En la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado
Este domingo 15 de enero, con motivo de la 98 Jornada Mundial del
Migrante y del Refugiado, la Iglesia universal se une a todas aquellas
personas que por distintos motivos salieron de su país en busca de una
mejor calidad de vida. Y lo hace también con quienes tuvieron que huir
del peligro de muerte que traía la guerra o la hambruna en sus
territorios.
Hay un doble motivo de conmemoración, dado que la
Santa Sede fue incorporada en diciembre como miembro de la Organización
Internacional para las Migraciones, que a no dudarlo es un
reconocimiento a una voz autorizada y comprometida con este creciente
problema, el cual debió estar incluido entre los Objetivos de Desarrollo
del Milenio.
Volviendo a la Jornada anual --que ya se acerca a su centésima
celebración--, esta tiene como finalidad “proyectar la solicitud de la
Iglesia sobre las peculiares necesidades de los que se vean obligados a
dejar su patria o carezcan totalmente de ella”, según se lee en las
competencias que el beato Juan Pablo II le asignó al respectivo
dicasterio, a través de la constitución apostólica Pastor Bonus.
¿En qué contexto se celebra, por así decirlo, en Italia? Hay dos
hechos que preocupan actualmente a la Iglesia y a un sector del nuevo
gobierno Monti, que tiene como ministro de cooperación internacional e
integración al fundador de la Comunidad de San Egidio, el laico Andrea
Riccardi.
Uno es el relativo a las nuevas tasas que perjudican al migrante, las
cuales podrían ser elevadas por encima de sus posibilidades reales,
dado que en la mayoría de los casos realizan trabajos manuales y
domésticos o estudian. El otro desafío es revertir el actual derecho
negado a los niños “no comunitarios” nacidos en suelo italiano (en 2010
fueron 78.000), y que por el sistema de ius sanguinis (derecho por sangre) y no de ius soli (derecho por territorio), se les priva de la nacionalidad hasta que cumplan los 18 años.
Como se ve, siempre aparecen nuevos frentes a los que la Iglesia
tendrá que responder oportunamente. Gran mérito tienen en esto Caritas,
las congregaciones religiosas y algunas ONG, que dan todo de sí para
atenuar las consecuencias de este fenómeno crítico.
Tampoco se debe olvidar a quienes han consumido su vida en estos
afanes, como el beato Giovanni B. Scalabrini, quien no solo creó una
familia religiosa para atender a los migrantes en el mundo, sino que él
mismo visitó a aquellos italianos --que desde fines del siglo XIX--,
emigraron por millones a América del Norte y del Sur, huyendo también de
la guerra, las epidemias y el hambre.
Para ir más allá, el tema elegido este año por el papa Benedicto XVI
fue “Migraciones y Nueva Evangelización”, por lo que ha dirigido un
mensaje esclarecedor: “Nuestro tiempo está marcado por intentos de
borrar a Dios y la enseñanza de la Iglesia del horizonte de la vida,
mientras crece la duda, el escepticismo y la indiferencia, que querrían
eliminar incluso toda visibilidad social y simbólica de la fe
cristiana”.
Consciente de algunas cifras --que en el caso de Italia acaban de ser
reportadas por la oficina Migrantes y Caritas, ambas de la Conferencia
Episcopal Italiana--, el santo padre señala que “La Iglesia afronta el
desafío de ayudar a los inmigrantes a mantener firme su fe (..),
buscando también nuevas estrategias pastorales, así como métodos y
lenguajes para una acogida siempre viva de la Palabra de Dios”.
Del número de migrantes que tiene este país (7,5% de la población, o
sea 4,5 millones), hay un gran números de católicos que llevan una fe
marcada en el alma, como son los polacos, filipinos, ecuatorianos,
peruanos y parte de los albaneses y rumanos, solo por nombrar a las
comunidades más numerosas de Italia. Todos ellos tienen asistencia
ofrecida por algunas diócesis a través de capellanías bilingües, que
están a su disposición con diversos servicios pastorales y sociales.
En el caso de los peruanos --que hoy se cuentan cerca de cien mil
(los regularizados)--, algunos están en este país por cerca de 30 años y
generalmente han obtenido un consejo, un sacramento o una ayuda
material en su propio idioma. También están los recién llegados, que
podrán seguir el mismo recorrido.
Una idea que se desprende por sí sola del mensaje es: ¿acaso cree el
papa que el fruto ya está maduro? ¿Es tiempo de recoger lo que se ha
sembrado? ¿El migrante, ya podría dar tanto o más de lo que ha recibido?
El itinerario lo da el mismo Benedicto XVI cuando auspicia que “los
propios inmigrantes tienen un valioso papel, puesto que pueden
convertirse a su vez en «anunciadores de la Palabra de Dios y testigos
de Jesús resucitado, esperanza del mundo» (Verbum Domini, 105)”.
Por lo tanto, y recordando algunas parábolas de Jesús sobre la
higuera, quizás sea hora de que los migrantes den los frutos que exige
su bautismo, asumiendo un rol de evangelizadores no solo entre sus
connacionales (hay un riesgo de gueto en esto), sino dentro de la
comunidad parroquial donde viven, ubicada en el distrito que los acoge.
La estrategia de la nueva evangelización ha comenzado por Europa,
donde la fe es un supuesto o adolece de una suerte de “cansancio”, como
lo repite el papa tantas veces al referirse a la Iglesia del viejo
continente.
Entonces por qué no darles un espacio a los migrantes, “gente de
esperanza”, a fin de que evangelicen a tantas personas --hoy
desilusionadas--, que no obtuvieron el paraíso que la sociedad de
consumo les ofrecía cuarenta años atrás.
Por José Antonio Varela Vidal
zenit.org
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