecimiento: «¡Demos gracias a Dios, que nos ha dado la victoria por
nuestro Señor Jesucristo!» ( 57). El canto de victoria sobre la muerte
se transforma en canto de gratitud elevado al Vencedor. También nosotros
esta tarde, celebrando las laudes de de Dios, queremos aunar nuestras
voces, nuestras mentes y nuestros corazones en este himno de
agradecimiento por lo que la gracia divina ha obrado en el Apóstol de
los gentiles y por el admirable diseño salvífico que Dios Padre cumple
en nosotros, por medio del Señor Jesucristo. Mientras elevamos nuestra
oración, confiamos en ser transformados y conformados a imagen de
Cristo. Ello es particularmente verdadero en la oración por la unidad de
los cristianos. En efecto, cuando imploramos el don de la unidad de los
discípulos de Cristo, hacemos nuestro el anhelo expresado por
Jesucristo en la vigilia de su pasión y muerte, en la oración que dirige
al Padre: «Que todos sean uno» (Jn 17,21).
Por este motivo, la
oración por la unidad de los cristianos no es otra cosa que
participación en la realización del proyecto divino para la Iglesia y el
compromiso activo por el restablecimiento de la unidad es un deber y
una gran responsabilidad para todos.
Aun experimentando en
nuestros días la situación dolorosa de la división, los cristianos
podemos y debemos mirar al futuro con esperanza, puesto que la victoria
de Cristo significa la superación de todo lo que nos impide compartir la
plenitud de vida con Él y con los demás. La resurrección de Jesucristo
confirma que la bondad de Dios vence el mal, el amor supera la muerte.
Él nos acompaña en la lucha contra la fuerza destructora del pecado que
damnifica a la humanidad y a toda la creación de Dios. La presencia de
Cristo resucitado nos llama a todos los cristianos a actuar juntos en la
causa del bien. Unidos en Cristo, estamos llamados a compartir su
misión, que es la de llevar la esperanza allí donde dominan la
injusticia, el odio y la desesperación. Nuestras divisiones hacen menos
luminoso nuestro testimoniar a Cristo. La meta de la unidad plena, que
esperamos con activa esperanza y por la que rezamos con confianza, es
una victoria no secundaria, sino importante por el bien de la familia
humana.
En la cultura que predomina hoy, la idea de victoria se
asocia a menudo con un éxito inmediato. Sin embargo, en la óptica
cristiana, la victoria es un largo proceso de transformación y de
crecimiento en el bien, aunque según la perspectiva de los hombres, no
siempre pueda parecer lineal. La victoria se produce según los tiempos
de Dios, no según los nuestros, y requiere de nosotros profunda fe y
paciente perseverancia. Si bien el Reino de Dios irrumpa definitivamente
en la historia con la resurrección de Jesús, su Reino aún no se ha
realizado. La victoria final llegará sólo con la segunda venida del
Señor, que nosotros esperamos con paciente esperanza. También nuestra
espera de la unidad visible de la Iglesia debe ser paciente y confiada.
Sólo en esta disposición encuentran su significado pleno nuestra oración
y nuestro compromiso cotidianos por la unidad de los cristianos. La
conducta de espera paciente no significa pasividad o resignación, sino
respuesta pronta y atenta a toda posibilidad de comunión y hermandad,
que el Señor nos dona.
En este clima espiritual, quisiera dirigir
algunos saludos particulares. En primer lugar, al Cardenal Monterisi,
Arcipreste de esta Basílica; al Abad y a la Comunidad de los mojes
benedictinos que nos hospedan. Saludo al Cardenal Koch, Presidente del
Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, y a
todos los colaboradores de este Dicasterio. Dirijo mis cordiales y
fraternos saludos a Su Eminencia el Metropolita Gennadios, representante
del Patriarcado ecuménico, y al Reverendo Canónigo Richardson,
representante personal en Roma del Arzobispo de Canterbury, y a todos
los representantes de las diversas Iglesias y Comunidades eclesiales,
reunidos aquí esta tarde. Además, me complace de forma especial saludar a
algunos miembros del Grupo de trabajo integrado por exponentes de
diversas Iglesias y Comunidades eclesiales presentes en Polonia, que han
preparado los textos para la Semana de Oración de este año, a los que
quisiera expresar mi gratitud y mis mejores deseos para que prosigan por
el camino de la reconciliación y de la fructuosa colaboración. Así como
a los miembros del Global Christian Forum, que en estos días están en
Roma para reflexionar sobre la ampliación de la participación en el
movimiento ecuménico de nuevos elementos. Saludo también al grupo de
estudiantes del Instituto Ecuménico del Consejo Ecuménico de las
Iglesias de Bossey.
A la intercesión de san Pablo deseo
encomendar a todos aquellos que, con su oración y su compromiso, se
esmeran por la causa de la unidad de los cristianos. Aunque a veces se
pueda tener la impresión de que el camino hacia el restablecimiento
pleno de la comunión siga siendo aún muy largo y lleno de obstáculos,
invito a todos a renovar su propia determinación en perseguir, con
valentía y generosidad, la unidad que es voluntad de Dios, siguiendo el
ejemplo de san Pablo, que ante dificultades de todo tipo, conservó
siempre firme la confianza en Dios, que lleva a cumplimiento su obra.
Por otra parte, en este camino no faltan signos positivos de una
reencontrada fraternidad y de un sentido compartido de responsabilidad
ante las grandes problemáticas que afligen a nuestro mundo. Todo ello es
motivo de alegría y de gran esperanza y debe alentarnos a proseguir
nuestro compromiso para llegar todos juntos a la meta final, sabiendo
que nuestros esfuerzos no son vanos en el Señor (cfr 1 Cor 15,58). Amén.
Después de los Ritos de Introducción, el Card. Koch dirigió un saludo al Papa:
Saludo dirigido al Santo Padre por el Cardenal Kurt Koch,
Presidente
del Pontificio Consejo para la promoción de la Unidad de los
Cristianos, durante las Vísperas al concluir la Semana de oración por la
Unidad de los Cristianos 2012,
en la Basílica Papal de San Paolo extramuros
Padre Santo,
En
nombre de todos los presentes reunidos en oración en esta Basílica, Le
dirijo un cordial saludo en la celebración de las Vísperas que marcan la
conclusión de de la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos.
Le expresamos nuestra profunda gratitud por haber querido, también este
año, estar presente en esta ceremonia, testimoniando nuevamente su
anhelo de todo corazón y su solicitud en lo que respecta a la búsqueda
ecuménica de la recomposición de la unidad visible de los cristianos. La
presencia de los representantes de otras Iglesias y Comunidades
eclesiales en esta celebración demuestra que Su invitación rezar por la
unidad de los cristianos ha sido acogida por muchos y en muchos
encuentra una atenta escucha y un corazón receptivo.
La Semana de
Oración por la Unidad de los Cristianos se inspira este año en el
dichoso anuncio de la Primera Carta a los Corintios: «Todos seremos
transformados por la victoria de nuestro Señor Jesucristo» . Por ello,
es un signo particularmente bello, celebrar la conclusión de la Semana
de oración en la Fiesta de la conversión de San Pablo. San Pablo ha
experimentado la transformación más importante de la su vida en su
encuentro con Cristo Resucitado, camino de Damasco y, gracias a este
encuentro, llegó a ser el gran anunciador del Evangelio cristiano.
También todos nosotros tenemos necesidad constantemente de
transformarnos y de convertirnos a Cristo. Sabemos que también la unidad
de los cristianos sólo puede sernos donada por Dios, con el pacto de
que nos dejemos transformar por Él y de que abramos nuestro corazón, que
a veces tenemos cerrado, también para otros, en los que sale a nuestro
encuentro la llamada de Dios. Sólo si juntos nos convertimos a Cristo,
podemos alcanzar esa unidad que en Cristo ya nos ha sido donada, pero
que debe encontrar una forma visible en nuestra vida personal y en
nuestra vida como Iglesia.
La oración por la recomposición de esta
unidad es y sigue siendo, como ha subrayado el Concilio Vaticano
Segundo, “el alma de todo el movimiento ecuménico” (UR 8). Con Su
presencia, Padre Santo, nos recuerda esta convicción de fondo de toda la
Iglesia y de toda la comunidad ecuménica. Poder rezar juntos con Usted
por la unidad de los cristianos nos llena de alegría y nos fortalece en
nuestro compromiso ecuménico. Mientras le agradecemos de todo corazón
por este testimonio y pos su presencia entre nosotros, le rogamos de
corazón que nos conceda su bendición apostólica.
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