Venerables Hermanos en
el Episcopado,
salud y Bendición
Apostólica
La fe y la razón
(Fides et ratio) son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se
eleva hacia la contemplación de la verdad. Dios ha puesto en el corazón del
hombre el deseo de conocer la verdad y, en definitiva, de conocerle a Él para
que, conociéndolo y amándolo, pueda alcanzar también la plena verdad sobre sí
mismo (cf. Ex 33, 18; Sal 27 [26], 8-9; 63 [62], 2-3; Jn 14, 8; 1 Jn 3, 2).
INTRODUCCIÓN
1. Tanto en Oriente
como en Occidente es posible distinguir un camino que, a lo largo de los
siglos, ha llevado a la humanidad a encontrarse progresivamente con la verdad y
a confrontarse con ella. Es un camino que se ha desarrollado — no podía ser de
otro modo — dentro del horizonte de la autoconciencia personal: el hombre
cuanto más conoce la realidad y el mundo y más se conoce a sí mismo en su unicidad,
le resulta más urgente el interrogante sobre el sentido de las cosas y sobre su
propia existencia. Todo lo que se presenta como objeto de nuestro conocimiento
se convierte por ello en parte de nuestra vida. La exhortación Conócete a ti
mismo estaba esculpida sobre el dintel del templo de Delfos, para testimoniar
una verdad fundamental que debe ser asumida como la regla mínima por todo
hombre deseoso de distinguirse, en medio de toda la creación, calificándose
como « hombre » precisamente en cuanto « conocedor de sí mismo ».
Por lo demás, una
simple mirada a la historia antigua muestra con claridad como en distintas
partes de la tierra, marcadas por culturas diferentes, brotan al mismo tiempo
las preguntas de fondo que caracterizan el recorrido de la existencia humana:
¿quién soy? ¿de dónde vengo y a dónde voy? ¿por qué existe el mal? ¿qué hay
después de esta vida? Estas mismas preguntas las encontramos en los escritos
sagrados de Israel, pero aparecen también en los Veda y en los Avesta; las
encontramos en los escritos de Confucio e Lao-Tze y en la predicación de los
Tirthankara y de Buda; asimismo se encuentran en los poemas de Homero y en las
tragedias de Eurípides y Sófocles, así como en los tratados filosóficos de
Platón y Aristóteles. Son preguntas que tienen su origen común en la necesidad
de sentido que desde siempre acucia el corazón del hombre: de la respuesta que
se dé a tales preguntas, en efecto, depende la orientación que se dé a la
existencia.
2. La Iglesia no es
ajena, ni puede serlo, a este camino de búsqueda. Desde que, en el Misterio
Pascual, ha recibido como don la verdad última sobre la vida del hombre, se ha
hecho peregrina por los caminos del mundo para anunciar que Jesucristo es « el
camino, la verdad y la vida » (Jn 14, 6). Entre los diversos servicios que la
Iglesia ha de ofrecer a la humanidad, hay uno del cual es responsable de un
modo muy particular: la diaconía de la verdad.(1) Por una parte, esta misión
hace a la comunidad creyente partícipe del esfuerzo común que la humanidad lleva
a cabo para alcanzar la verdad; (2) y por otra, la obliga a responsabilizarse
del anuncio de las certezas adquiridas, incluso desde la conciencia de que toda
verdad alcanzada es sólo una etapa hacia aquella verdad total que se
manifestará en la revelación última de Dios: « Ahora vemos en un espejo, en
enigma. Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo parcial, pero
entonces conoceré como soy conocido » (1 Co 13, 12).
3. El hombre tiene
muchos medios para progresar en el conocimiento de la verdad, de modo que puede
hacer cada vez más humana la propia existencia. Entre estos destaca la
filosofía, que contribuye directamente a formular la pregunta sobre el sentido
de la vida y a trazar la respuesta: ésta, en efecto, se configura como una de
las tareas más nobles de la humanidad. El término filosofía según la etimología
griega significa « amor a la sabiduría ». De hecho, la filosofía nació y se
desarrolló desde el momento en que el hombre empezó a interrogarse sobre el por
qué de las cosas y su finalidad. De modos y formas diversas, muestra que el
deseo de verdad pertenece a la naturaleza misma del hombre. El interrogarse
sobre el por qué de las cosas es inherente a su razón, aunque las respuestas
que se han ido dando se enmarcan en un horizonte que pone en evidencia la
complementariedad de las diferentes culturas en las que vive el hombre.
La gran incidencia que
la filosofía ha tenido en la formación y en el desarrollo de las culturas en
Occidente no debe hacernos olvidar el influjo que ha ejercido en los modos de
concebir la existencia también en Oriente. En efecto, cada pueblo, posee una
sabiduría originaria y autóctona que, como auténtica riqueza de las culturas,
tiende a expresarse y a madurar incluso en formas puramente filosóficas. Que
esto es verdad lo demuestra el hecho de que una forma básica del saber
filosófico, presente hasta nuestros días, es verificable incluso en los
postulados en los que se inspiran las diversas legislaciones nacionales e
internacionales para regular la vida social.
4. De todos modos, se
ha de destacar que detrás de cada término se esconden significados diversos.
Por tanto, es necesaria una explicitación preliminar. Movido por el deseo de
descubrir la verdad última sobre la existencia, el hombre trata de adquirir los
conocimientos universales que le permiten comprenderse mejor y progresar en la
realización de sí mismo. Los conocimientos fundamentales derivan del asombro
suscitado en él por la contemplación de la creación: el ser humano se sorprende
al descubrirse inmerso en el mundo, en relación con sus semejantes con los
cuales comparte el destino. De aquí arranca el camino que lo llevará al
descubrimiento de horizontes de conocimientos siempre nuevos. Sin el asombro el
hombre caería en la repetitividad y, poco a poco, sería incapaz de vivir una
existencia verdaderamente personal.
La capacidad
especulativa, que es propia de la inteligencia humana, lleva a elaborar, a
través de la actividad filosófica, una forma de pensamiento riguroso y a
construir así, con la coherencia lógica de las afirmaciones y el carácter
orgánico de los contenidos, un saber sistemático. Gracias a este proceso, en
diferentes contextos culturales y en diversas épocas, se han alcanzado
resultados que han llevado a la elaboración de verdaderos sistemas de
pensamiento. Históricamente esto ha provocado a menudo la tentación de
identificar una sola corriente con todo el pensamiento filosófico. Pero es
evidente que, en estos casos, entra en juego una cierta « soberbia filosófica »
que pretende erigir la propia perspectiva incompleta en lectura universal. En
realidad, todo sistema filosófico, aun con respeto siempre de su integridad sin
instrumentalizaciones, debe reconocer la prioridad del pensar filosófico, en el
cual tiene su origen y al cual debe servir de forma coherente.
En este sentido es
posible reconocer, a pesar del cambio de los tiempos y de los progresos del
saber, un núcleo de conocimientos filosóficos cuya presencia es constante en la
historia del pensamiento. Piénsese, por ejemplo, en los principios de no
contradicción, de finalidad, de causalidad, como también en la concepción de la
persona como sujeto libre e inteligente y en su capacidad de conocer a Dios, la
verdad y el bien; piénsese, además, en algunas normas morales fundamentales que
son comúnmente aceptadas. Estos y otros temas indican que, prescindiendo de las
corrientes de pensamiento, existe un conjunto de conocimientos en los cuales es
posible reconocer una especie de patrimonio espiritual de la humanidad. Es como
si nos encontrásemos ante una filosofía implícita por la cual cada uno cree
conocer estos principios, aunque de forma genérica y no refleja. Estos
conocimientos, precisamente porque son compartidos en cierto modo por todos,
deberían ser como un punto de referencia para las diversas escuelas
filosóficas. Cuando la razón logra intuir y formular los principios primeros y
universales del ser y sacar correctamente de ellos conclusiones coherentes de
orden lógico y deontológico, entonces puede considerarse una razón recta o,
como la llamaban los antiguos, orthòs logos, recta ratio.
5. La Iglesia, por su
parte, aprecia el esfuerzo de la razón por alcanzar los objetivos que hagan
cada vez más digna la existencia personal. Ella ve en la filosofía el camino
para conocer verdades fundamentales relativas a la existencia del hombre. Al
mismo tiempo, considera a la filosofía como una ayuda indispensable para
profundizar la inteligencia de la fe y comunicar la verdad del Evangelio a
cuantos aún no la conocen.
Teniendo en cuenta
iniciativas análogas de mis Predecesores, deseo yo también dirigir la mirada
hacia esta peculiar actividad de la razón. Me impulsa a ello el hecho de que,
sobre todo en nuestro tiempo, la búsqueda de la verdad última parece a menudo
oscurecida. Sin duda la filosofía moderna tiene el gran mérito de haber
concentrado su atención en el hombre. A partir de aquí, una razón llena de
interrogantes ha desarrollado sucesivamente su deseo de conocer cada vez más y
más profundamente. Se han construido sistemas de pensamiento complejos, que han
producido sus frutos en los diversos ámbitos del saber, favoreciendo el
desarrollo de la cultura y de la historia. La antropología, la lógica, las
ciencias naturales, la historia, el lenguaje..., de alguna manera se ha
abarcado todas las ramas del saber. Sin embargo, los resultados positivos
alcanzados no deben llevar a descuidar el hecho de que la razón misma, movida a
indagar de forma unilateral sobre el hombre como sujeto, parece haber olvidado
que éste está también llamado a orientarse hacia una verdad que lo transciende.
Sin esta referencia, cada uno queda a merced del arbitrio y su condición de
persona acaba por ser valorada con criterios pragmáticos basados esencialmente
en el dato experimental, en el convencimiento erróneo de que todo debe ser
dominado por la técnica. Así ha sucedido que, en lugar de expresar mejor la
tendencia hacia la verdad, bajo tanto peso la razón saber se ha doblegado sobre
sí misma haciéndose, día tras día, incapaz de levantar la mirada hacia lo alto
para atreverse a alcanzar la verdad del ser. La filosofía moderna, dejando de
orientar su investigación sobre el ser, ha concentrado la propia búsqueda sobre
el conocimiento humano. En lugar de apoyarse sobre la capacidad que tiene el
hombre para conocer la verdad, ha preferido destacar sus límites y
condicionamientos.
Ello ha derivado en
varias formas de agnosticismo y de relativismo, que han llevado la
investigación filosófica a perderse en las arenas movedizas de un escepticismo
general. Recientemente han adquirido cierto relieve diversas doctrinas que
tienden a infravalorar incluso las verdades que el hombre estaba seguro de
haber alcanzado. La legítima pluralidad de posiciones ha dado paso a un
pluralismo indiferenciado, basado en el convencimiento de que todas las posiciones
son igualmente válidas. Este es uno de los síntomas más difundidos de la
desconfianza en la verdad que es posible encontrar en el contexto actual. No se
substraen a esta prevención ni siquiera algunas concepciones de vida
provenientes de Oriente; en ellas, en efecto, se niega a la verdad su carácter
exclusivo, partiendo del presupuesto de que se manifiesta de igual manera en
diversas doctrinas, incluso contradictorias entre sí. En esta perspectiva, todo
se reduce a opinión. Se tiene la impresión de que se trata de un movimiento
ondulante: mientras por una parte la reflexión filosófica ha logrado situarse
en el camino que la hace cada vez más cercana a la existencia humana y a su
modo de expresarse, por otra tiende a hacer consideraciones existenciales,
hermenéuticas o lingüísticas que prescinden de la cuestión radical sobre la
verdad de la vida personal, del ser y de Dios. En consecuencia han surgido en
el hombre contemporáneo, y no sólo entre algunos filósofos, actitudes de difusa
desconfianza respecto de los grandes recursos cognoscitivos del ser humano. Con
falsa modestia, se conforman con verdades parciales y provisionales, sin
intentar hacer preguntas radicales sobre el sentido y el fundamento último de
la vida humana, personal y social. Ha decaído, en definitiva, la esperanza de
poder recibir de la filosofía respuestas definitivas a tales preguntas.
6. La Iglesia,
convencida de la competencia que le incumbe por ser depositaria de la
Revelación de Jesucristo, quiere reafirmar la necesidad de reflexionar sobre la
verdad. Por este motivo he decidido dirigirme a vosotros, queridos Hermanos en
el Episcopado, con los cuales comparto la misión de anunciar « abiertamente la
verdad » (2 Co 4, 2), como también a los teólogos y filósofos a los que
corresponde el deber de investigar sobre los diversos aspectos de la verdad, y
asimismo a las personas que la buscan, para exponer algunas reflexiones sobre
la vía que conduce a la verdadera sabiduría, a fin de que quien sienta el amor
por ella pueda emprender el camino adecuado para alcanzarla y encontrar en la
misma descanso a su fatiga y gozo espiritual.
Me mueve a esta
iniciativa, ante todo, la convicción que expresan las palabras del Concilio
Vaticano II, cuando afirma que los Obispos son « testigos de la verdad divina y
católica ».(3) Testimoniar la verdad es, pues, una tarea confiada a nosotros,
los Obispos; no podemos renunciar a la misma sin descuidar el ministerio que
hemos recibido. Reafirmando la verdad de la fe podemos devolver al hombre
contemporáneo la auténtica confianza en sus capacidades cognoscitivas y ofrecer
a la filosofía un estímulo para que pueda recuperar y desarrollar su plena
dignidad.
Hay también otro
motivo que me induce a desarrollar estas reflexiones. En la Encíclica Veritatis
splendor he llamado la atención sobre « algunas verdades fundamentales de la
doctrina católica, que en el contexto actual corren el riesgo de ser deformadas
o negadas ».(4) Con la presente Encíclica deseo continuar aquella reflexión
centrando la atención sobre el tema de la verdad y de su fundamento en relación
con la fe. No se puede negar, en efecto, que este período de rápidos y
complejos cambios expone especialmente a las nuevas generaciones, a las cuales
pertenece y de las cuales depende el futuro, a la sensación de que se ven
privadas de auténticos puntos de referencia. La exigencia de una base sobre la
cual construir la existencia personal y social se siente de modo notable sobre
todo cuando se está obligado a constatar el carácter parcial de propuestas que
elevan lo efímero al rango de valor, creando ilusiones sobre la posibilidad de
alcanzar el verdadero sentido de la existencia. Sucede de ese modo que muchos
llevan una vida casi hasta el límite de la ruina, sin saber bien lo que les
espera. Esto depende también del hecho de que, a veces, quien por vocación
estaba llamado a expresar en formas culturales el resultado de la propia
especulación, ha desviado la mirada de la verdad, prefiriendo el éxito
inmediato en lugar del esfuerzo de la investigación paciente sobre lo que
merece ser vivido. La filosofía, que tiene la gran responsabilidad de formar el
pensamiento y la cultura por medio de la llamada continua a la búsqueda de lo
verdadero, debe recuperar con fuerza su vocación originaria. Por eso he sentido
no sólo la exigencia, sino incluso el deber de intervenir en este tema, para
que la humanidad, en el umbral del tercer milenio de la era cristiana, tome
conciencia cada vez más clara de los grandes recursos que le han sido dados y
se comprometa con renovado ardor en llevar a cabo el plan de salvación en el
cual está inmersa su historia.
CAPITULO I
LA REVELACION DE LA SABIDURIA DE DIOS
Jesús revela al Padre
7. En la base de toda
la reflexión que la Iglesia lleva a cabo está la conciencia de ser depositaria
de un mensaje que tiene su origen en Dios mismo (cf. 2 Co 4, 1-2). El
conocimiento que ella propone al hombre no proviene de su propia especulación,
aunque fuese la más alta, sino del hecho de haber acogido en la fe la palabra
de Dios (cf. 1 Ts 2, 13). En el origen de nuestro ser como creyentes hay un
encuentro, único en su género, en el que se manifiesta un misterio oculto en
los siglos (cf. 1 Co 2, 7; Rm 16, 25-26), pero ahora revelado. « Quiso Dios,
con su bondad y sabiduría, revelarse a sí mismo y manifestar el misterio de su
voluntad (cf. Ef 1, 9): por Cristo, la Palabra hecha carne, y con el Espíritu
Santo, pueden los hombres llegar hasta el Padre y participar de la naturaleza
divina ».(5) Ésta es una iniciativa totalmente gratuita, que viene de Dios para
alcanzar a la humanidad y salvarla. Dios, como fuente de amor, desea darse a
conocer, y el conocimiento que el hombre tiene de Él culmina cualquier otro
conocimiento verdadero sobre el sentido de la propia existencia que su mente es
capaz de alcanzar.
8. Tomando casi al pie
de la letra las enseñanzas de la Constitución Dei Filius del Concilio Vaticano
I y teniendo en cuenta los principios propuestos por el Concilio Tridentino, la
Constitución Dei Verbum del Vaticano II ha continuado el secular camino de la
inteligencia de la fe, reflexionando sobre la Revelación a la luz de las
enseñanzas bíblicas y de toda la tradición patrística. En el Primer Concilio
Vaticano, los Padres habían puesto en evidencia el carácter sobrenatural de la
revelación de Dios. La crítica racionalista, que en aquel período atacaba la fe
sobre la base de tesis erróneas y muy difundidas, consistía en negar todo
conocimiento que no fuese fruto de las capacidades naturales de la razón. Este
hecho obligó al Concilio a sostener con fuerza que, además del conocimiento
propio de la razón humana, capaz por su naturaleza de llegar hasta el Creador,
existe un conocimiento que es peculiar de la fe. Este conocimiento expresa una
verdad que se basa en el hecho mismo de que Dios se revela, y es una verdad muy
cierta porque Dios ni engaña ni quiere engañar.(6)
9. El Concilio
Vaticano I enseña, pues, que la verdad alcanzada a través de la reflexión
filosófica y la verdad que proviene de la Revelación no se confunden, ni una
hace superflua la otra: « Hay un doble orden de conocimiento, distinto no sólo
por su principio, sino también por su objeto; por su principio, primeramente,
porque en uno conocemos por razón natural, y en otro por fe divina; por su
objeto también porque aparte aquellas cosas que la razón natural puede
alcanzar, se nos proponen para creer misterios escondidos en Dios de los que, a
no haber sido divinamente revelados, no se pudiera tener noticia ».(7) La fe,
que se funda en el testimonio de Dios y cuenta con la ayuda sobrenatural de la
gracia, pertenece efectivamente a un orden diverso del conocimiento filosófico.
Éste, en efecto, se apoya sobre la percepción de los sentidos y la experiencia,
y se mueve a la luz de la sola inteligencia. La filosofía y las ciencias tienen
su puesto en el orden de la razón natural, mientras que la fe, iluminada y
guiada por el Espíritu, reconoce en el mensaje de la salvación la « plenitud de
gracia y de verdad » (cf. Jn 1, 14) que Dios ha querido revelar en la historia
y de modo definitivo por medio de su Hijo Jesucristo (cf. 1 Jn 5, 9: Jn 5,
31-32).
10. En el Concilio
Vaticano II los Padres, dirigiendo su mirada a Jesús revelador, han ilustrado
el carácter salvífico de la revelación de Dios en la historia y han expresado
su naturaleza del modo siguiente: « En esta revelación, Dios invisible (cf. Col
1, 15; 1 Tm 1, 17), movido de amor, habla a los hombres como amigos (cf. Ex 33,
11; Jn 15, 14-15), trata con ellos (cf. Ba 3, 38) para invitarlos y recibirlos
en su compañía. El plan de la revelación se realiza por obras y palabras
intrínsecamente ligadas; las obras que Dios realiza en la historia de la
salvación manifiestan y confirman la doctrina y las realidades que las palabras
significan; a su vez, las palabras proclaman las obras y explican su misterio.
La verdad profunda de Dios y de la salvación del hombre que transmite dicha
revelación, resplandece en Cristo, mediador y plenitud de toda la revelación
».(8)
11. La revelación de
Dios se inserta, pues, en el tiempo y la historia, más aún, la encarnación de
Jesucristo, tiene lugar en la « plenitud de los tiempos » (Ga 4, 4). A dos mil
años de distancia de aquel acontecimiento, siento el deber de reafirmar con
fuerza que « en el cristianismo el tiempo tiene una importancia fundamental
».(9) En él tiene lugar toda la obra de la creación y de la salvación y, sobre
todo destaca el hecho de que con la encarnación del Hijo de Dios vivimos y
anticipamos ya desde ahora lo que será la plenitud del tiempo (cf. Hb 1, 2).
La verdad que Dios ha
comunicado al hombre sobre sí mismo y sobre su vida se inserta, pues, en el
tiempo y en la historia. Es verdad que ha sido pronunciada de una vez para
siempre en el misterio de Jesús de Nazaret. Lo dice con palabras elocuentes la
Constitución Dei Verbum: « Dios habló a nuestros padres en distintas ocasiones
y de muchas maneras por los profetas. « Ahora en esta etapa final nos ha
hablado por el Hijo » (Hb 1, 1-2). Pues envió a su Hijo, la Palabra eterna, que
alumbra a todo hombre, para que habitara entre los hombres y les contara la
intimidad de Dios (cf. Jn 1, 1-18). Jesucristo, Palabra hecha carne, « hombre
enviado a los hombres », habla las palabras de Dios (Jn 3, 34) y realiza la
obra de la salvación que el Padre le encargó (cf. Jn 5, 36; 17, 4). Por eso,
quien ve a Jesucristo, ve al Padre (cf. Jn 14, 9); él, con su presencia y
manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su
muerte y gloriosa resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a
plenitud toda la revelación ».(10)
La historia, pues, es
para el Pueblo de Dios un camino que hay que recorrer por entero, de forma que
la verdad revelada exprese en plenitud sus contenidos gracias a la acción
incesante del Espíritu Santo (cf. Jn 16, 13). Lo enseña asimismo la
Constitución Dei Verbum cuando afirma que « la Iglesia camina a través de los
siglos hacia la plenitud de la verdad, hasta que se cumplan en ella plenamente
las palabras de Dios ».(11)
12. Así pues, la
historia es el lugar donde podemos constatar la acción de Dios en favor de la humanidad.
Él se nos manifiesta en lo que para nosotros es más familiar y fácil de
verificar, porque pertenece a nuestro contexto cotidiano, sin el cual no
llegaríamos a comprendernos.
La encarnación del
Hijo de Dios permite ver realizada la síntesis definitiva que la mente humana,
partiendo de sí misma, ni tan siquiera hubiera podido imaginar: el Eterno entra
en el tiempo, el Todo se esconde en la parte y Dios asume el rostro del hombre.
La verdad expresada en la revelación de Cristo no puede encerrarse en un
restringido ámbito territorial y cultural, sino que se abre a todo hombre y
mujer que quiera acogerla como palabra definitivamente válida para dar sentido
a la existencia. Ahora todos tienen en Cristo acceso al Padre; en efecto, con
su muerte y resurrección, Él ha dado la vida divina que el primer Adán había
rechazado (cf. Rm 5, 12-15). Con esta Revelación se ofrece al hombre la verdad
última sobre su propia vida y sobre el destino de la historia: « Realmente, el
misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado »,
afirma la Constitución Gaudium et spes.(12) Fuera de esta perspectiva, el
misterio de la existencia personal resulta un enigma insoluble. ¿Dónde podría
el hombre buscar la respuesta a las cuestiones dramáticas como el dolor, el
sufrimiento de los inocentes y la muerte, sino no en la luz que brota del
misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo?
La razón ante el
misterio
13. De todos modos no
hay que olvidar que la Revelación está llena de misterio. Es verdad que con
toda su vida, Jesús revela el rostro del Padre, ya que ha venido para explicar
los secretos de Dios; (13) sin embargo, el conocimiento que nosotros tenemos de
ese rostro se caracteriza por el aspecto fragmentario y por el límite de
nuestro entendimiento. Sólo la fe permite penetrar en el misterio, favoreciendo
su comprensión coherente.
El Concilio enseña que
« cuando Dios revela, el hombre tiene que someterse con la fe ».(14) Con esta
afirmación breve pero densa, se indica una verdad fundamental del cristianismo.
Se dice, ante todo, que la fe es la respuesta de obediencia a Dios. Ello
conlleva reconocerle en su divinidad, trascendencia y libertad suprema. El
Dios, que se da a conocer desde la autoridad de su absoluta trascendencia,
lleva consigo la credibilidad de aquello que revela. Desde la fe el hombre da
su asentimiento a ese testimonio divino. Ello quiere decir que reconoce plena e
integralmente la verdad de lo revelado, porque Dios mismo es su garante. Esta
verdad, ofrecida al hombre y que él no puede exigir, se inserta en el horizonte
de la comunicación interpersonal e impulsa a la razón a abrirse a la misma y a
acoger su sentido profundo. Por esto el acto con el que uno confía en Dios
siempre ha sido considerado por la Iglesia como un momento de elección
fundamental, en la cual está implicada toda la persona. Inteligencia y voluntad
desarrollan al máximo su naturaleza espiritual para permitir que el sujeto
cumpla un acto en el cual la libertad personal se vive de modo pleno.(15) En la
fe, pues, la libertad no sólo está presente, sino que es necesaria. Más aún, la
fe es la que permite a cada uno expresar mejor la propia libertad. Dicho con
otras palabras, la libertad no se realiza en las opciones contra Dios. En
efecto, ¿cómo podría considerarse un uso auténtico de la libertad la negación a
abrirse hacia lo que permite la realización de sí mismo? La persona al creer
lleva a cabo el acto más significativo de la propia existencia; en él, en
efecto, la libertad alcanza la certeza de la verdad y decide vivir en la misma.
Para ayudar a la
razón, que busca la comprensión del misterio, están también los signos
contenidos en la Revelación. Estos sirven para profundizar más la búsqueda de
la verdad y permitir que la mente pueda indagar de forma autónoma incluso
dentro del misterio. Estos signos si por una parte dan mayor fuerza a la razón,
porque le permiten investigar en el misterio con sus propios medios, de los
cuales está justamente celosa, por otra parte la empujan a ir más allá de su
misma realidad de signos, para descubrir el significado ulterior del cual son
portadores. En ellos, por lo tanto, está presente una verdad escondida a la que
la mente debe dirigirse y de la cual no puede prescindir sin destruir el signo
mismo que se le propone.
Podemos fijarnos, en
cierto modo, en el horizonte sacramental de la Revelación y, en particular, en
el signo eucarístico donde la unidad inseparable entre la realidad y su
significado permite captar la profundidad del misterio. Cristo en la Eucaristía
está verdaderamente presente y vivo, y actúa con su Espíritu, pero como
acertadamente decía Santo Tomás, « lo que no comprendes y no ves, lo atestigua
una fe viva, fuera de todo el orden de la naturaleza. Lo que aparece es un
signo: esconde en el misterio realidades sublimes ».(16) A este respecto
escribe el filósofo Pascal: « Como Jesucristo permaneció desconocido entre los
hombres, del mismo modo su verdad permanece, entre las opiniones comunes, sin
diferencia exterior. Así queda la Eucaristía entre el pan común ».(17)
El conocimiento de fe,
en definitiva, no anula el misterio; sólo lo hace más evidente y lo manifiesta
como hecho esencial para la vida del hombre: Cristo, el Señor, « en la misma
revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre
al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación »,(18) que es
participar en el misterio de la vida trinitaria de Dios.(19)
14. La enseñanza de
los dos Concilios Vaticanos abre también un verdadero horizonte de novedad para
el saber filosófico. La Revelación introduce en la historia un punto de
referencia del cual el hombre no puede prescindir, si quiere llegar a
comprender el misterio de su existencia; pero, por otra parte, este
conocimiento remite constantemente al misterio de Dios que la mente humana no
puede agotar, sino sólo recibir y acoger en la fe. En estos dos pasos, la razón
posee su propio espacio característico que le permite indagar y comprender, sin
ser limitada por otra cosa que su finitud ante el misterio infinito de Dios.
Así pues, la
Revelación introduce en nuestra historia una verdad universal y última que
induce a la mente del hombre a no pararse nunca; más bien la empuja a ampliar
continuamente el campo del propio saber hasta que no se dé cuenta de que no ha
realizado todo lo que podía, sin descuidar nada. Nos ayuda en esta tarea una de
las inteligencias más fecundas y significativas de la historia de la humanidad,
a la cual justamente se refieren tanto la filosofía como la teología: San
Anselmo. En su Proslogion, el arzobispo de Canterbury se expresa así: «
Dirigiendo frecuentemente y con fuerza mi pensamiento a este problema, a veces
me parecía poder alcanzar lo que buscaba; otras veces, sin embargo, se escapaba
completamente de mi pensamiento; hasta que, al final, desconfiando de poderlo
encontrar, quise dejar de buscar algo que era imposible encontrar. Pero cuando
quise alejar de mí ese pensamiento porque, ocupando mi mente, no me distrajese
de otros problemas de los cuales pudiera sacar algún provecho, entonces comenzó
a presentarse con mayor importunación [...]. Pero, pobre de mí, uno de los
pobres hijos de Eva, lejano de Dios, ¿qué he empezado a hacer y qué he logrado?
¿qué buscaba y qué he logrado? ¿a qué aspiraba y por qué suspiro? [...]. Oh
Señor, tú no eres solamente aquel de quien no se puede pensar nada mayor (non
solum es quo maius cogitari nequit), sino que eres más grande de todo lo que se
pueda pensar (quiddam maius quam cogitari possit) [...]. Si tu no fueses así,
se podría pensar alguna cosa más grande que tú, pero esto no puede ser ».(20)
15. La verdad de la
Revelación cristiana, que se manifiesta en Jesús de Nazaret, permite a todos
acoger el « misterio » de la propia vida. Como verdad suprema, a la vez que
respeta la autonomía de la criatura y su libertad, la obliga a abrirse a la
trascendencia. Aquí la relación entre libertad y verdad llega al máximo y se
comprende en su totalidad la palabra del Señor: « Conoceréis la verdad y la
verdad os hará libres » (Jn 8, 32).
La Revelación
cristiana es la verdadera estrella que orienta al hombre que avanza entre los
condicionamientos de la mentalidad inmanentista y las estrecheces de una lógica
tecnocrática; es la última posibilidad que Dios ofrece para encontrar en
plenitud el proyecto originario de amor iniciado con la creación. El hombre
deseoso de conocer lo verdadero, si aún es capaz de mirar más allá de sí mismo
y de levantar la mirada por encima de los propios proyectos, recibe la
posibilidad de recuperar la relación auténtica con su vida, siguiendo el camino
de la verdad. Las palabras del Deuteronomio se pueden aplicar a esta situación:
« Porque estos mandamientos que yo te prescribo hoy no son superiores a tus
fuerzas, ni están fuera de tu alcance. No están en el cielo, para que no hayas
de decir: ¿Quién subirá por nosotros al cielo a buscarlos para que los oigamos
y los pongamos en práctica? Ni están al otro lado del mar, para que no hayas de
decir ¿Quién irá por nosotros al otro lado del mar a buscarlos para que los
oigamos y los pongamos en práctica? Sino que la palabra está bien cerca de ti,
está en tu boca y en tu corazón para que la pongas en práctica » (30, 11-14). A
este texto se refiere la famosa frase del santo filósofo y teólogo Agustín: «
Noli foras ire, in te ipsum redi. In interiore homine habitat veritas ».(21) A
la luz de estas consideraciones, se impone una primera conclusión: la verdad
que la Revelación nos hace conocer no es el fruto maduro o el punto culminante
de un pensamiento elaborado por la razón. Por el contrario, ésta se presenta
con la característica de la gratuidad, genera pensamiento y exige ser acogida
como expresión de amor. Esta verdad relevada es anticipación, en nuestra
historia, de la visión última y definitiva de Dios que está reservada a los que
creen en Él o lo buscan con corazón sincero. El fin último de la existencia
personal, pues, es objeto de estudio tanto de la filosofía como de la teología.
Ambas, aunque con medios y contenidos diversos, miran hacia este « sendero de
la vida » (Sal 16 [15], 11), que, como nos dice la fe, tiene su meta última en
el gozo pleno y duradero de la contemplación del Dios Uno y Trino.
CAPITULO II
CREDO UT INTELLEGAM
« La sabiduría todo lo
sabe y entiende » (Sb 9, 11)
16. La Sagrada
Escritura nos presenta con sorprendente claridad el vínculo tan profundo que
hay entre el conocimiento de fe y el de la razón. Lo atestiguan sobre todo los
Libros sapienciales. Lo que llama la atención en la lectura, hecha sin
prejuicios, de estas páginas de la Escritura, es el hecho de que en estos
textos se contenga no solamente la fe de Israel, sino también la riqueza de
civilizaciones y culturas ya desaparecidas. Casi por un designio particular,
Egipto y Mesopotamia hacen oír de nuevo su voz y algunos rasgos comunes de las
culturas del antiguo Oriente reviven en estas páginas ricas de intuiciones muy
profundas.
No es casual que, en
el momento en el que el autor sagrado quiere describir al hombre sabio, lo
presente como el que ama y busca la verdad: « Feliz el hombre que se ejercita
en la sabiduría, y que en su inteligencia reflexiona, que medita sus caminos en
su corazón, y sus secretos considera. Sale en su busca como el que sigue su
rastro, y en sus caminos se pone al acecho. Se asoma a sus ventanas y a sus
puertas escucha. Acampa muy cerca de su casa y clava la clavija en sus muros.
Monta su tienda junto a ella, y se alberga en su albergue dichoso. Pone sus
hijos a su abrigo y bajo sus ramas se cobija. Por ella es protegido del calor y
en su gloria se alberga » (Si 14, 20-27).
Como se puede ver,
para el autor inspirado el deseo de conocer es una característica común a todos
los hombres. Gracias a la inteligencia se da a todos, tanto creyentes como no
creyentes, la posibilidad de alcanzar el « agua profunda » (cf. Pr 20, 5). Es
verdad que en el antiguo Israel el conocimiento del mundo y de sus fenómenos no
se alcanzaba por el camino de la abstracción, como para el filósofo jónico o el
sabio egipcio. Menos aún, el buen israelita concebía el conocimiento con los
parámetros propios de la época moderna, orientada principalmente a la división
del saber. Sin embargo, el mundo bíblico ha hecho desembocar en el gran mar de
la teoría del conocimiento su aportación original.
¿Cuál es ésta? La
peculiaridad que distingue el texto bíblico consiste en la convicción de que
hay una profunda e inseparable unidad entre el conocimiento de la razón y el de
la fe. El mundo y todo lo que sucede en él, como también la historia y las
diversas vicisitudes del pueblo, son realidades que se han de ver, analizar y
juzgar con los medios propios de la razón, pero sin que la fe sea extraña en
este proceso. Ésta no interviene para menospreciar la autonomía de la razón o
para limitar su espacio de acción, sino sólo para hacer comprender al hombre
que el Dios de Israel se hace visible y actúa en estos acontecimientos. Así
mismo, conocer a fondo el mundo y los acontecimientos de la historia no es
posible sin confesar al mismo tiempo la fe en Dios que actúa en ellos. La fe
agudiza la mirada interior abriendo la mente para que descubra, en el sucederse
de los acontecimientos, la presencia operante de la Providencia. Una expresión
del libro de los Proverbios es significativa a este respecto: « El corazón del
hombre medita su camino, pero es el Señor quien asegura sus pasos » (16, 9). Es
decir, el hombre con la luz de la razón sabe reconocer su camino, pero lo puede
recorrer de forma libre, sin obstáculos y hasta el final, si con ánimo sincero
fija su búsqueda en el horizonte de la fe. La razón y la fe, por tanto, no se
pueden separar sin que se reduzca la posibilidad del hombre de conocer de modo
adecuado a sí mismo, al mundo y a Dios.
17. No hay, pues,
motivo de competitividad alguna entre la razón y la fe: una está dentro de la
otra, y cada una tiene su propio espacio de realización. El libro de los
Proverbios nos sigue orientando en esta dirección al exclamar: « Es gloria de
Dios ocultar una cosa, y gloria de los reyes escrutarla » (25, 2). Dios y el
hombre, cada uno en su respectivo mundo, se encuentran así en una relación
única. En Dios está el origen de cada cosa, en Él se encuentra la plenitud del
misterio, y ésta es su gloria; al hombre le corresponde la misión de investigar
con su razón la verdad, y en esto consiste su grandeza. Una ulterior tesela a
este mosaico es puesta por el Salmista cuando ora diciendo: « Mas para mí, ¡qué
arduos son tus pensamientos, oh Dios, qué incontable su suma! ¡Son más, si los
recuento, que la arena, y al terminar, todavía estoy contigo! » (139 [138],
17-18). El deseo de conocer es tan grande y supone tal dinamismo que el corazón
del hombre, incluso desde la experiencia de su límite insuperable, suspira
hacia la infinita riqueza que está más allá, porque intuye que en ella está
guardada la respuesta satisfactoria para cada pregunta aún no resuelta.
18. Podemos decir,
pues, que Israel con su reflexión ha sabido abrir a la razón el camino hacia el
misterio. En la revelación de Dios ha podido sondear en profundidad lo que la
razón pretendía alcanzar sin lograrlo. A partir de esta forma de conocimiento
más profunda, el pueblo elegido ha entendido que la razón debe respetar algunas
reglas de fondo para expresar mejor su propia naturaleza. Una primera regla
consiste en tener en cuenta el hecho de que el conocimiento del hombre es un
camino que no tiene descanso; la segunda nace de la conciencia de que dicho
camino no se puede recorrer con el orgullo de quien piense que todo es fruto de
una conquista personal; una tercera se funda en el « temor de Dios », del cual
la razón debe reconocer a la vez su trascendencia soberana y su amor providente
en el gobierno del mundo.
Cuando se aleja de
estas reglas, el hombre se expone al riesgo del fracaso y acaba por encontrarse
en la situación del « necio ». Para la Biblia, en esta necedad hay una amenaza
para la vida. En efecto, el necio se engaña pensando que conoce muchas cosas,
pero en realidad no es capaz de fijar la mirada sobre las esenciales. Ello le
impide poner orden en su mente (cf. Pr 1, 7) y asumir una actitud adecuada para
consigo mismo y para con el ambiente que le rodea. Cuando llega a afirmar: «
Dios no existe » (cf. Sal 14 [13], 1), muestra con claridad definitiva lo
deficiente de su conocimiento y lo lejos que está de la verdad plena sobre las
cosas, sobre su origen y su destino.
19. El libro de la
Sabiduría tiene algunos textos importantes que aportan más luz a este tema. En
ellos el autor sagrado habla de Dios, que se da a conocer también por medio de
la naturaleza. Para los antiguos el estudio de las ciencias naturales coincidía
en gran parte con el saber filosófico. Después de haber afirmado que con su
inteligencia el hombre está en condiciones « de conocer la estructura del mundo
y la actividad de los elementos [...], los ciclos del año y la posición de las
estrellas, la naturaleza de los animales y los instintos de las fieras » (Sb 7,
17.19-20), en una palabra, que es capaz de filosofar, el texto sagrado da un
paso más de gran importancia. Recuperando el pensamiento de la filosofía
griega, a la cual parece referirse en este contexto, el autor afirma que,
precisamente razonando sobre la naturaleza, se puede llegar hasta el Creador: «
de la grandeza y hermosura de las criaturas, se llega, por analogía, a
contemplar a su Autor » (Sb 13, 5). Se reconoce así un primer paso de la
Revelación divina, constituido por el maravilloso « libro de la naturaleza »,
con cuya lectura, mediante los instrumentos propios de la razón humana, se
puede llegar al conocimiento del Creador. Si el hombre con su inteligencia no
llega a reconocer a Dios como creador de todo, no se debe tanto a la falta de
un medio adecuado, cuanto sobre todo al impedimento puesto por su voluntad
libre y su pecado.
20. En esta
perspectiva la razón es valorizada, pero no sobrevalorada. En efecto, lo que
ella alcanza puede ser verdadero, pero adquiere significado pleno solamente si
su contenido se sitúa en un horizonte más amplio, que es el de la fe: « Del
Señor dependen los pasos del hombre: ¿cómo puede el hombre conocer su camino? »
(Pr 20, 24). Para el Antiguo Testamento, pues, la fe libera la razón en cuanto
le permite alcanzar coherentemente su objeto de conocimiento y colocarlo en el
orden supremo en el cual todo adquiere sentido. En definitiva, el hombre con la
razón alcanza la verdad, porque iluminado por la fe descubre el sentido
profundo de cada cosa y, en particular, de la propia existencia. Por tanto, con
razón, el autor sagrado fundamenta el verdadero conocimiento precisamente en el
temor de Dios: « El temor del Señor es el principio de la sabiduría » (Pr 1, 7;
cf. Si 1, 14).
« Adquiere la
sabiduría, adquiere la inteligencia » (Pr 4, 5)
21. Para el Antiguo
Testamento el conocimiento no se fundamenta solamente en una observación atenta
del hombre, del mundo y de la historia, sino que supone también una
indispensable relación con la fe y con los contenidos de la Revelación. En esto
consisten los desafíos que el pueblo elegido ha tenido que afrontar y a los
cuales ha dado respuesta. Reflexionando sobre esta condición, el hombre bíblico
ha descubierto que no puede comprenderse sino como « ser en relación »: con sí
mismo, con el pueblo, con el mundo y con Dios. Esta apertura al misterio, que
le viene de la Revelación, ha sido al final para él la fuente de un verdadero
conocimiento, que ha consentido a su razón entrar en el ámbito de lo infinito,
recibiendo así posibilidades de compresión hasta entonces insospechadas.
Para el autor sagrado
el esfuerzo de la búsqueda no estaba exento de la dificultad que supone
enfrentarse con los límites de la razón. Ello se advierte, por ejemplo, en las
palabras con las que el Libro de los Proverbios denota el cansancio debido a
los intentos de comprender los misteriosos designios de Dios (cf. 30, 1.6). Sin
embargo, a pesar de la dificultad, el creyente no se rinde. La fuerza para
continuar su camino hacia la verdad le viene de la certeza de que Dios lo ha
creado como un « explorador » (cf. Qo 1, 13), cuya misión es no dejar nada sin
probar a pesar del continuo chantaje de la duda. Apoyándose en Dios, se dirige,
siempre y en todas partes, hacia lo que es bello, bueno y verdadero.
22. San Pablo, en el
primer capítulo de su Carta a los Romanos nos ayuda a apreciar mejor lo
incisiva que es la reflexión de los Libros Sapienciales. Desarrollando una
argumentación filosófica con lenguaje popular, el Apóstol expresa una profunda
verdad: a través de la creación los « ojos de la mente » pueden llegar a
conocer a Dios. En efecto, mediante las criaturas Él hace que la razón intuya
su « potencia » y su « divinidad » (cf. Rm 1, 20). Así pues, se reconoce a la
razón del hombre una capacidad que parece superar casi sus mismos límites
naturales: no sólo no está limitada al conocimiento sensorial, desde el momento
que puede reflexionar críticamente sobre ello, sino que argumentando sobre los
datos de los sentidos puede incluso alcanzar la causa que da lugar a toda realidad
sensible. Con terminología filosófica podríamos decir que en este importante
texto paulino se afirma la capacidad metafísica del hombre.
Según el Apóstol, en
el proyecto originario de la creación, la razón tenía la capacidad de superar
fácilmente el dato sensible para alcanzar el origen mismo de todo: el Creador.
Debido a la desobediencia con la cual el hombre eligió situarse en plena y
absoluta autonomía respecto a Aquel que lo había creado, quedó mermada esta
facilidad de acceso a Dios creador.
El Libro del Génesis
describe de modo plástico esta condición del hombre cuando narra que Dios lo
puso en el jardín del Edén, en cuyo centro estaba situado el « árbol de la
ciencia del bien y del mal » (2, 17). El símbolo es claro: el hombre no era
capaz de discernir y decidir por sí mismo lo que era bueno y lo que era malo,
sino que debía apelarse a un principio superior. La ceguera del orgullo hizo
creer a nuestros primeros padres que eran soberanos y autónomos, y que podían
prescindir del conocimiento que deriva de Dios. En su desobediencia originaria
ellos involucraron a cada hombre y a cada mujer, produciendo en la razón
heridas que a partir de entonces obstaculizarían el camino hacia la plena
verdad. La capacidad humana de conocer la verdad quedó ofuscada por la aversión
hacia Aquel que es fuente y origen de la verdad. El Apóstol sigue mostrando
cómo los pensamientos de los hombres, a causa del pecado, fueron « vanos » y
los razonamientos distorsionados y orientados hacia lo falso (cf. Rm 1, 21-22).
Los ojos de la mente no eran ya capaces de ver con claridad: progresivamente la
razón se ha quedado prisionera de sí misma. La venida de Cristo ha sido el
acontecimiento de salvación que ha redimido a la razón de su debilidad,
librándola de los cepos en los que ella misma se había encadenado.
23. La relación del
cristiano con la filosofía, pues, requiere un discernimiento radical. En el
Nuevo Testamento, especialmente en las Cartas de san Pablo, hay un dato que
sobresale con mucha claridad: la contraposición entre « la sabiduría de este
mundo » y la de Dios revelada en Jesucristo. La profundidad de la sabiduría
revelada rompe nuestros esquemas habituales de reflexión, que no son capaces de
expresarla de manera adecuada.
El comienzo de la
Primera Carta a los Corintios presenta este dilema con radicalidad. El Hijo de
Dios crucificado es el acontecimiento histórico contra el cual se estrella todo
intento de la mente de construir sobre argumentaciones solamente humanas una
justificación suficiente del sentido de la existencia. El verdadero punto
central, que desafía toda filosofía, es la muerte de Jesucristo en la cruz. En
este punto todo intento de reducir el plan salvador del Padre a pura lógica
humana está destinado al fracaso. « ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el docto?
¿Dónde el sofista de este mundo? ¿Acaso no entonteció Dios la sabiduría del
mundo? » (1 Co 1, 20) se pregunta con énfasis el Apóstol. Para lo que Dios
quiere llevar a cabo ya no es posible la mera sabiduría del hombre sabio, sino
que se requiere dar un paso decisivo para acoger una novedad radical: « Ha
escogido Dios más bien lo necio del mundo para confundir a los sabios [...]. lo
plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para reducir a
la nada lo que es » (1 Co 1, 27-28). La sabiduría del hombre rehúsa ver en la
propia debilidad el presupuesto de su fuerza; pero san Pablo no duda en
afirmar: « pues, cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte » (2 Co 12,
10). El hombre no logra comprender cómo la muerte pueda ser fuente de vida y de
amor, pero Dios ha elegido para revelar el misterio de su designio de salvación
precisamente lo que la razón considera « locura » y « escándalo ». Hablando el
lenguaje de los filósofos contemporáneos suyos, Pablo alcanza el culmen de su
enseñanza y de la paradoja que quiere expresar: « Dios ha elegido en el mundo
lo que es nada para convertir en nada las cosas que son » (1 Co 1, 28). Para
poner de relieve la naturaleza de la gratuidad del amor revelado en la Cruz de
Cristo, el Apóstol no tiene miedo de usar el lenguaje más radical que los
filósofos empleaban en sus reflexiones sobre Dios. La razón no puede vaciar el
misterio de amor que la Cruz representa, mientras que ésta puede dar a la razón
la respuesta última que busca. No es la sabiduría de las palabras, sino la
Palabra de la Sabiduría lo que san Pablo pone como criterio de verdad, y a la
vez, de salvación.
La sabiduría de la
Cruz, pues, supera todo límite cultural que se le quiera imponer y obliga a
abrirse a la universalidad de la verdad, de la que es portadora. ¡Qué desafío
más grande se le presenta a nuestra razón y qué provecho obtiene si no se
rinde! La filosofía, que por sí misma es capaz de reconocer el incesante
transcenderse del hombre hacia la verdad, ayudada por la fe puede abrirse a
acoger en la « locura » de la Cruz la auténtica crítica de los que creen poseer
la verdad, aprisionándola entre los recovecos de su sistema. La relación entre
fe y filosofía encuentra en la predicación de Cristo crucificado y resucitado
el escollo contra el cual puede naufragar, pero por encima del cual puede
desembocar en el océano sin límites de la verdad. Aquí se evidencia la frontera
entre la razón y la fe, pero se aclara también el espacio en el cual ambas
pueden encontrarse.
CAPITULO III
INTELLEGO UT CREDAM
Caminando en busca de
la verdad
24. Cuenta el
evangelista Lucas en los Hechos de los Apóstoles que, en sus viajes misioneros,
Pablo llegó a Atenas. La ciudad de los filósofos estaba llena de estatuas que
representaban diversos ídolos. Le llamó la atención un altar y aprovechó
enseguida la oportunidad para ofrecer una base común sobre la cual iniciar el
anuncio del kerigma: « Atenienses —dijo—, veo que vosotros sois, por todos los
conceptos, los más respetuosos de la divinidad. Pues al pasar y contemplar
vuestros monumentos sagrados, he encontrado también un altar en el que estaba
grabada esta inscripción: “Al Dios desconocido”. Pues bien, lo que adoráis sin
conocer, eso os vengo yo a anunciar » (Hch 17, 22-23). A partir de este
momento, san Pablo habla de Dios como creador, como Aquél que transciende todas
las cosas y que ha dado la vida a todo. Continua después su discurso de este
modo: « El creó, de un sólo principio, todo el linaje humano, para que habitase
sobre toda la faz de la tierra fijando los tiempos determinados y los límites
del lugar donde habían de habitar, con el fin de que buscasen la divinidad,
para ver si a tientas la buscaban y la hallaban; por más que no se encuentra
lejos de cada uno de nosotros » (Hch 17, 26-27).
El Apóstol pone de
relieve una verdad que la Iglesia ha conservado siempre: en lo más profundo del
corazón del hombre está el deseo y la nostalgia de Dios. Lo recuerda con
énfasis también la liturgia del Viernes Santo cuando, invitando a orar por los
que no creen, nos hace decir: « Dios todopoderoso y eterno, que creaste a todos
los hombres para que te busquen, y cuando te encuentren, descansen en ti ».(22)
Existe, pues, un camino que el hombre, si quiere, puede recorrer; inicia con la
capacidad de la razón de levantarse más allá de lo contingente para ir hacia lo
infinito.
De diferentes modos y
en diversos tiempos el hombre ha demostrado que sabe expresar este deseo
íntimo. La literatura, la música, la pintura, la escultura, la arquitectura y
cualquier otro fruto de su inteligencia creadora se convierten en cauces a
través de los cuales puede manifestar su afán de búsqueda. La filosofía ha
asumido de manera peculiar este movimiento y ha expresado, con sus medios y
según sus propias modalidades científicas, este deseo universal del hombre.
25. « Todos los
hombres desean saber » (23) y la verdad es el objeto propio de este deseo.
Incluso la vida diaria muestra cuán interesado está cada uno en descubrir, más
allá de lo conocido de oídas, cómo están verdaderamente las cosas. El hombre es
el único ser en toda la creación visible que no sólo es capaz de saber, sino
que sabe también que sabe, y por eso se interesa por la verdad real de lo que
se le presenta. Nadie puede permanecer sinceramente indiferente a la verdad de
su saber. Si descubre que es falso, lo rechaza; en cambio, si puede confirmar
su verdad, se siente satisfecho. Es la lección de san Agustín cuando escribe: «
He encontrado muchos que querían engañar, pero ninguno que quisiera dejarse
engañar ».(24) Con razón se considera que una persona ha alcanzado la edad
adulta cuando puede discernir, con los propios medios, entre lo que es
verdadero y lo que es falso, formándose un juicio propio sobre la realidad
objetiva de las cosas. Este es el motivo de tantas investigaciones, particularmente
en el campo de las ciencias, que han llevado en los últimos siglos a resultados
tan significativos, favoreciendo un auténtico progreso de toda la humanidad.
No menos importante
que la investigación en el ámbito teórico es la que se lleva a cabo en el
ámbito práctico: quiero aludir a la búsqueda de la verdad en relación con el
bien que hay que realizar. En efecto, con el propio obrar ético la persona
actuando según su libre y recto querer, toma el camino de la felicidad y tiende
a la perfección. También en este caso se trata de la verdad. He reafirmado esta
convicción en la Encíclica Veritatis splendor: « No existe moral sin libertad
[...]. Si existe el derecho de ser respetados en el propio camino de búsqueda
de la verdad, existe aún antes la obligación moral, grave para cada uno, de
buscar la verdad y seguirla una vez conocida ».(25)
Es, pues, necesario
que los valores elegidos y que se persiguen con la propia vida sean verdaderos,
porque solamente los valores verdaderos pueden perfeccionar a la persona
realizando su naturaleza. El hombre encuentra esta verdad de los valores no
encerrándose en sí mismo, sino abriéndose para acogerla incluso en las
dimensiones que lo transcienden. Ésta es una condición necesaria para que cada
uno llegue a ser sí mismo y crezca como persona adulta y madura.
26. La verdad se
presenta inicialmente al hombre como un interrogante: ¿tiene sentido la vida?
¿hacia dónde se dirige? A primera vista, la existencia personal podría
presentarse como radicalmente carente de sentido. No es necesario recurrir a
los filósofos del absurdo ni a las preguntas provocadoras que se encuentran en
el libro de Job para dudar del sentido de la vida. La experiencia diaria del
sufrimiento, propio y ajeno, la vista de tantos hechos que a la luz de la razón
parecen inexplicables, son suficientes para hacer ineludible una pregunta tan
dramática como la pregunta sobre el sentido.(26) A esto se debe añadir que la
primera verdad absolutamente cierta de nuestra existencia, además del hecho de
que existimos, es lo inevitable de nuestra muerte. Frente a este dato
desconcertante se impone la búsqueda de una respuesta exhaustiva. Cada uno
quiere —y debe— conocer la verdad sobre el propio fin. Quiere saber si la
muerte será el término definitivo de su existencia o si hay algo que sobrepasa
la muerte: si le está permitido esperar en una vida posterior o no. Es
significativo que el pensamiento filosófico haya recibido una orientación
decisiva de la muerte de Sócrates que lo ha marcado desde hace más de dos milenios.
No es en absoluto casual, pues, que los filósofos ante el hecho de la muerte se
hayan planteado de nuevo este problema junto con el del sentido de la vida y de
la inmortalidad.
27. Nadie, ni el
filósofo ni el hombre corriente, puede substraerse a estas preguntas. De la
respuesta que se dé a las mismas depende una etapa decisiva de la
investigación: si es posible o no alcanzar una verdad universal y absoluta. De
por sí, toda verdad, incluso parcial, si es realmente verdad, se presenta como
universal. Lo que es verdad, debe ser verdad para todos y siempre. Además de
esta universalidad, sin embargo, el hombre busca un absoluto que sea capaz de
dar respuesta y sentido a toda su búsqueda. Algo que sea último y fundamento de
todo lo demás. En otras palabras, busca una explicación definitiva, un valor
supremo, más allá del cual no haya ni pueda haber interrogantes o instancias
posteriores. Las hipótesis pueden ser fascinantes, pero no satisfacen. Para
todos llega el momento en el que, se quiera o no, es necesario enraizar la
propia existencia en una verdad reconocida como definitiva, que dé una certeza
no sometida ya a la duda.
Los filósofos, a lo
largo de los siglos, han tratado de descubrir y expresar esta verdad, dando
vida a un sistema o una escuela de pensamiento. Más allá de los sistemas
filosóficos, sin embargo, hay otras expresiones en las cuales el hombre busca
dar forma a una propia « filosofía ». Se trata de convicciones o experiencias
personales, de tradiciones familiares o culturales o de itinerarios
existenciales en los cuales se confía en la autoridad de un maestro. En cada
una de estas manifestaciones lo que permanece es el deseo de alcanzar la
certeza de la verdad y de su valor absoluto.
Diversas facetas de la
verdad en el hombre
28. Es necesario
reconocer que no siempre la búsqueda de la verdad se presenta con esa
trasparencia ni de manera consecuente. El límite originario de la razón y la
inconstancia del corazón oscurecen a menudo y desvían la búsqueda personal.
Otros intereses de diverso orden pueden condicionar la verdad. Más aún, el
hombre también la evita a veces en cuanto comienza a divisarla, porque teme sus
exigencias. Pero, a pesar de esto, incluso cuando la evita, siempre es la
verdad la que influencia su existencia; en efecto, él nunca podría fundar la
propia vida sobre la duda, la incertidumbre o la mentira; tal existencia
estaría continuamente amenazada por el miedo y la angustia. Se puede definir,
pues, al hombre como aquél que busca la verdad.
29. No se puede pensar
que una búsqueda tan profundamente enraizada en la naturaleza humana sea del
todo inútil y vana. La capacidad misma de buscar la verdad y de plantear
preguntas implica ya una primera respuesta. El hombre no comenzaría a buscar lo
que desconociese del todo o considerase absolutamente inalcanzable. Sólo la
perspectiva de poder alcanzar una respuesta puede inducirlo a dar el primer
paso. De hecho esto es lo que sucede normalmente en la investigación
científica. Cuando un científico, siguiendo una intuición suya, se pone a la
búsqueda de la explicación lógica y verificable de un fenómeno determinado,
confía desde el principio que encontrará una respuesta, y no se detiene ante
los fracasos. No considera inútil la intuición originaria sólo porque no ha
alcanzado el objetivo; más bien dirá con razón que no ha encontrado aún la
respuesta adecuada.
Esto mismo es válido
también para la investigación de la verdad en el ámbito de las cuestiones
últimas. La sed de verdad está tan radicada en el corazón del hombre que tener
que prescindir de ella comprometería la existencia. Es suficiente, en
definitiva, observar la vida cotidiana para constatar cómo cada uno de nosotros
lleva en sí mismo la urgencia de algunas preguntas esenciales y a la vez abriga
en su interior al menos un atisbo de las correspondientes respuestas. Son
respuestas de cuya verdad se está convencido, incluso porque se experimenta
que, en sustancia, no se diferencian de las respuestas a las que han llegado
otros muchos. Es cierto que no toda verdad alcanzada posee el mismo valor. Del
conjunto de los resultados logrados, sin embargo, se confirma la capacidad que
el ser humano tiene de llegar, en línea de máxima, a la verdad.
30. En este momento
puede ser útil hacer una rápida referencia a estas diversas formas de verdad.
Las más numerosas son las que se apoyan sobre evidencias inmediatas o
confirmadas experimentalmente. Éste es el orden de verdad propio de la vida
diaria y de la investigación científica. En otro nivel se encuentran las
verdades de carácter filosófico, a las que el hombre llega mediante la
capacidad especulativa de su intelecto. En fin están las verdades religiosas,
que en cierta medida hunden sus raíces también en la filosofía. Éstas están
contenidas en las respuestas que las diversas religiones ofrecen en sus tradiciones
a las cuestiones últimas.(27)
En cuanto a las
verdades filosóficas, hay que precisar que no se limitan a las meras doctrinas,
algunas veces efímeras, de los filósofos de profesión. Cada hombre, como ya he
dicho, es, en cierto modo, filósofo y posee concepciones filosóficas propias
con las cuales orienta su vida. De un modo u otro, se forma una visión global y
una respuesta sobre el sentido de la propia existencia. Con esta luz interpreta
sus vicisitudes personales y regula su comportamiento. Es aquí donde debería
plantearse la pregunta sobre la relación entre las verdades
filosófico-religiosas y la verdad revelada en Jesucristo. Antes de contestar a
esta cuestión es oportuno valorar otro dato más de la filosofía.
31. El hombre no ha
sido creado para vivir solo. Nace y crece en una familia para insertarse más
tarde con su trabajo en la sociedad. Desde el nacimiento, pues, está inmerso en
varias tradiciones, de las cuales recibe no sólo el lenguaje y la formación
cultural, sino también muchas verdades en las que, casi instintivamente, cree.
De todos modos el crecimiento y la maduración personal implican que estas
mismas verdades puedan ser puestas en duda y discutidas por medio de la
peculiar actividad crítica del pensamiento. Esto no quita que, tras este paso,
las mismas verdades sean « recuperadas » sobre la base de la experiencia
llevada que se ha tenido o en virtud de un razonamiento sucesivo. A pesar de
ello, en la vida de un hombre las verdades simplemente creídas son mucho más
numerosas que las adquiridas mediante la constatación personal. En efecto,
¿quién sería capaz de discutir críticamente los innumerables resultados de las
ciencias sobre las que se basa la vida moderna? ¿quién podría controlar por su
cuenta el flujo de informaciones que día a día se reciben de todas las partes
del mundo y que se aceptan en línea de máxima como verdaderas? Finalmente,
¿quién podría reconstruir los procesos de experiencia y de pensamiento por los
cuales se han acumulado los tesoros de la sabiduría y de religiosidad de la
humanidad? El hombre, ser que busca la verdad, es pues también aquél que vive
de creencias.
32. Cada uno, al
creer, confía en los conocimientos adquiridos por otras personas. En ello se
puede percibir una tensión significativa: por una parte el conocimiento a
través de una creencia parece una forma imperfecta de conocimiento, que debe
perfeccionarse progresivamente mediante la evidencia lograda personalmente; por
otra, la creencia con frecuencia resulta más rica desde el punto de vista
humano que la simple evidencia, porque incluye una relación interpersonal y
pone en juego no sólo las posibilidades cognoscitivas, sino también la
capacidad más radical de confiar en otras personas, entrando así en una
relación más estable e íntima con ellas.
Se ha de destacar que
las verdades buscadas en esta relación interpersonal no pertenecen
primariamente al orden fáctico o filosófico. Lo que se pretende, más que nada,
es la verdad misma de la persona: lo que ella es y lo que manifiesta de su
propio interior. En efecto, la perfección del hombre no está en la mera
adquisición del conocimiento abstracto de la verdad, sino que consiste también
en una relación viva de entrega y fidelidad hacia el otro. En esta fidelidad
que sabe darse, el hombre encuentra plena certeza y seguridad. Al mismo tiempo,
el conocimiento por creencia, que se funda sobre la confianza interpersonal,
está en relación con la verdad: el hombre, creyendo, confía en la verdad que el
otro le manifiesta.
¡Cuántos ejemplos se
podrían poner para ilustrar este dato! Pienso ante todo en el testimonio de los
mártires. El mártir, en efecto, es el testigo más auténtico de la verdad sobre
la existencia. Él sabe que ha hallado en el encuentro con Jesucristo la verdad
sobre su vida y nada ni nadie podrá arrebatarle jamás esta certeza. Ni el
sufrimiento ni la muerte violenta lo harán apartar de la adhesión a la verdad
que ha descubierto en su encuentro con Cristo. Por eso el testimonio de los
mártires atrae, es aceptado, escuchado y seguido hasta en nuestros días. Ésta
es la razón por la cual nos fiamos de su palabra: se percibe en ellos la
evidencia de un amor que no tiene necesidad de largas argumentaciones para
convencer, desde el momento en que habla a cada uno de lo que él ya percibe en
su interior como verdadero y buscado desde tanto tiempo. En definitiva, el
mártir suscita en nosotros una gran confianza, porque dice lo que nosotros ya
sentimos y hace evidente lo que también quisiéramos tener la fuerza de
expresar.
33. Se puede ver así
que los términos del problema van completándose progresivamente. El hombre, por
su naturaleza, busca la verdad. Esta búsqueda no está destinada sólo a la
conquista de verdades parciales, factuales o científicas; no busca sólo el
verdadero bien para cada una de sus decisiones. Su búsqueda tiende hacia una
verdad ulterior que pueda explicar el sentido de la vida; por eso es una
búsqueda que no puede encontrar solución si no es en el absoluto.(28) Gracias a
la capacidad del pensamiento, el hombre puede encontrar y reconocer esta
verdad. En cuanto vital y esencial para su existencia, esta verdad se logra no
sólo por vía racional, sino también mediante el abandono confiado en otras
personas, que pueden garantizar la certeza y la autenticidad de la verdad
misma. La capacidad y la opción de confiarse uno mismo y la propia vida a otra
persona constituyen ciertamente uno de los actos antropológicamente más
significativos y expresivos.
No se ha de olvidar
que también la razón necesita ser sostenida en su búsqueda por un diálogo
confiado y una amistad sincera. El clima de sospecha y de desconfianza, que a
veces rodea la investigación especulativa, olvida la enseñanza de los filósofos
antiguos, quienes consideraban la amistad como uno de los contextos más
adecuados para el buen filosofar.
De todo lo que he
dicho hasta aquí resulta que el hombre se encuentra en un camino de búsqueda,
humanamente interminable: búsqueda de verdad y búsqueda de una persona de quien
fiarse. La fe cristiana le ayuda ofreciéndole la posibilidad concreta de ver realizado
el objetivo de esta búsqueda. En efecto, superando el estadio de la simple
creencia la fe cristiana coloca al hombre en ese orden de gracia que le permite
participar en el misterio de Cristo, en el cual se le ofrece el conocimiento
verdadero y coherente de Dios Uno y Trino. Así, en Jesucristo, que es la
Verdad, la fe reconoce la llamada última dirigida a la humanidad para que pueda
llevar a cabo lo que experimenta como deseo y nostalgia.
34. Esta verdad, que
Dios nos revela en Jesucristo, no está en contraste con las verdades que se
alcanzan filosofando. Más bien los dos órdenes de conocimiento conducen a la
verdad en su plenitud. La unidad de la verdad es ya un postulado fundamental de
la razón humana, expresado en el principio de no contradicción. La Revelación
da la certeza de esta unidad, mostrando que el Dios creador es también el Dios
de la historia de la salvación. El mismo e idéntico Dios, que fundamenta y
garantiza que sea inteligible y racional el orden natural de las cosas sobre
las que se apoyan los científicos confiados,(29) es el mismo que se revela como
Padre de nuestro Señor Jesucristo. Esta unidad de la verdad, natural y
revelada, tiene su identificación viva y personal en Cristo, como nos recuerda
el Apóstol: « Habéis sido enseñados conforme a la verdad de Jesús » (Ef 4, 21;
cf. Col 1, 15-20). Él es la Palabra eterna, en quien todo ha sido creado, y a
la vez es la Palabra encarnada, que en toda su persona (30) revela al Padre
(cf. Jn 1, 14.18). Lo que la razón humana busca « sin conocerlo » (Hch 17, 23),
puede ser encontrado sólo por medio de Cristo: lo que en Él se revela, en
efecto, es la « plena verdad » (cf. Jn 1, 14-16) de todo ser que en Él y por Él
ha sido creado y después encuentra en Él su plenitud (cf. Col 1, 17).
35. Sobre la base de
estas consideraciones generales, es necesario examinar ahora de modo más
directo la relación entre la verdad revelada y la filosofía. Esta relación
impone una doble consideración, en cuanto que la verdad que nos llega por la
Revelación es, al mismo tiempo, una verdad que debe ser comprendida a la luz de
la razón. Sólo en esta doble acepción, en efecto, es posible precisar la justa
relación de la verdad revelada con el saber filosófico. Consideramos, por
tanto, en primer lugar la relación entre la fe y la filosofía en el curso de la
historia. Desde aquí será posible indicar algunos principios, que constituyen
los puntos de referencia en los que basarse para establecer la correcta
relación entre los dos órdenes de conocimiento.
CAPITULO IV
RELACION ENTRE LA FE Y LA RAZON
Etapas más
significativas en el encuentro entre la fe y la razón
36. Según el
testimonio de los Hechos de los Apóstoles, el anuncio cristiano tuvo que
confrontarse desde el inicio con las corrientes filosóficas de la época. El
mismo libro narra la discusión que san Pablo tuvo en Atenas con « algunos
filósofos epicúreos y estoicos » (17, 18). El análisis exegético del discurso
en el Areópago ha puesto de relieve repetidas alusiones a convicciones
populares sobre todo de origen estoico. Ciertamente esto no era casual. Los
primeros cristianos para hacerse comprender por los paganos no podían referirse
sólo a « Moisés y los profetas »; debían también apoyarse en el conocimiento
natural de Dios y en la voz de la conciencia moral de cada hombre (cf. Rm 1,
19-21; 2, 14-15; Hch 14, 16-17). Sin embargo, como este conocimiento natural
había degenerado en idolatría en la religión pagana (cf. Rm 1, 21-32), el
Apóstol considera más oportuno relacionar su argumentación con el pensamiento
de los filósofos, que desde siempre habían opuesto a los mitos y a los cultos
mistéricos conceptos más respetuosos de la trascendencia divina.
En efecto, uno de los
mayores esfuerzos realizados por los filósofos del pensamiento clásico fue
purificar de formas mitológicas la concepción que los hombres tenían de Dios.
Como sabemos, también la religión griega, al igual que gran parte de las
religiones cósmicas, era politeísta, llegando incluso a divinizar objetos y
fenómenos de la naturaleza. Los intentos del hombre por comprender el origen de
los dioses y, en ellos, del universo encontraron su primera expresión en la
poesía. Las teogonías permanecen hasta hoy como el primer testimonio de esta
búsqueda del hombre. Fue tarea de los padres de la filosofía mostrar el vínculo
entre la razón y la religión. Dirigiendo la mirada hacia los principios
universales, no se contentaron con los mitos antiguos, sino que quisieron dar
fundamento racional a su creencia en la divinidad. Se inició así un camino que,
abandonando las tradiciones antiguas particulares, se abría a un proceso más
conforme a las exigencias de la razón universal. El objetivo que dicho proceso
buscaba era la conciencia crítica de aquello en lo que se creía. El concepto de
la divinidad fue el primero que se benefició de este camino. Las supersticiones
fueron reconocidas como tales y la religión se purificó, al menos en parte,
mediante el análisis racional. Sobre esta base los Padres de la Iglesia
comenzaron un diálogo fecundo con los filósofos antiguos, abriendo el camino al
anuncio y a la comprensión del Dios de Jesucristo.
37. Al referirme a
este movimiento de acercamiento de los cristianos a la filosofía, es obligado
recordar también la actitud de cautela que suscitaban en ellos otros elementos
del mundo cultural pagano, como por ejemplo la gnosis. La filosofía, en cuanto
sabiduría práctica y escuela de vida, podía ser confundida fácilmente con un
conocimiento de tipo superior, esotérico, reservado a unos pocos perfectos. En
este tipo de especulaciones esotéricas piensa sin duda san Pablo cuando pone en
guardia a los Colosenses: « Mirad que nadie os esclavice mediante la vana
falacia de una filosofía, fundada en tradiciones humanas, según los elementos
del mundo y no según Cristo » (2, 8). Qué actuales son las palabras del Apóstol
si las referimos a las diversas formas de esoterismo que se difunden hoy
incluso entre algunos creyentes, carentes del debido sentido crítico. Siguiendo
las huellas de san Pablo, otros escritores de los primeros siglos, en
particular san Ireneo y Tertuliano, manifiestan a su vez ciertas reservas
frente a una visión cultural que pretendía subordinar la verdad de la
Revelación a las interpretaciones de los filósofos.
38. El encuentro del
cristianismo con la filosofía no fue pues inmediato ni fácil. La práctica de la
filosofía y la asistencia a sus escuelas eran para los primeros cristianos más
un inconveniente que una ayuda. Para ellos, la primera y más urgente tarea era
el anuncio de Cristo resucitado mediante un encuentro personal capaz de llevar
al interlocutor a la conversión del corazón y a la petición del Bautismo. Sin
embargo, esto no quiere decir que ignorasen el deber de profundizar la
comprensión de la fe y sus motivaciones. Todo lo contrario. Resulta injusta e
infundada la crítica de Celso, que acusa a los cristianos de ser gente «
iletrada y ruda ».(31) La explicación de su desinterés inicial hay que buscarla
en otra parte. En realidad, el encuentro con el Evangelio ofrecía una respuesta
tan satisfactoria a la cuestión, hasta entonces no resulta, sobre el sentido de
la vida, que el seguimiento de los filósofos les parecía como algo lejano y, en
ciertos aspectos, superado.
Esto resulta hoy aún
más claro si se piensa en la aportación del cristianismo que afirma el derecho
universal de acceso a la verdad. Abatidas las barreras raciales, sociales y
sexuales, el cristianismo había anunciado desde sus inicios la igualdad de
todos los hombres ante Dios. La primera consecuencia de esta concepción se
aplicaba al tema de la verdad. Quedaba completamente superado el carácter
elitista que su búsqueda tenía entre los antiguos, ya que siendo el acceso a la
verdad un bien que permite llegar a Dios, todos deben poder recorrer este
camino. Las vías para alcanzar la verdad siguen siendo muchas; sin embargo, como
la verdad cristiana tiene un valor salvífico, cualquiera de estas vías puede
seguirse con tal de que conduzca a la meta final, es decir, a la revelación de
Jesucristo.
Un pionero del
encuentro positivo con el pensamiento filosófico, aunque bajo el signo de un
cauto discernimiento, fue san Justino, quien, conservando después de la
conversión una gran estima por la filosofía griega, afirmaba con fuerza y
claridad que en el cristianismo había encontrado « la única filosofía segura y
provechosa ».(32) De modo parecido, Clemente de Alejandría llamaba al Evangelio
« la verdadera filosofía »,(33) e interpretaba la filosofía en analogía con la
ley mosaica como una instrucción propedéutica a la fe cristiana (34) y una
preparación para el Evangelio.(35) Puesto que « esta es la sabiduría que desea
la filosofía; la rectitud del alma, la de la razón y la pureza de la vida. La
filosofía está en una actitud de amor ardoroso a la sabiduría y no perdona
esfuerzo por obtenerla. Entre nosotros se llaman filósofos los que aman la
sabiduría del Creador y Maestro universal, es decir, el conocimiento del Hijo
de Dios ».(36) La filosofía griega, para este autor, no tiene como primer
objetivo completar o reforzar la verdad cristiana; su cometido es, más bien, la
defensa de la fe: « La enseñanza del Salvador es perfecta y nada le falta, por
que es fuerza y sabiduría de Dios; en cambio, la filosofía griega con su
tributo no hace más sólida la verdad; pero haciendo impotente el ataque de la
sofística e impidiendo las emboscadas fraudulentas de la verdad, se dice que es
con propiedad empalizada y muro de la viña ».(37)
39. En la historia de
este proceso es posible verificar la recepción crítica del pensamiento
filosófico por parte de los pensadores cristianos. Entre los primeros ejemplos
que se pueden encontrar, es ciertamente significativa la figura de Orígenes.
Contra los ataques lanzados por el filósofo Celso, Orígenes asume la filosofía
platónica para argumentar y responderle. Refiriéndose a no pocos elementos del
pensamiento platónico, comienza a elaborar una primera forma de teología
cristiana. En efecto, tanto el nombre mismo como la idea de teología en cuanto
reflexión racional sobre Dios estaban ligados todavía hasta ese momento a su
origen griego. En la filosofía aristotélica, por ejemplo, con este nombre se
referían a la parte más noble y al verdadero culmen de la reflexión filosófica.
Sin embargo, a la luz de la Revelación cristiana lo que anteriormente designaba
una doctrina genérica sobre la divinidad adquirió un significado del todo
nuevo, en cuanto definía la reflexión que el creyente realizaba para expresar
la verdadera doctrina sobre Dios. Este nuevo pensamiento cristiano que se
estaba desarrollando hacía uso de la filosofía, pero al mismo tiempo tendía a
distinguirse claramente de ella. La historia muestra cómo hasta el mismo
pensamiento platónico asumido en la teología sufrió profundas transformaciones,
en particular por lo que se refiere a conceptos como la inmortalidad del alma,
la divinización del hombre y el origen del mal.
40. En esta obra de
cristianización del pensamiento platónico y neoplatónico, merecen una mención
particular los Padres Capadocios, Dionisio el Areopagita y, sobre todo, san
Agustín. El gran Doctor occidental había tenido contactos con diversas escuelas
filosóficas, pero todas le habían decepcionado. Cuando se encontró con la
verdad de la fe cristiana, tuvo la fuerza de realizar aquella conversión
radical a la que los filósofos frecuentados anteriormente no habían conseguido
encaminarlo. El motivo lo cuenta él mismo: « Sin embargo, desde esta época
empecé ya a dar preferencia a la doctrina católica, porque me parecía que aquí
se mandaba con más modestia, y de ningún modo falazmente, creer lo que no se
demostraba —fuese porque, aunque existiesen las pruebas, no había sujeto capaz
de ellas, fuese porque no existiesen—, que no allí, en donde se despreciaba la
fe y se prometía con temeraria arrogancia la ciencia y luego se obligaba a
creer una infinidad de fábulas absurdísimas que no podían demostrar ».(38) A
los mismos platónicos, a quienes mencionaba de modo privilegiado, Agustín
reprochaba que, aun habiendo conocido la meta hacia la que tender, habían
ignorado sin embargo el camino que conduce a ella: el Verbo encarnado.(39) El
Obispo de Hipona consiguió hacer la primera gran síntesis del pensamiento
filosófico y teológico en la que confluían las corrientes del pensamiento
griego y latino. En él además la gran unidad del saber, que encontraba su
fundamento en el pensamiento bíblico, fue confirmada y sostenida por la
profundidad del pensamiento especulativo. La síntesis llevada a cabo por san
Agustín sería durante siglos la forma más elevada de especulación filosófica y
teológica que el Occidente haya conocido. Gracias a su historia personal y
ayudado por una admirable santidad de vida, fue capaz de introducir en sus
obras multitud de datos que, haciendo referencia a la experiencia, anunciaban
futuros desarrollos de algunas corrientes filosóficas.
41. Varias han sido
pues las formas con que los Padres de Oriente y de Occidente han entrado en
contacto con las escuelas filosóficas. Esto no significa que hayan identificado
el contenido de su mensaje con los sistemas a que hacían referencia. La
pregunta de Tertuliano: « ¿Qué tienen en común Atenas y Jerusalén? ¿La Academia
y la Iglesia? »,(40) es claro indicio de la conciencia crítica con que los
pensadores cristianos, desde el principio, afrontaron el problema de la
relación entre la fe y la filosofía, considerándolo globalmente en sus aspectos
positivos y en sus límites. No eran pensadores ingenuos. Precisamente porque
vivían con intensidad el contenido de la fe, sabían llegar a las formas más
profundas de la especulación. Por consiguiente, es injusto y reductivo limitar
su obra a la sola transposición de las verdades de la fe en categorías
filosóficas. Hicieron mucho más. En efecto, fueron capaces de sacar a la luz
plenamente lo que todavía permanecía implícito y propedéutico en el pensamiento
de los grandes filósofos antiguos.(41) Estos, como ya he dicho, habían mostrado
cómo la razón, liberada de las ataduras externas, podía salir del callejón
ciego de los mitos, para abrirse de forma más adecuada a la trascendencia. Así
pues, una razón purificada y recta era capaz de llegar a los niveles más altos
de la reflexión, dando un fundamento sólido a la percepción del ser, de lo
trascendente y de lo absoluto.
Justamente aquí está
la novedad alcanzada por los Padres. Ellos acogieron plenamente la razón
abierta a lo absoluto y en ella incorporaron la riqueza de la Revelación. El
encuentro no fue sólo entre culturas, donde tal vez una es seducida por el
atractivo de otra, sino que tuvo lugar en lo profundo de los espíritus, siendo
un encuentro entre la criatura y el Creador. Sobrepasando el fin mismo hacia el
que inconscientemente tendía por su naturaleza, la razón pudo alcanzar el bien
sumo y la verdad suprema en la persona del Verbo encarnado. Ante las
filosofías, los Padres no tuvieron miedo, sin embargo, de reconocer tanto los
elementos comunes como las diferencias que presentaban con la Revelación. Ser
conscientes de las convergencias no ofuscaba en ellos el reconocimiento de las
diferencias.
42. En la teología
escolástica el papel de la razón educada filosóficamente llega a ser aún más
visible bajo el empuje de la interpretación anselmiana del intellectus fidei.
Para el santo Arzobispo de Canterbury la prioridad de la fe no es incompatible
con la búsqueda propia de la razón. En efecto, ésta no está llamada a expresar
un juicio sobre los contenidos de la fe, siendo incapaz de hacerlo por no ser
idónea para ello. Su tarea, más bien, es saber encontrar un sentido y descubrir
las razones que permitan a todos entender los contenidos de la fe. San Anselmo
acentúa el hecho de que el intelecto debe ir en búsqueda de lo que ama: cuanto
más ama, más desea conocer. Quien vive para la verdad tiende hacia una forma de
conocimiento que se inflama cada vez más de amor por lo que conoce, aun
debiendo admitir que no ha hecho todavía todo lo que desearía: « Ad te videndum
factus sum; et nondum feci propter quod factus sum ».(42) El deseo de la verdad
mueve, pues, a la razón a ir siempre más allá; queda incluso como abrumada al
constatar que su capacidad es siempre mayor que lo que alcanza. En este punto,
sin embargo, la razón es capaz de descubrir dónde está el final de su camino: «
Yo creo que basta a aquel que somete a un examen reflexivo un principio
incomprensible alcanzar por el raciocinio su certidumbre inquebrantable, aunque
no pueda por el pensamiento concebir el cómo de su existencia [...]. Ahora
bien, ¿qué puede haber de más incomprensible, de más inefable que lo que está
por encima de todas las cosas? Por lo cual, si todo lo que hemos establecido
hasta este momento sobre la esencia suprema está apoyado con razones
necesarias, aunque el espíritu no pueda comprenderlo, hasta el punto de
explicarlo fácilmente con palabras simples, no por eso, sin embargo, sufre
quebranto la sólida base de esta certidumbre. En efecto, si una reflexión
precedente ha comprendido de modo racional que es incomprensible
(rationabiliter comprehendit incomprehensibile esse) » el modo en que la
suprema sabiduría sabe lo que ha hecho [...], ¿quién puede explicar cómo se
conoce y se llama ella misma, de la cual el hombre no puede saber nada o casi
nada ».(43)
Se confirma una vez
más la armonía fundamental del conocimiento filosófico y el de la fe: la fe
requiere que su objeto sea comprendido con la ayuda de la razón; la razón, en
el culmen de su búsqueda, admite como necesario lo que la fe le presenta.
Novedad perenne del
pensamiento de santo Tomás de Aquino
43. Un puesto singular
en este largo camino corresponde a santo Tomás, no sólo por el contenido de su
doctrina, sino también por la relación dialogal que supo establecer con el
pensamiento árabe y hebreo de su tiempo. En una época en la que los pensadores
cristianos descubrieron los tesoros de la filosofía antigua, y más
concretamente aristotélica, tuvo el gran mérito de destacar la armonía que
existe entre la razón y la fe. Argumentaba que la luz de la razón y la luz de
la fe proceden ambas de Dios; por tanto, no pueden contradecirse entre sí.(44)
Más radicalmente,
Tomás reconoce que la naturaleza, objeto propio de la filosofía, puede
contribuir a la comprensión de la revelación divina. La fe, por tanto, no teme
la razón, sino que la busca y confía en ella. Como la gracia supone la
naturaleza y la perfecciona,(45) así la fe supone y perfecciona la razón. Esta
última, iluminada por la fe, es liberada de la fragilidad y de los límites que
derivan de la desobediencia del pecado y encuentra la fuerza necesaria para
elevarse al conocimiento del misterio de Dios Uno y Trino. Aun señalando con
fuerza el carácter sobrenatural de la fe, el Doctor Angélico no ha olvidado el
valor de su carácter racional; sino que ha sabido profundizar y precisar este
sentido. En efecto, la fe es de algún modo « ejercicio del pensamiento »; la
razón del hombre no queda anulada ni se envilece dando su asentimiento a los
contenidos de la fe, que en todo caso se alcanzan mediante una opción libre y
consciente.(46)
Precisamente por este
motivo la Iglesia ha propuesto siempre a santo Tomás como maestro de
pensamiento y modelo del modo correcto de hacer teología. En este contexto,
deseo recordar lo que escribió mi predecesor, el siervo de Dios Pablo VI, con
ocasión del séptimo centenario de la muerte del Doctor Angélico: « No cabe duda
que santo Tomás poseyó en grado eximio audacia para la búsqueda de la verdad,
libertad de espíritu para afrontar problemas nuevos y la honradez intelectual
propia de quien, no tolerando que el cristianismo se contamine con la filosofía
pagana, sin embargo no rechaza a priori esta filosofía. Por eso ha pasado a la
historia del pensamiento cristiano como precursor del nuevo rumbo de la
filosofía y de la cultura universal. El punto capital y como el meollo de la
solución casi profética a la nueva confrontación entre la razón y la fe,
consiste en conciliar la secularidad del mundo con las exigencias radicales del
Evangelio, sustrayéndose así a la tendencia innatural de despreciar el mundo y
sus valores, pero sin eludir las exigencias supremas e inflexibles del orden
sobrenatural ».(47)
44. Una de las grandes
intuiciones de santo Tomás es la que se refiere al papel que el Espíritu Santo
realiza haciendo madurar en sabiduría la ciencia humana. Desde las primeras
páginas de su Summa Theologiae (48) el Aquinate quiere mostrar la primacía de
aquella sabiduría que es don del Espíritu Santo e introduce en el conocimiento
de las realidades divinas. Su teología permite comprender la peculiaridad de la
sabiduría en su estrecho vínculo con la fe y el conocimiento de lo divino. Ella
conoce por connaturalidad, presupone la fe y formula su recto juicio a partir
de la verdad de la fe misma: « La sabiduría, don del Espíritu Santo, difiere de
la que es virtud intelectual adquirida. Pues ésta se adquiere con esfuerzo
humano, y aquélla viene de arriba, como Santiago dice. De la misma manera
difiere también de la fe, porque la fe asiente a la verdad divina por sí misma;
mas el juicio conforme con la verdad divina pertenece al don de la sabiduría
».(49)
La prioridad
reconocida a esta sabiduría no hace olvidar, sin embargo, al Doctor Angélico la
presencia de otras dos formas de sabiduría complementarias: la filosófica,
basada en la capacidad del intelecto para indagar la realidad dentro de sus
límites connaturales, y la teológica, fundamentada en la Revelación y que
examina los contenidos de la fe, llegando al misterio mismo de Dios.
Convencido
profundamente de que « omne verum a quocumque dicatur a Spiritu Sancto est
»,(50) santo Tomás amó de manera desinteresada la verdad. La buscó allí donde
pudiera manifestarse, poniendo de relieve al máximo su universalidad. El
Magisterio de la Iglesia ha visto y apreciado en él la pasión por la verdad; su
pensamiento, al mantenerse siempre en el horizonte de la verdad universal,
objetiva y trascendente, alcanzó « cotas que la inteligencia humana jamás
podría haber pensado ».(51) Con razón, pues, se le puede llamar « apóstol de la
verdad ».(52) Precisamente porque la buscaba sin reservas, supo reconocer en su
realismo la objetividad de la verdad. Su filosofía es verdaderamente la
filosofía del ser y no del simple parecer.
El drama de la
separación entre fe y razón
45. Con la aparición
de las primeras universidades, la teología se confrontaba más directamente con
otras formas de investigación y del saber científico. San Alberto Magno y santo
Tomás, aun manteniendo un vínculo orgánico entre la teología y la filosofía,
fueron los primeros que reconocieron la necesaria autonomía que la filosofía y
las ciencias necesitan para dedicarse eficazmente a sus respectivos campos de
investigación. Sin embargo, a partir de la baja Edad Media la legítima
distinción entre los dos saberes se transformó progresivamente en una nefasta
separación. Debido al excesivo espíritu racionalista de algunos pensadores, se
radicalizaron las posturas, llegándose de hecho a una filosofía separada y
absolutamente autónoma respecto a los contenidos de la fe. Entre las
consecuencias de esta separación está el recelo cada vez mayor hacia la razón
misma. Algunos comenzaron a profesar una desconfianza general, escéptica y
agnóstica, bien para reservar mayor espacio a la fe, o bien para desacreditar
cualquier referencia racional posible a la misma.
En resumen, lo que el
pensamiento patrístico y medieval había concebido y realizado como unidad
profunda, generadora de un conocimiento capaz de llegar a las formas más altas
de la especulación, fue destruido de hecho por los sistemas que asumieron la
posición de un conocimiento racional separado de la fe o alternativo a ella.
46. Las
radicalizaciones más influyentes son conocidas y bien visibles, sobre todo en
la historia de Occidente. No es exagerado afirmar que buena parte del pensamiento
filosófico moderno se ha desarrollado alejándose progresivamente de la
Revelación cristiana, hasta llegar a contraposiciones explícitas. En el siglo
pasado, este movimiento alcanzó su culmen. Algunos representantes del idealismo
intentaron de diversos modos transformar la fe y sus contenidos, incluso el
misterio de la muerte y resurrección de Jesucristo, en estructuras dialécticas
concebibles racionalmente. A este pensamiento se opusieron diferentes formas de
humanismo ateo, elaboradas filosóficamente, que presentaron la fe como nociva y
alienante para el desarrollo de la plena racionalidad. No tuvieron reparo en
presentarse como nuevas religiones creando la base de proyectos que, en el
plano político y social, desembocaron en sistemas totalitarios traumáticos para
la humanidad.
En el ámbito de la
investigación científica se ha ido imponiendo una mentalidad positivista que,
no sólo se ha alejado de cualquier referencia a la visión cristiana del mundo,
sino que, y principalmente, ha olvidado toda relación con la visión metafísica
y moral. Consecuencia de esto es que algunos científicos, carentes de toda
referencia ética, tienen el peligro de no poner ya en el centro de su interés
la persona y la globalidad de su vida. Más aún, algunos de ellos, conscientes
de las potencialidades inherentes al progreso técnico, parece que ceden, no
sólo a la lógica del mercado, sino también a la tentación de un poder
demiúrgico sobre la naturaleza y sobre el ser humano mismo.
Además, como
consecuencia de la crisis del racionalismo, ha cobrado entidad el nihilismo.
Como filosofía de la nada, logra tener cierto atractivo entre nuestros
contemporáneos. Sus seguidores teorizan sobre la investigación como fin en sí
misma, sin esperanza ni posibilidad alguna de alcanzar la meta de la verdad. En
la interpretación nihilista la existencia es sólo una oportunidad para
sensaciones y experiencias en las que tiene la primacía lo efímero. El
nihilismo está en el origen de la difundida mentalidad según la cual no se debe
asumir ningún compromiso definitivo, ya que todo es fugaz y provisional.
47. Por otra parte, no
debe olvidarse que en la cultura moderna ha cambiado el papel mismo de la
filosofía. De sabiduría y saber universal, se ha ido reduciendo progresivamente
a una de tantas parcelas del saber humano; más aún, en algunos aspectos se la
ha limitado a un papel del todo marginal. Mientras, otras formas de
racionalidad se han ido afirmando cada vez con mayor relieve, destacando el
carácter marginal del saber filosófico. Estas formas de racionalidad, en vez de
tender a la contemplación de la verdad y a la búsqueda del fin último y del
sentido de la vida, están orientadas —o, al menos, pueden orientarse— como «
razón instrumental » al servicio de fines utilitaristas, de placer o de poder.
Desde mi primera
Encíclica he señalado el peligro de absolutizar este camino, al afirmar: « El
hombre actual parece estar siempre amenazado por lo que produce, es decir, por
el resultado del trabajo de sus manos y más aún por el trabajo de su
entendimiento, de las tendencias de su voluntad. Los frutos de esta múltiple
actividad del hombre se traducen muy pronto y de manera a veces imprevisible en
objeto de “alienación”, es decir, son pura y simplemente arrebatados a quien
los ha producido; pero, al menos parcialmente, en la línea indirecta de sus
efectos, esos frutos se vuelven contra el mismo hombre; ellos están dirigidos o
pueden ser dirigidos contra él. En esto parece consistir el capítulo principal
del drama de la existencia humana contemporánea en su dimensión más amplia y
universal. El hombre por tanto vive cada vez más en el miedo. Teme que sus
productos, naturalmente no todos y no la mayor parte, sino algunos y
precisamente los que contienen una parte especial de su genialidad y de su
iniciativa, puedan ser dirigidos de manera radical contra él mismo ».(53)
En la línea de estas
transformaciones culturales, algunos filósofos, abandonando la búsqueda de la
verdad por sí misma, han adoptado como único objetivo el lograr la certeza
subjetiva o la utilidad práctica. De aquí se desprende como consecuencia el
ofuscamiento de la auténtica dignidad de la razón, que ya no es capaz de
conocer lo verdadero y de buscar lo absoluto.
48. En este último
período de la historia de la filosofía se constata, pues, una progresiva
separación entre la fe y la razón filosófica. Es cierto que, si se observa
atentamente, incluso en la reflexión filosófica de aquellos que han contribuido
a aumentar la distancia entre fe y razón aparecen a veces gérmenes preciosos de
pensamiento que, profundizados y desarrollados con rectitud de mente y corazón,
pueden ayudar a descubrir el camino de la verdad. Estos gérmenes de pensamiento
se encuentran, por ejemplo, en los análisis profundos sobre la percepción y la
experiencia, lo imaginario y el inconsciente, la personalidad y la
intersubjetividad, la libertad y los valores, el tiempo y la historia; incluso
el tema de la muerte puede llegar a ser para todo pensador una seria llamada a
buscar dentro de sí mismo el sentido auténtico de la propia existencia. Sin
embargo, esto no quita que la relación actual entre la fe y la razón exija un
atento esfuerzo de discernimiento, ya que tanto la fe como la razón se han
empobrecido y debilitado una ante la otra. La razón, privada de la aportación
de la Revelación, ha recorrido caminos secundarios que tienen el peligro de
hacerle perder de vista su meta final. La fe, privada de la razón, ha subrayado
el sentimiento y la experiencia, corriendo el riesgo de dejar de ser una
propuesta universal. Es ilusorio pensar que la fe, ante una razón débil, tenga
mayor incisividad; al contrario, cae en el grave peligro de ser reducida a mito
o superstición. Del mismo modo, una razón que no tenga ante sí una fe adulta no
se siente motivada a dirigir la mirada hacia la novedad y radicalidad del ser.
No es inoportuna, por
tanto, mi llamada fuerte e incisiva para que la fe y la filosofía recuperen la
unidad profunda que les hace capaces de ser coherentes con su naturaleza en el
respeto de la recíproca autonomía. A la parresía de la fe debe corresponder la
audacia de la razón.
CAPITULO V
INTERVENCIONES DEL
MAGISTERIO EN CUESTIONES FILOSOFICAS
El discernimiento del
Magisterio como diaconía de la verdad
49. La Iglesia no
propone una filosofía propia ni canoniza una filosofía en particular con
menoscabo de otras.(54) El motivo profundo de esta cautela está en el hecho de
que la filosofía, incluso cuando se relaciona con la teología, debe proceder
según sus métodos y sus reglas; de otro modo, no habría garantías de que
permanezca orientada hacia la verdad, tendiendo a ella con un procedimiento
racionalmente controlable. De poca ayuda sería una filosofía que no procediese
a la luz de la razón según sus propios principios y metodologías específicas.
En el fondo, la raíz de la autonomía de la que goza la filosofía radica en el
hecho de que la razón está por naturaleza orientada a la verdad y cuenta en sí
misma con los medios necesarios para alcanzarla. Una filosofía consciente de
este « estatuto constitutivo » suyo respeta necesariamente también las
exigencias y las evidencias propias de la verdad revelada.
La historia ha
mostrado, sin embargo, las desviaciones y los errores en los que no pocas veces
ha incurrido el pensamiento filosófico, sobre todo moderno. No es tarea ni
competencia del Magisterio intervenir para colmar las lagunas de un
razonamiento filosófico incompleto. Por el contrario, es un deber suyo
reaccionar de forma clara y firme cuando tesis filosóficas discutibles amenazan
la comprensión correcta del dato revelado y cuando se difunden teorías falsas y
parciales que siembran graves errores, confundiendo la simplicidad y la pureza
de la fe del pueblo de Dios.
50. El Magisterio
eclesiástico puede y debe, por tanto, ejercer con autoridad, a la luz de la fe,
su propio discernimiento crítico en relación con las filosofías y las
afirmaciones que se contraponen a la doctrina cristiana.(55) Corresponde al
Magisterio indicar, ante todo, los presupuestos y conclusiones filosóficas que
fueran incompatibles con la verdad revelada, formulando así las exigencias que
desde el punto de vista de la fe se imponen a la filosofía. Además, en el
desarrollo del saber filosófico han surgido diversas escuelas de pensamiento.
Este pluralismo sitúa también al Magisterio ante la responsabilidad de expresar
su juicio sobre la compatibilidad o no de las concepciones de fondo sobre las
que estas escuelas se basan con las exigencias propias de la palabra de Dios y
de la reflexión teológica.
La Iglesia tiene el
deber de indicar lo que en un sistema filosófico puede ser incompatible con su
fe. En efecto, muchos contenidos filosóficos, como los temas de Dios, del
hombre, de su libertad y su obrar ético, la emplazan directamente porque
afectan a la verdad revelada que ella custodia. Cuando nosotros los Obispos ejercemos
este discernimiento tenemos la misión de ser « testigos de la verdad » en el
cumplimiento de una diaconía humilde pero tenaz, que todos los filósofos
deberían apreciar, en favor de la recta ratio, o sea, de la razón que
reflexiona correctamente sobre la verdad.
51. Este
discernimiento no debe entenderse en primer término de forma negativa, como si
la intención del Magisterio fuera eliminar o reducir cualquier posible
mediación. Al contrario, sus intervenciones se dirigen en primer lugar a
estimular, promover y animar el pensamiento filosófico. Por otra parte, los
filósofos son los primeros que comprenden la exigencia de la autocrítica, de la
corrección de posible errores y de la necesidad de superar los límites
demasiado estrechos en los que se enmarca su reflexión. Se debe considerar, de
modo particular, que la verdad es una, aunque sus expresiones lleven la
impronta de la historia y, aún más, sean obra de una razón humana herida y
debilitada por el pecado. De esto resulta que ninguna forma histórica de
filosofía puede legítimamente pretender abarcar toda la verdad, ni ser la
explicación plena del ser humano, del mundo y de la relación del hombre con
Dios.
Hoy además, ante la
pluralidad de sistemas, métodos, conceptos y argumentos filosóficos, con frecuencia
extremamente particularizados, se impone con mayor urgencia un discernimiento
crítico a la luz de la fe. Este discernimiento no es fácil, porque si ya es
difícil reconocer las capacidades propias e inalienables de la razón con sus
límites constitutivos e históricos, más problemático aún puede resultar a veces
discernir, en las propuestas filosóficas concretas, lo que desde el punto de
vista de la fe ofrecen como válido y fecundo en comparación con lo que, en
cambio, presentan como erróneo y peligroso. De todos modos, la Iglesia sabe que
« los tesoros de la sabiduría y de la ciencia » están ocultos en Cristo (Col 2,
3); por esto interviene animando la reflexión filosófica, para que no se cierre
el camino que conduce al reconocimiento del misterio.
52. Las intervenciones
del Magisterio de la Iglesia para expresar su pensamiento en relación con
determinadas doctrinas filosóficas no son sólo recientes. Como ejemplo baste
recordar, a lo largo de los siglos, los pronunciamientos sobre las teorías que
sostenían la preexistencia de las almas,(56) como también sobre las diversas
formas de idolatría y de esoterismo supersticioso contenidas en tesis
astrológicas; (57) sin olvidar los textos más sistemáticos contra algunas tesis
del averroísmo latino, incompatibles con la fe cristiana.(58)
Si la palabra del
Magisterio se ha hecho oír más frecuentemente a partir de la mitad del siglo
pasado ha sido porque en aquel período muchos católicos sintieron el deber de
contraponer una filosofía propia a las diversas corrientes del pensamiento
moderno. Por este motivo, el Magisterio de la Iglesia se vio obligado a vigilar
que estas filosofías no se desviasen, a su vez, hacia formas erróneas y
negativas. Fueron así censurados al mismo tiempo, por una parte, el fideísmo
(59) y el tradicionalismo radical,(60) por su desconfianza en las capacidades
naturales de la razón; y por otra, el racionalismo (61) y el ontologismo,(62)
porque atribuían a la razón natural lo que es cognoscible sólo a la luz de la
fe. Los contenidos positivos de este debate se formalizaron en la Constitución
dogmática Dei Filius, con la que por primera vez un Concilio ecuménico, el
Vaticano I, intervenía solemnemente sobre las relaciones entre la razón y la
fe. La enseñanza contenida en este texto influyó con fuerza y de forma positiva
en la investigación filosófica de muchos creyentes y es todavía hoy un punto de
referencia normativo para una correcta y coherente reflexión cristiana en este
ámbito particular.
53. Las intervenciones
del Magisterio se han ocupado no tanto de tesis filosóficas concretas, como de
la necesidad del conocimiento racional y, por tanto, filosófico para la
inteligencia de la fe. El Concilio Vaticano I, sintetizando y afirmando de
forma solemne las enseñanzas que de forma ordinaria y constante el Magisterio
pontificio había propuesto a los fieles, puso de relieve lo inseparables y al
mismo tiempo irreducibles que son el conocimiento natural de Dios y la
Revelación, la razón y la fe. El Concilio partía de la exigencia fundamental,
presupuesta por la Revelación misma, de la cognoscibilidad natural de la
existencia de Dios, principio y fin de todas las cosas,(63) y concluía con la
afirmación solemne ya citada: « Hay un doble orden de conocimiento, distinto no
sólo por su principio, sino también por su objeto ».(64) Era pues necesario
afirmar, contra toda forma de racionalismo, la distinción entre los misterios
de la fe y los hallazgos filosóficos, así como la trascendencia y precedencia
de aquéllos respecto a éstos; por otra parte, frente a las tentaciones
fideístas, era preciso recalcar la unidad de la verdad y, por consiguiente
también, la aportación positiva que el conocimiento racional puede y debe dar
al conocimiento de la fe: « Pero, aunque la fe esté por encima de la razón; sin
embargo, ninguna verdadera disensión puede jamás darse entre la fe y la razón,
como quiera que el mismo Dios que revela los misterios e infunde la fe, puso
dentro del alma humana la luz de la razón, y Dios no puede negarse a sí mismo
ni la verdad contradecir jamás a la verdad ».(65)
54. También en nuestro
siglo el Magisterio ha vuelto sobre el tema en varias ocasiones llamando la
atención contra la tentación racionalista. En este marco se deben situar las
intervenciones del Papa san Pío X, que puso de relieve cómo en la base del
modernismo se hallan aserciones filosóficas de orientación fenoménica,
agnóstica e inmanentista.(66) Tampoco se puede olvidar la importancia que tuvo
el rechazo católico de la filosofía marxista y del comunismo ateo.(67)
Posteriormente el Papa
Pío XII hizo oír su voz cuando, en la Encíclica Humani generis, llamó la
atención sobre las interpretaciones erróneas relacionadas con las tesis del
evolucionismo, del existencialismo y del historicismo. Precisaba que estas
tesis habían sido elaboradas y eran propuestas no por teólogos, sino que tenían
su origen « fuera del redil de Cristo »; (68) así mismo, añadía que estas
desviaciones debían ser no sólo rechazadas, sino además examinadas
críticamente: « Ahora bien, a los teólogos y filósofos católicos, a quienes
incumbe el grave cargo de defender la verdad divina y humana y sembrarla en las
almas de los hombres, no les es lícito ni ignorar ni descuidar esas opiniones
que se apartan más o menos del recto camino. Más aún, es menester que las
conozcan a fondo, primero porque no se curan bien las enfermedades si no son de
antemano debidamente conocidas; luego, porque alguna vez en esos mismos falsos
sistemas se esconde algo de verdad; y, finalmente, porque estimulan la mente a
investigar y ponderar con más diligencia algunas verdades filosóficas y
teológicas ».(69)
Por último, también la
Congregación para la Doctrina de la Fe, en cumplimiento de su específica tarea
al servicio del magisterio universal del Romano Pontífice,(70) ha debido
intervenir para señalar el peligro que comporta asumir acríticamente, por parte
de algunos teólogos de la liberación, tesis y metodologías derivadas del
marxismo.(71)
Así pues, en el pasado
el Magisterio ha ejercido repetidamente y bajo diversas modalidades el
discernimiento en materia filosófica. Todo lo que mis Venerados Predecesores
han enseñado es una preciosa contribución que no se puede olvidar.
55. Si consideramos
nuestra situación actual, vemos que vuelven los problemas del pasado, pero con
nuevas peculiaridades. No se trata ahora sólo de cuestiones que interesan a
personas o grupos concretos, sino de convicciones tan difundidas en el ambiente
que llegan a ser en cierto modo mentalidad común. Tal es, por ejemplo, la
desconfianza radical en la razón que manifiestan las exposiciones más recientes
de muchos estudios filosóficos. Al respecto, desde varios sectores se ha
hablado del « final de la metafísica »: se pretende que la filosofía se
contente con objetivos más modestos, como la simple interpretación del hecho o
la mera investigación sobre determinados campos del saber humano o sobre sus
estructuras.
En la teología misma
vuelven a aparecer las tentaciones del pasado. Por ejemplo, en algunas
teologías contemporáneas se abre camino nuevamente un cierto racionalismo,
sobre todo cuando se toman como norma para la investigación filosófica
afirmaciones consideradas filosóficamente fundadas. Esto sucede principalmente
cuando el teólogo, por falta de competencia filosófica, se deja condicionar de
forma acrítica por afirmaciones que han entrado ya en el lenguaje y en la
cultura corriente, pero que no tienen suficiente base racional.(72)
Tampoco faltan
rebrotes peligrosos de fideísmo, que no acepta la importancia del conocimiento
racional y de la reflexión filosófica para la inteligencia de la fe y, más aún,
para la posibilidad misma de creer en Dios. Una expresión de esta tendencia
fideísta difundida hoy es el « biblicismo », que tiende a hacer de la lectura
de la Sagrada Escritura o de su exégesis el único punto de referencia para la
verdad. Sucede así que se identifica la palabra de Dios solamente con la
Sagrada Escritura, vaciando así de sentido la doctrina de la Iglesia confirmada
expresamente por el Concilio Ecuménico Vaticano II. La Constitución Dei Verbum,
después de recordar que la palabra de Dios está presente tanto en los textos
sagrados como en la Tradición,(73) afirma claramente: « La Tradición y la
Escritura constituyen el depósito sagrado de la palabra de Dios, confiado a la
Iglesia. Fiel a dicho depósito, el pueblo cristiano entero, unido a sus
pastores, persevera siempre en la doctrina apostólica ».(74) La Sagrada
Escritura, por tanto, no es solamente punto de referencia para la Iglesia. En
efecto, la « suprema norma de su fe » (75) proviene de la unidad que el
Espíritu ha puesto entre la Sagrada Tradición, la Sagrada Escritura y el
Magisterio de la Iglesia en una reciprocidad tal que los tres no pueden
subsistir de forma independiente.(76)
No hay que
infravalorar, además, el peligro de la aplicación de una sola metodología para
llegar a la verdad de la Sagrada Escritura, olvidando la necesidad de una
exégesis más amplia que permita comprender, junto con toda la Iglesia, el
sentido pleno de los textos. Cuantos se dedican al estudio de las Sagradas
Escrituras deben tener siempre presente que las diversas metodologías
hermenéuticas se apoyan en una determinada concepción filosófica. Por ello, es
preciso analizarla con discernimiento antes de aplicarla a los textos sagrados.
Otras formas latentes
de fideísmo se pueden reconocer en la escasa consideración que se da a la
teología especulativa, como también en el desprecio de la filosofía clásica, de
cuyas nociones han extraído sus términos tanto la inteligencia de la fe como
las mismas formulaciones dogmáticas. El Papa Pío XII, de venerada memoria,
llamó la atención sobre este olvido de la tradición filosófica y sobre el
abandono de las terminologías tradicionales.(77)
56. En definitiva, se
nota una difundida desconfianza hacia las afirmaciones globales y absolutas,
sobre todo por parte de quienes consideran que la verdad es el resultado del
consenso y no de la adecuación del intelecto a la realidad objetiva.
Ciertamente es comprensible que, en un mundo dividido en muchos campos de
especialización, resulte difícil reconocer el sentido total y último de la vida
que la filosofía ha buscado tradicionalmente. No obstante, a la luz de la fe
que reconoce en Jesucristo este sentido último, debo animar a los filósofos,
cristianos o no, a confiar en la capacidad de la razón humana y a no fijarse
metas demasiado modestas en su filosofar. La lección de la historia del milenio
que estamos concluyendo testimonia que éste es el camino a seguir: es preciso no
perder la pasión por la verdad última y el anhelo por su búsqueda, junto con la
audacia de descubrir nuevos rumbos. La fe mueve a la razón a salir de todo
aislamiento y a apostar de buen grado por lo que es bello, bueno y verdadero.
Así, la fe se hace abogada convencida y convincente de la razón.
El interés de la
Iglesia por la filosofía
57. El Magisterio no
se ha limitado sólo a mostrar los errores y las desviaciones de las doctrinas
filosóficas. Con la misma atención ha querido reafirmar los principios
fundamentales para una genuina renovación del pensamiento filosófico, indicando
también las vías concretas a seguir. En este sentido, el Papa León XIII con su
Encíclica Æterni Patris dio un paso de gran alcance histórico para la vida de
la Iglesia. Este texto ha sido hasta hoy el único documento pontificio de esa
categoría dedicado íntegramente a la filosofía. El gran Pontífice recogió y
desarrolló las enseñanzas del Concilio Vaticano I sobre la relación entre fe y
razón, mostrando cómo el pensamiento filosófico es una aportación fundamental
para la fe y la ciencia teológica.(78) Más de un siglo después, muchas
indicaciones de aquel texto no han perdido nada de su interés tanto desde el
punto de vista práctico como pedagógico; sobre todo, lo relativo al valor
incomparable de la filosofía de santo Tomás. El proponer de nuevo el
pensamiento del Doctor Angélico era para el Papa León XIII el mejor camino para
recuperar un uso de la filosofía conforme a las exigencias de la fe. Afirmaba
que santo Tomás, « distinguiendo muy bien la razón de la fe, como es justo,
pero asociándolas amigablemente, conservó los derechos de una y otra, y proveyó
a su dignidad ».(79)
58. Son conocidas las
numerosas y oportunas consecuencias de aquella propuesta pontificia. Los
estudios sobre el pensamiento de santo Tomás y de otros autores escolásticos
recibieron nuevo impulso. Se dio un vigoroso empuje a los estudios históricos,
con el consiguiente descubrimiento de las riquezas del pensamiento medieval,
muy desconocidas hasta aquel momento, y se formaron nuevas escuelas tomistas.
Con la aplicación de la metodología histórica, el conocimiento de la obra de
santo Tomás experimentó grandes avances y fueron numerosos los estudiosos que
con audacia llevaron la tradición tomista a la discusión de los problemas
filosóficos y teológicos de aquel momento. Los teólogos católicos más
influyentes de este siglo, a cuya reflexión e investigación debe mucho el
Concilio Vaticano II, son hijos de esta renovación de la filosofía tomista. La
Iglesia ha podido así disponer, a lo largo del siglo XX, de un número notable
de pensadores formados en la escuela del Doctor Angélico.
59. La renovación
tomista y neotomista no ha sido el único signo de restablecimiento del
pensamiento filosófico en la cultura de inspiración cristiana. Ya antes, y
paralelamente a la propuesta de León XIII, habían surgido no pocos filósofos
católicos que elaboraron obras filosóficas de gran influjo y de valor
perdurable, enlazando con corrientes de pensamiento más recientes, de acuerdo con
una metodología propia. Hubo quienes lograron síntesis de tan alto nivel que no
tienen nada que envidiar a los grandes sistemas del idealismo; quienes, además,
pusieron las bases epistemológicas para una nueva reflexión sobre la fe a la
luz de una renovada comprensión de la conciencia moral; quienes, además,
crearon una filosofía que, partiendo del análisis de la inmanencia, abría el
camino hacia la trascendencia; y quienes, por último, intentaron conjugar las
exigencias de la fe en el horizonte de la metodología fenomenológica. En
definitiva, desde diversas perspectivas se han seguido elaborando formas de
especulación filosófica que han buscado mantener viva la gran tradición del
pensamiento cristiano en la unidad de la fe y la razón.
60. El Concilio Ecuménico
Vaticano II, por su parte, presenta una enseñanza muy rica y fecunda en
relación con la filosofía. No puedo olvidar, sobre todo en el contexto de esta
Encíclica, que un capítulo de la Constitución Gaudium et spes es casi un
compendio de antropología bíblica, fuente de inspiración también para la
filosofía. En aquellas páginas se trata del valor de la persona humana creada a
imagen de Dios, se fundamenta su dignidad y superioridad sobre el resto de la
creación y se muestra la capacidad trascendente de su razón.(80) También el
problema del ateísmo es considerado en la Gaudium et spes, exponiendo bien los
errores de esta visión filosófica, sobre todo en relación con la dignidad
inalienable de la persona y de su libertad.(81) Ciertamente tiene también un profundo
significado filosófico la expresión culminante de aquellas páginas, que he
citado en mi primera Encíclica Redemptor hominis y que representa uno de los
puntos de referencia constante de mi enseñanza: « Realmente, el misterio del
hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Pues Adán, el
primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, de Cristo, el
Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y
de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la
grandeza de su vocación ».(82)
El Concilio se ha
ocupado también del estudio de la filosofía, al que deben dedicarse los
candidatos al sacerdocio; se trata de recomendaciones extensibles más en
general a la enseñanza cristiana en su conjunto. Afirma el Concilio: « Las
asignaturas filosóficas deben ser enseñadas de tal manera que los alumnos
lleguen, ante todo, a adquirir un conocimiento fundado y coherente del hombre,
del mundo y de Dios, basados en el patrimonio filosófico válido para siempre,
teniendo en cuenta también las investigaciones filosóficas de cada tiempo
».(83)
Estas directrices han
sido confirmadas y especificadas en otros documentos magisteriales con el fin
de garantizar una sólida formación filosófica, sobre todo para quienes se
preparan a los estudios teológicos. Por mi parte, en varias ocasiones he
señalado la importancia de esta formación filosófica para los que deberán un
día, en la vida pastoral, enfrentarse a las exigencias del mundo contemporáneo
y examinar las causas de ciertos comportamientos para darles una respuesta
adecuada.(84)
61. Si en diversas
circunstancias ha sido necesario intervenir sobre este tema, reiterando el
valor de las intuiciones del Doctor Angélico e insistiendo en el conocimiento
de su pensamiento, se ha debido a que las directrices del Magisterio no han
sido observadas siempre con la deseable disponibilidad. En muchas escuelas
católicas, en los años que siguieron al Concilio Vaticano II, se pudo observar
al respecto una cierta decadencia debido a una menor estima, no sólo de la
filosofía escolástica, sino más en general del mismo estudio de la filosofía.
Con sorpresa y pena debo constatar que no pocos teólogos comparten este
desinterés por el estudio de la filosofía.
Varios son los motivos
de esta poca estima. En primer lugar, debe tenerse en cuenta la desconfianza en
la razón que manifiesta gran parte de la filosofía contemporánea, abandonando
ampliamente la búsqueda metafísica sobre las preguntas últimas del hombre, para
concentrar su atención en los problemas particulares y regionales, a veces
incluso puramente formales. Se debe añadir además el equívoco que se ha creado
sobre todo en relación con las « ciencias humanas ». El Concilio Vaticano II ha
remarcado varias veces el valor positivo de la investigación científica para un
conocimiento más profundo del misterio del hombre.(85) La invitación a los
teólogos para que conozcan estas ciencias y, si es menester, las apliquen
correctamente en su investigación no debe, sin embargo, ser interpretada como
una autorización implícita a marginar la filosofía o a sustituirla en la
formación pastoral y en la praeparatio fidei. No se puede olvidar, por último,
el renovado interés por la inculturación de la fe. De modo particular, la vida
de las Iglesias jóvenes ha permitido descubrir, junto a elevadas formas de
pensamiento, la presencia de múltiples expresiones de sabiduría popular. Esto
es un patrimonio real de cultura y de tradiciones. Sin embargo, el estudio de
las usanzas tradicionales debe ir de acuerdo con la investigación filosófica.
Ésta permitirá sacar a luz los aspectos positivos de la sabiduría popular,
creando su necesaria relación con el anuncio del Evangelio.(86)
62. Deseo reafirmar
decididamente que el estudio de la filosofía tiene un carácter fundamental e
imprescindible en la estructura de los estudios teológicos y en la formación de
los candidatos al sacerdocio. No es casual que el curriculum de los estudios
teológicos vaya precedido por un período de tiempo en el cual está previsto una
especial dedicación al estudio de la filosofía. Esta opción, confirmada por el
Concilio Laterano V,(87) tiene sus raíces en la experiencia madurada durante la
Edad Media, cuando se puso en evidencia la importancia de una armonía
constructiva entre el saber filosófico y el teológico. Esta ordenación de los
estudios ha influido, facilitado y promovido, incluso de forma indirecta, una
buena parte del desarrollo de la filosofía moderna. Un ejemplo significativo es
la influencia ejercida por las Disputationes metaphysicae de Francisco Suárez,
que tuvieron eco hasta en las universidades luteranas alemanas. Por el
contrario, la desaparición de esta metodología causó graves carencias tanto en
la formación sacerdotal como en la investigación teológica. Téngase en cuenta,
por ejemplo, en la falta de interés por el pensamiento y la cultura moderna,
que ha llevado al rechazo de cualquier forma de diálogo o a la acogida
indiscriminada de cualquier filosofía.
Espero firmemente que
estas dificultades se superen con una inteligente formación filosófica y
teológica, que nunca debe faltar en la Iglesia.
63. Apoyado en las
razones señaladas, me ha parecido urgente poner de relieve con esta Encíclica
el gran interés que la Iglesia tiene por la filosofía; más aún, el vínculo íntimo
que une el trabajo teológico con la búsqueda filosófica de la verdad. De aquí
deriva el deber que tiene el Magisterio de discernir y estimular un pensamiento
filosófico que no sea discordante con la fe. Mi objetivo es proponer algunos
principios y puntos de referencia que considero necesarios para instaurar una
relación armoniosa y eficaz entre la teología y la filosofía. A su luz será
posible discernir con mayor claridad la relación que la teología debe
establecer con los diversos sistemas y afirmaciones filosóficas, que presenta
el mundo actual.
CAPITULO VI
INTERACCION ENTRE TEOLOGIA Y FILOSOFIA
La ciencia de la fe y
las exigencias de la razón filosófica
64. La palabra de Dios
se dirige a cada hombre, en todos los tiempos y lugares de la tierra; y el
hombre es naturalmente filósofo. Por su parte, la teología, en cuanto
elaboración refleja y científica de la inteligencia de esta palabra a la luz de
la fe, no puede prescindir de relacionarse con las filosofías elaboradas de
hecho a lo largo de la historia, tanto para algunos de sus procedimientos como
también para lograr sus tareas específicas. Sin querer indicar a los teólogos
metodologías particulares, cosa que no atañe al Magisterio, deseo más bien
recordar algunos cometidos propios de la teología, en las que el recurso al
pensamiento filosófico se impone por la naturaleza misma de la Palabra
revelada.
65. La teología se
organiza como ciencia de la fe a la luz de un doble principio metodológico: el
auditus fidei y el intellectus fidei. Con el primero, asume los contenidos de
la Revelación tal y como han sido explicitados progresivamente en la Sagrada
Tradición, la Sagrada Escritura y el Magisterio vivo de la Iglesia.(88) Con el
segundo, la teología quiere responder a las exigencias propias del pensamiento
mediante la reflexión especulativa.
En cuanto a la
preparación de un correcto auditus fidei, la filosofía ofrece a la teología su
peculiar aportación al tratar sobre la estructura del conocimiento y de la
comunicación personal y, en particular, sobre las diversas formas y funciones
del lenguaje. Igualmente es importante la aportación de la filosofía para una
comprensión más coherente de la Tradición eclesial, de los pronunciamientos del
Magisterio y de las sentencias de los grandes maestros de la teología. En
efecto, estos se expresan con frecuencia usando conceptos y formas de
pensamiento tomados de una determinada tradición filosófica. En este caso, el
teólogo debe no sólo exponer los conceptos y términos con los que la Iglesia
reflexiona y elabora su enseñanza, sino también conocer a fondo los sistemas
filosóficos que han influido eventualmente tanto en las nociones como en la
terminología, para llegar así a interpretaciones correctas y coherentes.
66. En relación con el
intellectus fidei, se debe considerar ante todo que la Verdad divina, « como se
nos propone en las Escrituras interpretadas según la sana doctrina de la
Iglesia »,(89) goza de una inteligibilidad propia con tanta coherencia lógica
que se propone como un saber auténtico. El intellectus fidei explicita esta
verdad, no sólo asumiendo las estructuras lógicas y conceptuales de las
proposiciones en las que se articula la enseñanza de la Iglesia, sino también,
y primariamente, mostrando el significado de salvación que estas proposiciones
contienen para el individuo y la humanidad. Gracias al conjunto de estas
proposiciones el creyente llega a conocer la historia de la salvación, que
culmina en la persona de Jesucristo y en su misterio pascual. En este misterio
participa con su asentimiento de fe.
Por su parte, la
teología dogmática debe ser capaz de articular el sentido universal del
misterio de Dios Uno y Trino y de la economía de la salvación tanto de forma
narrativa, como sobre todo de forma argumentativa. Esto es, debe hacerlo
mediante expresiones conceptuales, formuladas de modo crítico y comunicables
universalmente. En efecto, sin la aportación de la filosofía no se podrían
ilustrar contenidos teológicos como, por ejemplo, el lenguaje sobre Dios, las
relaciones personales dentro de la Trinidad, la acción creadora de Dios en el
mundo, la relación entre Dios y el hombre, y la identidad de Cristo que es
verdadero Dios y verdadero hombre. Las mismas consideraciones valen para
diversos temas de la teología moral, donde es inmediato el recurso a conceptos
como ley moral, conciencia, libertad, responsabilidad personal, culpa, etc.,
que son definidos por la ética filosófica.
Es necesario, por
tanto, que la razón del creyente tenga un conocimiento natural, verdadero y
coherente de las cosas creadas, del mundo y del hombre, que son también objeto
de la revelación divina; más todavía, debe ser capaz de articular dicho
conocimiento de forma conceptual y argumentativa. La teología dogmática
especulativa, por tanto, presupone e implica una filosofía del hombre, del
mundo y, más radicalmente, del ser, fundada sobre la verdad objetiva.
67. La teología
fundamental, por su carácter propio de disciplina que tiene la misión de dar
razón de la fe (cf. 1 Pe 3, 15), debe encargarse de justificar y explicitar la
relación entre la fe y la reflexión filosófica. Ya el Concilio Vaticano I,
recordando la enseñanza paulina (cf. Rm 1, 19-20), había llamado la atención
sobre el hecho de que existen verdades cognoscibles naturalmente y, por
consiguiente, filosóficamente. Su conocimiento constituye un presupuesto
necesario para acoger la revelación de Dios. Al estudiar la Revelación y su
credibilidad, junto con el correspondiente acto de fe, la teología fundamental
debe mostrar cómo, a la luz de lo conocido por la fe, emergen algunas verdades
que la razón ya posee en su camino autónomo de búsqueda. La Revelación les da
pleno sentido, orientándolas hacia la riqueza del misterio revelado, en el cual
encuentran su fin último. Piénsese, por ejemplo, en el conocimiento natural de
Dios, en la posibilidad de discernir la revelación divina de otros fenómenos,
en el reconocimiento de su credibilidad, en la aptitud del lenguaje humano para
hablar de forma significativa y verdadera incluso de lo que supera toda
experiencia humana. La razón es llevada por todas estas verdades a reconocer la
existencia de una vía realmente propedéutica a la fe, que puede desembocar en
la acogida de la Revelación, sin menoscabar en nada sus propios principios y su
autonomía.(90)
Del mismo modo, la
teología fundamental debe mostrar la íntima compatibilidad entre la fe y su
exigencia fundamental de ser explicitada mediante una razón capaz de dar su
asentimiento en plena libertad. Así, la fe sabrá mostrar « plenamente el camino
a una razón que busca sinceramente la verdad. De este modo, la fe, don de Dios,
a pesar de no fundarse en la razón, ciertamente no puede prescindir de ella; al
mismo tiempo, la razón necesita fortalecerse mediante la fe, para descubrir los
horizontes a los que no podría llegar por sí misma ».(91)
68. La teología moral
necesita aún más la aportación filosófica. En efecto, en la Nueva Alianza la
vida humana está mucho menos reglamentada por prescripciones que en la Antigua.
La vida en el Espíritu lleva a los creyentes a una libertad y responsabilidad
que van más allá de la Ley misma. El Evangelio y los escritos apostólicos
proponen tanto principios generales de conducta cristiana como enseñanzas y
preceptos concretos. Para aplicarlos a las circunstancias particulares de la
vida individual y social, el cristiano debe ser capaz de emplear a fondo su
conciencia y la fuerza de su razonamiento. Con otras palabras, esto significa
que la teología moral debe acudir a una visión filosófica correcta tanto de la
naturaleza humana y de la sociedad como de los principios generales de una
decisión ética.
69. Se puede tal vez
objetar que en la situación actual el teólogo debería acudir, más que a la
filosofía, a la ayuda de otras formas del saber humano, como la historia y
sobre todo las ciencias, cuyos recientes y extraordinarios progresos son
admirados por todos. Algunos sostienen, en sintonía con la difundida
sensibilidad sobre la relación entre fe y culturas, que la teología debería
dirigirse preferentemente a las sabidurías tradicionales, más que a una filosofía
de origen griego y de carácter eurocéntrico. Otros, partiendo de una concepción
errónea del pluralismo de las culturas, niegan simplemente el valor universal
del patrimonio filosófico asumido por la Iglesia.
Estas observaciones,
presentes ya en las enseñanzas conciliares,(92) tienen una parte de verdad. La
referencia a las ciencias, útil en muchos casos porque permite un conocimiento
más completo del objeto de estudio, no debe sin embargo hacer olvidar la
necesaria mediación de una reflexión típicamente filosófica, crítica y dirigida
a lo universal, exigida además por un intercambio fecundo entre las culturas.
Debo subrayar que no hay que limitarse al caso individual y concreto, olvidando
la tarea primaria de manifestar el carácter universal del contenido de fe.
Además, no hay que olvidar que la aportación peculiar del pensamiento
filosófico permite discernir, tanto en las diversas concepciones de la vida
como en las culturas, « no lo que piensan los hombres, sino cuál es la verdad
objetiva ».(93) Sólo la verdad, y no las diferentes opiniones humanas, puede
servir de ayuda a la teología.
70. El tema de la
relación con las culturas merece una reflexión específica, aunque no pueda ser
exhaustiva, debido a sus implicaciones en el campo filosófico y teológico. El
proceso de encuentro y confrontación con las culturas es una experiencia que la
Iglesia ha vivido desde los comienzos de la predicación del Evangelio. El
mandato de Cristo a los discípulos de ir a todas partes « hasta los confines de
la tierra » (Hch, 1, 8) para transmitir la verdad por Él revelada, permitió a
la comunidad cristiana verificar bien pronto la universalidad del anuncio y los
obstáculos derivados de la diversidad de las culturas. Un pasaje de la Carta de
san Pablo a los cristianos de Éfeso ofrece una valiosa ayuda para comprender
cómo la comunidad primitiva afrontó este problema. Escribe
el Apóstol: « Mas ahora, en Cristo Jesús, vosotros, los que en otro tiempo
estabais lejos, habéis llegado a estar cerca por la sangre de Cristo. Porque él
es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los
separaba » (2, 13-14).
A la luz de este texto nuestra reflexión
considera también la transformación que se dio en los Gentiles cuando llegaron
a la fe. Ante la riqueza de la salvación realizada por Cristo, caen las
barreras que separan las diversas culturas. La promesa de Dios en Cristo llega
a ser, ahora, una oferta universal, no ya limitada a un pueblo concreto, con su
lengua y costumbres, sino extendida a todos como un patrimonio del que cada uno
puede libremente participar. Desde lugares y tradiciones diferentes todos están
llamados en Cristo a participar en la unidad de la familia de los hijos de
Dios. Cristo permite a los dos pueblos llegar a ser « uno ». Aquellos que eran
« los alejados » se hicieron « los cercanos » gracias a la novedad realizada
por el misterio pascual. Jesús derriba los muros de la división y realiza la
unificación de forma original y suprema mediante la participación en su
misterio. Esta unidad es tan profunda que la Iglesia puede decir con san Pablo:
« Ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y
familiares de Dios » (Ef 2, 19).
En una expresión tan simple está descrita
una gran verdad: el encuentro de la fe con las diversas culturas de hecho ha
dado vida a una realidad nueva. Las culturas, cuando están profundamente
enraizadas en lo humano, llevan consigo el testimonio de la apertura típica del
hombre a lo universal y a la trascendencia. Por ello, ofrecen modos diversos de
acercamiento a la verdad, que son de indudable utilidad para el hombre al que
sugieren valores capaces de hacer cada vez más humana su existencia.(94) Como
además las culturas evocan los valores de las tradiciones antiguas, llevan
consigo —aunque de manera implícita, pero no por ello menos real— la referencia
a la manifestación de Dios en la naturaleza, como se ha visto precedentemente
hablando de los textos sapienciales y de las enseñanzas de san Pablo.
71. Las culturas, estando en estrecha
relación con los hombres y con su historia, comparten el dinamismo propio del
tiempo humano. Se aprecian en consecuencia transformaciones y progresos debidos
a los encuentros entre los hombres y a los intercambios recíprocos de sus
modelos de vida. Las culturas se alimentan de la comunicación de valores, y su
vitalidad y subsistencia proceden de su capacidad de permanecer abiertas a la
acogida de lo nuevo. ¿Cuál es la explicación de este dinamismo? Cada hombre
está inmerso en una cultura, de ella depende y sobre ella influye. Él es al
mismo tiempo hijo y padre de la cultura a la que pertenece. En cada expresión
de su vida, lleva consigo algo que lo diferencia del resto de la creación: su
constante apertura al misterio y su inagotable deseo de conocer. En
consecuencia, toda cultura lleva impresa y deja entrever la tensión hacia una
plenitud. Se puede decir, pues, que la cultura tiene en sí misma la posibilidad
de acoger la revelación divina.
La forma en la que los cristianos viven la
fe está también impregnada por la cultura del ambiente circundante y
contribuye, a su vez, a modelar progresivamente sus características. Los
cristianos aportan a cada cultura la verdad inmutable de Dios, revelada por Él
en la historia y en la cultura de un pueblo. A lo largo de los siglos se sigue
produciendo el acontecimiento del que fueron testigos los peregrinos presentes
en Jerusalén el día de Pentecostés. Escuchando a los Apóstoles se preguntaban:
« ¿Es que no son galileos todos estos que están hablando? Pues ¿cómo cada uno
de nosotros les oímos en nuestra propia lengua nativa? Partos, medos y
elamitas; habitantes de Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto, Asia, Frigia,
Panfilia, Egipto, la parte de Libia fronteriza con Cirene, forasteros romanos,
judíos y prosélitos, cretenses y árabes, todos les oímos hablar en nuestra
lengua las maravillas de Dios » (Hch 2, 7-11). El anuncio del Evangelio en las
diversas culturas, aunque exige de cada destinatario la adhesión de la fe, no
les impide conservar una identidad cultural propia. Ello no crea división
alguna, porque el pueblo de los bautizados se distingue por una universalidad
que sabe acoger cada cultura, favoreciendo el progreso de lo que en ella hay de
implícito hacia su plena explicitación en la verdad.
De esto deriva que una cultura nunca puede
ser criterio de juicio y menos aún criterio último de verdad en relación con la
revelación de Dios. El Evangelio no es contrario a una u otra cultura como si,
entrando en contacto con ella, quisiera privarla de lo que le pertenece
obligándola a asumir formas extrínsecas no conformes a la misma. Al contrario,
el anuncio que el creyente lleva al mundo y a las culturas es una forma real de
liberación de los desórdenes introducidos por el pecado y, al mismo tiempo, una
llamada a la verdad plena. En este encuentro, las culturas no sólo no se ven
privadas de nada, sino que por el contrario son animadas a abrirse a la novedad
de la verdad evangélica recibiendo incentivos para ulteriores desarrollos.
72. El hecho de que la misión
evangelizadora haya encontrado en su camino primero a la filosofía griega, no
significa en modo alguno que excluya otras aportaciones. Hoy, a medida que el
Evangelio entra en contacto con áreas culturales que han permanecido hasta
ahora fuera del ámbito de irradiación del cristianismo, se abren nuevos
cometidos a la inculturación. Se presentan a nuestra generación problemas
análogos a los que la Iglesia tuvo que afrontar en los primeros siglos.
Mi pensamiento se dirige espontáneamente a
las tierras del Oriente, ricas de tradiciones religiosas y filosóficas muy
antiguas. Entre ellas, la India ocupa un lugar particular. Un gran movimiento
espiritual lleva el pensamiento indio a la búsqueda de una experiencia que,
liberando el espíritu de los condicionamientos del tiempo y del espacio, tenga
valor absoluto. En el dinamismo de esta búsqueda de liberación se sitúan
grandes sistemas metafísicos.
Corresponde a los cristianos de hoy, sobre
todo a los de la India, sacar de este rico patrimonio los elementos compatibles
con su fe de modo que enriquezcan el pensamiento cristiano. Para esta obra de
discernimiento, que encuentra su inspiración en la Declaración conciliar Nostra
aetate, tendrán en cuenta varios criterios. El primero es el de la
universalidad del espíritu humano, cuyas exigencias fundamentales son idénticas
en las culturas más diversas. El segundo, derivado del primero, consiste en que
cuando la Iglesia entra en contacto con grandes culturas a las que
anteriormente no había llegado, no puede olvidar lo que ha adquirido en la
inculturación en el pensamiento grecolatino. Rechazar esta herencia sería ir en
contra del designio providencial de Dios, que conduce su Iglesia por los
caminos del tiempo y de la historia. Este criterio, además, vale para la
Iglesia de cada época, también para la del mañana, que se sentirá enriquecida
por los logros alcanzados en el actual contacto con las culturas orientales y
encontrará en este patrimonio nuevas indicaciones para entrar en diálogo
fructuoso con las culturas que la humanidad hará florecer en su camino hacia el
futuro. En tercer lugar, hay que evitar confundir la legítima reivindicación de
lo específico y original del pensamiento indio con la idea de que una tradición
cultural deba encerrarse en su diferencia y afirmarse en su oposición a otras
tradiciones, lo cual es contrario a la naturaleza misma del espíritu humano.
Lo que se ha dicho aquí de la India vale
también para el patrimonio de las grandes culturas de la China, el Japón y de
los demás países de Asia, así como para las riquezas de las culturas tradicionales
de África, transmitidas sobre todo por vía oral.
73. A la luz de estas consideraciones, la
relación que ha de instaurarse oportunamente entre la teología y la filosofía
debe estar marcada por la circularidad. Para la teología, el punto de partida y
la fuente original debe ser siempre la palabra de Dios revelada en la historia,
mientras que el objetivo final no puede ser otro que la inteligencia de ésta,
profundizada progresivamente a través de las generaciones. Por otra parte, ya
que la palabra de Dios es Verdad (cf. Jn 17, 17), favorecerá su mejor
comprensión la búsqueda humana de la verdad, o sea el filosofar, desarrollado
en el respeto de sus propias leyes. No se trata simplemente de utilizar, en la
reflexión teológica, uno u otro concepto o aspecto de un sistema filosófico,
sino que es decisivo que la razón del creyente emplee sus capacidades de
reflexión en la búsqueda de la verdad dentro de un proceso en el que, partiendo
de la palabra de Dios, se esfuerza por alcanzar su mejor comprensión. Es claro
además que, moviéndose entre estos dos polos —la palabra de Dios y su mejor
conocimiento—, la razón está como alertada, y en cierto modo guiada, para
evitar caminos que la podrían conducir fuera de la Verdad revelada y, en
definitiva, fuera de la verdad pura y simple; más aún, es animada a explorar
vías que por sí sola no habría siquiera sospechado poder recorrer. De esta
relación de circularidad con la palabra de Dios la filosofía sale enriquecida,
porque la razón descubre nuevos e inesperados horizontes.
74. La fecundidad de semejante relación se
confirma con las vicisitudes personales de grandes teólogos cristianos que
destacaron también como grandes filósofos, dejando escritos de tan alto valor
especulativo que justifica ponerlos junto a los maestros de la filosofía
antigua. Esto vale tanto para los Padres de la Iglesia, entre los que es
preciso citar al menos los nombres de san Gregorio Nacianceno y san Agustín,
como para los Doctores medievales, entre los cuales destaca la gran tríada de
san Anselmo, san Buenaventura y santo Tomás de Aquino. La fecunda relación
entre filosofía y palabra de Dios se manifiesta también en la decidida búsqueda
realizada por pensadores más recientes, entre los cuales deseo mencionar, por
lo que se refiere al ámbito occidental, a personalidades como John Henry
Newman, Antonio Rosmini, Jacques Maritain, Étienne Gilson, Edith Stein y, por
lo que atañe al oriental, a estudiosos de la categoría de Vladimir S. Soloviov,
Pavel A. Florenskij, Petr J. Caadaev, Vladimir N. Losskij. Obviamente, al
referirnos a estos autores, junto a los cuales podrían citarse otros nombres,
no trato de avalar ningún aspecto de su pensamiento, sino sólo proponer
ejemplos significativos de un camino de búsqueda filosófica que ha obtenido
considerables beneficios de la confrontación con los datos de la fe. Una cosa
es cierta: prestar atención al itinerario espiritual de estos maestros ayudará,
sin duda alguna, al progreso en la búsqueda de la verdad y en la aplicación de
los resultados alcanzados al servicio del hombre. Es de esperar que esta gran
tradición filosófico-teológica encuentre hoy y en el futuro continuadores y
cultivadores para el bien de la Iglesia y de la humanidad.
Diferentes estados de la filosofía
75. Como se desprende de la historia de las
relaciones entre fe y filosofía, señalada antes brevemente, se pueden
distinguir diversas posiciones de la filosofía respecto a la fe cristiana. Una
primera es la de la filosofía totalmente independiente de la revelación
evangélica. Es la posición de la filosofía tal como se ha desarrollado
históricamente en las épocas precedentes al nacimiento del Redentor y, después
en las regiones donde aún no se conoce el Evangelio. En esta situación, la
filosofía manifiesta su legítima aspiración a ser un proyecto autónomo, que
procede de acuerdo con sus propias leyes, sirviéndose de la sola fuerza de la
razón. Siendo consciente de los graves límites debidos a la debilidad congénita
de la razón humana, esta aspiración ha de ser sostenida y reforzada. En efecto,
el empeño filosófico, como búsqueda de la verdad en el ámbito natural,
permanece al menos implícitamente abierto a lo sobrenatural.
Más aún, incluso cuando la misma reflexión
teológica se sirve de conceptos y argumentos filosóficos, debe respetarse la
exigencia de la correcta autonomía del pensamiento. En efecto, la argumentación
elaborada siguiendo rigurosos criterios racionales es garantía para lograr
resultados universalmente válidos. Se confirma también aquí el principio según
el cual la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona: el
asentimiento de fe, que compromete el intelecto y la voluntad, no destruye sino
que perfecciona el libre arbitrio de cada creyente que acoge el dato revelado.
La teoría de la llamada filosofía «
separada », seguida por numerosos filósofos modernos, está muy lejos de esta
correcta exigencia. Más que afirmar la justa autonomía del filosofar, dicha
filosofía reivindica una autosuficiencia del pensamiento que se demuestra
claramente ilegítima. En efecto, rechazar las aportaciones de verdad que
derivan de la revelación divina significa cerrar el paso a un conocimiento más
profundo de la verdad, dañando la misma filosofía.
76. Una segunda posición de la filosofía es
la que muchos designan con la expresión filosofía cristiana. La denominación es
en sí misma legítima, pero no debe ser mal interpretada: con ella no se
pretende aludir a una filosofía oficial de la Iglesia, puesto que la fe como
tal no es una filosofía. Con este apelativo se quiere indicar más bien un modo
de filosofar cristiano, una especulación filosófica concebida en unión vital
con la fe. No se hace referencia simplemente, pues, a una filosofía hecha por
filósofos cristianos, que en su investigación no han querido contradecir su fe.
Hablando de filosofía cristiana se pretende abarcar todos los progresos
importantes del pensamiento filosófico que no se hubieran realizado sin la
aportación, directa o indirecta, de la fe cristiana.
Dos son, por tanto, los aspectos de la
filosofía cristiana: uno subjetivo, que consiste en la purificación de la razón
por parte de la fe. Como virtud teologal, la fe libera la razón de la
presunción, tentación típica a la que los filósofos están fácilmente sometidos.
Ya san Pablo y los Padres de la Iglesia y, más cercanos a nuestros días,
filósofos como Pascal y Kierkegaard la han estigmatizado. Con la humildad, el
filósofo adquiere también el valor de afrontar algunas cuestiones que
difícilmente podría resolver sin considerar los datos recibidos de la
Revelación. Piénsese, por ejemplo, en los problemas del mal y del sufrimiento,
en la identidad personal de Dios y en la pregunta sobre el sentido de la vida
o, más directamente, en la pregunta metafísica radical: « ¿Por qué existe algo?
»
Además está el aspecto objetivo, que afecta
a los contenidos. La Revelación propone claramente algunas verdades que, aun no
siendo por naturaleza inaccesibles a la razón, tal vez no hubieran sido nunca
descubiertas por ella, si se la hubiera dejado sola. En este horizonte se
sitúan cuestiones como el concepto de un Dios personal, libre y creador, que
tanta importancia ha tenido para el desarrollo del pensamiento filosófico y, en
particular, para la filosofía del ser. A este ámbito pertenece también la
realidad del pecado, tal y como aparece a la luz de la fe, la cual ayuda a
plantear filosóficamente de modo adecuado el problema del mal. Incluso la
concepción de la persona como ser espiritual es una originalidad peculiar de la
fe. El anuncio cristiano de la dignidad, de la igualdad y de la libertad de los
hombres ha influido ciertamente en la reflexión filosófica que los modernos han
llevado a cabo. Se puede mencionar, como más cercano a nosotros, el
descubrimiento de la importancia que tiene también para la filosofía el hecho
histórico, centro de la Revelación cristiana. No es casualidad que el hecho
histórico haya llegado a ser eje de una filosofía de la historia, que se
presenta como un nuevo capítulo de la búsqueda humana de la verdad.
Entre los elementos objetivos de la
filosofía cristiana está también la necesidad de explorar el carácter racional
de algunas verdades expresadas por la Sagrada Escritura, como la posibilidad de
una vocación sobrenatural del hombre e incluso el mismo pecado original. Son
tareas que llevan a la razón a reconocer que lo verdadero racional supera los
estrechos confines dentro de los que ella tendería a encerrarse. Estos temas
amplían de hecho el ámbito de lo racional.
Al especular sobre estos contenidos, los
filósofos no se ha convertido en teólogos, ya que no han buscado comprender e
ilustrar la verdad de la fe a partir de la Revelación. Han trabajado en su
propio campo y con su propia metodología puramente racional, pero ampliando su
investigación a nuevos ámbitos de la verdad. Se puede afirmar que, sin este
influjo estimulante de la Palabra de Dios, buena parte de la filosofía moderna
y contemporánea no existiría. Este dato conserva toda su importancia, incluso
ante la constatación decepcionante del abandono de la ortodoxia cristiana por
parte de no pocos pensadores de estos últimos siglos.
77. Otra posición significativa de la
filosofía se da cuando la teología misma recurre a la filosofía. En realidad,
la teología ha tenido siempre y continúa teniendo necesidad de la aportación
filosófica. Siendo obra de la razón crítica a la luz de la fe, el trabajo
teológico presupone y exige en toda su investigación una razón educada y
formada conceptual y argumentativamente. Además, la teología necesita de la
filosofía como interlocutora para verificar la inteligibilidad y la verdad universal
de sus aserciones. No es casual que los Padres de la Iglesia y los teólogos
medievales adoptaron filosofías no cristianas para dicha función. Este hecho
histórico indica el valor de la autonomía que la filosofía conserva también en
este tercer estado, pero al mismo tiempo muestra las transformaciones
necesarias y profundas que debe afrontar.
Precisamente por ser una aportación
indispensable y noble, la filosofía ya desde la edad patrística, fue llamada
ancilla theologiae. El título no fue aplicado para indicar una sumisión servil
o un papel puramente funcional de la filosofía en relación con la teología. Se
utilizó más bien en el sentido con que Aristóteles llamaba a las ciencias
experimentales como « siervas » de la « filosofía primera ». La expresión, hoy
difícilmente utilizable debido a los principios de autonomía mencionados, ha
servido a lo largo de la historia para indicar la necesidad de la relación
entre las dos ciencias y la imposibilidad de su separación.
Si el teólogo rechazase la ayuda de la filosofía,
correría el riesgo de hacer filosofía sin darse cuenta y de encerrarse en
estructuras de pensamiento poco adecuadas para la inteligencia de la fe. Por su
parte, si el filósofo excluyese todo contacto con la teología, debería llegar
por su propia cuenta a los contenidos de la fe cristiana, como ha ocurrido con
algunos filósofos modernos. Tanto en un caso como en otro, se perfila el
peligro de la destrucción de los principios basilares de autonomía que toda
ciencia quiere justamente que sean garantizados.
La posición de la filosofía aquí
considerada, por las implicaciones que comporta para la comprensión de la
Revelación, está junto con la teología más directamente bajo la autoridad del
Magisterio y de su discernimiento, como he expuesto anteriormente. En efecto,
de las verdades de fe derivan determinadas exigencias que la filosofía debe
respetar desde el momento en que entra en relación con la teología.
78. A la luz de estas reflexiones, se
comprende bien por qué el Magisterio ha elogiado repetidamente los méritos del
pensamiento de santo Tomás y lo ha puesto como guía y modelo de los estudios
teológicos. Lo que interesaba no era tomar posiciones sobre cuestiones
propiamente filosóficas, ni imponer la adhesión a tesis particulares. La
intención del Magisterio era, y continúa siendo, la de mostrar cómo santo Tomás
es un auténtico modelo para cuantos buscan la verdad. En efecto, en su
reflexión la exigencia de la razón y la fuerza de la fe han encontrado la
síntesis más alta que el pensamiento haya alcanzado jamás, ya que supo defender
la radical novedad aportada por la Revelación sin menospreciar nunca el camino
propio de la razón.
79. Al explicitar ahora los contenidos del
Magisterio precedente, quiero señalar en esta última parte algunas condiciones
que la teología —y aún antes la palabra de Dios— pone hoy al pensamiento
filosófico y a las filosofías actuales. Como ya he indicado, el filósofo debe
proceder según sus propias reglas y ha de basarse en sus propios principios; la
verdad, sin embargo, no es más que una sola. La Revelación, con sus contenidos,
nunca puede menospreciar a la razón en sus descubrimientos y en su legítima
autonomía; por su parte, sin embargo, la razón no debe jamás perder su
capacidad de interrogarse y de interrogar, siendo consciente de que no puede
erigirse en valor absoluto y exclusivo. La verdad revelada, al ofrecer plena
luz sobre el ser a partir del esplendor que proviene del mismo Ser subsistente,
iluminará el camino de la reflexión filosófica. En definitiva, la Revelación
cristiana llega a ser el verdadero punto de referencia y de confrontación entre
el pensamiento filosófico y el teológico en su recíproca relación. Es deseable
pues que los teólogos y los filósofos se dejen guiar por la única autoridad de
la verdad, de modo que se elabore una filosofía en consonancia con la Palabra
de Dios. Esta filosofía ha de ser el punto de encuentro entre las culturas y la
fe cristiana, el lugar de entendimiento entre creyentes y no creyentes. Ha de servir
de ayuda para que los creyentes se convenzan firmemente de que la profundidad y
autenticidad de la fe se favorece cuando está unida al pensamiento y no
renuncia a él. Una vez más, la enseñanza de los Padres de la Iglesia nos
afianza en esta convicción: « El mismo acto de fe no es otra cosa que el pensar
con el asentimiento de la voluntad [...] Todo el que cree, piensa; piensa
creyendo y cree pensando [...] Porque la fe, si lo que se cree no se piensa, es
nula ».(95) Además: « Sin asentimiento no hay fe, porque sin asentimiento no se
puede creer nada ».(96)
CAPITULO VII
EXIGENCIAS
Y COMETIDOS ACTUALES
Exigencias irrenunciables de la palabra de
Dios
80. La Sagrada Escritura contiene, de
manera explícita o implícita, una serie de elementos que permiten obtener una
visión del hombre y del mundo de gran valor filosófico. Los cristianos han
tomado conciencia progresivamente de la riqueza contenida en aquellas páginas
sagradas. De ellas se deduce que la realidad que experimentamos no es el
absoluto; no es increada ni se ha autoengendrado. Sólo Dios es el Absoluto. De
las páginas de la Biblia se desprende, además, una visión del hombre como imago
Dei, que contiene indicaciones precisas sobre su ser, su libertad y la
inmortalidad de su espíritu. Puesto que el mundo creado no es autosuficiente,
toda ilusión de autonomía que ignore la dependencia esencial de Dios de toda
criatura —incluido el hombre— lleva a situaciones dramáticas que destruyen la
búsqueda racional de la armonía y del sentido de la existencia humana.
Incluso el problema del mal moral —la forma
más trágica de mal— es afrontado en la Biblia, la cual nos enseña que éste no
se puede reducir a una cierta deficiencia debida a la materia, sino que es una
herida causada por una manifestación desordenada de la libertad humana. En fin,
la palabra de Dios plantea el problema del sentido de la existencia y ofrece su
respuesta orientando al hombre hacia Jesucristo, el Verbo de Dios, que realiza
en plenitud la existencia humana. De la lectura del texto sagrado se podrían
explicitar también otros aspectos; de todos modos, lo que sobresale es el
rechazo de toda forma de relativismo, de materialismo y de panteísmo.
La convicción fundamental de esta «
filosofía » contenida en la Biblia es que la vida humana y el mundo tienen un
sentido y están orientados hacia su cumplimiento, que se realiza en Jesucristo.
El misterio de la Encarnación será siempre el punto de referencia para
comprender el enigma de la existencia humana, del mundo creado y de Dios mismo.
En este misterio los retos para la filosofía son radicales, porque la razón
está llamada a asumir una lógica que derriba los muros dentro de los cuales
corre el riesgo de quedar encerrada. Sin embargo, sólo aquí alcanza su culmen
el sentido de la existencia. En efecto, se hace inteligible la esencia íntima
de Dios y del hombre. En el misterio del Verbo encarnado se salvaguardan la
naturaleza divina y la naturaleza humana, con su respectiva autonomía, y a la
vez se manifiesta el vínculo único que las pone en recíproca relación sin
confusión.(97)
81. Se ha de tener presente que uno de los
elementos más importantes de nuestra condición actual es la « crisis del
sentido ». Los puntos de vista, a menudo de carácter científico, sobre la vida
y sobre el mundo se han multiplicado de tal forma que podemos constatar como se
produce el fenómeno de la fragmentariedad del saber. Precisamente esto hace
difícil y a menudo vana la búsqueda de un sentido. Y, lo que es aún más
dramático, en medio de esta baraúnda de datos y de hechos entre los que se vive
y que parecen formar la trama misma de la existencia, muchos se preguntan si
todavía tiene sentido plantearse la cuestión del sentido. La pluralidad de las
teorías que se disputan la respuesta, o los diversos modos de ver y de
interpretar el mundo y la vida del hombre, no hacen más que agudizar esta duda
radical, que fácilmente desemboca en un estado de escepticismo y de
indiferencia o en las diversas manifestaciones del nihilismo.
La consecuencia de esto es que a menudo el
espíritu humano está sujeto a una forma de pensamiento ambiguo, que lo lleva a
encerrarse todavía más en sí mismo, dentro de los límites de su propia
inmanencia, sin ninguna referencia a lo trascendente. Una filosofía carente de
la cuestión sobre el sentido de la existencia incurriría en el grave peligro de
degradar la razón a funciones meramente instrumentales, sin ninguna auténtica
pasión por la búsqueda de la verdad.
Para estar en consonancia con la palabra de
Dios es necesario, ante todo, que la filosofía encuentre de nuevo su dimensión
sapiencial de búsqueda del sentido último y global de la vida. Esta primera
exigencia, pensándolo bien, es para la filosofía un estímulo utilísimo para
adecuarse a su misma naturaleza. En efecto, haciéndolo así, la filosofía no
sólo será la instancia crítica decisiva que señala a las diversas ramas del
saber científico su fundamento y su límite, sino que se pondrá también como
última instancia de unificación del saber y del obrar humano, impulsándolos a
avanzar hacia un objetivo y un sentido definitivos. Esta dimensión sapiencial
se hace hoy más indispensable en la medida en que el crecimiento inmenso del
poder técnico de la humanidad requiere una conciencia renovada y aguda de los
valores últimos. Si a estos medios técnicos les faltara la ordenación hacia un
fin no meramente utilitarista, pronto podrían revelarse inhumanos, e incluso
transformarse en potenciales destructores del género humano.(98)
La palabra de Dios revela el fin último del
hombre y da un sentido global a su obrar en el mundo. Por esto invita a la
filosofía a esforzarse en buscar el fundamento natural de este sentido, que es
la religiosidad constitutiva de toda persona. Una filosofía que quisiera negar
la posibilidad de un sentido último y global sería no sólo inadecuada, sino
errónea.
82. Por otro lado, esta función sapiencial
no podría ser desarrollada por una filosofía que no fuese un saber auténtico y
verdadero, es decir, que atañe no sólo a aspectos particulares y relativos de
lo real —sean éstos funcionales, formales o útiles—, sino a su verdad total y
definitiva, o sea, al ser mismo del objeto de conocimiento. Ésta es, pues, una
segunda exigencia: verificar la capacidad del hombre de llegar al conocimiento
de la verdad; un conocimiento, además, que alcance la verdad objetiva, mediante
aquella adaequatio rei et intellectus a la que se refieren los Doctores de la
Escolástica.(99) Esta exigencia, propia de la fe, ha sido reafirmada por el
Concilio Vaticano II: « La inteligencia no se limita sólo a los fenómenos, sino
que es capaz de alcanzar con verdadera certeza la realidad inteligible, aunque
a consecuencia del pecado se encuentre parcialmente oscurecida y debilitada ».
(100)
Una filosofía radicalmente fenoménica o
relativista sería inadecuada para ayudar a profundizar en la riqueza de la
palabra de Dios. En efecto, la Sagrada Escritura presupone siempre que el
hombre, aunque culpable de doblez y de engaño, es capaz de conocer y de
comprender la verdad límpida y pura. En los Libros sagrados, concretamente en
el Nuevo Testamento, hay textos y afirmaciones de alcance propiamente
ontológico. En efecto, los autores inspirados han querido formular verdaderas
afirmaciones que expresan la realidad objetiva. No se puede decir que la
tradición católica haya cometido un error al interpretar algunos textos de san
Juan y de san Pablo como afirmaciones sobre el ser de Cristo. La teología,
cuando se dedica a comprender y explicar estas afirmaciones, necesita la
aportación de una filosofía que no renuncie a la posibilidad de un conocimiento
objetivamente verdadero, aunque siempre perfectible. Lo dicho es válido también
para los juicios de la conciencia moral, que la Sagrada Escritura supone que
pueden ser objetivamente verdaderos. (101)
83. Las dos exigencias mencionadas
conllevan una tercera: es necesaria una filosofía de alcance auténticamente
metafísico, capaz de trascender los datos empíricos para llegar, en su búsqueda
de la verdad, a algo absoluto, último y fundamental. Esta es una exigencia
implícita tanto en el conocimiento de tipo sapiencial como en el de tipo
analítico; concretamente, es una exigencia propia del conocimiento del bien
moral cuyo fundamento último es el sumo Bien, Dios mismo. No quiero hablar aquí
de la metafísica como si fuera una escuela específica o una corriente histórica
particular. Sólo deseo afirmar que la realidad y la verdad transcienden lo
fáctico y lo empírico, y reivindicar la capacidad que el hombre tiene de
conocer esta dimensión trascendente y metafísica de manera verdadera y cierta,
aunque imperfecta y analógica. En este sentido, la metafísica no se ha de
considerar como alternativa a la antropología, ya que la metafísica permite
precisamente dar un fundamento al concepto de dignidad de la persona por su
condición espiritual. La persona, en particular, es el ámbito privilegiado para
el encuentro con el ser y, por tanto, con la reflexión metafísica.
Dondequiera que el hombre descubra una
referencia a lo absoluto y a lo trascendente, se le abre un resquicio de la
dimensión metafísica de la realidad: en la verdad, en la belleza, en los
valores morales, en las demás personas, en el ser mismo y en Dios. Un gran reto
que tenemos al final de este milenio es el de saber realizar el paso, tan
necesario como urgente, del fenómeno al fundamento. No es posible detenerse en
la sola experiencia; incluso cuando ésta expresa y pone de manifiesto la
interioridad del hombre y su espiritualidad, es necesario que la reflexión
especulativa llegue hasta su naturaleza espiritual y el fundamento en que se
apoya. Por lo cual, un pensamiento filosófico que rechazase cualquier apertura
metafísica sería radicalmente inadecuado para desempeñar un papel de mediación
en la comprensión de la Revelación.
La palabra de Dios se refiere continuamente
a lo que supera la experiencia e incluso el pensamiento del hombre; pero este «
misterio » no podría ser revelado, ni la teología podría hacerlo inteligible de
modo alguno, (102) si el conocimiento humano estuviera rigurosamente limitado
al mundo de la experiencia sensible. Por lo cual, la metafísica es una
mediación privilegiada en la búsqueda teológica. Una teología sin un horizonte
metafísico no conseguiría ir más allá del análisis de la experiencia religiosa
y no permitiría al intellectus fidei expresar con coherencia el valor universal
y trascendente de la verdad revelada.
Si insisto tanto en el elemento metafísico
es porque estoy convencido de que es el camino obligado para superar la
situación de crisis que afecta hoy a grandes sectores de la filosofía y para
corregir así algunos comportamientos erróneos difundidos en nuestra sociedad.
84. La importancia de la instancia
metafísica se hace aún más evidente si se considera el desarrollo que hoy
tienen las ciencias hermenéuticas y los diversos análisis del lenguaje. Los
resultados a los que llegan estos estudios pueden ser muy útiles para la
comprensión de la fe, ya que ponen de manifiesto la estructura de nuestro modo
de pensar y de hablar y el sentido contenido en el lenguaje. Sin embargo, hay
estudiosos de estas ciencias que en sus investigaciones tienden a detenerse en
el modo cómo se comprende y se expresa la realidad, sin verificar las
posibilidades que tiene la razón para descubrir su esencia. ¿Cómo no descubrir
en dicha actitud una prueba de la crisis de confianza, que atraviesa nuestro
tiempo, sobre la capacidad de la razón? Además, cuando en algunas afirmaciones
apriorísticas estas tesis tienden a ofuscar los contenidos de la fe o negar su
validez universal, no sólo humillan la razón, sino que se descalifican a sí
mismas. En efecto, la fe presupone con claridad que el lenguaje humano es capaz
de expresar de manera universal —aunque en términos analógicos, pero no por
ello menos significativos— la realidad divina y trascendente. (103) Si no fuera
así, la palabra de Dios, que es siempre palabra divina en lenguaje humano, no
sería capaz de expresar nada sobre Dios. La interpretación de esta Palabra no
puede llevarnos de interpretación en interpretación, sin llegar nunca a
descubrir una afirmación simplemente verdadera; de otro modo no habría revelación
de Dios, sino solamente la expresión de conceptos humanos sobre Él y sobre lo
que presumiblemente piensa de nosotros.
85. Sé bien que estas exigencias, puestas a
la filosofía por la palabra de Dios, pueden parecer arduas a muchos que
afrontan la situación actual de la investigación filosófica. Precisamente por
esto, asumiendo lo que los Sumos Pontífices desde algún tiempo no dejan de
enseñar y el mismo Concilio Ecuménico Vaticano II ha afirmado, deseo expresar
firmemente la convicción de que el hombre es capaz de llegar a una visión
unitaria y orgánica del saber. Éste es uno de los cometidos que el pensamiento
cristiano deberá afrontar a lo largo del próximo milenio de la era cristiana.
El aspecto sectorial del saber, en la medida en que comporta un acercamiento
parcial a la verdad con la consiguiente fragmentación del sentido, impide la
unidad interior del hombre contemporáneo. ¿Cómo podría no preocuparse la
Iglesia? Este cometido sapiencial llega a sus Pastores directamente desde el
Evangelio y ellos no pueden eludir el deber de llevarlo a cabo.
Considero que quienes tratan hoy de
responder como filósofos a las exigencias que la palabra de Dios plantea al
pensamiento humano, deberían elaborar su razonamiento basándose en estos
postulados y en coherente continuidad con la gran tradición que, empezando por
los antiguos, pasa por los Padres de la Iglesia y los maestros de la
escolástica, y llega hasta los descubrimientos fundamentales del pensamiento
moderno y contemporáneo. Si el filósofo sabe aprender de esta tradición e
inspirarse en ella, no dejará de mostrarse fiel a la exigencia de autonomía del
pensamiento filosófico.
En este sentido, es muy significativo que,
en el contexto actual, algunos filósofos sean promotores del descubrimiento del
papel determinante de la tradición para una forma correcta de conocimiento. En
efecto, la referencia a la tradición no es un mero recuerdo del pasado, sino
que más bien constituye el reconocimiento de un patrimonio cultural de toda la
humanidad. Es más, se podría decir que nosotros pertenecemos a la tradición y
no podemos disponer de ella como queramos. Precisamente el tener las raíces en
la tradición es lo que nos permite hoy poder expresar un pensamiento original,
nuevo y proyectado hacia el futuro. Esta misma referencia es válida también
sobre todo para la teología. No sólo porque tiene la Tradición viva de la
Iglesia como fuente originaria, (104) sino también porque, gracias a esto, debe
ser capaz de recuperar tanto la profunda tradición teológica que ha marcado las
épocas anteriores, como la perenne tradición de aquella filosofía que ha sabido
superar por su verdadera sabiduría los límites del espacio y del tiempo.
86. La insistencia en la necesidad de una
estrecha relación de continuidad de la reflexión filosófica contemporánea con
la elaborada en la tradición cristiana intenta prevenir el peligro que se
esconde en algunas corrientes de pensamiento, hoy tan difundidas. Considero
oportuno detenerme en ellas, aunque brevemente, para poner de relieve sus
errores y los consiguientes riesgos para la actividad filosófica.
La primera es el eclecticismo, término que
designa la actitud de quien, en la investigación, en la enseñanza y en la
argumentación, incluso teológica, suele adoptar ideas derivadas de diferentes
filosofías, sin fijarse en su coherencia o conexión sistemática ni en su
contexto histórico. De este modo, no es capaz de discernir la parte de verdad
de un pensamiento de lo que pueda tener de erróneo o inadecuado. Una forma
extrema de eclecticismo se percibe también en el abuso retórico de los términos
filosóficos al que se abandona a veces algún teólogo. Esta instrumentalización
no ayuda a la búsqueda de la verdad y no educa la razón —tanto teológica como
filosófica— para argumentar de manera seria y científica. El estudio riguroso y
profundo de las doctrinas filosóficas, de su lenguaje peculiar y del contexto
en que han surgido, ayuda a superar los riesgos del eclecticismo y permite su
adecuada integración en la argumentación teológica.
87. El eclecticismo es un error de método,
pero podría ocultar también las tesis propias del historicismo. Para comprender
de manera correcta una doctrina del pasado, es necesario considerarla en su
contexto histórico y cultural. En cambio, la tesis fundamental del historicismo
consiste en establecer la verdad de una filosofía sobre la base de su
adecuación a un determinado período y a un determinado objetivo histórico. De
este modo, al menos implícitamente, se niega la validez perenne de la verdad.
Lo que era verdad en una época, sostiene el historicista, puede no serlo ya en
otra. En fin, la historia del pensamiento es para él poco más que una pieza
arqueológica a la que se recurre para poner de relieve posiciones del pasado en
gran parte ya superadas y carentes de significado para el presente. Por el
contrario, se debe considerar además que, aunque la formulación esté en cierto
modo vinculada al tiempo y a la cultura, la verdad o el error expresados en
ellas se pueden reconocer y valorar como tales en todo caso, no obstante la distancia
espacio-temporal.
En la reflexión teológica, el historicismo
tiende a presentarse muchas veces bajo una forma de « modernismo ». Con la
justa preocupación de actualizar la temática teológica y hacerla asequible a
los contemporáneos, se recurre sólo a las afirmaciones y jerga filosófica más
recientes, descuidando las observaciones críticas que se deberían hacer
eventualmente a la luz de la tradición. Esta forma de modernismo, por el hecho
de sustituir la actualidad por la verdad, se muestra incapaz de satisfacer las
exigencias de verdad a la que la teología debe dar respuesta.
88. Otro peligro considerable es el
cientificismo. Esta corriente filosófica no admite como válidas otras formas de
conocimiento que no sean las propias de las ciencias positivas, relegando al
ámbito de la mera imaginación tanto el conocimiento religioso y teológico, como
el saber ético y estético. En el pasado, esta misma idea se expresaba en el
positivismo y en el neopositivismo, que consideraban sin sentido las
afirmaciones de carácter metafísico. La crítica epistemológica ha desacreditado
esta postura, que, no obstante, vuelve a surgir bajo la nueva forma del
cientificismo. En esta perspectiva, los valores quedan relegados a meros
productos de la emotividad y la noción de ser es marginada para dar lugar a lo
puro y simplemente fáctico. La ciencia se prepara a dominar todos los aspectos
de la existencia humana a través del progreso tecnológico. Los éxitos
innegables de la investigación científica y de la tecnología contemporánea han
contribuido a difundir la mentalidad cientificista, que parece no encontrar
límites, teniendo en cuenta como ha penetrado en las diversas culturas y como
ha aportado en ellas cambios radicales.
Se debe constatar lamentablemente que lo
relativo a la cuestión sobre el sentido de la vida es considerado por el
cientificismo como algo que pertenece al campo de lo irracional o de lo
imaginario. No menos desalentador es el modo en que esta corriente de
pensamiento trata otros grandes problemas de la filosofía que, o son ignorados
o se afrontan con análisis basados en analogías superficiales, sin fundamento
racional. Esto lleva al empobrecimiento de la reflexión humana, que se ve
privada de los problemas de fondo que el animal rationale se ha planteado
constantemente, desde el inicio de su existencia terrena. En esta perspectiva,
al marginar la crítica proveniente de la valoración ética, la mentalidad
cientificista ha conseguido que muchos acepten la idea según la cual lo que es
técnicamente realizable llega a ser por ello moralmente admisible.
89. No menores peligros conlleva el
pragmatismo, actitud mental propia de quien, al hacer sus opciones, excluye el
recurso a reflexiones teoréticas o a valoraciones basadas en principios éticos.
Las consecuencias derivadas de esta corriente de pensamiento son notables. En
particular, se ha ido afirmando un concepto de democracia que no contempla la
referencia a fundamentos de orden axiológico y por tanto inmutables. La
admisibilidad o no de un determinado comportamiento se decide con el voto de la
mayoría parlamentaria. (105) Las consecuencias de semejante planteamiento son
evidentes: las grandes decisiones morales del hombre se subordinan, de hecho, a
las deliberaciones tomadas cada vez por los órganos institucionales. Más aún,
la misma antropología está fuertemente condicionada por una visión
unidimensional del ser humano, ajena a los grandes dilemas éticos y a los
análisis existenciales sobre el sentido del sufrimiento y del sacrificio, de la
vida y de la muerte.
90. Las tesis examinadas hasta aquí llevan,
a su vez, a una concepción más general, que actualmente parece constituir el
horizonte común para muchas filosofías que se han alejado del sentido del ser.
Me estoy refiriendo a la postura nihilista, que rechaza todo fundamento a la
vez que niega toda verdad objetiva. El nihilismo, aun antes de estar en
contraste con las exigencias y los contenidos de la palabra de Dios, niega la
humanidad del hombre y su misma identidad. En efecto, se ha de tener en cuenta
que la negación del ser comporta inevitablemente la pérdida de contacto con la
verdad objetiva y, por consiguiente, con el fundamento de la dignidad humana.
De este modo se hace posible borrar del rostro del hombre los rasgos que manifiestan
su semejanza con Dios, para llevarlo progresivamente o a una destructiva
voluntad de poder o a la desesperación de la soledad. Una vez que se ha quitado
la verdad al hombre, es pura ilusión pretender hacerlo libre. En efecto, verdad
y libertad, o bien van juntas o juntas perecen miserablemente. (106)
91. Al comentar las corrientes de
pensamiento apenas mencionadas no ha sido mi intención presentar un cuadro
completo de la situación actual de la filosofía, que, por otra parte, sería
difícil de englobar en una visión unitaria. Quiero subrayar, de hecho, que la
herencia del saber y de la sabiduría se ha enriquecido en diversos campos.
Basta citar la lógica, la filosofía del lenguaje, la epistemología, la
filosofía de la naturaleza, la antropología, el análisis profundo de las vías
afectivas del conocimiento, el acercamiento existencial al análisis de la
libertad. Por otra parte, la afirmación del principio de inmanencia, que es el
centro de la postura racionalista, suscitó, a partir del siglo pasado, reacciones
que han llevado a un planteamiento radical de los postulados considerados
indiscutibles. Nacieron así corrientes irracionalistas, mientras la crítica
ponía de manifiesto la inutilidad de la exigencia de autofundación absoluta de
la razón.
Nuestra época ha sido calificada por
ciertos pensadores como la época de la « postmodernidad ». Este término,
utilizado frecuentemente en contextos muy diferentes unos de otros, designa la
aparición de un conjunto de factores nuevos, que por su difusión y eficacia han
sido capaces de determinar cambios significativos y duraderos. Así, el término
se ha empleado primero a propósito de fenómenos de orden estético, social y
tecnológico. Sucesivamente ha pasado al ámbito filosófico, quedando
caracterizado no obstante por una cierta ambigüedad, tanto porque el juicio
sobre lo que se llama « postmoderno » es unas veces positivo y otras negativo,
como porque falta consenso sobre el delicado problema de la delimitación de las
diferentes épocas históricas. Sin embargo, no hay duda de que las corrientes de
pensamiento relacionadas con la postmodernidad merecen una adecuada atención.
En efecto, según algunas de ellas el tiempo de las certezas ha pasado
irremediablemente; el hombre debería ya aprender a vivir en una perspectiva de carencia
total de sentido, caracterizada por lo provisional y fugaz. Muchos autores, en
su crítica demoledora de toda certeza e ignorando las distinciones necesarias,
contestan incluso la certeza de la fe.
Este nihilismo encuentra una cierta
confirmación en la terrible experiencia del mal que ha marcado nuestra época.
Ante esta experiencia dramática, el optimismo racionalista que veía en la
historia el avance victorioso de la razón, fuente de felicidad y de libertad,
no ha podido mantenerse en pie, hasta el punto de que una de las mayores
amenazas en este fin de siglo es la tentación de la desesperación.
Sin embargo es verdad que una cierta
mentalidad positivista sigue alimentando la ilusión de que, gracias a las
conquistas científicas y técnicas, el hombre, como demiurgo, pueda llegar por
sí solo a conseguir el pleno dominio de su destino.
Cometidos actuales de la teología
92. Como inteligencia de la Revelación, la
teología en las diversas épocas históricas ha debido afrontar siempre las
exigencias de las diferentes culturas para luego conciliar en ellas el
contenido de la fe con una conceptualización coherente. Hoy tiene también un
doble cometido. En efecto, por una parte debe desarrollar la labor que el
Concilio Vaticano II le encomendó en su momento: renovar las propias
metodologías para un servicio más eficaz a la evangelización. En esta
perspectiva, ¿cómo no recordar las palabras pronunciadas por el Sumo Pontífice
Juan XXIII en la apertura del Concilio? Decía entonces: « Es necesario, además,
como lo desean ardientemente todos los que promueven sinceramente el espíritu
cristiano, católico y apostólico, conocer con mayor amplitud y profundidad esta
doctrina que debe impregnar las conciencias. Esta doctrina es, sin duda,
verdadera e inmutable, y el fiel debe prestarle obediencia, pero hay que
investigarla y exponerla según las exigencias de nuestro tiempo ». (107)
Por otra parte, la teología debe mirar
hacia la verdad última que recibe con la Revelación, sin darse por satisfecha
con las fases intermedias. Es conveniente que el teólogo recuerde que su
trabajo corresponde « al dinamismo presente en la fe misma » y que el objeto
propio de su investigación es « la Verdad, el Dios vivo y su designio de
salvación revelado en Jesucristo ». (108) Este cometido, que afecta en primer
lugar a la teología, atañe igualmente a la filosofía. En efecto, los numerosos
problemas actuales exigen un trabajo común, aunque realizado con metodologías
diversas, para que la verdad sea nuevamente conocida y expresada. La Verdad,
que es Cristo, se impone como autoridad universal que dirige, estimula y hacer
crecer (cf. Ef 4, 15) tanto la teología como la filosofía.
Creer en la posibilidad de conocer una
verdad universalmente válida no es en modo alguno fuente de intolerancia; al
contrario, es una condición necesaria para un diálogo sincero y auténtico entre
las personas. Sólo bajo esta condición es posible superar las divisiones y
recorrer juntos el camino hacia la verdad completa, siguiendo los senderos que
sólo conoce el Espíritu del Señor resucitado. (109) Deseo indicar ahora cómo la
exigencia de unidad se presenta concretamente hoy ante las tareas actuales de
la teología.
93. El objetivo fundamental al que tiende
la teología consiste en presentar la inteligencia de la Revelación y el contenido
de la fe. Por tanto, el verdadero centro de su reflexión será la contemplación
del misterio mismo de Dios Trino. A Él se llega reflexionando sobre el misterio
de la encarnación del Hijo de Dios: sobre su hacerse hombre y el consiguiente
caminar hacia la pasión y muerte, misterio que desembocará en su gloriosa
resurrección y ascensión a la derecha del Padre, de donde enviará el Espíritu
de la verdad para constituir y animar a su Iglesia. En este horizonte, un
objetivo primario de la teología es la comprensión de la kenosis de Dios,
verdadero gran misterio para la mente humana, a la cual resulta inaceptable que
el sufrimiento y la muerte puedan expresar el amor que se da sin pedir nada a
cambio. En esta perspectiva se impone como exigencia básica y urgente un
análisis atento de los textos. En primer lugar, los textos escriturísticos;
después, los de la Tradición viva de la Iglesia. A este respecto, se plantean
hoy algunos problemas, sólo nuevos en parte, cuya solución coherente no se
podrá encontrar prescindiendo de la aportación de la filosofía.
94. Un primer aspecto problemático es la
relación entre el significado y la verdad. Como cualquier otro texto, también
las fuentes que el teólogo interpreta transmiten ante todo un significado, que
se ha de descubrir y exponer. Ahora bien, este significado se presenta como la
verdad sobre Dios, que es comunicada por Él mismo a través del texto sagrado.
En el lenguaje humano, pues, toma cuerpo el lenguaje de Dios, que comunica la
propia verdad con la admirable « condescendencia » que refleja la lógica de la
Encarnación. (110) Al interpretar las fuentes de la Revelación es necesario,
por tanto, que el teólogo se pregunte cuál es la verdad profunda y genuina que
los textos quieren comunicar, a pesar de los límites del lenguaje.
En cuanto a los textos bíblicos, y a los
Evangelios en particular, su verdad no se reduce ciertamente a la narración de
meros acontecimientos históricos o a la revelación de hechos neutrales, como
postula el positivismo historicista. (111) Al contrario, estos textos presentan
acontecimientos cuya verdad va más allá de las vicisitudes históricas: su
significado está en y para la historia de la salvación. Esta verdad tiene su
plena explicitación en la lectura constante que la Iglesia hace de dichos textos
a lo largo de los siglos, manteniendo inmutable su significado originario. Es
urgente, pues, interrogarse incluso filosóficamente sobre la relación que hay
entre el hecho y su significado; relación que constituye el sentido específico
de la historia.
95. La palabra de Dios no se dirige a un
solo pueblo y a una sola época. Igualmente, los enunciados dogmáticos, aun
reflejando a veces la cultura del período en que se formulan, presentan una
verdad estable y definitiva. Surge, pues, la pregunta sobre cómo se puede
conciliar el carácter absoluto y universal de la verdad con el inevitable
condicionamiento histórico y cultural de las fórmulas en que se expresa. Como
he dicho anteriormente, las tesis del historicismo no son defendibles. En
cambio, la aplicación de una hermenéutica abierta a la instancia metafísica
permite mostrar cómo, a partir de las circunstancias históricas y contingentes
en que han madurado los textos, se llega a la verdad expresada en ellos, que va
más allá de dichos condicionamientos.
Con su lenguaje histórico y circunscrito el
hombre puede expresar unas verdades que transcienden el fenómeno lingüístico.
En efecto, la verdad jamás puede ser limitada por el tiempo y la cultura; se
conoce en la historia, pero supera la historia misma.
96. Esta consideración permite entrever la
solución de otro problema: el de la perenne validez del lenguaje conceptual
usado en las definiciones conciliares. Mi predecesor Pío XII ya afrontó esta
cuestión en la Encíclica Humani generis. (112)
Reflexionar sobre este tema no es fácil,
porque se debe tener en cuenta seriamente el significado que adquieren las
palabras en las diversas culturas y en épocas diferentes. De todos modos, la
historia del pensamiento enseña que a través de la evolución y la variedad de las
culturas ciertos conceptos básicos mantienen su valor cognoscitivo universal y,
por tanto, la verdad de las proposiciones que los expresan. (113) Si no fuera
así, la filosofía y las ciencias no podrían comunicarse entre ellas, ni podrían
ser asumidas por culturas distintas de aquellas en que han sido pensadas y
elaboradas. El problema hermenéutico, por tanto, existe, pero tiene solución.
Por otra parte, el valor objetivo de muchos conceptos no excluye que a menudo
su significado sea imperfecto. La especulación filosófica podría ayudar mucho
en este campo. Por tanto, es de desear un esfuerzo particular para profundizar
la relación entre lenguaje conceptual y verdad, para proponer vías adecuadas
para su correcta comprensión.
97. Si un cometido importante de la
teología es la interpretación de las fuentes, un paso ulterior e incluso más
delicado y exigente es la comprensión de la verdad revelada, o sea, la
elaboración del intellectus fidei. Como ya he dicho, el intellectus fidei
necesita la aportación de una filosofía del ser, que permita ante todo a la
teología dogmática desarrollar de manera adecuada sus funciones. El pragmatismo
dogmático de principios de este siglo, según el cual las verdades de fe no
serían más que reglas de comportamiento, ha sido ya descartado y rechazado;
(114) a pesar de esto, queda siempre la tentación de comprender estas verdades
de manera puramente funcional. En este caso, se caería en un esquema
inadecuado, reductivo y desprovisto de la necesaria incisividad especulativa.
Por ejemplo, una cristología que se estructurara unilateralmente « desde abajo
», como hoy suele decirse, o una eclesiología elaborada únicamente sobre el
modelo de la sociedad civil, difícilmente podrían evitar el peligro de tal
reduccionismo.
Si el intellectus fidei quiere incorporar
toda la riqueza de la tradición teológica, debe recurrir a la filosofía del
ser. Ésta debe poder replantear el problema del ser según las exigencias y las
aportaciones de toda la tradición filosófica, incluida la más reciente, evitando
caer en inútiles repeticiones de esquemas anticuados. En el marco de la
tradición metafísica cristiana, la filosofía del ser es una filosofía dinámica
que ve la realidad en sus estructuras ontológicas, causales y comunicativas.
Ella tiene fuerza y perenne validez por estar fundamentada en el hecho mismo
del ser, que permite la apertura plena y global hacia la realidad entera,
superando cualquier límite hasta llegar a Aquél que lo perfecciona todo. (115)
En la teología, que recibe sus principios de la Revelación como nueva fuente de
conocimiento, se confirma esta perspectiva según la íntima relación entre fe y
racionalidad metafísica.
98. Consideraciones análogas se pueden
hacer también por lo que se refiere a la teología moral. La recuperación de la
filosofía es urgente asimismo para la comprensión de la fe, relativa a la
actuación de los creyentes. Ante los retos contemporáneos en el campo social,
económico, político y científico, la conciencia ética del hombre está
desorientada. En la Encíclica Veritatis splendor he puesto de relieve que
muchos de los problemas que tiene el mundo actual derivan de una « crisis en
torno a la verdad. Abandonada la idea de una verdad universal sobre el bien,
que la razón humana pueda conocer, ha cambiado también inevitablemente la
concepción misma de la conciencia: a ésta ya no se la considera en su realidad
originaria, o sea, como acto de la inteligencia de la persona, que debe aplicar
el conocimiento universal del bien en una determinada situación y expresar así
un juicio sobre la conducta recta que hay que elegir aquí y ahora; sino que más
bien se está orientando a conceder a la conciencia del individuo el privilegio
de fijar, de modo autónomo, los criterios del bien y del mal, y actuar en
consecuencia. Esta visión coincide con una ética individualista, para la cual
cada uno se encuentra ante su verdad, diversa de la verdad de los demás ».
(116)
En toda la Encíclica he subrayado
claramente el papel fundamental que corresponde a la verdad en el campo moral.
Esta verdad, respecto a la mayor parte de los problemas éticos más urgentes,
exige, por parte de la teología moral, una atenta reflexión que ponga bien de
relieve su arraigo en la palabra de Dios. Para cumplir esta misión propia, la
teología moral debe recurrir a una ética filosófica orientada a la verdad del
bien; a una ética, pues, que no sea subjetivista ni utilitarista. Esta ética
implica y presupone una antropología filosófica y una metafísica del bien.
Gracias a esta visión unitaria, vinculada necesariamente a la santidad
cristiana y al ejercicio de las virtudes humanas y sobrenaturales, la teología
moral será capaz de afrontar los diversos problemas de su competencia —como la
paz, la justicia social, la familia, la defensa de la vida y del ambiente
natural— del modo más adecuado y eficaz.
99. La labor teológica en la Iglesia está
ante todo al servicio del anuncio de la fe y de la catequesis. (117) El anuncio
o kerigma llama a la conversión, proponiendo la verdad de Cristo que culmina en
su Misterio pascual. En efecto, sólo en Cristo es posible conocer la plenitud
de la verdad que nos salva (cf. Hch 4, 12; 1 Tm 2, 4-6).
En este contexto se comprende bien por qué,
además de la teología, tiene también un notable interés la referencia a la
catequesis, pues conlleva implicaciones filosóficas que deben estudiarse a la
luz de la fe. La enseñanza dada en la catequesis tiene un efecto formativo para
la persona. La catequesis, que es también comunicación lingüística, debe
presentar la doctrina de la Iglesia en su integridad, (118) mostrando su
relación con la vida de los creyentes. (119) Se da así una unión especial entre
enseñanza y vida, que es imposible alcanzar de otro modo. En efecto, lo que se
comunica en la catequesis no es un conjunto de verdades conceptuales, sino el
misterio del Dios vivo. (120)
La reflexión filosófica puede contribuir
mucho a clarificar la relación entre verdad y vida, entre acontecimiento y
verdad doctrinal y, sobre todo, la relación entre verdad trascendente y
lenguaje humanamente inteligible. (121) La reciprocidad que hay entre las
materias teológicas y los objetivos alcanzados por las diferentes corrientes
filosóficas puede manifestar, pues, una fecundidad concreta de cara a la
comunicación de la fe y de su comprensión más profunda.
CONCLUSION
100. Pasados más cien años de la
publicación de la Encíclica Æterni Patris de León XIII, a la que me he referido
varias veces en estas páginas, me ha parecido necesario acometer de nuevo y de
modo más sistemático el argumento sobre la relación entre fe y filosofía. Es
evidente la importancia que el pensamiento filosófico tiene en el desarrollo de
las culturas y en la orientación de los comportamientos personales y sociales.
Dicho pensamiento ejerce una gran influencia, incluso sobre la teología y sobre
sus diversas ramas, que no siempre se percibe de manera explícita. Por esto, he
considerado justo y necesario subrayar el valor que la filosofía tiene para la
comprensión de la fe y las limitaciones a las que se ve sometida cuando olvida
o rechaza las verdades de la Revelación. En efecto, la Iglesia está
profundamente convencida de que fe y razón « se ayudan mutuamente », (122)
ejerciendo recíprocamente una función tanto de examen crítico y purificador,
como de estímulo para progresar en la búsqueda y en la profundización.
101. Cuando nuestra consideración se centra
en la historia del pensamiento, sobre todo en Occidente, es fácil ver la
riqueza que ha significado para el progreso de la humanidad el encuentro entre
filosofía y teología, y el intercambio de sus respectivos resultados. La
teología, que ha recibido como don una apertura y una originalidad que le
permiten existir como ciencia de la fe, ha estimulado ciertamente la razón a
permanecer abierta a la novedad radical que comporta la revelación de Dios.
Esto ha sido una ventaja indudable para la filosofía, que así ha visto abrirse
nuevos horizontes de significados inéditos que la razón está llamada a
estudiar.
Precisamente a la luz de esta constatación,
de la misma manera que he reafirmado la necesidad de que la teología recupere
su legítima relación con la filosofía, también me siento en el deber de
subrayar la oportunidad de que la filosofía, por el bien y el progreso del
pensamiento, recupere su relación con la teología. En ésta la filosofía no
encontrará la reflexión de un único individuo que, aunque profunda y rica,
lleva siempre consigo los límites propios de la capacidad de pensamiento de uno
solo, sino la riqueza de una reflexión común. En efecto, en la reflexión sobre
la verdad la teología está apoyada, por su misma naturaleza, en la nota de la
eclesialidad (123) y en la tradición del Pueblo de Dios con su pluralidad de
saberes y culturas en la unidad de la fe.
102. La Iglesia, al insistir sobre la
importancia y las verdaderas dimensiones del pensamiento filosófico, promueve a
la vez tanto la defensa de la dignidad del hombre como el anuncio del mensaje
evangélico. Ante tales cometidos, lo más urgente hoy es llevar a los hombres a
descubrir su capacidad de conocer la verdad (124) y su anhelo de un sentido
último y definitivo de la existencia. En la perspectiva de estas profundas
exigencias, inscritas por Dios en la naturaleza humana, se ve incluso más clara
el significado humano y humanizador de la palabra de Dios. Gracias a la
mediación de una filosofía que ha llegado a ser también verdadera sabiduría, el
hombre contemporáneo llegará así a reconocer que será tanto más hombre cuanto,
entregándose al Evangelio, más se abra a Cristo.
103. La filosofía, además, es como el
espejo en el que se refleja la cultura de los pueblos. Una filosofía que,
impulsada por las exigencias de la teología, se desarrolla en coherencia con la
fe, forma parte de la « evangelización de la cultura » que Pablo VI propuso
como uno de los objetivos fundamentales de la evangelización. (125) A la vez
que no me canso de recordar la urgencia de una nueva evangelización, me dirijo
a los filósofos para que profundicen en las dimensiones de la verdad, del bien
y de la belleza, a las que conduce la palabra de Dios. Esto es más urgente aún
si se consideran los retos que el nuevo milenio trae consigo y que afectan de
modo particular a las regiones y culturas de antigua tradición cristiana. Esta
atención debe considerarse también como una aportación fundamental y original
en el camino de la nueva evangelización.
104. El pensamiento filosófico es a menudo
el único ámbito de entendimiento y de diálogo con quienes no comparten nuestra
fe. El movimiento filosófico contemporáneo exige el esfuerzo atento y
competente de filósofos creyentes capaces de asumir las esperanzas, nuevas
perspectivas y problemáticas de este momento histórico. El filósofo cristiano,
al argumentar a la luz de la razón y según sus reglas, aunque guiado siempre
por la inteligencia que le viene de la palabra de Dios, puede desarrollar una
reflexión que será comprensible y sensata incluso para quien no percibe aún la
verdad plena que manifiesta la divina Revelación. Este ámbito de entendimiento
y de diálogo es hoy muy importante ya que los problemas que se presentan con
más urgencia a la humanidad —como el problema ecológico, el de la paz o el de
la convivencia de las razas y de las culturas— encuentran una posible solución
a la luz de una clara y honesta colaboración de los cristianos con los fieles
de otras religiones y con quienes, aún no compartiendo una creencia religiosa,
buscan la renovación de la humanidad. Lo afirma el Concilio Vaticano II: « El
deseo de que este diálogo sea conducido sólo por el amor a la verdad, guardando
siempre la debida prudencia, no excluye por nuestra parte a nadie, ni a
aquellos que cultivan los bienes preclaros del espíritu humano, pero no
reconocen todavía a su Autor, ni a aquéllos que se oponen a la Iglesia y la
persiguen de diferentes maneras ». (126) Una filosofía en la que resplandezca
algo de la verdad de Cristo, única respuesta definitiva a los problemas del
hombre, (127) será una ayuda eficaz para la ética verdadera y a la vez
planetaria que necesita hoy la humanidad.
105. Al concluir esta Encíclica quiero
dirigir una ulterior llamada ante todo a los teólogos, a fin de que dediquen
particular atención a las implicaciones filosóficas de la palabra de Dios y
realicen una reflexión de la que emerja la dimensión especulativa y práctica de
la ciencia teológica. Deseo agradecerles su servicio eclesial. La relación
íntima entre la sabiduría teológica y el saber filosófico es una de las
riquezas más originales de la tradición cristiana en la profundización de la
verdad revelada. Por esto, los exhorto a recuperar y subrayar más la dimensión
metafísica de la verdad para entrar así en diálogo crítico y exigente tanto el
con pensamiento filosófico contemporáneo como con toda la tradición filosófica,
ya esté en sintonía o en contraposición con la palabra de Dios. Que tengan
siempre presente la indicación de san Buenaventura, gran maestro del
pensamiento y de la espiritualidad, el cual al introducir al lector en su
Itinerarium mentis in Deum lo invitaba a darse cuenta de que « no es suficiente
la lectura sin el arrepentimiento, el conocimiento sin la devoción, la búsqueda
sin el impulso de la sorpresa, la prudencia sin la capacidad de abandonarse a
la alegría, la actividad disociada de la religiosidad, el saber separado de la
caridad, la inteligencia sin la humildad, el estudio no sostenido por la divina
gracia, la reflexión sin la sabiduría inspirada por Dios ». (128)
Me dirijo también a quienes tienen la
responsabilidad de la formación sacerdotal, tanto académica como pastoral, para
que cuiden con particular atención la preparación filosófica de los que habrán
de anunciar el Evangelio al hombre de hoy y, sobre todo, de quienes se
dedicarán al estudio y la enseñanza de la teología. Que se esfuercen en
realizar su labor a la luz de las prescripciones del Concilio Vaticano II (129)
y de las disposiciones posteriores, las cuales presentan el inderogable y
urgente cometido, al que todos estamos llamados, de contribuir a una auténtica
y profunda comunicación de las verdades de la fe. Que no se olvide la grave
responsabilidad de una previa y adecuada preparación de los profesores
destinados a la enseñanza de la filosofía en los Seminarios y en las Facultades
eclesiásticas. (130) Es necesario que esta enseñanza esté acompañada de la
conveniente preparación científica, que se ofrezca de manera sistemática
proponiendo el gran patrimonio de la tradición cristiana y que se realice con
el debido discernimiento ante las exigencias actuales de la Iglesia y del
mundo.
106. Mi llamada se dirige, además, a los
filósofos y a los profesores de filosofía, para que tengan la valentía de
recuperar, siguiendo una tradición filosófica perennemente válida, las
dimensiones de auténtica sabiduría y de verdad, incluso metafísica, del
pensamiento filosófico. Que se dejen interpelar por las exigencias que
provienen de la palabra de Dios y estén dispuestos a realizar su razonamiento y
argumentación como respuesta a las mismas. Que se orienten siempre hacia la
verdad y estén atentos al bien que ella contiene. De este modo podrán formular
la ética auténtica que la humanidad necesita con urgencia, particularmente en
estos años. La Iglesia sigue con atención y simpatía sus investigaciones;
pueden estar seguros, pues, del respeto que ella tiene por la justa autonomía
de su ciencia. De modo particular, deseo alentar a los creyentes que trabajan
en el campo de la filosofía, a fin de que iluminen los diversos ámbitos de la
actividad humana con el ejercicio de una razón que es más segura y perspicaz
por la ayuda que recibe de la fe.
Finalmente, dirijo también unas palabras a
los científicos, que con sus investigaciones nos ofrecen un progresivo
conocimiento del universo en su conjunto y de la variedad increíblemente rica
de sus elementos, animados e inanimados, con sus complejas estructuras atómicas
y moleculares. El camino realizado por ellos ha alcanzado, especialmente en
este siglo, metas que siguen asombrándonos. Al expresar mi admiración y mi
aliento hacia estos valiosos pioneros de la investigación científica, a los
cuales la humanidad debe tanto de su desarrollo actual, siento el deber de
exhortarlos a continuar en sus esfuerzos permaneciendo siempre en el horizonte
sapiencial en el cual los logros científicos y tecnológicos están acompañados
por los valores filosóficos y éticos, que son una manifestación característica
e imprescindible de la persona humana. El científico es muy consciente de que «
la búsqueda de la verdad, incluso cuando atañe a una realidad limitada del
mundo o del hombre, no termina nunca, remite siempre a algo que está por encima
del objeto inmediato de los estudios, a los interrogantes que abren el acceso
al Misterio ». (131)
107. Pido a todos que fijen su atención en
el hombre, que Cristo salvó en el misterio de su amor, y en su permanente
búsqueda de verdad y de sentido. Diversos sistemas filosóficos, engañándolo, lo
han convencido de que es dueño absoluto de sí mismo, que puede decidir
autónomamente sobre su propio destino y su futuro confiando sólo en sí mismo y
en sus propias fuerzas. La grandeza del hombre jamás consistirá en esto. Sólo
la opción de insertarse en la verdad, al amparo de la Sabiduría y en coherencia
con ella, será determinante para su realización. Solamente en este horizonte de
la verdad comprenderá la realización plena de su libertad y su llamada al amor
y al conocimiento de Dios como realización suprema de sí mismo.
108. Mi último pensamiento se dirige a
Aquélla que la oración de la Iglesia invoca como Trono de la Sabiduría. Su
misma vida es una verdadera parábola capaz de iluminar las reflexiones que he
expuesto. En efecto, se puede entrever una gran correlación entre la vocación
de la Santísima Virgen y la de la auténtica filosofía. Igual que la Virgen fue
llamada a ofrecer toda su humanidad y femineidad a fin de que el Verbo de Dios
pudiera encarnarse y hacerse uno de nosotros, así la filosofía está llamada a
prestar su aportación, racional y crítica, para que la teología, como
comprensión de la fe, sea fecunda y eficaz. Al igual que María, en el
consentimiento dado al anuncio de Gabriel, nada perdió de su verdadera humanidad
y libertad, así el pensamiento filosófico, cuando acoge el requerimiento que
procede de la verdad del Evangelio, nada pierde de su autonomía, sino que
siente como su búsqueda es impulsada hacia su más alta realización. Esta verdad
la habían comprendido muy bien los santos monjes de la antigüedad cristiana,
cuando llamaban a María « la mesa intelectual de la fe ». (132) En ella veían
la imagen coherente de la verdadera filosofía y estaban convencidos de que
debían philosophari in Maria.
Que el Trono de la Sabiduría sea puerto
seguro para quienes hacen de su vida la búsqueda de la sabiduría. Que el camino
hacia ella, último y auténtico fin de todo verdadero saber, se vea libre de
cualquier obstáculo por la intercesión de Aquella que, engendrando la Verdad y
conservándola en su corazón, la ha compartido con toda la humanidad para
siempre.
Dado en Roma, junto a san Pedro, el 14 de
septiembre, fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, del año 1998, vigésimo de
mi Pontificado.
(1) Ya lo escribí en mi primera Encíclica
Redemptor hominis: « hemos sido hechos partícipes de esta misión de
Cristo-profeta, y en virtud de la misma misión, junto con Él servimos la misión
divina en la Iglesia. La responsabilidad de esta verdad significa también
amarla y buscar su comprensión más exacta, para hacerla más cercana a nosotros
mismos y a los demás en toda su fuerza salvífica, en su esplendor, en su
profundidad y sencillez juntamente », 19: AAS 71 (1979), 306.
(2) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past.
Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 16.
(3) Const. dogm. Lumen gentium, sobre la
Iglesia, 25.
(4) N. 4: AAS 85 (1993), 1136.
(5) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei
Verbum, sobre la divina Revelación, 2.
(6) Cf. Const. dogm. Dei Filius, sobre la
fe católica, III: DS 3008.
(7) Ibíd., cap. IV: DS 3015; citado también
en Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el
mundo actual, 59.
(8) Const. dogm. Dei Verbum, sobre la
divina Revelación, 2.
(9) Cart. ap. Tertio millennio adveniente (10
de noviembre de 1994), 10: AAS 87 (1995), 11.
(10) N. 4.
(11) N. 8.
(12) N. 22.
(13) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 4.
(14) Ibíd., 5.
(15) El Concilio Vaticano I, al cual se
refiere la afirmación mencionada, enseña que la obediencia de la fe exige el
compromiso de la inteligencia y de la voluntad: « Dependiendo el hombre
totalmente de Dios como de su creador y señor, y estando la razón humana
enteramente sujeta a la Verdad increada; cuando Dios revela, estamos obligados
a prestarle por la fe plena obediencia de entendimiento y voluntad » (Const.
dogm. Dei Filius, sobre la fe católica, III; DS 3008).
(16) Secuencia de la solemnidad del
Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo.
(17) Pensées, 789 (ed. L. Brunschvicg).
(18) Conc. Ecum. Vat. II, Const. past.
Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo actual, 22.
(19) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 2.
(20) Proemio y nn 1. 15: PL 158,
223-224.226; 235.
(21) De vera religione, XXXIX, 72: CCL 32,
234.
(22) « Ut te semper desiderando quaererent
et inveniendo quiescerent »: Missale Romanum.
(23) Aristóteles, Metafísica, I, 1.
(24) Confesiones, X, 23, 33: CCL 27, 173.
(25) N. 34: AAS 85 (1993), 1161.
(26) Cf. Carta ap. Salvifici doloris (11 de
febrero de 1984), 9: AAS 76 (1984), 209-210.
(27) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Declaración
Nostra aetate, sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no
cristianas, 2.
(28) Este es un argumento que sigo desde
hace mucho tiempo y que he expuesto en diversas ocasiones: « ¿Qué es el hombre
y de qué sirve? ¿qué tiene de bueno y qué de malo? (Si 18, 8) [...]. Estos
interrogantes están en el corazón de cada hombre, como lo demuestra muy bien el
genio poético de todos los tiempos y de todos los pueblos, el cual, como
profecía de la humanidad propone continuamente la “pregunta seria” que hace al
hombre verdaderamente tal. Esos interrogantes expresan la urgencia de encontrar
un por qué a la existencia, a cada uno de sus instantes, a las etapas
importantes y decisivas, así como a sus momentos más comunes. En estas
cuestiones aparece un testimonio de la racionalidad profunda del existir
humano, puesto que la inteligencia y la voluntad del hombre se ven solicitadas
en ellas a buscar libremente la solución capaz de ofrecer un sentido pleno a la
vida. Por tanto, estos interrogantes son la expresión más alta de la naturaleza
del hombre: en consecuencia, la respuesta a ellos expresa la profundidad de su
compromiso con la propia existencia. Especialmente, cuando se indaga el “por
qué de las cosas” con totalidad en la búsqueda de la respuesta última y más
exhaustiva, entonces la razón humana toca su culmen y se abre a la
religiosidad. En efecto, la religiosidad representa la expresión más elevada de
la persona humana, porque es el culmen de su naturaleza racional. Brota de la
aspiración profunda del hombre a la verdad y está en la base de la búsqueda
libre y personal que el hombre realiza sobre lo divino »: Audiencia General, 19
de octubre de 1983, 1-2: Insegnamenti VI, 2 (1983), 814-815.
(29) « [Galileo] declaró explícitamente que
las dos verdades, la de la fe y la de la ciencia, no pueden contradecirse
jamás. “La Escritura santa y la naturaleza, al provenir ambas del Verbo divino,
la primera en cuanto dictada por el Espíritu Santo, y la segunda en cuanto
ejecutora fidelísima de las órdenes de Dios”, según escribió en la carta al P.
Benedetto Castelli el 21 de diciembre de 1613. El Concilio Vaticano II no se
expresa de modo diferente; incluso emplea expresiones semejantes cuando enseña:
“La investigación metódica en todos los campos del saber, si está realizada de
forma auténticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será
realmente contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe
tienen origen en un mismo Dios” (Gaudium et spes, 36). En su investigación
científica Galileo siente la presencia del Creador que le estimula, prepara y
ayuda a sus intuiciones, actuando en lo más hondo de su espíritu ». Juan Pablo
II, Discurso a la Pontificia Academia de las Ciencias, 10 de noviembre de 1979:
Insegnamenti, II, 2 (1979), 1111-1112.
(30) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 4.
(31) Orígenes, Contra Celso, 3, 55: SC 136,
130.
(32) Diálogo con Trifón, 8, 1: PG 6, 492.
(33) Stromata I, 18, 90,1: SC 30, 115.
(34) Cf. ibíd., I, 16, 80, 5: SC 30, 108.
(35) Ibíd., I, 5, 28, 1: SC 30, 65.
(36) Ibíd., VI, 7, 55, 1-2: PG 9, 277.
(37) Ibíd., I, 20, 100, 1: SC 30, 124.
(38) S. Agustín, Confesiones VI, 5, 7: CCL
27, 77-78.
(39) Cf. ibíd., VII, 9, 13-14: CCL 27,
101-102.
(40) De praescriptione haereticorum, VII,
9: SC 46, 98. « Quid ergo Athenis et Hierosolymis? Quid academiae et ecclesiae?
».
(41) Cf. Congregación para la Educación
Católica, Instr. sobre el estudio de los Padres de la Iglesia en la formación
sacerdotal (10 de noviembre de 1989), 25: AAS 82 (1990), 617-618.
(42) S. Anselmo, Prosologio, 1: PL 158,
226.
(43) Id., Monologio, 64: PL 158, 210.
(44) Cf. Summa contra Gentiles, I, VII.
(45) Cf. Summa Theologiae, I, 1, 8 ad 2: «
Cum enim gratia non tollat naturam sed perficiat ».
(46) Cf. Discurso a los participantes en el
IX Congreso Tomista Internacional (29 de septiembre de 1990): Insegnamenti,
XIII, 2 (1990), 770-771.
(47) Carta ap. Lumen Ecclesiae (20
noviembre 1974), 8: AAS 66 (1974), 680.
(48) Cf. I, 1, 6: « Praeterea, haec
doctrina per studium acquiritur. Sapientia autem per infusionem habetur, unde
inter septem dona Spiritus Sancti connumeratur ».
(49) Ibíd., II, II, 45, 1 ad 2; cf. también
II, II, 45, 2.
(50) Ibíd., I, II, 109, 1 ad 1, que retoma
la conocida expresión del Ambrosiastro, In prima Cor 12,3 : PL 17, 258.
(51) León XIII, Enc. Æterni Patris (4 de
agosto de 1879): ASS 11 (1878-1879), 109.
(52) Pablo VI, Carta ap. Lumen Ecclesiae
(20 de noviembre de 1974), 8: AAS 66 (1974), 683.
(53) Enc. Redemptor hominis (4 de marzo de
1979), 15: AAS 71 (1979), 286.
(54) Cf. Pío XII, Enc. Humani generis (12
de agosto de 1950): AAS 42 (1950), 566.
(55) Cf. Conc. Ecum Vat. I, Const. dogm.
Pastor Aeternus, sobre la Iglesia de Cristo, DS 3070; Conc. Ecum. Vat. II,
Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 25 c.
(56) Cf. Sínodo de Constantinopla, DS 403.
(57) Cf. Concilio de Toledo I, DS 205;
Concilio de Braga I, DS 459-460; Sixto V, Bula Coeli et terrae Creator (5 de
enero de 1586): Bullarium Romanum 44, Romae 1747, 176-179; Urbano VIII,
Inscrutabilis iudiciorum (1 de abril de 1631): Bullarium Romanum 61, Romae
1758, 268-270.
(58) Cf. Conc. Ecum. Vienense, Decr. Fidei
catholicae, DS 902; Conc. Ecum. Laterano V, Bula Apostolici regiminis, DS 1440.
(59) Cf. Theses a Ludovico Eugenio Bautain
iussu sui Episcopi subscriptae (8 de septiembre de 1840), DS 2751-2756; Theses
a Ludovico Eugenio Bautain ex mandato S. Cong. Episcoporum et Religiosorum
subscriptae (26 de abril de 1844), DS 2765-2769.
(60) Cf. S. Congr. Indicis, Decr. Theses
contra traditionalismum Augustini Bonnetty (11 de junio de 1855), DS 2811-2814.
(61) Cf. Pío IX, Breve Eximiam tuam (15 de
junio de 1857), DS 2828-2831; Breve Gravissimas inter (11 de diciembre de
1862), DS 2850-2861.
(62) Cf. S. Congr. del Santo Oficio, Decr.
Errores ontologistarum (18 de septiembre de 1861), DS 2841-2847.
(63) Cf. Conc. Ecum. Vat. I, Const. dogm.
Dei Filius, sobre la fe católica, II: DS 3004; y can. 2.1: DS 3026.
(64) Ibíd., IV: DS 3015; citado en Conc.
Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo
actual, 59.
(65) Conc. Ecum. Vat. I, Const. dogm. Dei
Filius, sobre la fe católica, IV: DS 3017.
(66) Cf. Enc. Pascendi dominici gregis (8
de septiembre de 1907): AAS 40 (1907), 596-597.
(67) Cf. Pío XI, Enc. Divini Redemptoris
(19 de marzo de 1937): AAS 29 (1937), 65-106.
(68) Enc. Humani generis (12 de agosto de
1950): AAS 42 (1950), 562-563.
(69) Ibíd., l.c., 563-564.
(70) Cf. Const. ap. Pastor Bonus, (28 de
junio de 1988, art. 48-49:AAS 80 (1988), 873; Congr. para la Doctrina de la Fe,
Instr. Donum veritatis, sobre la vocación eclesial del teólogo (24 de mayo de
1990), 18: AAS 82 (1990), 1558.
(71) Cf. Instr. Libertatis nuntius, sobre
algunos aspectos de la « teología de la liberación » (6 de agosto de 1984),
VII-X: AAS 76 (1984), 890-903.
(72) El Concilio Vaticano I con palabras
claras y firmes había ya condenado estos errores, afirmando de una parte que «
esta fe [...] la Iglesia católica profesa que es una virtud sobrenatural por la
que, con inspiración y ayuda de la gracia de Dios, creemos ser verdadero lo que
por Él ha sido revelado, no por la intrínseca verdad de las cosas, percibida
por la luz natural de la razón, sino por la autoridad del mismo Dios que
revela, el cual no puede ni engañarse ni engañarnos »: Const. dogm. Dei Filius,
sobre la fe católica, III: DS 3008, y can. 3,2: DS 3032. Por otra parte, el
Concilio declaraba que la razón nunca « se vuelve idónea para entender (los
misterios) totalmente, a la manera de las verdades que constituyen su propio
objeto »: ibíd., IV: DS 3016. De aquí sacaba la conclusión práctica: « No sólo
se prohibe a todos los fieles cristianos defender como legítimas conclusiones
de la ciencia las opiniones que se reconocen como contrarias a la doctrina de
la fe, sobre todo si han sido reprobadas por la Iglesia, sino que están
absolutamente obligados a tenerlas más bien por errores que ostentan la falaz
apariencia de la verdad »: ibíd., IV: DS 3018.
(73) Cf. nn. 9-10.
(74) Ibíd., 10.
(75) Ibíd., 21.
(76) Cf. ibíd., 10.
(77) Cf. Enc. Humani generis (12 de agosto
de 1950): AAS 42 (1950), 565-567; 571-573.
(78) Cf. Enc. Æterni Patris (4 de agosto de
1879): ASS 11 (1878-1879), 97-115.
(79) Ibíd., l.c., 109.
(80) Cf. nn. 14-15.
(81) Cf. ibíd., 20-21.
(82) Ibíd., 22; cf. Enc. Redemptor hominis
(4 de marzo de 1979), 8: AAS 71 (1979), 271-272.
(83) Decr. Optatam totius, sobre la
formación sacerdotal, 15.
(84) Cf. Const. ap. Sapientia christiana
(15 de abril de 1979), arts. 79-80: AAS 71 (1979), 495-496; Exhort. ap.
postsinodal Pastores dabo vobis (25 de marzo de 1992), 52: AAS 84 (1992),
750-751. Véanse también algunos comentarios sobre la filosofía de Santo Tomás:
Discurso al Pontificio Ateneo Internacional Angelicum (17 de noviembre de
1979): Insegnamenti II, 2 (1979), 1177-1189; Discurso a los participantes en el
VIII Congreso Tomista Internacional (13 de septiembre de 1980): Insegnamenti
III, 2 (1980), 604-615; Discurso a los participantes en el Congreso
Internacional de la Sociedad « Santo Tomás » sobre la doctrina del alma en S.
Tomás (4 de enero de 1986): Insegnamenti IX, 1 (1986), 18-24. Además, S. Congr.
para la Educación Católica, Ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis (6
de enero de 1970), 70-75: AAS 62 (1970), 366-368; Decr. Sacra Theologia (20 de
enero de 1972): AAS 64 (1972), 583-586.
(85) Cf. Const. past. Gaudium et spes,
sobre la Iglesia en el mundo actual, 57 y 62.
(86) Cf. ibíd., 44.
(87) Cf. Conc. Ecum. Lateranense V, Bula
Apostolici regimini sollicitudo, Sesión: VIII, Conc. Oecum. Decreta, 1991,
605-606.
(88) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 10.
(89) S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae,
II-II, 5, 3 ad 2.
(90) « La búsqueda de las condiciones en
las que el hombre se plantea a sí mismo sus primeros interrogantes
fundamentales sobre el sentido de la vida, sobre el fin que quiere darle y
sobre lo que le espera después de la muerte, constituye para la teología
fundamental el preámbulo necesario para que, también hoy, la fe muestre
plenamente el camino a una razón que busca sinceramente la verdad ». Juan Pablo
II, Carta a los participantes en el Congreso internacional de Teología
Fundamental a 125 años de la « Dei Filius » (30 de septiembre de 1995), 4:
L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 13 de octubre de 1995, p.
2.
(91) Ibíd.
(92) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past.
Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 15; Decr. Ad gentes,
sobre la actividad misionera de la Iglesia, 22.
(93) S. Tomás de Aquino, De Caelo, 1, 22.
(94) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past.
Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 53-59.
(95) S. Agustín, De praedestinatione
sanctorum, 2, 5: PL 44, 963.
(96) Id., De fide, spe et caritate, 7: CCL
64, 61.
(97) Cf. Conc. Ecum. Calcedonense,
Symbolum, Definitio: DS 302.
(98) Cf. Enc. Redemptor hominis (4 de marzo
de 1979), 15: AAS 71 (1979), 286-289.
(99) Cf. por ejemplo S. Tomás de Aquino,
Summa Theologiae, I, 16,1; S. Buenaventura, Coll. in Hex., 3, 8, 1.
(100) Const. past. Gaudium et spes, sobre
la Iglesia en el mundo actual, 15.
(101) Enc. Veritatis splendor (6 de agosto
de 1993), 57-61: AAS 85 (1993), 1179-1182.
(102) Cf. Conc. Ecum. Vat. I, Const. dogm.
Dei Filius, sobre la fe católica, IV: DS 3016.
(103) Cf. Conc. Ecum. Lateranense IV, De
errore abbatis Ioachim, II: DS 806.
(104) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 24; Decr. Optatam totius, sobre la
formación sacerdotal, 16.
(105) Cf. Enc. Evangelium vitae (25 de
marzo de 1995), 69: AAS 87 (1995), 481.
(106) En este mismo sentido escribía en mi
primera Encíclica, comentando la expresión de san Juan: « « Conoceréis la
verdad y la verdad os hará libres » (8, 32). Estas palabras encierran una
exigencia fundamental y al mismo tiempo una advertencia: la exigencia de una
relación honesta con respecto a la verdad, como condición de una auténtica
libertad; y la advertencia, además, de que se evite cualquier libertad
aparente, cualquier libertad superficial y unilateral, cualquier libertad que
no profundiza en toda la verdad sobre el hombre y sobre el mundo. También hoy,
después de dos mil años, Cristo aparece a nosotros como Aquél que trae al
hombre la libertad basada sobre la verdad, como Aquél que libera al hombre de
lo que limita, disminuye y casi destruye esta libertad en sus mismas raíces, en
el alma del hombre, en su corazón, en su conciencia »: Redemptor hominis, (4 de
marzo de 1979), 12: AAS 71 (1979), 280-281.
(107) Discurso en la inauguración del
Concilio (11 de octubre de 1962): AAS 54 (1962), 792.
(108) Congr. para la Doctrina de la Fe,
Instr. Donum veritatis, sobre la vocación eclesial del teólogo (24 de mayo de
1990), 7-8: AAS 82 (1990), 1552-1553.
(109) He escrito en la Encíclica Dominum et
vivificantem, comentando Jn 16, 12-13: « Jesús presenta el Paráclito, el
Espíritu de la verdad, como el que “enseñará” y “recordará”, como el que “dará
testimonio” de él; luego dice: “Os guiará hasta la verdad completa”. Este
“guiar hasta la verdad completa”, con referencia a lo que dice a los apóstoles
“pero ahora no podéis con ello”, está necesariamente relacionado con el
anonadamiento de Cristo por medio de la pasión y muerte de Cruz, que entonces,
cuando pronunciaba estas palabras, era inminente. Después, sin embargo, resulta
claro que aquel “guiar hasta la verdad completa” se refiere también, además del
escándalo de la cruz, a todo lo que Cristo “hizo y enseñó” (Hch 1, 1). En
efecto, el misterio de Cristo en su globalidad exige la fe, ya que ésta
introduce oportunamente al hombre en la realidad del misterio revelado. El
“guiar hasta la verdad completa” se realiza, pues, en la fe y mediante la fe,
lo cual es obra del Espíritu de la verdad y fruto de su acción en el hombre. El
Espíritu Santo debe ser en esto la guía suprema del hombre y la luz del
espíritu humano », 6: AAS 78 (1986), 815-816.
(110) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 13.
(111) Cf. Pontificia Comisión Bíblica,
Instr. sobre la verdad histórica de los Evangelios (21 de abril de 1964): AAS
56 (1964), 713.
(112) « Es evidente que la Iglesia no puede
ligarse a ningún sistema filosófico efímero; pero las nociones y los términos
que los doctores católicos, con general aprobación, han ido reuniendo durante
varios siglos para llegar a obtener algún conocimiento del dogma, no se fundan,
sin duda en cimientos deleznables. Se fundan realmente en principios y nociones
deducidas del verdadero conocimiento de las cosas creadas; deducción realizada
a la luz de la verdad revelada, que, por medio de la Iglesia, iluminaba, como
una estrella, la mente humana. Pero no hay que extrañarse que algunas de estas
nociones hayan sido no sólo empleadas, sino también aprobadas por los concilios
ecuménicos, de tal suerte que no es lícito apartarse de ellas »: Enc. Humani
generis (12 de agosto de 1950): AAS 42 (1950), 566-567; cf. Comisión Teológica
Internacional, Doc. Interpretationis problema (octubre 1989): Ench. Vat. 11,
nn. 2717-2811.
(113) « En cuanto al significado mismo de
las fórmulas dogmáticas, éste es siempre verdadero y coherente en la Iglesia,
incluso cuando es principalmente aclarado y comprendido mejor. Por tanto, los
fieles deben evitar la opinión que considera que las fórmulas dogmáticas (o
cualquier tipo de ellas) no pueden manifestar la verdad de manera determinada,
sino sólo sus aproximaciones cambiantes que son, en cierto modo, deformaciones
y alteraciones de la misma »: S. Congr. para la Doctrina de la Fe, Decl.
Mysterium Ecclesiae, acerca de la defensa de la doctrina sobre la Iglesia, (24
de junio de 1973), 5: AAS 65 (1973), 403.
(114) Cf. Congr. S. Officii, Decr.
Lamentabili (3 de julio de 1907), 26: ASS 40 (1907), 473.
(115) Cf. Discurso al Pontificio Ateneo «
Angelicum » (17 de noviembre de 1979), 6: Insegnamenti, II, 2 (1979),
1183-1185.
(116) N. 32: AAS 85 (1993), 1159-1160.
(117) Cf. Exhort. ap. Catechesi tradendae
(16 de octubre de 1979), 30: AAS 71 (1979), 1302-1303; Congr. para la Doctrina
de la Fe, Instr. Donum veritatis, sobre la vocación eclesial del teólogo (24 de
mayo de 1990), 7: AAS 82 (1990), 1552-1553.
(118) Cf. Exhort. ap. Catechesi tradendae
(16 de octubre de 1979), 30: AAS 71 (1979), 1302-1303.
(119) Cf. ibíd., 22, l.c., 1295-1296.
(120) Cf. ibíd., 7, l.c., 1282.
(121) Cf. ibíd., 59, l.c., 1325.
(122) Conc. Ecum. Vat. I, Const. dogm. Dei
Filius sobre la fe católica, IV: DS 3019.
(123) « Nadie, pues, puede hacer de la
teología una especie de colección de los propios conceptos personales; sino que
cada uno debe ser consciente de permanecer en estrecha unión con esta misión de
enseñar la verdad, de la que es responsable la Iglesia ». Enc. Redemptor
hominis (4 de marzo de 1979), 19: AAS 71 (1979), 308.
(124) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decl.
Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa, 1-3.
(125) Cf. Exhort. ap. Evangelii nuntiandi
(8 de diciembre de 1975), 20: AAS 68 (1976), 18-19.
(126) Const. past. Gaudium et spes, sobre
la Iglesia en el mundo actual, 92.
(127) Cf. ibíd., 10.
(128) Prologus, 4: Opera omnia, Florencia
1981, t. V, 296.
(129) Cf. Decr. Optatam totius, sobre la
formación sacerdotal, 15.
(130) Cf. Const. ap. Sapientia christiana
(15 de abril de 1979), art. 67-68: ASS 71 (1979), 491-492.
(131) Discurso con ocasión del VI
centenario de fundación de la Universidad Jaguellónica (8 de junio de 1997), 4:
L'Osservatore Romano, Ed. semanal en lengua española, 27 de junio de 1997,
10-11.
(132) « 'e noerà tes
pìsteos tràpeza »: Homilía en honor de Santa María Madre de Dios, del pseudo
Epifanio: PG 43, 493.
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