(audio) San Pablo nos dice, lo hemos sentido: «Tengan los mismos sentimientos de Cristo Jesús: Él, aún siendo de condición divina, no consideró esta igualdad con Dios (…) sino que se anonadó a sí mismo, asumiendo la condición de servidor (…)” (Fil 2, 5-7). Nosotros, jesuitas, queremos ser distinguidos con el nombre de Jesús, militar bajo el estandarte de su Cruz y esto significa: tener los mismos sentimientos de Cristo. Significa pensar como Él, querer como Él, ver como Él, caminar como Él. Significa hacer aquello que Él ha hecho y con sus mismos sentimientos, con los sentimientos de su Corazón.
El corazón de Cristo es el corazón de un Dios que, por amor, se ha “vaciado”. Cada uno de nosotros, jesuitas, que sigue a Jesús, debería estar dispuesto a vaciarse de sí mismo. Estamos llamados a este anonadamiento: ser de los “vaciados”. Ser hombres que no deben vivir centrados en sí mismos porque el centro de la Compañía es Cristo y su Iglesia. Y Dios es el “Deus semper maior, el Dios que nos sorprende siempre. Y si el Dios de las sorpresas no está al centro, la Compañía se desorienta. Por eso, ser jesuita, significa ser una persona de pensamiento incompleto, de pensamiento abierto: porque piensa siempre mirando al horizonte que es la gloria de Dios siempre mayor, que nos sorprende sin pausa. Es esta la inquietud de nuestra vorágine. ¡Esta santa y bella inquietud! Pero, porqué somos pecadores, podemos preguntarnos si nuestro corazón ha conservado la inquietud de la búsqueda o si al contrario, se ha atrofiado; si nuestro corazón está siempre en tensión: un corazón que no se acomoda, que no se cierra en sí mismo, sino que late al ritmo de un camino que se hace junto a todo el pueblo fiel de Dios. Es necesario buscar a Dios para encontrarlo, y encontrarlo para buscarlo de nuevo y siempre. Sólo esta inquietud da paz al corazón de un jesuita, una inquietud también apostólica, no nos debe hacer cansar de anunciar el kerigma, de evangelizar con coraje. Es la inquietud que nos prepara a recibir el don de la fecundidad apostólica. Sin inquietud somos estériles.
Ésta es la inquietud que tenía Pedro Fabro, un hombre de grandes deseos, otro Daniel. Fabro era un “hombre modesto, sensible de profunda vida interior y dotado del don de estrechar relaciones de amistad con personas de todo tipo” (Benedicto XVI, Discurso a los jesuitas, 22 de abril de 2006). Sin embargo, era también un espíritu inquieto, indeciso, nunca satisfecho. Bajo la guía de San Ignacio, ha aprendido a unir su sensibilidad inquieta pero también dulce, diría exquisita, con la capacidad de tomar decisiones. Era un hombre de grandes deseos. Se hizo cargo de sus deseos y los ha reconocido. Es más, para Fabro, es justamente cuando se proponen cosas difíciles que se manifiesta el verdadero espíritu que mueve a la acción (cfr. Memorial, 301). Una fe auténtica implica siempre un profundo deseo de cambiar el mundo. Aquí está la pregunta que tenemos que hacernos: ¿Tenemos también nosotros grandes visiones e impulsos? ¿Somos también nosotros audaces? ¿Nuestro sueño vuela alto? ¿El celo nos devora? (cfr. Sal 69, 10) ¿O bien somos mediocres y nos conformamos con nuestras programaciones apostólicas de laboratorio? Recordémonos siempre: la fuerza de la Iglesia no habita en sí misma y en su capacidad organizativa, sino que se esconde en las aguas profundas de Dios. Y estas aguas agitan nuestros deseos, y los deseos agrandan nuestro corazón. Es lo que dice San Agustín, ¿no?: “Rezar para desear y desear para agrandar el corazón”. Propiamente en los deseos Fabro podía discernir la voz de Dios. Sin deseos no se va a ningún lado, y es por esto que es necesario ofrecer los propios deseos del Señor. En las Constituciones dice que “se ayuda al prójimo con los deseos presentados a Dios, nuestro Señor” (Constituciones, 638).
Fabro tenía el verdadero y profundo deseo de “ser dilatado en Dios”: era completamente centrado en Dios, y por esto podía ir, en espíritu de obediencia, generalmente también a pie, a todas partes por toda Europa, a dialogar con todos con dulzura, y a anunciar el Evangelio. Pienso a la tentación, que quizás podemos tener nosotros y que tantos tienen, de relacionar el anuncio del Evangelio con bastonazos inquisidores de condenación. No, el Evangelio se anuncia con dulzura, con fraternidad, con amor. Su familiaridad con Dios lo lleva a entender que la experiencia interior y la vida apostólica van siempre juntas. Escribe en su Memorial que el primer movimiento del corazón debe ser aquél de “desear aquello que es esencial y originario, es decir, que el primer puesto sea dejado a la solicitud perfecta de encontrar a Dios, nuestro Señor” (Memorial, 63). Fabro prueba el deseo de “dejar que Cristo ocupe el centro del corazón” (Memorial, 68). ¡Sólo si se está centrado en Dios es posible ir hacia las periferias del mundo! Y Fabre ha viajado tanto, sin pausa, también a las fronteras geográficas, que se decía de él: “parece que nació para no estar quieto en ninguna parte” (MI, Epistolae I, 362). Fabro era devorado por el intenso deseo de comunicar al Señor. Si nosotros no tenemos su mismo deseo, entonces tenemos necesidad de detenernos en oración y, con fervor silencioso, pedir al Señor, por intercesión de nuestro hermano Pedro, que vuelva a fascinarnos: aquella fascinación por el Señor que llevaba Pedro a todas estas “locuras” apostólicas, aquél deseo, bajo control, sin pausa.
Nosotros somos hombres en tensión, somos también hombres contradictorios e incoherentes, pecadores, todos. Pero hombres que quieren caminar bajo la mirada de Jesús. Nosotros somos pequeños, somos pecadores, pero queremos militar bajo el estandarte de la Cruz en la Compañía distinguida con el nombre de Jesús. Nosotros que somos egoístas, sin embargo, queremos vivir una vida agitada por grandes deseos. Renovemos entonces nuestra oblación al Eterno Señor del universo, para que con la ayuda de su Madre gloriosa, podamos querer, desear y vivir los sentimientos de Cristo que se despojó de sí mismo. Como escribía san Pedro Fabro, “no busquemos nunca en esta vida un nombre que no se relacione a aquél de Jesús” (Memorial, 205). Y pidamos a la Virgen el ser puestos con su Hijo.
Fuente: radiovaticana.org
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