Por Jaime Septién, director
general de "El Observador"
Publicamos la ponencia que
pronunció el doctor Jaime Septién, director del semanario “El Observador”, en el primer
Encuentro Nacional de México de Periódicos Católicos, sobre “La identidad de la
prensa católica”, en la sede de la Conferencia Episcopal Mexicana el 22 de
julio.
* * *
1
Los mapas revolucionaron el
pensamiento del hombre. Representaron, junto con los relojes, la
tecnología intelectual decisiva para “traducir un fenómeno natural a una concepción
artificial e intelectual de dicho fenómeno” (Carr, 2011, p. 58). El
periódico, nacido en el siglo XVI, con las primeras gacetillas alemanas,
representó una tecnología intelectual para “traducir” la realidad social en un
conjunto armónico de noticias que, a la vez, la condensaban y explicaban al
lector lo que era importante de tener en cuenta y lo que no.
La prensa resultó ser un mediador
formidable, que fue configurando las mentes de las personas hasta convertirse
en lo que Harold Innis llamó “un peligroso monopolio del conocimiento” (Briggs,
Burke, 2002, p. 17). Como todo monopolio, tuvo su auge (en el siglo XIX y
mitad del XX) y luego, por la misma circunstancia, su caída estrepitosa (con la
aparición de la televisión, a mediados del siglo pasado y con internet, en lo
que va del siglo actual).
Y, también como todo monopolio de
la comunicación pública, creó en los lectores una forma privilegiada de
percepción que, a la larga, se ha convertido en un mapa para mirar al
mundo. Y tal mapa tuvo que encontrar derroteros diferentes, “nichos”
donde aplicar su poderío. Los ha encontrado en la especialización, en la
promoción de un modo de entender el mundo acorde a las necesidades de grupos
específicos (por ejemplo, los católicos), peleando, palmo a palmo, por el lugar
de la palabra impresa en la era de las imágenes.
Los fundamentos de la prensa,
lejos de haber perdido importancia, la han recuperado. Partimos de un
hecho necesario de ser reflexionado por todo aquel que se dedica al periodismo,
en sus versiones en papel o digital: hoy más que nunca el modelo de
investigación, reportaje, crónica, entrevista a fondo, artículo informado,
editorial enjundioso y periodismo literario, por citar los géneros “clásicos”
pueden impactar el mundo del lector acostumbrado a la venta de la banalidad y a
los espacios minúsculos, cambiantes, escurridizos del dominio de la imagen
2
El sacerdote jesuita Walter J.
Ong realizó un estudio extraordinario sobre las edades de la cultura del hombre
occidental en relación a los medios de comunicación dominantes (The Presence
of the Word, New Haven, 1967). Las dividió en tres: cultura oral,
cultura impresa y cultura electrónica. Cada etapa organiza una forma de
conocer el mundo y de conocernos a nosotros mismos. La oral a partir de
la palabra hablada y el oído; la impresa, a través del texto y la vista, y la
electrónica, a través del espectro audiovisual.
Otro católico: Marshall McLuhan,
acuñó la célebre frase de que “el medio es el mensaje”. Es decir, que el
medio de comunicación usado de forma privilegiada en una era (el lenguaje, el
libro, la imagen televisada…) para trasmitir el mapa del mundo a los otros, es,
en sí mismo, el mensaje que se envía al espacio y al tiempo.
La tesis del padre Ong es,
ligeramente, distinta a la del profesor McLuhan, pero en el horizonte se tocan
(en el respeto mutuo hacia la Palabra de Dios y su relación con su criatura):
“El medio tal vez no sea el mensaje, pero determina el mensaje para el
espectador o el auditorio. De este modo, necesitamos estudiar los medios
de comunicación como factor determinante en la percepción” de la gente (Lowe,
1986, p. 13). Son ellos, a la vez, el mensaje y el modo de interpretar el
mensaje. Y, además, con las modernas investigaciones sobre la
neuroplasticidad (la capacidad plástica del cerebro humano para moldear su
estructura de acuerdo a lo que la persona hace o deja de hacer), son los que
moldean nuestro cerebro. Somos lo que pensamos, sí, pero también lo que
leemos, escuchamos, navegamos, los que oramos, lo que percibimos en la Palabra
como signo de la Presencia de Dios.
Más aún, somos lo que nos
oponemos a ser frente a la tiranía de la publicidad del “todo cambia” con que
nos bombardean los medios de la imagen en los que “El tiempo pasa volando, y el
truco, escribe Zygmunt Bauman, consiste en mantenerse a flote con las
olas. Si uno no quiere hundirse, debe seguir haciendo surf, y eso
implica cambiar de vestuario, de muebles, de papel pintado, de aspecto y de
hábitos –cambiar uno mismo, en definitiva—tan a menudo como le sea posible” (Tiempos
líquidos. Vivir en una época de incertidumbre. 2008, p. 146)
En este contexto, ¿cómo no ver un
“área de oportunidad” para la prensa católica? ¿Cómo no percibir la
necesidad de moldear nuestra razón hacia la trascendencia, dejar de hacer surfing,
zapping, mobing con la realidad y anclarse en lo que conserva, lo que se
hunde en las raíces del tiempo, lo que se anuncia desde la identidad del ser
humano como origen y destino; es decir, Dios?
3
La identidad de la prensa
católica se inserta dentro de este movimiento de la cultura. Es decir,
como nuestro cerebro y su sinapsis, no se trata de una identidad estática,
determinada, monolítica. Cambia y se adapta a los modos privilegiados de
la percepción creados por los medios de comunicación. No obstante el
cambio, la prensa católica tiene raíz. Raíz profunda e inalterable: la
sabiduría cristiana.
El 26 de enero de 1923, en el
transcurso de su Carta Encíclica Rerum Omnium, el Santo Padre Pío XI
declaraba a san Francisco de Sales como el Santo Patrono de los periodistas y,
en general, de la prensa católica. Se conmemoraba, entonces, el tercer
centenario de su muerte. Pío XI, guiado por el Espíritu Santo, daba en el
clavo de la identidad de la prensa católica al pedir a los operadores de estos
medios que imitaran a Francisco de Sales observando siempre “la fuerza polémica
junto con la caridad y la moderación” (Cebolleda, 2005, p. 54).
Fuerza polémica es el ingrediente
número uno de la identidad católica en la prensa. La palabra polémica viene
del griego polemikós, guerra, e instituye, en su sentido primitivo, una zona
de fortificación (Corominas, 2008, p. 440). ¿Significa esto que el
Papa Pío XI llamaba a la guerra a la prensa católica como forma concreta de
cristalizar su identidad? Sí, en efecto. La fortificación de la fe
y su expresión viril ante los ataques a Cristo son las insignias de esta
tarea.
Stevenson decía que “no sólo de
pan vive el hombre sino también de estribillos”. Voy a intentar remontar
el perverso estribillo de que los católicos somos atacados por causa de nuestra
fe, para mostrar que somos atacados por la inquietante incompetencia que
mostramos para hacerla crecer en la polémica, en la controversia, el
descrédito, incluso en la descalificación política a la que son tan proclives
nuestra clase política mexicana.
En un párrafo memorable, monseñor
Fulton J. Sheen, una auténtica figura de la televisión estadounidense de los
cincuenta y los sesenta del siglo XX, apunta: “La Iglesia gusta de la
controversia; la desea por dos razones: porque el conflicto intelectual es
constructivo y porque ella está terriblemente enamorada” de la razón (en la
traducción mexicana dice “del racionalismo”). Y añade: “La gran
estructura de la Iglesia Católica ha sido construida por medio de la controversia”
(Errores y verdad, 1983, p. 11).
Polémica, controversia: dos
nombres de una misma guerra: la guerra contra la estulticia. Y para ganar
esa guerra –que es una guerra eminentemente cultural—la prensa católica, sus
operadores y sus directivos, seamos laicos o sean sacerdotes, tenemos
–siguiendo a monseñor Sheen—que hacer dos cosas: pensar duro y pensar
limpio. “Luego (la Iglesia) les pide que hagan dos cosas con sus
pensamientos. Primero les pide que exterioricen esos pensamientos en el
mundo concreto de la economía, el gobierno, el comercio y la educación, y que
por la exteriorización de la belleza, limpien los pensamientos para producir
una civilización bella y limpia” y, más tarde, la Iglesia pide “interiorizar
esos pensamientos y así producir espiritualidad” (Ibid., pp 12-13)
Exteriorizar el pensamiento
católico para producir cultura e interiorizarlo para producir espiritualidad
es, justamente “pensar duro y pensar limpio”. Comunicar la esencia del
catolicismo: ser dignos de comunicar la Verdad.
4
Pero, ojo, aquí estamos frente al
más grave obstáculo de la prensa católica en particular (y de la comunicación
pública en general): la deficiencia en el lenguaje para “exteriorizar la
belleza”, en nuestro caso, la belleza de la Palabra y del Verbo Encarnado; la
asombrosa novedad de la Revelación, el Escándalo de la Cruz, el trallazo de
esperanza de la Salvación…
De nueva cuenta, el Papa Pío XI:
para imitar a San Francisco de Sales, es decir, para que los periódicos
diocesanos, laicos, la prensa de inspiración o de denominación católica pueda
ser digna de comunicar la Verdad (nos había dicho ya) debemos ser caritativos y
moderados. Además, estudiar con diligencia; conocer lo mejor posible la
doctrina católica; no corromper la verdad ni debilitarla o disimularla “so
pretexto de no ofender al adversario” y que cuidemos “de la belleza y elegancia
del lenguaje” para que distingamos y adornemos los conceptos “con palabras tan
luminosas que los lectores encuentren deleite en la verdad” (Cebolleda, ibididem).
¡Ah qué grande destino aguardaría
a la prensa católica si fuésemos capaces de descubrir nuestra identidad, misma
que proclama el Prólogo del Evangelio según San Juan; que “En el principio
existía la Palabra / y la Palabra era Dios” (Biblia de Jerusalén).
Dios es el principio de todo y por tanto lo es del lenguaje. Jesucristo
usó el lenguaje con tal belleza y elegancia que no solamente nos mostró al
Padre sino nos dio el camino para salvar el alma. Como advirtió Oscar
Wilde en De profundis, en los evangelios no hay una sola palabra que
falte, no existe una frase que se escape de la economía de la caridad.
Una frase de Cristo es más grande que la obra del más grande poeta de todos los
tiempos, desde Homero hasta Octavio Paz…
No podemos desligarnos de este
origen. La primera tarea a la que tiene que atender la prensa católica es
a la distinción en el uso del lenguaje. Y eso vale para la prensa
impresa, electrónica, televisiva, radiofónica… Pero, sobre todo, para la
escrita. Escribir bien es sinónimo de pensar bien. Y pensamos bien
cuando somos capaces de juntar sentido y significado, la Palabra y el hecho.
Poner a Cristo en el quiosco no es cuestión de buena voluntad (ni de ponerle
nombres bíblicos a los periódicos católicos): es cuestión de la más grave
competencia profesional, lingüística, incluso –si se me permite—artística.
¿Cuántas veces nos preocupamos de
que los lectores encuentren “deleite en la verdad”? Valoramos más el mero
hecho de salir cada semana, cada quincena, cada mes o cada día, que en rendir
reverencia a la verdad por medio de la palabra. Si se me permite el
alocado símil, la seña de identidad de las primeras comunidades cristianas era
el amor, de tal suerte que al pasar la gente exclamaba “miren cómo se aman”;
así la prensa católica debería arrancar la opinión generalizada de “miren qué
bien escriben”.
5
Escribir bien no hace –por sí
mismo— que la prensa católica se distinga. Pero ayuda mucho. Sobre
todo porque la tarea de ésta, de acuerdo a su identidad, es hacer ver (a los
propios católicos y a los hombres y mujeres de buena fe) que “la Iglesia es el
hogar natural del espíritu humano”, según la conocida frase de Chesterton.
Por falsa modestia, por no decir
abiertamente, por ignorancia, nos da vergüenza siquiera pensar que nosotros,
los creyentes, tenemos algo que decirle al mundo (y que es esencial que el
mundo lo escuche). En esto, como en tantas cosas. Joseph Ratzinger nos
quita los avergonzados o lo vergonzantes. En un debate en el año 2000 con
el filósofo ateo Paolo Flores d’Arcais, el cardenal Ratzinger le dijo que “la
cuestión de Dios no es una cuestión privada, entre nosotros, de un club que
tiene sus intereses y hace su juego. Por el contrario, estamos
convencidos de que el hombre necesita conocer a Dios; estamos convencidos de
que con Jesús apareció la verdad, y la verdad no es la propiedad privada de
alguien, sino que ha de ser compartida, ha de ser conocida” (Ratzinger, Flores
d’Arcais, 2008, p. 29).
El hombre busca la verdad.
Y la verdad es el Dios de Jesucristo. Por lo tanto, al difundir (ojalá
que bellamente escrita) la verdad, la prensa católica invita a todos a volver a
casa, a volver a la Iglesia, no como se vuelve a un oscuro hogar que nos aísla
del mundo, sino como el punto de encuentro donde fe y razón se tocan, donde la
totalidad del ser humano se escabulle del sistema de los objetos (del mercado)
para situarse –cara a cara—frente a la eternidad.
Tal es la razón por la que Pío XI
invitaba a los periodistas católicos a estudiar con diligencia, a no corromper
la verdad descafeinándola, a profundizar con seriedad (como hacemos con las
estadísticas del futbol o con los pronósticos políticos) en la doctrina de la
Iglesia. No podemos anunciar la belleza de la verdad (su esplendor) si
conocemos a medias sus fundamentos. Enamorarse de la verdad es enamorarse
de Jesús. La palabra hebrea del conocimiento también es la del
amor. Solamente amamos lo que conocemos. Y solamente conocemos (a
fondo) lo que amamos.
La teoría de la recepción del
público tiene su fundamento en la trabazón del medio y el mensaje tanto como en
la capacidad del lector, del espectador, a moldear su mente frente al propio
mensaje. Creo que debemos de dejar ya los pretextos de que somos
malísimos escribiendo pero buenísimas personas para, sin dejar de ser
discípulos, nos ganemos nuestro derecho a penetrar en los hogares y en las
conciencias de los lectores y efectuar, desde ahí, la obligación de la misión
permanente a la que nos ha llamado Aparecida.
6
El hermoso libro de Jean
Leclercq, El amor a las letras y el deseo de Dios, demuestra cómo la
cultura monástica de la Edad Media, sobre todo a partir de la Regla de San
Benito, realizó la combinatoria de la que surge la identidad de la prensa
católica y que puede ser resumida en la siguiente frase: “el buen estilo como
homenaje a Dios” (Leclercq, 2009, p. 320).
Los monasterios no se conformaron
con una vida parcelada, roturada por la fe. Ahondaron en la Palabra y
extrajeron de ella maravillosos tesoros que, más adelante, fueron el cimiento
del arte occidental, desde la poesía hasta la pintura. Partían del hecho
de que si la Biblia es un libro escrito con arte, los escritores cristianos “no
tenían por qué renunciar a este modo de expresión” (Leclercq, ibididem).
Al tiempo que recuperaron la cultura clásica (la griega y la latina, sobre todo
la griega), los monasterios propiciaron una cultura nueva, nuestra
cultura. Nació empapada de la verdad. Poco a poco la hemos ido
secando. Poco a poco, en un movimiento de resaca, por nuestro excesivo
culto a la flojera, hemos ido desmoronando el edificio de la cultura católica
de occidente para dejar que se llene de nada.
Gabriel Zaid denuncia este
movimiento de abandono en su conocido ensayo “Muerte y resurrección de la
cultura católica” (Imdosoc, 1992). Los católicos (mexicanos) fuimos
protagonistas del desarrollo cultural del país hasta principios del siglo
pasado, digamos que hasta la anticatólica Constitución de 1917. Luego,
desaparecimos y dejamos que todo el siglo XX (también lo que va del XXI) la
vanguardia creadora no fuera católica. Nos metieron (o nos metimos) en un
gueto. Dejamos de ser modernos y nos convertimos en “una cultura
marginal, en las metrópolis de la cultura dominante” (Zaid, p. 38).
Salimos de la polémica. Nos
arremolinamos apiñados en nuestras zonas de confort. Como se suele decir
vulgarmente, nos arrebujamos en las sacristías. Cierto que hubo una
persecución violentísima (1926-1929), una guerra con 250 mil muertos (la
cristiada); un intento por hacer desaparecer a la Iglesia (Calles, Portes
Gil, Rodríguez, Ortiz Rubio), de volver marxista al Estado mexicano (Cárdenas
se quedó en la educación) y, después, hasta hoy, una simulación constante, en
la cual los gobernantes prohíben las escuelas católicas y mandan a sus hijos a
estudiar en ellas… Pero de ahí a jugar al escondite hay un enorme
trecho: la cultura católica (de nuevo Zaid) pasó “de excomulgadora a
excomulgada”.
Y eso también se puede ver en la
prensa católica. Tanto El Tiempo de Victoriano Agüeros, que
funcionó de 1883 a 1912, como El País, dirigido por Trinidad Sánchez
Santos y que circuló de 1899 a 1914, llegaron a ocupar un lugar primordial en
la prensa nacional. Según Manuel Ceballos (“Las lecturas católicas” en Historia
de la lectura en México, Colmex, 1988, p. 187), El País llegó a
tirar 250 mil ejemplares diarios. Quizá más que ninguno otro periódico
hasta la fecha. Y el 12 de diciembre de 1909, al celebrarse en Ciudad de
México el Congreso de Periodistas Católicos (quizá el antecedente de este
Encuentro), Jorge Adame Goddard (El pensamiento político y social de los
católicos mexicanos, 1867-1914, p. 196) enlista hasta 39 periódicos
católicos que van La hoja dominical de Monterrey o La tribuna
católica de Ciudad de México a El buen combate de Cotija, Michoacán
y El reproductor, de Villanueva, Zacatecas.
Si la prensa católica no es
polémica, si no participa en la conformación de la cultura, si se esconde
detrás del ambón y suspira por tiempos idos, la prensa católica es poca
cosa. Por lo menos, no es lo que quiere Jesús de ella. Ni los
lectores católicos.
7
Hace tiempo debí definir identidad.
Voy a hacerlo de la manera más problemática posible con el filósofo y “padre
del existencialismo” Martin Heidegger quien, en su lenguaje intrincadísimo,
dejó escrito que “la esencia de la identidad es una propiedad del
acontecimiento de transpropiación” (Identidad y diferencia, 1988, p.
91). En la fórmula A = A, A no es lo mismo que A sino los elementos de A
se transpropian a A. Dicho lo cual, la esencia de la identidad de la
prensa católica es el acontecimiento mediante el cual la doctrina de la fe se
transpropia a las páginas de un periódico, de manera tal que el periódico (A)
remita a la Iglesia (A) y la Iglesia (A) remita al periódico (A).
No se trata de un acuerdo: es una
simbiosis en la cual cada miembro conserva su posición de diferencia pero,
también, de similitud gozosa. Son distintos, pero no separados. En
la Iglesia se guarda el depósito de la fe. En la prensa católica se
difunde ese depósito. Pero es la misma fe. A la Iglesia le
corresponde guardar las llaves. A la prensa católica, mostrar el
contenido del cofre del tesoro. ¿Quién está capacitado para mostrar este
contenido? El laico y el sacerdote pero sin confundirse de acción: a ninguno
le corresponde –según Jacques Maritain (Humanismo integral, 2001, p.
367)-- “hablar en nombre del catolicismo o arrastrar a mi camino a los
católicos como tales”.
A primera vista, la tesis de
Maritain es incorrecta. Pero sólo a primera vista. Porque bien
mirado tiene toda la razón: nadie puede hacerse responsable de enredar a la
Iglesia (una realidad espiritual) en las acciones temporales o que se dan en el
plano temporal. El periódico católico (por el hecho de ser periódico)
tiene que estar presente en el plano temporal. No puede juzgar las cosas
que suceden “en nombre del catolicismo”, como tampoco en nombre de la Iglesia y
mucho menos en nombre de Jesús.
“¿Hay, pues, que abandonarlo
todo? ¿Hay que renunciar aún a la idea de una prensa católica, o pensar
que la única prensa católica aceptable sean las Semanas religiosas o los
Boletines diocesanos, y aún sólo en su parte oficial?”, nos interpela
Maritain. Él mismo responde que no es así, que hay “adquirir conciencia
del problema y resolverlo distinguiendo dos tipos esencialmente diversos del
periodismo: unos específicamente católicos y religiosos, católicos –por
consecuencia—de denominación; otros específicamente políticos o
‘culturales’, que es preciso, en verdad, desearlos católicos, pero católicos de
inspiración no de denominación” (Maritain, ibid., pp. 367-368).
Los de denominación, explica
Maritain, tienen que llevar dos partes: una de acción católica y otra de
información. Se trata de hallar un tipo de periódico católico “que
pudiera, por una parte, darles formación doctrinal católica de la cual sienten
necesidad, explicarles (a los fieles) y comentarles las encíclicas pontificias
y los actos pontificios, hacerles conocer las grandes síntesis de la sabiduría
cristiana, política y social; y, por otra parte, ofrecerles una información
exacta y objetiva sobre todos los aspectos de los problemas temporales de la
época, permitiéndoles escapar así a la atmósfera envenenada de mentiras de que
son responsables las excitaciones de los partidos” (Maritaín, ibid., p.
369).
Los de inspiracióncatólica son
los que eligen una posición política y social y una línea editorial muy
concreta en función de los intereses de la Iglesia, sí, pero también de los
bienes temporales. Son los que dependen de la iniciativa de particulares
o de grupos fundadores. “Sin duda, mientras su inspiración es verdadera e
íntegramente cristiana, dan testimonio del Evangelio y sirven de manera eficaz
a la penetración del cristianismo en el mundo y en la vida. Pero el fin
propio y directo al que apuntan no es el apostolado, es una obra temporal que
cumplir, una verdad temporal que servir, un bien terrenal que asegurar”.
(Maritain, ibid., p. 370).
Los de denominación son, pues,
específicamente religiosos, yo quisiera decir, diocesanos. Su identidad
está marcada por ser una prensa especializada que dota al lector de doctrina y
que la doctrina vigila la información. Los de inspiración están en la
batalla cotidiana, respondiendo a una necesidad vital de los lectores: poder ver
al mundo con las gafas católicas. Estos son los periódicos de los laicos
al servicio de la Iglesia, en comunión con ella, pero actuando desde una esfera
independiente.
Ambos periódicos –los diocesanos
oficiales y los laicales no oficiales-- son necesarios en el espectro de la
presencia de la Iglesia en el mundo de la prensa. Pero –advierte
Maritain—no deben confundirse. La hibridación es perniciosa porque “las
esencias piden ser respetadas”. Pero si no deben confundirse, sí deben
fundirse. Nada es más depredador para la Iglesia que la desunión.
La fábula de los cangrejos mexicanos (que, en un restaurante internacional de
cangrejos tienen la cubeta destapada porque no hay necesidad de taparla: cada
vez que uno va a salir los otros le jalan la tenaza y lo vuelven a la
mediocridad), que tan bien “funciona” en otros ámbitos, en el de la Iglesia
católica no tiene cabida. Y sí la tiene, flaco favor le estamos haciendo
a Nuestro Señor.
8
Sea de inspiración o de
denominación católica, la prensa católica tiene que estar bien escrita,
elegantemente escrita, profundamente comprometida con el ser humano en su dolor
y en su esperanza, y avanzar en el camino de un orden social, político y
económico justo, un orden católico, como lo definió Etienne Gilson, en el que
se privilegie a la persona sobre los intereses de los partidos y del
poder.
El orden actual “no solamente nos
desmoraliza al descristianizarnos, sino que trabaja para embrutecernos” dice
Gilson (Por un orden católico, 1936, p. 17). La misión de la
prensa católica es hacer girar la rueda de la sociedad en sentido inverso:
recristianizar y desembrutecer. No se recristianiza edulcorando el
mensaje del Evangelio ni repitiéndolo mil veces. No se desembrutece
mediante un lenguaje primitivo, balbuceante, incoherente. También en el
periodismo católico funciona la frase que acuño don Jesús Reyes Heroles para la
vida política: “forma es fondo”.
9
La tarea es mayúscula. Pero
no imposible. La unidad de los periódicos católicos, el reconocimiento de
su identidad, de la pertinencia del Evangelio en la era de la información, la
convicción de que “la verdad nos hará libres” y de que todo hombre busca el
Absoluto de Dios, ha de ayudar a cumplirla.
Los enemigos son muchos. A
veces demasiados. A veces habitando el jardín del al lado. El que
empuña el arado y mira atrás no sirve para Cristo. A la valentía del
deber hay que unirle la humildad de la caridad. Hay que decir bien a
Cristo, incrustarlo en los lenguajes modernos de la comunicación, hay que hacer
una prensa respetable y respetada, acuciosa y vivaz, polémica, forzuda,
batalladora, formidablemente informada, absolutamente enamorada de la
cruz. Hay que hacer una prensa que limpie la cultura y que, mediante la
espiritualidad cristiana, renueve la civilización.
Tenemos el mayor consuelo: el
Señor está con nosotros si nos unimos en oración y en la acción por el
bien. Tenemos futuro, un gran futuro. En 1845, tras los embates de
Voltaire, del iluminismo, del liberalismo, de la masonería y de un largo etcétera,
Charles Forbes, conde de Montalembert, publicista y político francés concluyó
una sesión del Parlamento diciendo: “La Iglesia católica tiene la victoria y la
venganza aseguradas contra aquellos que la calumnian, la encadenan y la
traicionan: su venganza es pedir por ellos y su victoria, sobrevivirlos”.
Lo que es válido para la Iglesia
lo es también para la prensa católica.
10
El 15 de octubre de 1890, el Papa
León XIII expresó:
Puesto que el principal instrumento empleado por nuestros enemigos es la
prensa, que en gran parte recibe de ellos inspiración y apoyo, sería importante
que los católicos opusieran a la prensa inicua una prensa que fuese buena para
la defensa de la verdad, del amor a la religión y para el conocimiento de los
derechos de la Iglesia… Es deber de los fieles apoyar eficazmente a esa
prensa, tanto rechazando como dejando de favorecer de cualquier modo a la
prensa inicua, y también directamente cooperando, en la medida en que cada uno
pueda, para que viva y se desarrolle.
Ciento veintiún años más tarde
seguimos en la misma tesitura. Y pidiendo lo mismo: apoyo. Pero no
podemos pedir apoyo si lo que damos son migajas a Dios. A Dios hay que
darle lo mejor. Y a la Iglesia. La identidad de la prensa católica
es la vecindad con la verdad, con la civilización del amor, con el corazón del
hombre.
Ésta es la “prensa libre” de la
que habló Hilaire Beloc, la que tendrá éxito “en su finalidad principal que es
dar a conocer la verdad”. La que se constituye, desde su identidad, como
un mapa para llegar a Dios. La que nos pide el México de hoy. La
que nos exige Jesucristo, nos implora la Virgen de Guadalupe y la que nos han
de comprar los fieles cada domingo.
La otra, la que vive fuera del
tiempo, creyendo que, porque se dice católica va a ser prensa aceptada, leída,
apreciada y formadora de opinión pública, es una prensa trasnochada, que se
avergüenza de Jesús y que a semejanza de la Iglesia “clientelar”, aspira a un
mundo fantasmagórico y confuso de “puros” y “biempensantes” que nada tienen que
ver con los católicos de a pie. Los católicos que necesitan, sin saberlo,
que les acerquemos la libertad en la verdad.
Fuente: www.zenit.org
No hay comentarios:
Publicar un comentario