“Los legisladores no son dueños
de la vida y la muerte”
Por monseñor Francisco Gil
Hellín*
A estas alturas de la historia de
la humanidad, ya no es necesario demostrar que muchas leyes han sido tiránicas,
dictatoriales y abiertamente injustas. Sin retrotraernos a tiempos muy
lejanos, baste recordar los regímenes de Stalin, Hitler, Sadam Hussein o
cualquiera de los sátrapas actuales de África. Podrían recordarse incluso leyes
que, pese a ser aprobadas por parlamentos democráticos, avergüenzan la
inteligencia y el progreso social. Tal es el caso de la esclavitud, vigente en
Estados Unidos e Inglaterra hasta fechas muy recientes.
Todos estos ejemplos ponen de
manifiesto que una ley civil no tiene rango de tal por el mero hecho de que sea
promulgada por la autoridad del momento. Ni siquiera de una autoridad elegida
democráticamente. Imaginemos que un parlamento democrático restaurase
costumbres tan crueles como los sacrificios humanos o la clasificación social
de las personas, que admitía el Senado del Imperio Romano, de modo que unos
fuesen esclavos sin ningún tipo de derechos, y otros ciudadanos libres y de
mucha más categoría que los esclavos. Además de caer en un anacronismo
histórico de gran bulto, invadiría un terreno que pertenece a otra instancia
superior, a saber: la naturaleza de la persona humana, que hace iguales en
dignidad a todos, con independencia de su estatus social, cultural, étnico o
religioso.
Hay realidades, en efecto que son
pre-políticas, es decir, anteriores y superiores a toda autoridad humana. Y,
por ello, de rango superior a las decisiones de los legisladores. La
consecuencia más radical es que pueden existir leyes que no sean tales, leyes aparentes,
no reales, por más que se aprueben en un Parlamento o aparezcan en las páginas
de un Boletín Oficial del Estado.
Quiéranlo o no los relativistas y
positivistas, los derechos humanos emergen de nuestra dignidad intrínseca como
personas, no de concesiones graciosas del Estado. Si hubiere leyes que violasen
derechos fundamentales de la persona humana no serían leyes ni tendrían
carácter vinculante. Más aún, habría que oponerse a ellas y luchar con medios
legítimos para su erradicación. Si no queremos llevar a la humanidad a
situaciones de barbarie ya superadas, es preciso que los legisladores humanos
respeten y promuevan al máximo la dignidad de todas las personas humanas, sean
del color étnico, religioso o político que sean. Si por ser legal fuese moral,
podríamos llegar a aberraciones absolutamente monstruosas.
Los legisladores no son señores
de la vida o de la muerte de las personas, ni de los derechos que éstas tienen
por ser personas. Por otra parte, viendo cuál ha sido el final de algunos
dirigentes políticos del máximo rango en su nación, deberían ser conscientes
que el campo no admite puertas y que todas las presas construidas con el fin de
impedir que los ríos vayan al mar, terminarán siendo barridas por las aguas de
la dignidad de las personas, injusta y ficticiamente detenidas. La demagogia y
el populismo tienen las piernas cortas y enfermas.
La sociedad ha de ser muy celosa
para proteger y salvaguardar sus derechos. Y ser muy consciente de que no es
ella la que está al servicio de la clase política, mediática o económica, sino
que éstas están a su servicio. Así mismo, es muy sano que las instituciones
intermedias ejerzan como tales. Pienso, por ejemplo, en la familia, en los
sindicatos, en las asociaciones culturales, vecinales y religiosas. Es lo que
se designa con el nombre de subsidiariedad. En cualquier caso, la sociedad no
puede dejar de controlar a la autoridad civil para impedir que ésta invada su
terreno.
A nadie se le oculta que esta
reflexión no es un juego dialéctico sino una invitación a tomar más conciencia
de lo que actualmente sucede con reiterada frecuencia. Es mejor prevenir que
curar.
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Monseñor Francisco Gil Hellín es
el arzobispo de Burgos (España)
Fuente: zenit.org
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