Hoy, que nos reunimos para rezar y dar gracias a Dios por nuestra independencia, en esta Misa y Tedeum, quiero reflexionar brevemente acerca del papel de la Iglesia en su trascendental tarea de Fe; y en su relación con el Estado.
La Iglesia, en su servicio como “Madre y Maestra”,
con palabras certeras del Papa Santo Juan XXIII, ve la necesidad de sembrar esperanza y entusiasmo en estos tiempos en que vivimos. Esta necesidad es todavía más fuerte en el mundo de hoy, que ofrece pocas aspiraciones espirituales y pocas certezas materiales.
con palabras certeras del Papa Santo Juan XXIII, ve la necesidad de sembrar esperanza y entusiasmo en estos tiempos en que vivimos. Esta necesidad es todavía más fuerte en el mundo de hoy, que ofrece pocas aspiraciones espirituales y pocas certezas materiales.
Ciertamente, Cristo ya ofreció el criterio para encontrar una justa solución a este desafío, al responder a una pregunta afirmando: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mc 12,17), en torno a las relaciones entre el campo político y el campo religioso,
Así, las relaciones entre la Iglesia y el Estado se fundan en estas palabras de Cristo, que el Concilio Vaticano II ha enunciado del modo siguiente: "la comunidad política y la Iglesia son entre sí independientes y autónomas en su propio campo. Sin embargo, ambas, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social de los mismos hombres", es decir, en la búsqueda del bien común. (cfr. Gaudium et spes, 76).
Es evidente que el criterio democrático de la mayoría puede ser suficiente en gran parte de la materia que deben regular jurídicamente los poderes del Estado. Pero también es evidente que en las cuestiones fundamentales del derecho natural, en las cuales está en juego el presente y el futuro de la humanidad, otras consideraciones de carácter ético son indispensables.
En el proceso de formación del derecho sobre instituciones esenciales que son el soporte de una sociedad, es obligación de un espíritu democrático responsable buscar los criterios para su orientación, más allá de simples mayorías. Me refiero, por ejemplo, a las normas sobre la protección y respeto irrestricto a la dignidad de toda vida humana desde su concepción hasta su término natural, reconocidas en la Constitución; a las normas que rigen la institución del matrimonio entre varón y mujer; a la promoción y defensa de la familia, como célula fundamental de la sociedad; al derecho a tener acceso a una educación en valores, cuya principal responsabilidad recae en los padres de familia; entre otras. Como ha escrito Chesterton: “Quienes hablan contra la familia no saben lo que hacen, porque no saben lo que deshacen”.
Hoy, no es de modo alguno evidente lo que es justo, respecto a las cuestiones antropológicas fundamentales y que, por tanto, puedan convertirse en derecho vigente. La llamada “ideología de género” ha invadido el campo cultural, queriendo imponer su particular concepción antropológica, sin aceptar un sano diálogo sobre una materia sumamente importante para la organización de la sociedad desde sus raíces.
Nunca ha sido fácil encontrar una respuesta a la pregunta de cómo se puede reconocer lo que es verdaderamente justo, y servir así a la justicia, en la legislación positiva de las naciones civilizadas. Y hoy, con la abundancia de nuestros conocimientos y capacidades, dicha cuestión se ha hecho todavía más difícil y compleja.
Hay personas que desean que la voz de la religión se silencie, o al menos que se relegue a la esfera meramente privada. El derecho a la libertad religiosa incluye la expresión pública de la Fe, como incluye la expresión pública del culto a Dios y las expresiones públicas de religiosidad popular, como es la procesión del Señor de los Milagros.
Paradójicamente, hay otras personas que, a título de suprimir la discriminación, pretenden obligar a los cristianos, que desempeñan o no una función pública, a que actúen en contra de sus conciencias. Esto es imposible, porque se iría contra la dignidad de la persona que está en su conciencia rectamente formada. La defensa de la doctrina cristiana es un signo del legítimo papel de la religión en la vida social.
En otras palabras, la religión no es un obstáculo que los legisladores necesiten saltarse para hacer bien su trabajo, sino una contribución vital al debate nacional, que debe iluminar a los hombres y mujeres de buena voluntad. En este sentido, el papel de la religión en el debate político no es tanto proporcionar normas para legislar, como si la moral y el derecho natural no pudieran conocerlos los no creyentes. Menos aún proponer soluciones políticas partidarias concretas, algo que está totalmente fuera de la competencia de la religión.
El papel de la religión consiste más bien en ayudar a purificar e iluminar la aplicación de la razón al descubrimiento de principios morales objetivos. Se trata de un proceso en doble sentido. Sin la ayuda correctora de la religión, la razón puede ser también presa de distorsiones, como cuando es manipulada por ideologías caducas o se aplica de forma parcial en detrimento de la consideración plena de la dignidad de la persona humana.
La laicidad positiva
La bella expresión “laicidad positiva” designa esta comprensión abierta. En este momento histórico en el que las culturas se entrecruzan cada vez más entre ellas, y que la civilización occidental navega en una confusión de conceptos que reniega de los principios que la fundaron a la luz del derecho natural, estoy profundamente convencido de que una nueva reflexión sobre el significado auténtico y sobre la importancia de la laicidad es cada vez más necesaria.
En efecto, es fundamental, por una parte, insistir en la distinción entre el ámbito político y el religioso para tutelar tanto la libertad religiosa de los ciudadanos, como la responsabilidad del Estado hacia ellos; y, por otra parte, es igualmente fundamental adquirir una clara convicción de las funciones insustituibles de la religión para la formación de las conciencias.
La doctrina cristiana, que es depósito de Fe y que la Iglesia custodia, es de por sí una contribución que aporta mucho, junto a otras instancias, para la creación de un consenso ético de fondo en la sociedad.
Algunos entienden la laicidad como la exclusión de la religión de los diversos ámbitos de la sociedad y como su confín en el ámbito de las conciencias individuales. La laicidad se manifestaría, según ellos, en la total separación entre el Estado y la Iglesia, no teniendo esta última título alguno para intervenir sobre temas relativos a la vida y al comportamiento de los ciudadanos.
Por el contrario, nosotros decimos que la "sana laicidad" implica que el Estado no considere la religión como un simple sentimiento subjetivo individual, que se podría confinar al ámbito privado. No es así. La religión, al estar organizada también en estructuras visibles, como sucede con la Iglesia, se ha de reconocer como presencia comunitaria pública.
Tampoco es signo de “sana laicidad” negar a la comunidad cristiana, y a quienes la representan legítimamente, el derecho de pronunciarse sobre los problemas morales que hoy interpelan las conciencias de todos los seres humanos, en particular la de los legisladores y juristas.
En efecto, no se trata de injerencia indebida de la Iglesia en la actividad legislativa, propia y exclusiva del Estado, sino de la afirmación y de la defensa de los grandes valores que dan sentido a la vida de la persona y salvaguardan su dignidad. Estos valores, antes de ser cristianos, son humanos. Por eso, ante ellos, la Iglesia no puede quedar indiferente y silenciosa. Tiene el deber de proclamar con firmeza la verdad sobre el hombre y sobre su destino.
En feliz expresión de Pablo VI –tantas veces citada-, la Iglesia es “experta en humanidad” (Alocución a los representantes de los estados en la ONU, 4. X, 1965). Esta innegable realidad permite a la Iglesia “establecer un diálogo de fecundidad incomparable con todos los hombres de cualquier cultura”, como afirmó acertadamente el Padre Santo Juan Pablo II (Ex corde Eclesiae,15. VIII. 1990). Por todo ello saludo el reciente documento que –por primera vez en la historia de la República-, diversas denominaciones religiosas han firmado el 17 de este mes con el título de “Compromiso por el Perú”.
Las cuestiones que afectan los fundamentos de la sociedad continúan presentándose hoy en términos que varían según las nuevas condiciones sociales. Estas cuestiones nos conducen directamente a la fundamentación moral de la vida civil. Si los principios éticos que sostienen el proceso democrático no se rigen por nada más sólido que el mero consenso social, entonces este proceso se presenta evidentemente frágil. Lo vemos en la creciente corrupción social que afecta a la seguridad de los habitantes del país. Aquí reside el verdadero desafío para la democracia en Occidente.
Así pues, siendo legítima una “sana laicidad” del Estado, en virtud de la cual las realidades temporales se rigen según sus normas propias, esto no excluye la imprescindible acogida inteligente a las referencias éticas que tienen su fundamento último en la religión. La autonomía de la esfera temporal no excluye una íntima armonía con las exigencias superiores y complejas que derivan de una visión integral del hombre y de su destino eterno.
Es evidente que si se considera el relativismo como un elemento constitutivo esencial de la democracia se corre el riesgo de concebir la laicidad sólo en términos de exclusión o, más exactamente, de rechazo de la importancia social del hecho religioso. La “dictadura del relativismo” –oportuna denuncia de Benedicto XVI- crea confrontación y división, hiere la paz, perturba la ecología humana y -rechazando por principio actitudes diferentes a la suya-, se convierte en un callejón sin salida.
Es urgente, por tanto, definir una laicidad positiva, abierta, y que, fundada en una justa autonomía del orden temporal y del orden espiritual, favorezca una sana colaboración y un espíritu de responsabilidad compartida.
Permítanme ahora un momento para una indispensable digresión. Elevo a Dios mis oraciones por el sufrimiento de varones, mujeres y niños de poblaciones civiles en el mundo entero, en estos momentos de violencia mortal, que lesiona gravemente los valores supremos de la vida y de la paz, que la humanidad tiene obligación de salvaguardar.
La formación de la juventud en valores
Me vienen a la memoria unas palabras del Papa Francisco: “Somos responsables de la formación de las nuevas generaciones, [y de] ayudarlas a ser capaces y firmes en los valores éticos. Tomen estas palabras como expresión de mi preocupación como Pastor de Iglesia y del respeto y afecto que tengo por el mundo entero. La hermandad entre los hombres y la colaboración para construir una sociedad más justa no son un sueño fantasioso sino el deber que hoy nos interpela”. (Cfr. JMJ, Brasil).
El presente y el futuro de los jóvenes constituyen para la Iglesia una gran preocupación. Algunos de ellos tienen dificultad en encontrar una orientación que les convenga o sufren una pérdida de referencia en sus familias. A veces marginados y a menudo abandonados a sí mismos, son frágiles y tienen que hacer frente solo a una realidad que les sobrepasa.
Hay, pues, que ofrecerles un buen marco educativo en el que la formación en virtudes y valores los anime a respetar y ayudar a los otros, para que lleguen serenamente a la edad de la responsabilidad. La Iglesia puede aportar, y de hecho aporta, en este campo, una contribución específica y trascendente.
Es preciso citar hechos de nuestra historia reciente que son un ejemplo para la juventud y que debemos recordar al convulsionado mundo universitario. Como ha dicho el doctor José Agustín de la Puente: “Don Víctor Andrés Belaúnde, con Riva Aguero fue un hombre central al lado del Padre Jorge Dintillac en la formación y el crecimiento de la Universidad Católica. Desempeñó todas las funciones docentes y de gobierno, aunque nunca fue su rector titular, y en todos los instantes afirmó la misma idea: que la Universidad Católica expresara la presencia de la Iglesia en la vida de la inteligencia y en el servicio al Perú” (Cuadernos de Archivo de la Universidad 37, p.41).
La justicia social
La situación social en el mundo está por desgracia marcada por un avance solapado de la distancia entre ricos y pobres, aun cuando gracias a Dios tenemos en el país desde hace varias décadas un crecimiento sostenido. Ya el Papa León XIII decía en la carta magna de la cuestión social que, “como la Iglesia es madre común de pobres y ricos” (cfr. encíclica Rerum novarum, 15.V. 1891), le corresponde instar a los gobernantes a buscar la reducción de esa brecha, teniendo en cuenta lo que el magisterio ha recordado las últimas décadas: “la opción preferencial por los pobres ni exclusiva ni excluyente”, en las acciones políticas y sociales, asistenciales y caritativas de los cristianos.
Estoy seguro que es posible encontrar en nuestro país soluciones solidarias, como es el programa de “Beca 18” y otros que, sobrepasando el asistencialismo, es decir, la inmediata ayuda necesaria, vayan al corazón de los problemas, para proteger a los débiles y fomentar su dignidad.
“El humanismo cristiano parte de la base de que el cristianismo no es una ideología sino una religión. Aspira a humanizar el mundo, depurando las instituciones sociales de la carga de egoísmo que encubren. Afirma la perfectibilidad del hombre por medio de la educación y de la reforma de aquellas estructuras que hacen posible su explotación. Su lema es el amor a todo hombre y la comunión con el pueblo” (R. Ferrero R., El Humanismo de nuestro tiempo, p.95).
A través de numerosas instituciones y actividades, la Iglesia, igual que numerosas asociaciones en nuestro país, trata con frecuencia de remediar lo inmediato, pero es al Estado al que compete legislar un marco normativo que permita reducir si no erradicar en lo posible las injusticias, convocando para ello a la participación de todos. Capital y trabajo deben darse la mano despejando el campo de ideologías que no resuelven nada y que tantas veces abusan de la indecisión e ignorancia de las grandes mayorías.
Me complace asegurar a ustedes, presidentes de los tres Poderes del Estado, que personifican el Estado de Derecho; y a todo el pueblo peruano, que la Iglesia desea mantener y promover un espíritu cordial de colaboración y entendimiento al servicio del crecimiento espiritual y moral del país, al que está unida por vínculos particularísimos, que sería gravemente dañoso intentar debilitar y no digamos romper.
Por último, expresando el deseo de un progreso continuo de la nación por el camino del bienestar espiritual y material, me uno a usted, Señor Presidente, en este día festivo, al exhortar a todos los peruanos a vivir y trabajar siempre con espíritu de auténtica concordia, en un marco de diálogo abierto y de confianza mutua, en el empeño de servir y promover el bien común y la dignidad de todas las personas.
¡Que Cristo, el Señor de los Milagros, bendiga al pueblo peruano! Así sea.
Oración Patriótica
Lima, 28 de julio de 2014
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