Un nuevo deseo oculto
Durante muchos años, en las culturas occidentales el eros ha sido considerado el deseo prohibido y reprimido, y por tanto el más intenso, pero hoy muchas señales nos dicen que algo está cambiando al respecto. Hoy, que el sexo se ha convertido, al contrario, casi en una obligación, un deber social, el deseo reprimido, oculto, sobre todo para las mujeres jóvenes, es el de la maternidad. Vemos sus primeros signos en las novelas anglosajonas dirigidas sobre todo a un público femenino, precisamente el género de textos que hace decenios había lanzado la moda de la libertad sexual de las mujeres. Ahora, en estos relatos aparecen los recién nacidos, llegados a menudo después de años de deseo insatisfecho, y muchas páginas están dedicadas a la descripción de la relación con niños y de la felicidad que deriva de ello a las madres.
En silencio, sin que nadie hable de ello, estamos viviendo una situación dramática: lo revela también la simple experiencia, típica de todos los que viven en los países “desarrollados”, de ver pocos niños por las calles o en las iglesias. De hecho, incluso en la familia, ya son raros los niños y, por tanto, se los disputa, y por doquier falta la contribución vivificante de su estupor, de su energía vital.
Un filme francés reciente —«17 muchachas», que se inspira en un hecho sucedido realmente en una pequeña localidad de Minnesota— logra comunicar con gran eficacia esta situación, proporcionando muchos elementos de reflexión.
En una escuela de estudios secundarios de una localidad, en plena decadencia económica y cultural, una muchacha de dieciséis años queda embarazada y, en vez de hablar de ello con su madre, siempre ausente y distraída, se confía con sus amigas y decide tener el niño para cambiar algo en su vida vacía de afectos y de estímulos, sin perspectivas. En rápida sucesión, dieciséis de sus coetáneas —el grupo de las amigas más íntimas— quedan embarazadas: por decisión propia, para vivir juntas un sueño, una utopía de vida común, en la que las muchachas, con sus niños, esperan vivir ayudándose unas a otras.
Ciertamente, en esta decisión —vivida con miedo y ceguera por los adultos, profesores y padres, que sólo saben repetir cansinas soluciones, como «pongamos un distribuidor de preservativos en la escuela»— se aprecia la voluntad de dar una respuesta al malestar juvenil, al nihilismo de una vida vacía, sin deseos: el sexo ya a disposición de todos, sin compromiso ni empeño, como se ve por el modo desenvuelto en que las muchachas logran obtener su finalidad procreadora, ya no es objeto de deseo. Son muchachas de las clases populares, con pocas ganas de estudiar y, por tanto, casi sin perspectivas de un futuro profesional, hijas de familias desintegradas o desgarradas por conflictos, para las cuales tener un hijo se transforma en el único deseo prohibido, en la única forma de protesta, pero al mismo tiempo de esperanza para el futuro: «Al menos con un hijo sabremos qué hacer» dice una, y otra le hace eco: «Tendré siempre alguien que me quiera».
Los niños, todos menos uno, nacerán, aunque no se formará la comuna, y serán las familias quienes afrontarán la emergencia. Familias que han recibido lo que hoy parece ser la única señal de alarma capaz de sacudirlas de una resignación pasiva con respecto al malestar de los hijos.
EI filme, que pone de relieve los claroscuros de una situación difícil y llena de contradicciones, es capaz de restituir —mostrando a las muchachas embarazadas que sienten con emoción cómo se mueve el niño, y ven con admirada maravilla cómo cambia su cuerpo— el misterio y el poder de la procreación, la contribución de energía y vitalidad que este milagro logra dar también a un grupo humano tan desesperado y vacío.
Lucetta Scaraffia
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