Queridos hermanos y hermanas:
El primero de noviembre de 1950, el Venerable Pío XII proclamaba como dogma que la Virgen María «terminado el curso de la vida terrena, fue asunta a la gloria celeste en alma y cuerpo». Esta verdad de fe era conocida por la Tradición, afirmada por los Padres de la Iglesia, y era sobre todo un aspecto relevante del culto hecho a
la Madre de Cristo. El elemento cultural constituyó, por así decir, la fuerza motor que determinó la formulación de este dogma: el dogma apareció un acto de alabanza y de exaltación ante la Virgen Santa. Éste emerge también del texto mismo de la Constitución apostólica, donde se afirma que el dogma es proclamado «para honor del Hijo, para glorificación de la madre y gloria de toda la Iglesia». Fue expresado así en la forma dogmática aquello que había sido antes celebrado en el culto y en la devoción del Pueblo de Dios como la más alta y estable glorificación de maría: el acto de proclamación de la Asunta se presentó casi como una liturgia de la fe. Y en el Evangelio que hemos escuchado ahora, María misma pronuncia proféticamente algunas palabras que orientan en esta perspectiva: dice «En adelante todas las generaciones me llamarán bienaventurada» (Lc 1,48). Una profecía para toda la historia de la Iglesia. Esta expresión del Magnificat, referida por san Lucas, indica que la alabanza a la Virgen Santa, Madre de Dios, íntimamente unida a Cristo su hijo interesa la Iglesia de todos los tiempos y de todos los lugares. Y la anotación de estas palabras por parte del Evangelista presupone que la glorificación de María fuera presente en el período de san Lucas y que él la considerara un deber y un compromiso de la comunidad cristiana para todas las generaciones. Las palabras de María dicen que es un deber de la Iglesia recordar la grandeza de la mujer para la fe. Esta solemnidad es una invitación por lo tanto para alabar a Dios, y mirar hacia la grandeza de la Santísima Virgen, porque a Quien es Dios lo conocemos en el rostro de los suyos.
la Madre de Cristo. El elemento cultural constituyó, por así decir, la fuerza motor que determinó la formulación de este dogma: el dogma apareció un acto de alabanza y de exaltación ante la Virgen Santa. Éste emerge también del texto mismo de la Constitución apostólica, donde se afirma que el dogma es proclamado «para honor del Hijo, para glorificación de la madre y gloria de toda la Iglesia». Fue expresado así en la forma dogmática aquello que había sido antes celebrado en el culto y en la devoción del Pueblo de Dios como la más alta y estable glorificación de maría: el acto de proclamación de la Asunta se presentó casi como una liturgia de la fe. Y en el Evangelio que hemos escuchado ahora, María misma pronuncia proféticamente algunas palabras que orientan en esta perspectiva: dice «En adelante todas las generaciones me llamarán bienaventurada» (Lc 1,48). Una profecía para toda la historia de la Iglesia. Esta expresión del Magnificat, referida por san Lucas, indica que la alabanza a la Virgen Santa, Madre de Dios, íntimamente unida a Cristo su hijo interesa la Iglesia de todos los tiempos y de todos los lugares. Y la anotación de estas palabras por parte del Evangelista presupone que la glorificación de María fuera presente en el período de san Lucas y que él la considerara un deber y un compromiso de la comunidad cristiana para todas las generaciones. Las palabras de María dicen que es un deber de la Iglesia recordar la grandeza de la mujer para la fe. Esta solemnidad es una invitación por lo tanto para alabar a Dios, y mirar hacia la grandeza de la Santísima Virgen, porque a Quien es Dios lo conocemos en el rostro de los suyos.
Pero, ¿porqué María es glorificada con la asunción al Cielo? San Lucas, como hemos escuchado, ve la raíz de la exaltación y de la alabanza a María en la expresión de Isabel: «Feliz de ti por haber creído (Lc 1,45). Y el Magnificat, este canto al Dios vivo y operante en la historia es un himno de fe y de amor, que brota del corazón de la Virgen. Ella vivió con fidelidad ejemplar y ha custodiado en lo más íntimo de su corazón las palabras de Dios a su pueblo, las promesas hecha a Abraham, Isaac, y Jacob, haciéndolas el contenido de su oración: la Palabra de Dios en el Magnificat se convertía en la palabra de María, lámpara de su camino, a punto tal de prepararla para acoger también en su seno al Verbo de Dios hecho carne. La página evangélica de hoy reclama esta presencia de Dios en la historia y en el mismo desarrollo de los eventos; en particular hay una referencia en el Segundo libro de Samuel en el capítulo sexto ( (6,1-15), en el que David transporta el Arca Santa de la Alianza. El paralelo que hace el Evangelista es claro: María en espera del nacimiento del Hijo Jesús es el Arca Santa que lleva en sí la presencia de Dios, una presencia que es fuente de consuelo, de gozo pleno. Juan, en efecto, salta en el seno de Isabel, exactamente como David danzaba ante el Arca. María es la «visita» de Dios que crea gozo. Zacarías, en su canto de alabanza lo dirá explícitamente: «"Bendito sea el Señor, el Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su Pueblo» (Lc 1,68). La casa de Zacarías experimentó la visita de Dios con el nacimiento inesperado de Juan Bautista, pero sobre todo con la presencia de María, que lleva en su seno al Hijo de Dios.
Pero ahora nos preguntamos: ¿Qué cosa dona a nuestro camino, a nuestra vida, la Asunción de María? La primera respuesta es: en la Asunción vemos que en Dios hay espacio para el hombre, Dios mismo es la casa de tantos apartamentos de la cual habla Jesús, Dios e la casa del hombre, en Dios está el espacio de Dios. Y María, uniéndose, unida a Dios no sea aleja de nosotros, no va sobre una galaxia desconocida, sino que va a Dios, se aproxima, porque Dios está cerca de todos nosotros y María, unida a Dios, participa de la presencia de Dios, esta cercanísima a nosotros, a cada uno de nosotros. Hay una bella palabra de San Gregorio Magno sobre San Benito que podemos aplicar todavía a María: San Gregorio Magno dice que el corazón de San Benito se hizo tan grande que todo lo Creado podía entrar en este corazón. Esto vale aún más para María: María, unida totalmente a Dios, tiene un corazón tan grande que toda la Creación puede entrar en este corazón y los exvotos en todas las partes de la tierra lo demuestran. María está cercana, puede escuchar, puede ayudar, está próxima a todos nosotros, En Dios hay espacio para el hombre y Dios está cerca y María unida a Dios, está muy próxima, tiene el corazón ancho como el corazón de Dios.
Pero hay también otro aspecto: no solo en Dios hay espacio para el hombre, en el hombre hay espacio para Dios. También esto vemos en María, el Arca Santa que lleva la presencia de Dios. En nosotros hay espacio para Dios y esta presencia de Dios, en nosotros, tan importante para iluminar al mundo en su tristeza en sus problemas, esta presencia se realiza en la fe: en la fe abrimos las puertas de nuestro ser para que Dios entre en nosotros, para que Dios pueda ser la fuerza que da vida y camino a nuestro ser. En nosotros hay espacio, abrámonos como María se abrió, diciendo: “Hágase tu voluntad, yo soy la sierva del Señor”. Abriéndose a Dios, nada perdemos. Por el contrario: nuestra vida se enriquece y se hace grande.
Y así, fe, esperanza y amor se combinan: hoy, hay muchas palabras sobre un mundo mejor por esperar, sería nuestra esperanza. Si y cuándo este mundo mejor llegará no lo sabemos, no lo sé. Seguramente un mundo que se aleja de Dios se convierte en peor porque solo la presencia de Dios puede garantizar, también, un mundo bueno. Una cosa, una esperanza segura es que Dios nos espera, nos espera, no vamos en el vacío, somos esperados. Dios nos espera y encontramos, yendo al otro mundo, la bondad de la Madre, encontramos a los nuestros, encontramos el Amor eterno. Dios nos espera: esta es nuestra gran alegría y la gran esperanza que nace justo de esta Fiesta. María nos visita, y es el gozo de nuestra vida y el gozo es esperanza.
Por lo tanto ¿Qué cosa decir? Corazón grande, presencia de Dios en el mundo, espacio de Dios en nosotros y espacio de Dios por nosotros, esperanza, ser esperados: esta es la sinfonía de esta fiesta, la indicación que la meditación de esta Solemnidad nos dona. María es aurora y esplendor de la Iglesia triunfante; Ella es el consuelo y la esperanza para el pueblo todavía en camino, dice el Prefacio de hoy. Confiémonos a su materna intercesión, para que nos obtenga del Señor el poder reforzar nuestra fe en la vida eterna; nos ayude a vivir bien el tiempo que Dios nos ofrece con esperanza. Una esperanza cristiana, que no es solamente nostalgia del Cielo, sino vivo y laborioso deseo de Dios aquí en el mundo, deseo de Dios que nos hace peregrinos incansables, alimentando en nosotros el valor y la fuerza de la fe, que al mismo tiempo es valor y fuerza del amor. Amén.
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