“Arraigados y edificados en Cristo,
firmes en la fe”(cf. Col 2, 7)
firmes en la fe”(cf. Col 2, 7)
Queridos amigos
Pienso con frecuencia en la
Jornada Mundial de la Juventud de
Sydney, en el 2008. Allí vivimos una gran fiesta de la fe, en la que el Espíritu
de Dios actuó con fuerza, creando una intensa comunión entre los participantes,
venidos de todas las partes del mundo. Aquel encuentro, como los precedentes, ha
dado frutos abundantes en la vida de muchos jóvenes y de toda la Iglesia.
Nuestra mirada se dirige ahora a la próxima Jornada Mundial de la Juventud, que
tendrá lugar en Madrid, en el mes de agosto de 2011. Ya en 1989, algunos meses
antes de la histórica caída del Muro de Berlín, la peregrinación de los jóvenes
hizo un alto en España, en
Santiago de Compostela. Ahora, en un momento en que
Europa tiene que volver a encontrar sus raíces cristianas, hemos fijado nuestro
encuentro en Madrid, con el lema: «Arraigados y edificados en Cristo, firmes
en la fe» (cf. Col 2, 7). Os invito a este evento tan importante para
la Iglesia en Europa y para la Iglesia universal. Además, quisiera que todos los
jóvenes, tanto los que comparten nuestra fe, como los que vacilan, dudan o no
creen, puedan vivir esta experiencia, que puede ser decisiva para la vida: la
experiencia del Señor Jesús resucitado y vivo, y de su amor por cada uno de
nosotros.
1.
En las fuentes de vuestras aspiraciones más grandes
En cada época, también en nuestros días, numerosos jóvenes sienten el
profundo deseo de que las relaciones interpersonales se vivan en la verdad y la
solidaridad. Muchos manifiestan la aspiración de construir relaciones auténticas
de amistad, de conocer el verdadero amor, de fundar una familia unida, de
adquirir una estabilidad personal y una seguridad real, que puedan garantizar un
futuro sereno y feliz. Al recordar mi juventud, veo que, en realidad, la
estabilidad y la seguridad no son las cuestiones que más ocupan la mente de los
jóvenes. Sí, la cuestión del lugar de trabajo, y con ello la de tener el
porvenir asegurado, es un problema grande y apremiante, pero al mismo tiempo la
juventud sigue siendo la edad en la que se busca una vida más grande. Al pensar
en mis años de entonces, sencillamente, no queríamos perdernos en la mediocridad
de la vida aburguesada. Queríamos lo que era grande, nuevo. Queríamos encontrar
la vida misma en su inmensidad y belleza. Ciertamente, eso dependía también de
nuestra situación. Durante la dictadura nacionalsocialista y la guerra,
estuvimos, por así decir, “encerrados” por el poder dominante. Por ello,
queríamos salir afuera para entrar en la abundancia de las posibilidades del ser
hombre. Pero creo que, en cierto sentido, este impulso de ir más allá de lo
habitual está en cada generación. Desear algo más que la cotidianidad regular de
un empleo seguro y sentir el anhelo de lo que es realmente grande forma parte
del ser joven. ¿Se trata sólo de un sueño vacío que se desvanece cuando uno se
hace adulto? No, el hombre en verdad está creado para lo que es grande, para el
infinito. Cualquier otra cosa es insuficiente. San Agustín tenía razón: nuestro
corazón está inquieto, hasta que no descansa en Ti. El deseo de la vida más
grande es un signo de que Él nos ha creado, de que llevamos su “huella”. Dios es
vida, y cada criatura tiende a la vida; en un modo único y especial, la persona
humana, hecha a imagen de Dios, aspira al amor, a la alegría y a la paz.
Entonces comprendemos que es un contrasentido pretender eliminar a Dios para que
el hombre viva. Dios es la fuente de la vida; eliminarlo equivale a separarse de
esta fuente e, inevitablemente, privarse de la plenitud y la alegría: «sin el
Creador la criatura se diluye» (Con. Ecum. Vaticano. II, Const.
Gaudium et
Spes, 36). La cultura actual, en algunas partes del mundo, sobre todo en
Occidente, tiende a excluir a Dios, o a considerar la fe como un hecho privado,
sin ninguna relevancia en la vida social. Aunque el conjunto de los valores, que
son el fundamento de la sociedad, provenga del Evangelio –como el sentido de la
dignidad de la persona, de la solidaridad, del trabajo y de la familia–, se
constata una especie de “eclipse de Dios”, una cierta amnesia, más aún, un
verdadero rechazo del cristianismo y una negación del tesoro de la fe recibida,
con el riesgo de perder aquello que más profundamente nos caracteriza.
Por este motivo, queridos amigos, os invito a intensificar vuestro
camino de fe en Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo. Vosotros sois el futuro
de la sociedad y de la Iglesia. Como escribía el apóstol Pablo a los cristianos
de la ciudad de Colosas, es vital tener raíces y bases sólidas. Esto es verdad,
especialmente hoy, cuando muchos no tienen puntos de referencia estables para
construir su vida, sintiéndose así profundamente inseguros. El relativismo que
se ha difundido, y para el que todo da lo mismo y no existe ninguna verdad, ni
un punto de referencia absoluto, no genera verdadera libertad, sino
inestabilidad, desconcierto y un conformismo con las modas del momento.
Vosotros, jóvenes, tenéis el derecho de recibir de las generaciones que os
preceden puntos firmes para hacer vuestras opciones y construir vuestra vida,
del mismo modo que una planta pequeña necesita un apoyo sólido hasta que crezcan
sus raíces, para convertirse en un árbol robusto, capaz de dar fruto.
2. Arraigados y edificados en Cristo
Para poner de relieve la importancia de la fe en la vida de los creyentes,
quisiera detenerme en tres términos que san Pablo utiliza en: «Arraigados y
edificados en Cristo, firmes en la fe» (cf. Col 2, 7). Aquí podemos
distinguir tres imágenes: “arraigado” evoca el árbol y las raíces que lo
alimentan; “edificado” se refiere a la construcción; “firme” alude al
crecimiento de la fuerza física o moral. Se trata de imágenes muy elocuentes.
Antes de comentarlas, hay que señalar que en el texto original las tres
expresiones, desde el punto de vista gramatical, están en pasivo: quiere decir,
que es Cristo mismo quien toma la iniciativa de arraigar, edificar y hacer
firmes a los creyentes.
La primera imagen es la del árbol, firmemente plantado en el suelo por
medio de las raíces, que le dan estabilidad y alimento. Sin las raíces, sería
llevado por el viento, y moriría. ¿Cuáles son nuestras raíces? Naturalmente, los
padres, la familia y la cultura de nuestro país son un componente muy importante
de nuestra identidad. La Biblia nos muestra otra más. El profeta Jeremías
escribe: «Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza: será
un árbol plantado junto al agua, que junto a la corriente echa raíces; cuando
llegue el estío no lo sentirá, su hoja estará verde; en año de sequía no se
inquieta, no deja de dar fruto» (Jer 17, 7-8). Echar raíces, para el
profeta, significa volver a poner su confianza en Dios. De Él viene nuestra
vida; sin Él no podríamos vivir de verdad. «Dios nos ha dado vida eterna y esta
vida está en su Hijo» (1 Jn 5,11). Jesús mismo se presenta como nuestra
vida (cf. Jn 14, 6). Por ello, la fe cristiana no es sólo creer en la
verdad, sino sobre todo una relación personal con Jesucristo. El encuentro con
el Hijo de Dios proporciona un dinamismo nuevo a toda la existencia. Cuando
comenzamos a tener una relación personal con Él, Cristo nos revela nuestra
identidad y, con su amistad, la vida crece y se realiza en plenitud. Existe un
momento en la juventud en que cada uno se pregunta: ¿qué sentido tiene mi vida,
qué finalidad, qué rumbo debo darle? Es una fase fundamental que puede turbar el
ánimo, a veces durante mucho tiempo. Se piensa cuál será nuestro trabajo, las
relaciones sociales que hay que establecer, qué afectos hay que desarrollar… En
este contexto, vuelvo a pensar en mi juventud. En cierto modo, muy pronto tomé
conciencia de que el Señor me quería sacerdote. Pero más adelante, después de la
guerra, cuando en el seminario y en la universidad me dirigía hacia esa meta,
tuve que reconquistar esa certeza. Tuve que preguntarme: ¿es éste de verdad mi
camino? ¿Es de verdad la voluntad del Señor para mí? ¿Seré capaz de permanecerle
fiel y estar totalmente a disposición de Él, a su servicio? Una decisión así
también causa sufrimiento. No puede ser de otro modo. Pero después tuve la
certeza: ¡así está bien! Sí, el Señor me quiere, por ello me dará también la
fuerza. Escuchándole, estando con Él, llego a ser yo mismo. No cuenta la
realización de mis propios deseos, sino su voluntad. Así, la vida se vuelve
auténtica.
Como las raíces del árbol lo mantienen plantado firmemente en la
tierra, así los cimientos dan a la casa una estabilidad perdurable. Mediante la
fe, estamos arraigados en Cristo (cf. Col 2, 7), así como una casa está
construida sobre los cimientos. En la historia sagrada tenemos numerosos
ejemplos de santos que han edificado su vida sobre la Palabra de Dios. El
primero Abrahán. Nuestro padre en la fe obedeció a Dios, que le pedía dejar la
casa paterna para encaminarse a un país desconocido. «Abrahán creyó a Dios y se
le contó en su haber. Y en otro pasaje se le llama “amigo de Dios”» (St
2, 23). Estar arraigados en Cristo significa responder concretamente a la
llamada de Dios, fiándose de Él y poniendo en práctica su Palabra. Jesús mismo
reprende a sus discípulos: «¿Por qué me llamáis: “¡Señor, Señor!”, y no hacéis
lo que digo?» (Lc 6, 46). Y recurriendo a la imagen de la construcción de
la casa, añade: «El que se acerca a mí, escucha mis palabras y las pone por
obra… se parece a uno que edificaba una casa: cavó, ahondó y puso los cimientos
sobre roca; vino una crecida, arremetió el río contra aquella casa, y no pudo
tambalearla, porque estaba sólidamente construida» (Lc 6, 47-48).
Queridos amigos, construid vuestra casa sobre roca, como el hombre que
“cavó y ahondó”. Intentad también vosotros acoger cada día la Palabra de Cristo.
Escuchadle como al verdadero Amigo con quien compartir el camino de vuestra
vida. Con Él a vuestro lado seréis capaces de afrontar con valentía y esperanza
las dificultades, los problemas, también las desilusiones y los fracasos.
Continuamente se os presentarán propuestas más fáciles, pero vosotros mismos os
daréis cuenta de que se revelan como engañosas, no dan serenidad ni alegría.
Sólo la Palabra de Dios nos muestra la auténtica senda, sólo la fe que nos ha
sido transmitida es la luz que ilumina el camino. Acoged con gratitud este don
espiritual que habéis recibido de vuestras familias y esforzaos por responder
con responsabilidad a la llamada de Dios, convirtiéndoos en adultos en la fe. No
creáis a los que os digan que no necesitáis a los demás para construir vuestra
vida. Apoyaos, en cambio, en la fe de vuestros seres queridos, en la fe de la
Iglesia, y agradeced al Señor el haberla recibido y haberla hecho vuestra.
3. Firmes en la fe
Estad «arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe» (cf.
Col 2, 7). La carta de la cual está tomada esta invitación, fue escrita por
san Pablo para responder a una necesidad concreta de los cristianos de la ciudad
de Colosas. Aquella comunidad, de hecho, estaba amenazada por la influencia de
ciertas tendencias culturales de la época, que apartaban a los fieles del
Evangelio. Nuestro contexto cultural, queridos jóvenes, tiene numerosas
analogías con el de los colosenses de entonces. En efecto, hay una fuerte
corriente de pensamiento laicista que quiere apartar a Dios de la vida de las
personas y la sociedad, planteando e intentando crear un “paraíso” sin Él. Pero
la experiencia enseña que el mundo sin Dios se convierte en un “infierno”, donde
prevalece el egoísmo, las divisiones en las familias, el odio entre las personas
y los pueblos, la falta de amor, alegría y esperanza. En cambio, cuando las
personas y los pueblos acogen la presencia de Dios, le adoran en verdad y
escuchan su voz, se construye concretamente la civilización del amor, donde cada
uno es respetado en su dignidad y crece la comunión, con los frutos que esto
conlleva. Hay cristianos que se dejan seducir por el modo de pensar laicista, o
son atraídos por corrientes religiosas que les alejan de la fe en Jesucristo.
Otros, sin dejarse seducir por ellas, sencillamente han dejado que se enfriara
su fe, con las inevitables consecuencias negativas en el plano moral.
El apóstol Pablo recuerda a los hermanos, contagiados por las ideas
contrarias al Evangelio, el poder de Cristo muerto y resucitado. Este misterio
es el fundamento de nuestra vida, el centro de la fe cristiana. Todas las
filosofías que lo ignoran, considerándolo “necedad” (1 Co 1, 23),
muestran sus límites ante las grandes preguntas presentes en el corazón del
hombre. Por ello, también yo, como Sucesor del apóstol Pedro, deseo confirmaros
en la fe (cf. Lc 22, 32). Creemos firmemente que Jesucristo se entregó en
la Cruz para ofrecernos su amor; en su pasión, soportó nuestros sufrimientos,
cargó con nuestros pecados, nos consiguió el perdón y nos reconcilió con Dios
Padre, abriéndonos el camino de la vida eterna. De este modo, hemos sido
liberados de lo que más atenaza nuestra vida: la esclavitud del pecado, y
podemos amar a todos, incluso a los enemigos, y compartir este amor con los
hermanos más pobres y en dificultad.
Queridos amigos, la cruz a menudo nos da miedo, porque parece ser la
negación de la vida. En realidad, es lo contrario. Es el “sí” de Dios al hombre,
la expresión máxima de su amor y la fuente de donde mana la vida eterna. De
hecho, del corazón de Jesús abierto en la cruz ha brotado la vida divina,
siempre disponible para quien acepta mirar al Crucificado. Por eso, quiero
invitaros a acoger la cruz de Jesús, signo del amor de Dios, como fuente de vida
nueva. Sin Cristo, muerto y resucitado, no hay salvación. Sólo Él puede liberar
al mundo del mal y hacer crecer el Reino de la justicia, la paz y el amor, al
que todos aspiramos.
4. Creer en Jesucristo sin verlo
En el Evangelio se nos describe la experiencia de fe del apóstol Tomás cuando
acoge el misterio de la cruz y resurrección de Cristo. Tomás, uno de los doce
apóstoles, siguió a Jesús, fue testigo directo de sus curaciones y milagros,
escuchó sus palabras, vivió el desconcierto ante su muerte. En la tarde de
Pascua, el Señor se aparece a los discípulos, pero Tomás no está presente, y
cuando le cuentan que Jesús está vivo y se les ha aparecido, dice: «Si no veo en
sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos
y no meto la mano en su costado, no lo creo» (Jn 20, 25).
También nosotros quisiéramos poder ver a Jesús, poder hablar con Él,
sentir más intensamente aún su presencia. A muchos se les hace hoy difícil el
acceso a Jesús. Muchas de las imágenes que circulan de Jesús, y que se hacen
pasar por científicas, le quitan su grandeza y la singularidad de su persona.
Por ello, a lo largo de mis años de estudio y meditación, fui madurando la idea
de transmitir en un libro algo de mi encuentro personal con Jesús, para ayudar
de alguna forma a ver, escuchar y tocar al Señor, en quien Dios nos ha salido al
encuentro para darse a conocer. De hecho, Jesús mismo, apareciéndose nuevamente
a los discípulos después de ocho días, dice a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes
mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino
creyente» (Jn 20, 27). También para nosotros es posible tener un contacto
sensible con Jesús, meter, por así decir, la mano en las señales de su Pasión,
las señales de su amor. En los Sacramentos, Él se nos acerca en modo particular,
se nos entrega. Queridos jóvenes, aprended a “ver”, a “encontrar” a Jesús en la
Eucaristía, donde está presente y cercano hasta entregarse como alimento para
nuestro camino; en el Sacramento de la Penitencia, donde el Señor manifiesta su
misericordia ofreciéndonos siempre su perdón. Reconoced y servid a Jesús también
en los pobres y enfermos, en los hermanos que están en dificultad y necesitan
ayuda.
Entablad y cultivad un diálogo personal con Jesucristo, en la fe.
Conocedle mediante la lectura de los Evangelios y del Catecismo de la Iglesia
Católica; hablad con Él en la oración, confiad en Él. Nunca os traicionará. «La
fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo
tiempo e inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha
revelado» (Catecismo de la Iglesia Católica, 150). Así podréis
adquirir una fe madura, sólida, que no se funda únicamente en un sentimiento
religioso o en un vago recuerdo del catecismo de vuestra infancia. Podréis
conocer a Dios y vivir auténticamente de Él, como el apóstol Tomás, cuando
profesó abiertamente su fe en Jesús: «¡Señor mío y Dios mío!».
5. Sostenidos por la fe de la Iglesia, para ser testigos
En aquel momento Jesús exclama: «¿Porque me has visto has creído? Dichosos los
que crean sin haber visto» (Jn 20, 29). Pensaba en el camino de la
Iglesia, fundada sobre la fe de los testigos oculares: los Apóstoles.
Comprendemos ahora que nuestra fe personal en Cristo, nacida del diálogo con Él,
está vinculada a la fe de la Iglesia: no somos creyentes aislados, sino que,
mediante el Bautismo, somos miembros de esta gran familia, y es la fe profesada
por la Iglesia la que asegura nuestra fe personal. El Credo que
proclamamos cada domingo en la Eucaristía nos protege precisamente del peligro
de creer en un Dios que no es el que Jesús nos ha revelado: «Cada creyente es
como un eslabón en la gran cadena de los creyentes. Yo no puedo creer sin ser
sostenido por la fe de los otros, y por mi fe yo contribuyo a sostener la fe de
los otros» (Catecismo de la Iglesia Católica, 166). Agradezcamos siempre
al Señor el don de la Iglesia; ella nos hace progresar con seguridad en la fe,
que nos da la verdadera vida (cf. Jn 20, 31).
En la historia de la Iglesia, los santos y mártires han sacado de la
cruz gloriosa la fuerza para ser fieles a Dios hasta la entrega de sí mismos; en
la fe han encontrado la fuerza para vencer las propias debilidades y superar
toda adversidad. De hecho, como dice el apóstol Juan: «¿quién es el que vence al
mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?» (1 Jn 5, 5). La
victoria que nace de la fe es la del amor. Cuántos cristianos han sido y son un
testimonio vivo de la fuerza de la fe que se expresa en la caridad. Han sido
artífices de paz, promotores de justicia, animadores de un mundo más humano, un
mundo según Dios; se han comprometido en diferentes ámbitos de la vida social,
con competencia y profesionalidad, contribuyendo eficazmente al bien de todos.
La caridad que brota de la fe les ha llevado a dar un testimonio muy concreto,
con la palabra y las obras. Cristo no es un bien sólo para nosotros mismos, sino
que es el bien más precioso que tenemos que compartir con los demás. En la era
de la globalización, sed testigos de la esperanza cristiana en el mundo entero:
son muchos los que desean recibir esta esperanza. Ante la tumba del amigo
Lázaro, muerto desde hacía cuatro días, Jesús, antes de volver a llamarlo a la
vida, le dice a su hermana Marta: «Si crees, verás la gloria de Dios» (Jn
11, 40). También vosotros, si creéis, si sabéis vivir y dar cada día testimonio
de vuestra fe, seréis un instrumento que ayudará a otros jóvenes como vosotros a
encontrar el sentido y la alegría de la vida, que nace del encuentro con Cristo.
6. Hacia la Jornada Mundial de Madrid
Queridos amigos, os reitero la invitación a asistir a la Jornada Mundial de la
Juventud en Madrid. Con profunda alegría, os espero a cada uno personalmente.
Cristo quiere afianzaros en la fe por medio de la Iglesia. La elección de creer
en Cristo y de seguirle no es fácil. Se ve obstaculizada por nuestras
infidelidades personales y por muchas voces que nos sugieren vías más fáciles.
No os desaniméis, buscad más bien el apoyo de la comunidad cristiana, el apoyo
de la Iglesia. A lo largo de este año, preparaos intensamente para la cita de
Madrid con vuestros obispos, sacerdotes y responsables de la pastoral juvenil en
las diócesis, en las comunidades parroquiales, en las asociaciones y los
movimientos. La calidad de nuestro encuentro dependerá, sobre todo, de la
preparación espiritual, de la oración, de la escucha en común de la Palabra de
Dios y del apoyo recíproco.
Queridos jóvenes, la Iglesia cuenta con vosotros. Necesita vuestra fe
viva, vuestra caridad creativa y el dinamismo de vuestra esperanza. Vuestra
presencia renueva la Iglesia, la rejuvenece y le da un nuevo impulso. Por ello,
las Jornadas Mundiales de la Juventud son una gracia no sólo para vosotros, sino
para todo el Pueblo de Dios. La Iglesia en España se está preparando
intensamente para acogeros y vivir la experiencia gozosa de la fe. Agradezco a
las diócesis, las parroquias, los santuarios, las comunidades religiosas, las
asociaciones y los movimientos eclesiales, que están trabajando con generosidad
en la preparación de este evento. El Señor no dejará de bendecirles. Que la
Virgen María acompañe este camino de preparación. Ella, al anuncio del Ángel,
acogió con fe la Palabra de Dios; con fe consintió que la obra de Dios se
cumpliera en ella. Pronunciando su “fiat”, su “sí”, recibió el don de una
caridad inmensa, que la impulsó a entregarse enteramente a Dios. Que Ella
interceda por todos vosotros, para que en la próxima Jornada Mundial podáis
crecer en la fe y en el amor. Os aseguro mi recuerdo paterno en la oración y os
bendigo de corazón.
Vaticano, 6 de agosto de 2010, Fiesta de la Transfiguración del Señor.
BENEDICTUS PP. XVI
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