Queridos hermanos y hermanas
El Evangelio de este domingo (cfr. Jn 6,51-58) es la parte final y culminante del discurso hecho por Jesús en la sinagoga de Cafarnaum, después de que el día anterior había dado de comer a miles de personas con solo cinco panes y dos peces. Jesús revela el sentido de aquel milagro, es decir que el tiempo de las promesas se ha cumplido: Dios Padre, que con el maná había saciado el hambre de los israelitas en el desierto, ahora lo ha mandado a Él, el Hijo, como verdadero Pan de vida eterna, y este pan es su carne, su vida, ofrecida en sacrificio por nosotros. Se trata por lo tanto de acogerlo con fe, no escandalizándose de su humanidad; y se trata de «comer su carne y beber su sangre» (cfr. Jn 6,54), para tener en sí mismos la plenitud de la vida. Es evidente que este discurso no está hecho para obtener consensos. Jesús lo sabe y lo pronuncia intencionalmente; y en efecto aquel fue un momento crítico, un vuelco en su misión pública. La gente, y los mismos discípulos, eran entusiastas de Él cuando realizaba signos prodigiosos; y también la multiplicación de los panes y de los peces era una clara revelación del Mesías, tanto es así que inmediatamente después la multitud habría querido llevar a Jesús en triunfo y proclamarlo rey de Israel. Pero ciertamente no era ésta la voluntad de Jesús, que con aquel extenso discurso corta con los entusiasmos y provoca muchos desacuerdos. Él, en efecto, explicando la imagen del pan, afirma de haber sido mandado para ofrecer la propia vida, y que, quien quiere seguirlo debe unirse a Él en modo personal y profundo, participando en su sacrificio de amor. Por esto Jesús instituirá en la última Cena el Sacramento de la Eucaristía: para que sus discípulos puedan tener en sí mismos su caridad –esto es decisivo- y, como un único cuerpo unido a Él, prolongar en el mundo su misterio de salvación.
Escuchando este discurso la gente comprendió que Jesús no era un Mesías como lo querían, que aspiraba a un trono terrenal. No buscaba consensos para conquistar Jerusalén; es más, quería ir a la Ciudad santa para compartir la suerte de los profetas: dar la vida por Dios y por el pueblo. Aquellos panes, partidos para miles de personas, no querían provocar una marcha triunfal, sino preanunciar el sacrificio de la Cruz, en la que Jesús se hace Pan, cuerpo y sangre ofrecidos en expiación por la vida del mundo. Jesús por lo tanto pronunció aquel discurso para desilusionar a las multitudes y, sobre todo, para provocar una decisión en sus discípulos. En efecto, muchos entre estos, a partir de entonces, ya no lo seguirán.
Queridos amigos, dejémonos, también nosotros, nuevamente sorprender por las palabras de Cristo: Él, semilla de trigo lanzado en los surcos de la historia, es la primicia de la humanidad nueva, liberada de la corrupción del pecado y de la muerte. Y redescubramos la belleza del Sacramento de la Eucaristía, que expresa toda la humildad y la santidad de Dios: su hacerse pequeño –Dios se hace pequeño- fragmento del universo para reconciliar a todos en su amor. Que la Virgen María, que ha dado al mundo el Pan de la vida, nos enseñe a vivir siempre en profunda unión con Él.
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