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lunes, 15 de agosto de 2011

La Asunción de María a los Cielos

LA ASUNCION DE  MARÍA A LOS  CIELOS
15 de agosto
LOS ROSALES EN FLOR Y LOS LIRIOS DE CAMPO LA RODEAN COMO EN PRIMAVERA
1.    LA ASUNCIÓN DE MARÍA EN LA  TRADICIÓN DE LA IGLESIA
“¡Qué hermosa eres, amada  mía! -exclama el  Cantar de los Cantares ante la Esposa que sube a los cielos-, tus ojos de paloma por entre el velo; tu pelo es un rebaño de cabras descolgándose por las laderas de Galaad. Tus labios son             cinta escarlata, y tu hablar, melodioso, tus sienes dos mitades de granada.” La  Asunción de María forma parte del designio divino  se fundamenta en la participación de María en la misión de su Hijo,  sostiene la perenne y concorde tradición de la Iglesia. La  Asunción de la  Virgen está integrada, desde siempre, en la fe de   pueblo cristiano, quien, al afirmar la llegada de María a la gloria celeste, ha querido también proclamar la glorificación de su cuerpo, cuyo primer  testimonio aparece en los relatos apócrifos, titulados «Transitus Mariae», que se remontan a los siglos II y III.
2.    LOS PADRES. LA  TRADICION. JUAN PABLO II
La perenne y concorde tradición de la Iglesia muestra cómo la Asunción de María forma  parte del designio divino y se fundamenta en la singular participación de María en la misión de su Hijo. Ya durante el primer milenio los autores sagrados se expresaban en este sentido. Así lo  testifican san Ambrosio, san Epifanio y Timoteo de Jerusalén. San Germán de Constantinopla pone en labios de Jesús estas palabras: «Es   necesario que donde yo esté, estés también tú, madre inseparable d  tu Hijo». La misma tradición ve en la maternidad divina la razón  fundamental de la Asunción. Un relato apócrifo del siglo V, atribuido al pseudo Melitón, imagina que  Cristo pregunta a Pedro y a los Apóstoles qué destino merece María, y ellos le responden: «Señor, elegiste a tu esclava, para que se convirtiera en tu morada inmaculada. Por tanto, dado que reinas enla gloria, a tus siervos nos ha parecido justo que resucites el  cuerpo de tu madre y la lleves contigo, dichosa, al cielo». La maternidad divina, que hizo del cuerpo de María la morada inmaculada  del Señor, funda su destino glorioso. San Germán, lleno de poesía, dice que el amor de Jesús a su Madre exige que María se vuelva a unir con su Hijo divino en el cielo: «Como un niño busca y desea la   presencia de su madre, y como una madre quiere vivir en compañía de su hijo, así también era conveniente que tú, de cuyo amor materno a  tu Hijo y Dios no cabe duda alguna, volvieras a él. ¿Y no era conveniente que, de cualquier modo, este Dios que sentía por ti un amor verdaderamente filial, te tomara consigo?». E integra la       relación entre Cristo y María con la dimensión salvífica de la  maternidad: «Era necesario que la madre de la Vida compartiera la morada  de la   Vida». San Juan Damasceno subraya: «Era necesario que aquella que había visto a su Hijo en la cruz y recibido en pleno corazón la espada del dolor contemplara a ese Hijo suyo sentado a la  diestra del Padre». A la luz del misterio pascual, se ve la   oportunidad de que la Madre fuera glorificada después de la muerte junto  con el Hijo. El Vaticano II, recordando el misterio de  la Asunción, lo une al privilegio de la Inmaculada Concepción: Precisamente porque fue «preservada  libre de toda mancha de pecado original» (LG, 59), María no debía permanecer como los demás hombres en el estado de muerte hasta el fin del mundo. La ausencia del pecado original y su santidad perfecta desde el primer instante de su existencia, exigían para la Madre de Dios la plena glorificación de su alma y de su cuerpo. Contemplando el misterio de la Asunción de la Virgen, se entiende el plan de la Providencia divina con respecto a la humanidad.  María es la primera criatura humana después de Cristo,  en la que se realiza el ideal escatológico, anticipando la plenitud de la felicidad, mediante la resurrección de los cuerpos. En la Asunción de la Virgen podemos ver también la voluntad divina de promover a la mujer. Como había sucedido en el origen del género humano, en el proyecto de Dios el ideal escatológico debía revelarse en una pareja. Por eso, en la gloria celestial, al lado de Cristo resucitado hay una mujer resucitada, María: el nuevo Adán y la nueva Eva, primicias de la resurrección general de los cuerpos de toda la humanidad. Ciertamente, la condición escatológica de Cristo y la de María no se han de poner en el mismo nivel. María, nueva Eva, recibió de Cristo, nuevo Adán, la plenitud de gracia y de gloria celestial, habiendo sido resucitada mediante el Espíritu Santo por el poder soberano del Hijo, lo que pone de relieve que la Asunción de María             manifiesta la nobleza y la dignidad del cuerpo humano. Frente a la profanación y al envilecimiento a los que la sociedad moderna somete frecuentemente el cuerpo femenino, el misterio de la Asunción proclama el destino sobrenatural y la dignidad de todo cuerpo humano, llamado por el Señor a transformarse en instrumento de santidad y a participar en su gloria. María entró en la gloria,porque acogió al Hijo de Dios en su seno virginal y en su corazón. Contemplándola, el cristiano aprende a descubrir el valor de su cuerpo y a custodiarlo como templo de Dios, en espera de la resurrección. La Asunción, privilegio concedido a la Madre de Dios, representa así un inmenso valor para la vida y el destino de la humanidad (Juan Pablo II).
3.    LOS POETAS
“Apareció una figura portentosa en el cielo: una mujer vestida del sol, la luna por pedestal, coronada con doce estrellas” (Ap 11,19). Maravillado y transido de belleza canta el poeta:
“¿A dónde va, cuando se va la llama?
¿A dónde va, cuando se va la rosa?
¿Qué regazo, qué esfera deleitosa,
¿qué amor de Padre la abraza y la reclama?.
Esta vez como aquella, aunque distinto;
el Hijo ascendió al Padre en pura flecha.
Hoy va la Madre al Hijo, va derecha
al Uno y Trino, el trono en su recinto..
No se nos pierde, no; se va y se queda.
Coronada de cielos, tierra añora
y baja en descensión de Mediadora,
rampa de amor, dulcísima vereda”.
4.    SI MARIA TRIUNFA DEL PECADO, TAMBIEN DE LA MUERTE
El Apocalipsis pinta la imagen prodigiosa de una mujer glorificada que aparece encinta, a punto de dar a luz, “gritando entre los espasmos del parto”, y acosada por un “enorme dragón rojo con siete cabezas y diez cuernos y siete diademas en las cabezas, dispuesto a tragarse el niño en cuanto naciera”.  El águila de Patmos vio en esta revelación a la Iglesia, en su doble dimensión de luminosidad y de oscuridad, de grandeza y de tribulación, coronada de estrellas y gritando de dolor. María, Madre del Hijo de Dios, Cabeza de la Iglesia que va a nacer, es también la primera hija privilegiada de la Iglesia, triunfadora de  dragón que quiere devorar a la Madre y al Niño, pero fracasa en su intento porque el niño fue arrebatado al cielo junto al trono de Dios, mientras ella ha escapado al desierto.  El misterio del mal en el  undo produce escándalo en algunos hombres. ¿Cómo Dios permite todo si lo puede arreglar todo? No se tiene en cuenta la libertad humana que Dios respeta conscientemente; ni la limitación del mundo creado, con sus leyes inmutables; ni la maldad del maligno, que intenta devorar a los hijos de la mujer mientras vivan en este destierro. Ni que Dios a ese mundo dolorido, probado y exhausto, le tiende la Mano  Poderosa, que ayuda y restauradora del bien. E pueblo de Israel fue llevado por Dios al desierto, como la esposa de Oseas, para hablarle al corazón y fortalecerlo en el amor y en e  coraje para implantar “el reino de nuestro Dios”, “victoria que ya llega”. Con María estamos todos en el desierto con la fuerza del Espíritu que nos ayuda a vencer los peligros del erial repleto de emboscadas.
5.    MARIA FIGURA Y PRIMICIA DE LA IGLESIA
Pero si María ha sido subida al cielo, como tipo de la Iglesia, también lo será  la Iglesia. Aunque hoy nos sintamos terrenos y pecadores,  porque en el desierto “la Iglesia es a la vez santa   y pecadora”, seremos en el mundo futuro, resucitados y enaltecidos. Mirad cómo la traen entre alegría y algazara al palacio real ante la   presencia del rey, prendado de la belleza de la reina, enjoyada de oro a la derecha del rey. Contemplad cómo le dice el rey: “Escucha, hija, inclina el oído a las palabras enamoradas que brotan de mi corazón encendido contemplando tu hermosura” (Sal 44). Y gozad con ”el ejército de los ángeles que está lleno de alegría y de fiesta”. ¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!”.  Salta también de gozo Juan en el seno de Isabel. La fiesta de los ángeles del cielo se comunica por anticipado al pueblo de la montaña, donde, con la prisa del amor, llegó María, con un Jesús chiquitín en sus entrañas. El Espíritu Santo invadió aquella casa e hizo cantar a aquellas mujeres dichosas las grandezas y maravillas del Señor. María se sintió inspirada y proclamó el  Magnificat” cantando su alegría porque el Señor ha mirado la humillación de su esclava. Y como supo que la llamarían feliz todas las generaciones de los hombres, lo cantó sin complejos. Y enalteció la misericordia que tiene y que tendrá siempre, de generación en generación, con sus fieles amados. Y afirmó que no se había olvidado de lo prometido a nuestros primeros padres, a Abraham y su descendencia para siempre: porque una mujer aplastaría la cabeza de la serpiente, “el dragón rojo”.  María, ya glorificada en el cielo, no se olvida de los hermanos de su Hijo, que se debaten en las tentaciones y asechanzas del dragón en el desierto. Porque en el cielo no ha dejado su oficio salvador, sino que continúa alcanzándonos los dones de la eterna salvación (LG 62). “La Madre de Jesús, de la misma manera que ya  glorificada en el cielo en cuerpo y alma, es imagen y principio de la Iglesia que llegará a la perfección en la vida futura, así también en esta tierra antecede como una antorcha radiante de esperanza segura y de consuelo para el pueblo de Dios peregrinante” (LG 68).
6.    CULMINACION DEL EVANGELIO DE LA VIDA
En un mundo en que se desprecia la vida, en que se degrada la vida, en que se mata y s tortura la vida, en que se pisotean los derechos de las personas y del niño no nacido que el dragón en las madres, nuevos Herodes, quiere tragarse, tú honor de nuestra raza, eres “vida y esperanza nuestra”. Cuando el Papa Pío XII definió el dogma de la Asunción,  a Escuela Psicoanalítica de Zurich, dirigida por Jung, declaró que la definición del dogma había sido una respuesta genial al desprecio de la vida y la persona humana. Hija de un designio eterno, María es el epítome de todas las perfecciones. Si Dios tuviese necesidad del tiempo como nosotros, habría tenido que emplear la eternidad para idear una criatura tan perfecta. Ni el pecado proyectó su sombra en aquella alma privilegiada, ni la fealdad sentó su garra en aquel cuerpo transfigurado por celestiales reverberos. Ni se marchitaron sus nardos, ni palideció su luz, ni desapareció la fragante frescura que había dejado en ella la gloria del Verbo, al descender como rocío silencioso a sus entrañas. Admirados y gozosos han celebrado los Santos Padres la belleza de María. “San Juan Damasceno llama a María “la buena gracia de la naturaleza humana y el ornamento de la creación”. El Areopagita, si San Pablo no le hubiese enseñado el nombre del Dios único, deslumbrado por el brillo de su rostro, la hubiera tomado por la misma divi­nidad. “Nada puede compararse a su belleza, dice San Epifanio, una belleza en que se mezclan la dulzura y la majestad, que levanta hacia Dios e inspira los nobles pensamientos, que ilu­mina el alma y hace germinar el santo amor”. Viendo a Beatriz con los ojos fijos ante su imagen gloriosa, cantaba el Dante: “El amor que la precede, hiela los corazones vulgares y arranca los malos brotes del corazón. Todo el que se detenga a contemplarla, se convertirá en una noble criatura o morirá a sus pies.” En medio de los dolores del Calvario, grandes como el mar, pudimos llamarla la más hermosa entre las mujeres; y cuando, terminados los años de su peregrinación terrena, sale de esta tierra que se había iluminado con sus ojos y enjoyecidos con su llanto, los coros celestiales claman llenos de estupor: “¿Quién es ésta que viene del desierto, bañada de encantos, bella como la luna, escogida como el sol, majestuosa como un ejército en orden de batalla?”.
7.    LA MUERTE DE MARIA
La muerte no se atrevió a  destruir aquella maravilla de la mano de Dios. Ella que se había Nemrod el cazador, de Hércules el invencible, y de  Alejandro, debelador de imperios, llegaba ahora tímida y temblando, como una madre que se acerca de puntillas a la cuna de su niño dormido. Ni reacciones dolorosas, ni muecas grotescas, ni violentas sacudidas, ni lágrimas, ni espasmos, ni terrores. Su cuerpo se durmió con la gracia de un clavel desprendido de la clavellina; como  un susurro del viento en el hayedo; como un arpegio de arpa al impulso del aire, como una orquídea dorada mecida en el perfume de   las albahacas,  como una ola de espuma en la playa de un mar de oro. Como el parpadeo de una estrella que se va escondiendo en el cielo; con el balanceo de una espiga dorada y granada mecida por el susurro del viento primaveral. Así se inclinaría el cuerpo de la Virgen María, así   sería su último suspiro, así brillarían sus ojos purísimos en   aquella hora. Calma dulcísima de atardecer, nube de incienso que se   pierde en el azul, flor que se cierra, sol que se desmaya en la   curva del horizonte para arder resplandeciendo en otro hemisferio infinitamente más luminoso y más bello. Eso sería la muerte de  María; un sueño dulcísimo, una separación inefable, un éxtasis de amor. “Ella es -exclama San Bernardo- la que pudo decir con verdad: “He sido herida del amor”, porque la flecha del amor de Cristo la transverberó de tal modo que en su corazón virginal cada átomo se incendió en un fuego soberano. Fue una muerte de amor, de aquel amor que es más fuerte que la muerte, el que transverberó a Santa Teresa.  El que le hacía decir aquellas palabras escritas para ella: “Hijas de Jerusalén, por los ciervos del campo os conjuro, decidme si habéis visto a mi amado, porque me muero de amor.” “Vuelve, vuelve ya, amado mío vuelve con la celeridad del cervatillo”. San Francisco de Sales decía: “Es imposible imaginar que esta verdadera Madrenatural del Hijo de Dios haya muerto de otra muerte; muerte la más   noble de todas y debida a la más noble vida que hubo jamás entre las  criaturas; muerte que los ángeles mismos desearían gustar, si fuesen capaces de morir.” Fue una “dormición”, como decían los primeros  cristianos, y siguen diciendo los cristianos orientales; una salida, un éxodo, según la expresión de los españoles de la Edad Media.La Iglesia Romana dice Asunción. Dios quiso que María pasase  por la muerte, como su Hijo, aunque no la merecía, para ofrecernos  el tipo de una muerte santa y el consuelo de su auxilio en nuestra  hora suprema. María pasó por la muerte, dice San Agustín, pero no se  quedó en ella. Así cantaba el poeta:
Meced a la esposa mía
para que se duerma ahora:
“Tota pulchra es María
Tota pulchra et decora.”
¡Sueño bienaventurado!
¡Cuan dulcemente reposa!
Por las cabras del  collado,
por los ciervos corredores,
no despertéis a la  esposa,
que en los brazos del  Amado
se está muriendo de amores.
Del cielo descendía la  invitación apremi­ante : “Ven, amiga mía, paloma mía, inmaculada   mía; ya pasó el invierno, cesó la lluvia y el granizo; ven para ser  coronada con corona de gracias.”
Y María enamorada, susurraba:
“Quedéme y olvidéme
el rostro recliné sobre el Amado
cesó todo y quedéme
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado”.
8.    LA HORA  TRIUNFAL
Un rumor extraño se alza en el sepulcro de Getsemaní donde reposan los restos sagrados. Zumbidos de alas, súbitos resplandores, embajadas de ángeles, como el de la noche sobre la gruta de Belén. Los lirios esparcen sus más  exquisitos perfumes, las brisas traen caricias de jardines, los olivos inclinan suavemente sus ramas. Después, una procesión de luces, un soberano concierto, una voz acariciadora, un sepulcro vacío y una mujer que atraviesa los cielos, vestida de sol, llevando  la luna por pedestal y, en torno suyo, cortejo de ángeles y serafines. Es la  Madre de Dios; como decía el poeta medieval, “la  llama coronada que se va en pos de su divina primogenitura; la rosa en que el Verbo se hizo carne; la estrella fulgente que triunfa en  la altura como triunfó en los abismos”. El prodigio epilogaba una vida endiosada. El círculo abierto en el misterio de la Concepción Inmaculada se cerraba con el de la Asunción gloriosa. De todos los siglos cristianos brota la admirada: “La  Virgen María ha sido trasladada al tálamo celeste,  donde el Rey de la gloria se sienta sobre un trono de estrellas.”   Hace más de mil años clamaba ya la litur­gia en el día de la Asunción: “Alégremonos en el Señor al celebrar esta  fiesta admirando tanto más la maravillosa traslación de María,  cuanto más conveniente nos parece ese fin singular”. ¿Qué cosa natural que pase a otra vida sin dolor la que había dado a luz sin dolor? ¿Y qué más conveniente que ver libre de la corrupción a la que había permanecido sin mancha? La Madre de la Vida, no podía dormir en la muerte. La Madre del camino no podía  quedarse en medio del camino. La Madre de la Luz no debía dormir en las tinieblas del sepulcro. Ante esa figura que se aleja de  nuestro suelo radiante y gloriosa, la Iglesia llena de admiración, estalla en cánticos de alabanza mezclados con las más bellas imágenes, los ecos del Antiguo Testamento, los encantos de la  naturaleza y el fulgor del lirismo:
Vi su radiante figura
remontándose a la altura
recostada en el Amado.
Y era como una paloma
que sube del agua pura
cortando el aire callado:
un inenarrable aroma
dejaba su vestidura,
como si todas las flores
que tiene la primavera
condensaran sus olores
en su hermosa cabellera.
Y ella subía, subía,
Subía hasta el Cielo sumo
como varita de humo,
que hacia los aires envía
la mirra más excelente.
mezclada con el incienso;
y el claro sol, a su ascenso,
le rodeaba la frente.
9.    LA RECEPCION  CELESTIAL
El amor del Padre a  la Madre  Inmaculada de su Hijo y el del Hijo a su Madre, Esposa del Espíritu, a la gloria celeste la ensalzan. No se puede comparar el recibimiento que Salomón hizo a su madre Betsabé cuando llegó a su palacio real, que se levantó para recibirla y le hizo una  inclinación; luego se sentó en el trono, mandó poner un trono para su madre, y Betsabé se sentó a su derecha” (1 Re 2,19), con el que el Rey del Cielo le ha hecho a su madre glorificada con su abrazo tierno y eterno. “Levántate, amada mía, hermosa mía, ven a mí! Porque ha pasado el invierno, las lluvias han cesado y se han ido, brotan flores en la vega, el arrullo de la tórtola se deja oír en los campos; apuntan los frutos en la higuera, la viña en flor difunde perfume. Levántate, amada mía, hermosa mía, ven a mí” (Cant  2,10). Cuando surge el amor en el alma, el cuerpo exulta y  resplandece. Y el amor a María, que creció siempre enamorada y “enferma de amor”, “decidle que adolezco, peno y muero”, ha llegado a la cumbre donde Dios hace la suprema excelsa maravilla de la criatura nueva que a todos nos precede y nos arrastra, dominando la muerte. El río de amor rebosante convertido en mar, ha entrado en el  océano infinito de felicidad y la dulzura. “El día primero de noviembre de 1950, el Papa Pío XII proclamó solemnemente: “Declaramos,  definimos, que la Santísima Virgen  María, cumplido el curso de su vida mortal, fue asumpta en cuerpo y alma a la gloria del cielo”.
10.  LA LEYENDA AUREA
Se escriben y se cuentan las narraciones más exquisitas de la leyenda dorada, un drama, lleno de vida, que termina con un epílogo bellísimo; una deliciosa  historia, propia del genio oriental, ilumi­nada de estrellas y  de ángeles, perfumada de inciensos y azucenas, decorada de todas las maravillas del cielo y de todas las bellezas de la tierra. Empezó a difundirse por el Oriente en el siglo V con el nombre de un  discípulo de San Juan, Melitón de Sardes; más tarde, Gregorio de Tours la da a conocer en las Galias; los españoles de la  Reconquista también la leían, y los cristianos de  la Edad Media buscaron en sus páginas alimento de fe y  entusiasmo religioso. Un Ángel se aparecía a la Virgen y le  entregaba la palma diciendo: “María, levántate; te traigo esta rama    de un árbol del paraíso, para que cuando mueras la lleven delante de  tu cuerpo, porque vengo a anunciarte que tu Hijo te aguarda.” María tomó la palma, que brillaba como el lucero matutino, y el ángel desapareció. Esta salutación angélica fue el preludio del gran acontecimiento. Poco después, los Apósto­les, que sembraban la semilla evangélica por  toda la tierra, se sintieron arrastrados por una fuerza misteriosa,  que les llevaba hacia Jerusalén. Sin saber cómo, se encontraron  reunidos en torno de aquel lecho, con efluvios de altar, en que  la  Madre de su Maes­tro esperaba la venida de la muerte. De repente sonó un trueno fragoroso, la habitación se llenó de perfumes, y apareció Cristo con un cortejo de serafines vestidos de dalmá­ticas de fuego. Arriba, los coros angélicos cantaban dulces melodías; abajo, el Hijo decía a su Madre: “Ven, amada mía,  yo te colocaré sobre un trono resplandeciente, porque he deseado tu  belleza.” Y María respondió: ” Proclama mi alma la grandeza al Señor.” Al mismo tiempo, su espíritu se desprendía de la tierra y  Cristo desapa­recía con él entre nubes luminosas, espirales de  incienso y misteriosas armonías. El corazón limpio, había cesado de  latir; pero un halo divino iluminaba la carne inmaculada. Se levantó Pedro y dijo a sus compañeros: “Obrad, hermanos, con amorosa diligencia; tomad este cuerpo, más puro que el sol de la madrugada; fuera de la ciudad encontraréis un sepulcro nuevo. Velad junto al  monumento hasta que veáis cosas prodigiosas.” Se formó el cortejo. Las vírgenes iniciaron el desfile; tras ellas iban los Apóstoles  salmodiando con antorchas en las manos, y en medio caminaba San Juan, llevando la palma simbólica. Coros de ángeles batían sus alas  sobre la comitiva, y del Cielo bajaba una voz que decía: “No te  abandonaré, margarita mía, no te abandonaré, porque fuiste templo  del Espíritu Santo y habitación del Inefable.” Al tercer día, los   Apóstoles que velaban en torno del sepulcro oyeron una voz muy  conocida, que repetía las antiguas palabras del Cenáculo: “La paz sea con vosotros.” Era Jesús que venía a llevarse el cuerpo de su   Madre. Temblando de amor y de respeto, el Arcángel San Miguel lo  arrebató del sepulcro y, unido al alma para siempre, fue dulcemente colocado en una carroza de luz y transportado a las alturas. En este momento aparece Tomás sudoroso y jadeante. Siempre llega tarde, pero ahora tiene razón: viene de la India lejana: Interroga y  escudriña; es inútil: en el sepulcro sólo quedan aromas de jazmines  y azahares. En los aires, una estela luminosa cae junto a los pies de Tomás, el ceñidor que le envía la Virgen en señal de despedida.
11.  AUNQUE LA IGLESIA NOLA RECOGE EN SU LITURGIA, PERMITIO QUE SE EXTENDIERA
Esta bella leyenda iluminó en otros siglos la vida  de los cristianos. La Iglesia romana rehusó recogerla en sus libros litúrgicos, pero la dejó correr libremente para edificación de los fieles. Propagada por la piedad del pueblo, recorrió todos los países, penetró en la literatura, inspiró a los poetas y se hizo  popular cuando en el valle de Josafat descubrieron los cruzados aquel sepulcro en que se habían obra­do tantas maravillas, y sobre el cual suspendieron ellos innu­merables lámparas de oro. Pero nadie la recogió con más amor ni la interpretó con tanta belleza como los artistas. La primera representación es anterior a la leyenda escrita. Se encuentra en un sarcófago romano de la basílica de Santa Engracia en Zaragoza. María apa­rece de pie en medio de los Apóstoles. Desde lo alto asoma una mano que aprisiona la suya, recordando aquellas frases del relato apócrifo: “El Señor extendió su mano y la puso sobre la Virgen; Ella la abrazó y la llevó a los ojos y lloró. Los discípulos se le acercaron diciendo: ¡0h Madre de la luz, ruega por este mundo que abandonas! Finalmente, el Señor extendió su mano santa y, tomando aquella alma pura, la llevó al tesoro del Padre.”
12.  LOS TESTIMONIOS DE  LA  BELLEZA
Después se suceden las  representaciones en las telas, en los marfiles y en los mosaicos. Tanto el ro­mánico como el gótico convierten el tema, en una verdadera historia en la piedra. Unas veces veremos a los Apóstoles en torno de María mori­bunda; otras, desfila el cortejo  precedido por el discípulo ama­do; otras, el grupo apostólico  aparece a la puerta del monumento; o se presenta el ángel para arrebatar su presa a la muerte y al sepulcro. Motivos particularmente amados por el Oriente, que, más que la Asunción, celebra la Dormición de María. Los occidentales prefieren representar el momento en que María atraviesa los cielos pisando estrellas y alas de ángeles. Murillo y Rafael y los imagineros del Siglo de Oro la representaron en sus retablos. Nos trasportan al Cielo, poniendo ante nuestros ojos el momento de la coronación, como el cuadro del Louvre en que Fray Angélico nos presenta a María  coronada por su Hijo entre coros de vírgenes, de santos y de mártires, vestidos de celestes colores. Pero ya dos siglos antes el tema estaba tratado con grandeza en Notre Dame de París, y al escultor había precedido el maestro románico de Silos. Se ha combinado la Anunciación con la Coronación. Gabriel dobla la rodilla, pronunciando su mensaje con graciosa sonrisa. Dos ángeles salen de las nubes y colocan la  corona en las sienes de María. Su diestra hace un gesto de sorpresa  ante el anuncio del mensajero divino, pero todo en su actitud revela  imperio y majestad. En el Cielo y en la tierra todo se reunía para celebrar el triunfo definitivo de la Madre de Dios: el hombre y el ángel, la flor y la estrella, la inocencia y el pecado, la fe y el amor, la poesía y el arte, en un concierto universal en honor del  vuelo sublime. La Madre del amor y de la esperanza se aleja de nosotros; pero no se nos ocurre llorar, sino asociarnos a los júbilos del paraíso. Ni un eco de melancolía en las melodías de la liturgia; a no ser aquel en que, imaginando a María en el momento de   trasponer las nubes, se nos ocurre levantar a ella nuestro anhelo y, asiendo la punta de su manto, repetir las palabras bíblicas: “Oh Reina, llévanos en pos de ti; queremos correr tras el olor de tus  perfumes hasta la montaña santa, hasta la casa de Dios”. Pero ya llegará el día de nuestro triunfo, porque también para nosotros hay una silla y una corona.
13.  El MISTERIO DE  ELCHE
Después del Concilio de  Trento y basado en los Evangelios Apócrifos y en la Leyenda Aurea, surge El Misterio de Elche, drama asuncionista del siglo XV, que se celebra en la Basílica de  Santa María, por bula papal de Urbano VIII en 1632, y que en la  actualidad opta a ser declarado Patrimonio Oral e Intangible por la UNESCO.
Se desarrolla en dos actos, en  La Vesprá, se representa la  muerte de María y La Festa, describe el entierro, la asunción y la  coronación de la Virgen. Bajo la cúpula de la Basílica se coloca un cadafal, donde se desarrollan  las escenas del drama asuncionista. En la cima de la cúpula, que dista 22 metros desde el cadafal, hay una abertura cubierta por una enorme tela pintada que simula el cielo, donde se  esconden los artilugios que hacen aparecer y desaparecer los actores, que crean la magia del Misterio. La Festa La Magrana, una granada gigante desciende y al abrirse desprende una lluvia de oropel, transporta al ángel con la palma para comunicar a la Virgen su próxima muerte y su asunción a los cielos. En la Vesprá el Araceli transporta a cinco ángeles para llevar el alma de María al cielo y pedir a los apóstoles que la entierren en el valle de Josafat, y en la Festa, el ángel con el alma de la Virgen es sustituido por la imagen de la Virgen dormida. En la Coronación, Dios Padre corona a la Virgen en la apoteosis del Misterio. Para manifestar nuestro júbilo por la gloria de nuestra Madre, prenda sagrada de nuestra gloria.
Es bien que todos llenemos
nuestras almas de  alegría,
por la grandeza en que  vemos
a nuestra Madre María;
pues Dios le ha querido dar
tan soberanos honores,
porque ella los ha de usar
para mejor perdonar
a los pobres pecadores.
A la gloria celeste la ensalzan. No se puede comparar el recibimiento que Salomón hizo a su madre Betsabé cuando llegó a su palacio real, que se levantó para recibirla y le hizo una inclinación; luego se sentó en el trono, mandó poner un trono para su madre, y Betsabé se sentó a su derecha” (1 Re 2,19), con el que el Rey del Cielo le ha hecho a su madre glorificada con su abrazo tierno y eterno. “Levántate, amada mía, hermosa mía, ven a mí! Porque ha pasado el invierno, las lluvias ha cesado y se han ido, brotan flores en la vega, el arrullo de la tórtola se deja oír en los campos; apuntan los frutos en la higuera, la viña en flor difunde perfume. Levántate, amada mía, hermosa mía,ven a mí” (Cant 2,10). Cuando surge el amor en el alma, el cuerpo exulta y resplandece. Y el amor a María, que creció siempre enamorada y “enferma de amor”, “decidle que adolezco, peno y muero”, ha llegado a la cumbre donde Dios hace la suprema excelsa maravilla de la criatura nueva que a todos nos precede y nos arrastra,  dominando la muerte. El río de amor rebosante convertido en mar, ha entrado en el océano infinito d felicidad y la dulzura. “El día primero de noviembre de 1950, el Papa Pío XII proclamó solemnemente: “Declaramos,   definimos, que la Santísima Virgen María, cumplido el curso de su vida mortal, fue asumpta en cuerpo y alma a la gloria del cielo”.

Fuente: tonibandin.wordpress.com

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