El mundo entero ha presenciado estupefacto lo que ahora llamamos “el restablecimiento del califato” que fue abolido el 29 de octubre de 1923 por Kamal Atatürk, fundador de la Turquía moderna.
La protesta contra este “restablecimiento” por parte de la mayoría de las instituciones religiosas y políticas musulmanas no ha impedido a los yihadistas del “Estado Islámico” cometer y continuar cometiendo acciones criminales indescriptibles.
Este Pontificio Consejo, todos aquellos que están comprometidos en el diálogo interreligioso, los seguidores de todas las religiones y todos los hombres y mujeres de buena voluntad, no pueden sino denunciar y condenar sin ambigüedades estas prácticas indignas del hombre:
la masacre de personas por el solo motivo de su profesión religiosa;
la práctica execrable de la decapitación, la crucifixión y de colgar los cadáveres en la plazas públicas;
la elección impuesta a los cristianos y a los yasidíes entre la conversión al islam, el pago de un tributo (jizya) o el éxodo;
la expulsión forzada de decenas de miles de personas, incluso de niños, de ancianos, de mujeres embarazadas y de enfermos;
el secuestro de chicas y mujeres pertenecientes a las comunidades yasidíes y cristianas como botín de guerra (sabaya);
la imposición de la práctica salvaje de la infibulación;
la destrucción de los lugares de culto y de los mausoleos cristianos y musulmanes;
la ocupación forzada y la desacralización de las iglesias y monasterios;
la remoción de los crucifijos y de otros símbolos religiosos cristianos y de otras comunidades religiosas;
la destrucción del patrimonio religioso-cultural cristiano de valor inestimable;
la violencia abyecta con el fin de aterrorizar a las personas y obligarlas a rendirse o a huir.
Ninguna causa puede justificar una barbarie así y mucho menos religiosa. Se trata de una ofensa extremadamente grave hacia la humanidad y hacia Dios que es el Creador, como lo recuerda a menudo el Papa Francisco.
No podemos, por lo tanto, olvidar que cristianos y musulmanes han podido vivir juntos – ciertamente con altos y bajos – por siglos, construyendo una cultura de convivencia y una civilización de la que están orgullosos. Es sobre estas bases, que en estos últimos años, el diálogo entre cristianos y musulmanes ha continuado y se ha profundizado.
La dramática situación de los cristianos, de los yasidies y de las otras comunidades religiosas y étnicas numéricamente minoritarias en Irak exige una toma de posición clara y valiente por parte de los responsables religiosos, incluso musulmanes, de personas comprometidas con el diálogo interreligioso y de todas las personas de buena voluntad. Todos deben ser unánimes en condenar sin ambigüedad alguna estos crímenes y denunciar la invocación de la religión para justificarlos. De lo contrario, ¿qué credibilidad tendrán las religiones, sus seguidores y sus jefes? ¿Qué credibilidad puede tener todavía el diálogo interreligioso pacientemente mantenido en estos últimos años?.
Los responsables religiosos también están llamados a ejercer su influencia sobre los gobiernos para que cesen estos crímenes, el castigo de quienes los cometen y el restablecimiento de un estado de derecho en todo el territorio, garantizando el regreso de los expulsados a sus casas. Al recordar la necesidad de una ética en la gestión de las sociedades humanas, estos mismos jefes religiosos no deben dejar de subrayar que: ayudar, financiar y armar el terrorismo es moralmente condenable.
Dicho esto, el Pontificio Consejo para el diálogo interreligioso agradece a todos aquellos que han elevado su voz para denunciar el terrorismo, sobre todo contra aquellos que usen la religión para justificarlo.
Unamos entonces nuestra voz a la del Papa Francisco: “Que el Dios de la paz suscite en todos un deseo de auténtico diálogo y de reconciliación. ¡La violencia no se vence con la violencia. La violencia se vence con la paz¡”
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