Audio: Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Ayer hemos celebrado la Solemnidad de Todos los Santos y hoy la liturgia nos invita a conmemorar a los fieles difuntos. Estas dos solemnidades están íntimamente vinculadas entre ellas, así como la alegría y las lágrimas encuentran en Jesucristo una síntesis que es fundamento de nuestra fe y de nuestra esperanza. Por una parte, en efecto, la Iglesia, peregrina en la historia se alegra por la intercesión de los Santos y de los Beatos que la sostienen en la misión de anunciar el Evangelio; por otra, ella, como Jesús, comparte el llanto de quien sufre la separación de las personas queridas y, como Él y gracias a Él hace resonar el agradecimiento al Padre que nos ha liberado del dominio del pecado y de la muerte.
Entre ayer y hoy tantos visitan el cementerio que, como dice esta misma palabra, es “lugar de reposo”, en espera del despertar final. ¡Es bello pensar que será Jesús mismo a despertanos! Jesús mismo ha revelado que la muerte del cuerpo es como un sueño del cual Él nos despierta. Con esta fe nos detenemos, también espiritualmente, ante las tumbas de nuestros seres queridos, de cuantos nos han querido y nos han hecho el bien.
Pero hoy estamos llamados a recordar a todos, también aquellos que nadie recuerda. Recordemos a las víctimas de las guerras y de las violencias, a tantos “pequeños” del mundo aplastados por el hambre y por la miseria. Recordemos a los anónimos que reposan en el osario común. Recordemos a los hermanos y las hermanas asesinados por ser cristianos; y a cuantos han sacrificado su vida por servir a los demás. Confiemos al Señor especialmente a cuantos nos han dejado en el curso de este último año.
La tradición de la Iglesia ha exhortado siempre a rezar por los difuntos, en particular, ofreciendo por ellos la Celebración Eucarística: esa es la mejor ayuda espiritual que nosotros podemos dar a sus ánimas, particularmente a aquellas más abandonadas. El fundamento de la oración de sufragio se encuentra en la comunión del Cuerpo Místico. Como ratifica el Concilio Vaticano II, “la Iglesia peregrinante sobre la tierra, bien consciente de esta comunión de todo el Cuerpo Místico de nuestro Señor Jesucristo, hasta los primeros tiempos de la religión cristiana, ha cultivado con gran piedad la memoria de los difuntos” (Lumen Gentium, 50).
El recuerdo de los difuntos, el cuidado de los sepulcros y los sufragios, son testimonio de una confiada esperanza, radicada en la certeza de que la muerte no es la última palabra sobre el destino humano, porque el hombre está destinado a una vida sin límites, que tiene su raíz y su cumplimiento en Dios.
A Dios dirigimos esta oración: “Dios de infinita misericordia, confiamos a tu inmensa bondad a cuantos han dejado este mundo por la eternidad, donde tu esperas a la humanidad entera, redimida por la sangre preciosa de Cristo, tu Hijo, muerto en rescate de nuestros pecados. No mires, Señor, las tantas pobrezas, miserias y debilidades humanas, cuando nos presentaremos ante tu tribunal, para ser juzgados por la felicidad o la condena. Dirige hacia nosotros tu mirada piadosa, que nace de la ternura de tu corazón y ayúdanos a caminar en el camino de una completa purificación. Ninguno de tus hijos se pierda en el fuego eterno del infierno, donde no puede haber más arrepentimiento. Te encomendamos Señor las almas de nuestros seres queridos, de las personas que han muerto sin el consuelo sacramental o no han podido arrepentirse ni siquiera al final de su vida. Que nadie tenga temor de encontrarte a Ti, después de la peregrinación terrenal, en la esperanza de ser acogido en los brazos de tu infinita misericordia. Que la hermana muerte corporal nos encuentre vigilantes en la oración y llenos de todo bien cumplido en el curso de nuestra breve o larga existencia. Señor, que nada nos aleje de Ti en esta tierra, sino que todo y todos nos sostengan en el ardiente anhelo de reposar serena y eternamente en Ti. Amén.” (P. Antonio Rungi, pasionista, Oración de los difuntos).
Con esta fe en el destino supremo del hombre, nos dirigimos ahora a la Virgen, que ha sufrido bajo la Cruz el drama de la muerte de Cristo y ha participado después en la alegría de su resurrección. Nos ayude Ella, Puerta del cielo, a comprender siempre más el valor de la oración de sufragio por los difuntos. Nos sostenga en la cotidiana peregrinación sobre la tierra y nos ayude a no perder jamás de vista la meta última de la vida que es el Paraíso. Y con esta esperanza que no nos defrauda jamás, ¡sigamos adelante!
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