En 1971 se publica en Italia “La terza età”, traducción de un texto de Simone
de Beauvoir que, con mucho mayor realismo, se titulaba “La vieillesse”. Ha
pasado mucho tiempo desde que la pensadora francesa denunciaba una especie de
conjura de silencio en torno al fenómeno de la vejez y a sus problemas
específicos, no sólo sanitarios: hoy hablamos ya de cuarta edad y seguimos
prefiriendo la noción de anciano (literalmente “nacido antes”) a la de viejo.
Pero ello no significa que haya crecido la conciencia de que la vejez sea el
tiempo propio de cada hombre que vive largamente y que es parte de nuestra
condición humana.
Tenía razón Proust cuando apuntaba que es más fácil pensar en el hombre como
mortal que como viejo. Y es por esto que actualmente se acentúan los discursos
que indican a los viejos como aquellos que “roban” el futuro a los jóvenes,
cargando en sus espaldas los costes de las pensiones y absorbiendo ingentes
recursos económicos. Se perfila así, de modo sutil pero constante, una imagen de
la vejez como peso social, especialmente si ésta se acompaña de la enfermedad.
Cierto: hay que censurar la idea de que también los jóvenes serán ancianos y que
cultivando esta imagen corren el riesgo de construir su futura condena. Pero
vivimos en una época en que parece difícil pensar y programar por tiempos
largos.
En la era de la tecnología, de la innovación y del consumo, la palabra vejez
parece “obscena”. En el reino de las cosas lo que es viejo está superado; hay
que sustituirlo, desguazarlo. En el reino de las personas lo que es viejo hay
que camuflarlo, disfrazarlo de joven; puede tener voz sólo si se transforma en
“anciano”. De hecho existe toda una economía que gira en torno a la figura del
anciano como consumidor: de productos para la salud y la belleza, de viajes, de
vacaciones especializadas. Todo ello tiene sus lados positivos, pero responde a
una sutil lógica negacionista: los viejos no existen y hay sólo tercera y cuarta
edad para gestionar según lógicas renovadas de mercado que corrigen la imagen
del peso sólo cuando los ancianos se transforman en un recurso económico. La
distinción, que trágicamente resurge, entre vidas dignas y no dignas de ser
vividas, se debe mucho a este planteamiento. Pero una juventud que no sepa
pensarse en la vejez y una vejez que no sepa reconciliarse con la juventud es
signo de una humanidad que no sabe pensar en el futuro con el signo de la
esperanza, que no es capaz de percibir el valor de la existencia humana en el
círculo de sus relaciones significativas.
Hay un episodio evangélico que ilumina, con su poder teológico y simbólico,
esta relación. Se trata del relato de la presentación de Jesús al anciano
Simeón. Los padres ponen al neonato en brazos del viejo judío quien,
acogiéndolo, pronuncia un espléndido himno en el que se salda el tiempo de la
vida y la expectativa de la muerte: “Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor
muera en paz, como lo has prometido, porque mis ojos han visto la salvación que
preparaste delante de todos los pueblos, luz para iluminar a las gentes”.
Este cántico expresa el nexo inescindible entre la esperanza introducida por
el nacimiento y la entrega al evento de la muerte un nexo que vincula a los
neonatos con los ancianos en el hecho de compartir un tiempo significativo para
la existencia, que la Encarnación revela a cada hombre. La custodia de la vida
naciente y la de la vejez son las dos caras de una única historia humana.
Nuestra sociedad no necesita más hijos para garantizar el sostenimiento
económico en la vejez, sino que necesita reencontrar, en la apertura a la vida,
ese signo de esperanza y de confianza en la bondad de la existencia que es capaz
de dar sentido a toda la historia del hombre.
Adriano Pessina
http://www.osservatoreromano.va
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