1. De la fe a las virtudes
La letra te enseña lo ocurrido; lo que debes creer, la alegoría. / La moral, qué hacer; hacia dónde tender, la anagogía (Littera gesta docet, quid credas allegoria. / Moralis, quid agas; quo tendas anagogia). Hemos llegado al tercer nivel de lectura de la Escritura: el moral, que trata de sacar de la Pascua enseñanzas prácticas para la vida y las costumbres.
Es importante observar el orden con el que se suceden estos distintos sentidos de la Biblia: no viene primero la moral y después el misterio, primero las obras y después la fe, sino al contrario. Se respeta el principio formulado por San Gregorio Magno: «No se llega de las virtudes a la fe, sino de la fe a las virtudes».
Lamentablemente en cierto momento este orden se perturba. A algunos Padres les pareció pedagógicamente más conveniente tratar antes de las cosas morales y después de las místicas, que son las más elevadas. Ambrosio propone por lo tanto un nuevo orden: primero, la historia, segundo la moral, tercero el misterio. Esta tendencia se reforzaba por el hecho de que se ponía en relación la vida activa con la moral y la vida contemplativa con el misterio y se sabe cuánto, en la Edad Media, la contemplación simbolizada por María se consideraba más elevada que la vida activa representada por Marta. Cuando después se afirmó la costumbre de dividir la vida espiritual en las tres famosas etapas de vida purgativa, vida iluminativa y vida mística, la moral que preside la vida purgativa no podía sino preceder, al comentar la Escritura, la atención al misterio.
De tal forma, en la práctica, si bien no en teoría, se colocaban las obras por delante de la fe, la moral por delante del kerygma. También esto contribuirá a crear la situación que dará a Lutero el pretexto para su contestación radical. Cristo no es para él un modelo a imitar con la propia vida, sino un don a acoger mediante la fe, y punto. Nacía la controversia sobre fe y obras, destinada a arrastrase tan prolongadamente y crear tantas falsas contraposiciones.
Hoy, con el documento común de la Iglesia Católica y la Federación de las Iglesias Luteranas, se ha llegado, al menos sobre este punto, a un acuerdo; no o la fe o las obras, sino y la fe y las obras, cada una sin embargo en el propio orden. En el fondo era lo que había enunciado San Gregorio Magno con su máxima: «No se llega de las virtudes a la fe, sino de la fe a las virtudes».
2. Quitad la levadura vieja
Aplicada a la Pascua, la lectura moral tiene detrás una larga historia. San Pablo escribe a los Corintios: «Purificaos de la levadura vieja, para ser masa nueva; pues sois ázimos. Porque Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado. Así que, celebremos la fiesta, no con vieja levadura, ni con levadura de malicia e inmoralidad, sino con ázimos de pureza y verdad» (1 Co 5, 7-8)
Todo parece indicar que el Apóstol escribe estas palabras ante la inminencia de una fiesta de Pascua, tal vez la del año 57. La exhortación «así que celebremos la fiesta» se refiere precisamente a la Pascua que ya no se entiende sólo como recuerdo de la inmolación del cordero y de la salida de Egipto, sino también y sobre todo como recuerdo de la inmolación de Cristo. Es el más antiguo testimonio de la existencia de una Pascua cristiana, «nuestra Pascua».
Esta de San Pablo es por lo tanto la primera predicación «cuaresmal» del cristianismo y esto la hace aún más actual en este momento. El Apóstol se basa en la costumbre judía de revisar la casa la víspera de Pascua y eliminar todo rastro de pan fermentado para ilustrar las implicaciones morales de la Pascua cristiana. El creyente también debe explorar la casa interior de su corazón para destruir todo lo que pertenece al viejo régimen del pecado y de la corrupción.
El desarrollo sucesivo de la doctrina y de la práctica de la Iglesia ha precisado dónde y cómo esta purificación pascual debe hallar su actuación concreta, cómo se hace para eliminar «la levadura vieja»: en el sacramento de la reconciliación. Aplicando a la Pascua el esquema cuatripartito que seguimos en estas meditaciones, un autor medieval escribe: «Pascua puede tener un significado histórico, uno alegórico, uno moral y uno anagógico. Históricamente, la Pascua sucede cuando el ángel exterminador pasó por Egipto; alegóricamente, cuando la Iglesia, en el bautismo, pasa de la infidelidad a la fe; moralmente, cuando el alma, a través de la confesión y la contrición, pasa del vicio a la virtud; anagógicamente, cuando pasamos de la miseria de esta vida a las alegrías eternas».
El vínculo estrecho entre Pascua y confesión fue confirmado canónicamente por el Concilio Lateranente IV de 1215 que prescribió confesar y comulgar al menos en Pascua. En la Novo millennio ineunte, el Santo Padre exhorta a «proponer de modo persuasivo y eficaz la práctica del sacramento de la reconciliación» . No sé si lograré hacerlo «de modo persuasivo y eficaz»; sin embargo deseo recoger igualmente la invitación y decir algo que acreciente en nosotros el deseo de una buena confesión pascual.
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