En este primer domingo después de Navidad, la Liturgia nos invita a celebrar la fiesta de la Sagrada Familia de Nazaret. En efecto, cada pesebre nos muestra a Jesús junto a la Virgen y a San José, en la gruta de Belén. Dios ha querido nacer en una familia humana, ha querido tener una madre y un padre. Como nosotros.
Y hoy el Evangelio nos presenta a la Sagrada Familia en el camino doloroso del exilio, en busca de refugio en Egipto. José, María y Jesús experimentan la condición dramática de los prófugos, marcada por el miedo, la incertidumbre y las estrecheces (Cfr. Mt 2, 13-15.19-23).
Lamentablemente, en nuestros días, millones de familias pueden reconocerse en esta triste realidad. Casi cada día la televisión y los periódicos dan noticias de prófugos que huyen del hambre, de la guerra, de otros peligros graves, en busca de seguridad y de una vida digna para ellos y para sus propias familias.
En tierras lejanas, incluso cuando encuentran trabajo, no siempre, no siempre los prófugos y los inmigrados encuentran acogida verdadera, respeto, aprecio de los valores de los que son portadores. Sus legítimas expectativas chocan con situaciones complejas y dificultades que parecen, a veces, insuperables. Por esta razón, mientras fijamos la mirada en la Sagrada Familia de Nazaret en el momento en que está obligada a hacerse prófuga, pensemos en el drama de aquellos migrantes y refugiados que son víctimas del rechazo y de la explotación. Que son víctimas de la trata de personas y del trabajo esclavo. Pero también pensemos en otros “exiliados”, yo los llamaría “exiliados escondidos”, aquellos “exiliados” que puede haber dentro de las mismas familias: los ancianos, por ejemplo, que a veces son tratados como presencias molestas.
Muchas veces pienso que un signo para saber cómo va una familia es ver cómo se tratan en ella a los niños y a los ancianos.
Jesús ha querido pertenecer a una familia que ha experimentado el exilio, para que nadie se sienta excluido de la cercanía amorosa de Dios. La fuga en Egipto a causa de las amenazas de Herodes nos muestra que Dios está allí donde el hombre está en peligro, allí donde el hombre sufre, allí donde escapa, donde experimenta el rechazo y el abandono; pero Dios también está allí donde el hombre sueña, espera volver a su patria en la libertad, proyecta y elige para la vida y la dignidad suya y de sus familiares.
Hoy nuestra mirada sobre la Sagrada Familia nos deja atraer también por la sencillez de la vida que ella conduce en Nazaret. Es un ejemplo que hace tanto bien a nuestras familias, las ayuda a convertirse cada vez más en comunidad de amor y de reconciliación, en la que se experimenta la ternura, la ayuda recíproca, el perdón recíproco.
Recordemos las tres palabras clave para vivir en paz y alegría en la familia: “permiso”, “gracias”, “perdón”. Cuando en una familia no se es entrometido, cuando en una familia no se es entrometido y se pide permiso, cuando en una familia no se es egoísta y se aprende a decir gracias, gracias, y cuando en una familia uno se da cuenta de que ha hecho algo malo y sabe pedir perdón, ¡en esa familia hay paz y hay alegría!
Recordemos estas tres palabras. Pero podemos repetirlas todos juntos.¡He! Permiso, gracias, perdón. Todos: Permiso, gracias, perdón.
Pero también quisiera animar a las familias a tomar conciencia de la importancia que tienen en la Iglesia y en la sociedad. En efecto, el anuncio del Evangelio pasa ante todo, a través de las familias, para alcanzar después los diversos ámbitos de la vida cotidiana.
Invoquemos con fervor a María Santísima, la Madre de Jesús y Madre nuestra, y a San José, su esposo. Pidamos a ellos que iluminen, consuelen, guíen a toda familia del mundo, para que se pueda cumplir con dignidad y serenidad la misión que Dios le ha encomendado.
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