Por monseñor Francisco Gil Hellín, arzobispo de Burgos
Estos días he conocido la historia de dos casos sobrecogedores y, a la
vez, llenos de esperanza: la de Laura, mujer mejicana, y la de
José-Antonio, de Barcelona. Ellos mismos narran las tragedias humanas a
las que les condujeron el aborto y el alcohol. Y lo que es capaz de
hacer el amor de Dios cuando uno se decide a darle acogida en su
corazón.
Laura se trasladó a la ciudad de México cuando tenía 16
años. «Me alojé con una tía lesbiana -cuenta- y allí comencé a
impregnarme de muchas ideas y a experimentar un fuerte rechazo a la
Iglesia Católica».A los 18 años comenzó a tener relaciones sexuales,
pensando que no pasaba nada si un día quedaba embarazada: «aborto y ya
está». Efectivamente, quedó embarazada y decidió abortar. «Pero con mi
bebé –dice- murieron todas mis ilusiones. Creo que ese día yo me
asesiné, me hundí en un infierno de tristeza y vi destruido mi proyecto
de vida». Durante veinte años no dejó de ir de un psicólogo a otro y
cuando oía llorar a un bebé sentía un dolor interminable y una tristeza
espantosa. Cayó en todo: en la brujería, en el vacío, en la soledad. «No
encuentro palabras para explicarlo».
Años más tarde se casó y fue a vivir a otra ciudad. Al lado de su
nueva casa había una iglesia y el sonar de las campanas y el canto de
los fieles penetraba por la ventana. Durante mucho tiempo siguió sin
entrar en ella. «Cansada de la vida, decidí entrar en el templo y
confesarle al sacerdote todo lo que me estaba ocurriendo. En ese momento
me regresó la paz, porque el sacerdote me enseñó a perdonarme a mí
misma». De la mano de Dios, su vida ha ido cambiando poco a poco y hoy
es una mujer casada, tiene un hijo de cinco años y vive feliz con su
marido, que también la ha ayudado en su recuperación. Hace unos días
sintió rabia cuando leyó «la declaración de una mujer que decía: Dejad
que las mujeres aborten en paz. ¡Qué tontería! No saben a dónde están
conduciendo a las mujeres».
Antonio tenía un buen empleo y una familia. Empezó a beber por
alternar y terminó haciéndose esclavo de la barra de los bares. La
convivencia matrimonial se deterioró «y mis borracheras hacían de mi
hogar un verdadero infierno». Trabajaba como jefe de área en una
multinacional, pero su progresiva dependencia del alcohol le hizo perder
el puesto de trabajo. Al poco, le abandonó su esposa. Poco a poco fue
perdiendo los amigos. Un buen día, le cortaron la luz por falta de pago.
«Mi única ilusión era conseguir una botella de vino y me acostaba
pensando de dónde sacaría cien pesetas para conseguir un litro de vino
peleón». No pisaba una iglesia desde hacía más de veinte años. Una noche
llegó borracho como de costumbre a casa. «Tenía un crucifijo en mi
habitación, lo miré y aquella noche me arrodillé y llorando le dije: “Si
tú no me sacas de este pozo yo no puedo salir”».
Unos días más tarde, una mujer del barrio a la que no conocía, se le
acercó y le dijo: “Jesús te ama”. Él se lo tomó a broma y pensó: «¿Cómo
puede Jesús quererme a mí con la vida que llevo y riéndome de todas esas
cosas de iglesia?» Siguieron hablando y a los pocos días le llevó a un
grupo de oración de la Renovación Carismática. «Un día me confesé,
después de tantos años. Pero no podía comulgar, no me había perdonado a
mí mismo. Más tarde ya lo hice» Siguió participando en el grupo y poco a
poco su vida se fue normalizando. Cayó gravemente enfermo pero Dios se
sirvió de la enfermedad como «de palanca para dejar definitivamente la
bebida». Hace ya 16 años que no prueba el alcohol. «Veo, concluye, que
el Señor actúa en nuestras vidas diariamente. A Él le debo que me sacara
del pozo. Por eso, animo a los que tengan problemas de bebida que
acudan al médico que puede curarles: Jesús». Como decía al principio:
dos casos tan impresionantes como esperanzadores.
† Estos días he conocido la historia de dos casos
sobrecogedores y, a la vez, llenos de esperanza: la de Laura, mujer
mejicana, y la de José-Antonio, de Barcelona. Ellos mismos narran las
tragedias humanas a las que les condujeron el aborto y el alcohol. Y lo
que es capaz de hacer el amor de Dios cuando uno se decide a darle
acogida en su corazón.
Laura se trasladó a la ciudad de México cuando tenía 16 años. «Me
alojé con una tía lesbiana -cuenta- y allí comencé a impregnarme de
muchas ideas y a experimentar un fuerte rechazo a la Iglesia Católica».A
los 18 años comenzó a tener relaciones sexuales, pensando que no pasaba
nada si un día quedaba embarazada: «aborto y ya está». Efectivamente,
quedó embarazada y decidió abortar. «Pero con mi bebé –dice- murieron
todas mis ilusiones. Creo que ese día yo me asesiné, me hundí en un
infierno de tristeza y vi destruido mi proyecto de vida». Durante veinte
años no dejó de ir de un psicólogo a otro y cuando oía llorar a un bebé
sentía un dolor interminable y una tristeza espantosa. Cayó en todo: en
la brujería, en el vacío, en la soledad. «No encuentro palabras para
explicarlo».
Años más tarde se casó y fue a vivir a otra ciudad. Al lado de su
nueva casa había una iglesia y el sonar de las campanas y el canto de
los fieles penetraba por la ventana. Durante mucho tiempo siguió sin
entrar en ella. «Cansada de la vida, decidí entrar en el templo y
confesarle al sacerdote todo lo que me estaba ocurriendo. En ese momento
me regresó la paz, porque el sacerdote me enseñó a perdonarme a mí
misma». De la mano de Dios, su vida ha ido cambiando poco a poco y hoy
es una mujer casada, tiene un hijo de cinco años y vive feliz con su
marido, que también la ha ayudado en su recuperación. Hace unos días
sintió rabia cuando leyó «la declaración de una mujer que decía: Dejad
que las mujeres aborten en paz. ¡Qué tontería! No saben a dónde están
conduciendo a las mujeres».
Antonio tenía un buen empleo y una familia. Empezó a beber por
alternar y terminó haciéndose esclavo de la barra de los bares. La
convivencia matrimonial se deterioró «y mis borracheras hacían de mi
hogar un verdadero infierno». Trabajaba como jefe de área en una
multinacional, pero su progresiva dependencia del alcohol le hizo perder
el puesto de trabajo. Al poco, le abandonó su esposa. Poco a poco fue
perdiendo los amigos. Un buen día, le cortaron la luz por falta de pago.
«Mi única ilusión era conseguir una botella de vino y me acostaba
pensando de dónde sacaría cien pesetas para conseguir un litro de vino
peleón». No pisaba una iglesia desde hacía más de veinte años. Una noche
llegó borracho como de costumbre a casa. «Tenía un crucifijo en mi
habitación, lo miré y aquella noche me arrodillé y llorando le dije: “Si
tú no me sacas de este pozo yo no puedo salir”».
Unos días más tarde, una mujer del barrio a la que no conocía, se le
acercó y le dijo: “Jesús te ama”. Él se lo tomó a broma y pensó: «¿Cómo
puede Jesús quererme a mí con la vida que llevo y riéndome de todas esas
cosas de iglesia?» Siguieron hablando y a los pocos días le llevó a un
grupo de oración de la Renovación Carismática. «Un día me confesé,
después de tantos años. Pero no podía comulgar, no me había perdonado a
mí mismo. Más tarde ya lo hice» Siguió participando en el grupo y poco a
poco su vida se fue normalizando. Cayó gravemente enfermo pero Dios se
sirvió de la enfermedad como «de palanca para dejar definitivamente la
bebida». Hace ya 16 años que no prueba el alcohol. «Veo, concluye, que
el Señor actúa en nuestras vidas diariamente. A Él le debo que me sacara
del pozo. Por eso, animo a los que tengan problemas de bebida que
acudan al médico que puede curarles: Jesús». Como decía al principio:
dos casos tan impresionantes como esperanzadores.
Fuente: www.zenit.org
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