Por una circunstancia singular, precisamente en aquellos años sombríos de la segunda guerra mundial, mientras las tumbas de soldados, civiles, judíos, gitanos y homosexuales se multiplicaban en millones, se volvió a excavar allí donde otro judío convertido, san Pedro, había sido sepultado diecinueve siglos antes, en el año 67, después de haber sufrido el martirio de la cruz cabeza abajo, en ausencia de Nerón que se encontraba en viaje de placer en Grecia.

Resumiendo, cada tanto alguno había metido la nariz, pero siempre con prisas y de modo aficionado. El primero que fue a inspeccionar un poco más en serio a mediados del siglo XIX fue el pionero de la arqueología sacra, Giovan Battista de Rossi, el genial investigador que descubrió las catacumbas de San Calixto. Cuando pío IX le preguntó si había encontrado la tumba de Pedro, le respondió: «¡Son todos sueños, Padre Santo, todos sueños!».
Por tanto se necesitó el testamento de Pío XI, el cual pidió ser sepultado en las Grutas vaticanas en una zona que había indicado al canónico alemán Ludovico Kaas, secretario de la Veneranda Fábrica de San Pedro, el organismo que desde siempre preside los interminables y nunca acabados trabajos en la basílica. En Roma se dice «como la Fábrica de San Pedro» cuando se habla de una empresa que nunca termina.
Fue en las primeras demoliciones que los «sampietrini», los obreros de la basílica, se dieron cuenta de que derribaban un muro vacío. Desde aquel momento inicia la historia de la tumba de Pedro, cuya búsqueda coincide con los años más dramáticos del siglo XX.
Bruno Bartoloni
19 de julio de 2012
Fuente: http://www.osservatoreromano.va
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