Esta profecía de Isaías no deja de conmovernos, especialmente cuando la escuchamos en la Liturgia de la Noche de Navidad. No se trata sólo de algo emotivo, sentimental; nos conmueve porque dice la realidad de lo que somos: somos un pueblo en camino, y a nuestro alrededor – y también dentro de nosotros – hay tinieblas y luces. Y en esta noche, cuando el espíritu de las tinieblas cubre el mundo, se renueva el acontecimiento que siempre nos asombra y sorprende: el pueblo en camino ve una gran luz. Una luz que nos invita a reflexionar en este misterio: misterio de caminar y de ver.
Caminar. Este verbo nos hace pensar en el curso de la historia, en el largo camino de la historia de la salvación, comenzando por Abrahán, nuestro padre en la fe, a quien el Señor llamó un día a salir de su pueblo para ir a la tierra que Él le indicaría. Desde entonces, nuestra identidad como creyentes es la de peregrinos hacia la tierra prometida. Esta historia está siempre acompañada por el Señor. Él permanece siempre fiel a su alianza y a sus promesas. Porque es fiel, «Dios es luz sin tiniebla alguna» (1 Jn 1,5). Por parte del pueblo, en cambio, se alternan momentos de luz y de tiniebla, de fidelidad y de infidelidad, de obediencia y de rebelión, momentos de pueblo peregrino y de pueblo errante.
También en nuestra historia personal se alternan momentos luminosos y oscuros, luces y sombras. Si amamos a Dios y a los hermanos, caminamos en la luz, pero si nuestro corazón se cierra, si prevalecen en nosotros el orgullo, la mentira, la búsqueda del propio interés, entonces las tinieblas descienden a nosotros por dentro y por fuera. «Quien aborrece a su hermano – escribe el apóstol San Juan – está en las tinieblas, camina en las tinieblas, no sabe adónde va, porque las tinieblas han cegado sus ojos» (1 Jn 2,11).
2. En esta noche, como un haz de luz clarísima, resuena el anuncio del Apóstol: «Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres» (Tt2, 11). Pueblo en camino, pero pueblo peregrino, que no quiere ser pueblo errante.
La gracia que ha aparecido en el mundo es Jesús, nacido de María Virgen, verdadero Dios y verdadero hombre. Ha venido a nuestra historia, ha compartido nuestro camino. Ha venido para librarnos de las tinieblas y darnos la luz. En Él ha aparecido la gracia, la misericordia, la ternura del Padre: Jesús es el Amor hecho carne. No es solamente un maestro de sabiduría, no es un ideal al que tendemos y del que sabemos que estamos inexorablemente lejanos. Es el sentido de la vida y de la historia que ha puesto su tienda entre nosotros.
3. Los pastores fueron los primeros que vieron esta “tienda”, que recibieron el anuncio del nacimiento de Jesús. Fueron los primeros porque eran de los últimos, de los marginados. Y fueron los primeros porque estaban en vela aquella noche, guardando su rebaño. Es ley para el peregrino velar, y ellos lo hacían. Con ellos nos quedamos ante el Niño, nos quedamos en silencio. Con ellos damos gracias al Señor por habernos dado a Jesús, y con ellos, dejamos salir desde lo profundo de nuestro corazón, la alabanza por su fidelidad: Te bendecimos, Señor, Dios Altísimo, que te has despojado de tu rango por nosotros. Tú eres inmenso, y te has hecho pequeño; eres rico, y te has hecho pobre; eres el omnipotente, y te has hecho débil.
Que en esta Noche compartamos la alegría del Evangelio: Dios nos ama, nos ama tanto que nos ha dado a su Hijo como nuestro hermano, como luz en nuestras tinieblas. El Señor nos dice una vez más: “No teman” (Lc 2, 10). Como dijeron los ángeles a los pastores “no teman”. Y también yo les repito a todos ustedes: No teman. Nuestro Padre es paciente, nos ama, nos da a Jesús para guiarnos en el camino a la tierra prometida. Él es la luz que disipa las tinieblas. Él es la misericordia ¡Nuestro Padre perdona siempre! Él es nuestra paz. Amén.
Fuente: radiovaticana.org
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