El 7 de agosto de 1790, en plena euforia de la Revolución francesa, el diario Mercure de France aseguraba: "El primer autor de esta gran revolución que asombra a Europa es, sin duda, Voltaire. Él no ha visto todo lo que ha hecho, pero él ha hecho todo lo que nosotros vemos. Es él quien ha abatido la primera y más formidable barrera del despotismo".
Pocos meses después, sus restos mortales, que habían sido enterrados casi en el silencio trece años antes en Ferney, entraban triunfalmente en el Panteón de Hombres Ilustres de París, entre aclamaciones de multitudes.
Quizá el juicio de aquel diario parisino fuera exagerado respecto a la influencia de Voltaire –el famoso Patriarca de la tolerancia– en la Revolución francesa, pero no cabe duda de que fue el principal demoledor de las formas anteriores, y quien abrió paso a Rousseau, que proporcionaría a la Revolución francesa su base intelectual.
Rousseau, con su obra Contrato Social, creó el concepto de Voluntad General –la suma de voluntades de los hombres–, reconocida como "santa", "inviolable" y "absoluta". Desencadenó la revolución en busca del Estado perfecto, fundado en la supuesta unidad entre moral civil y decisión soberana, pero que acabó –era previsible– en el Estado totalitario vestido con las galas de la legalidad de una Voluntad General. La idea inicial del hombre autónomo acabó por desembocar en un Estado totalitario.
Junto a ello, y como señala Paul Hazard, se abrió un proceso como jamás lo hubo: el proceso contra Dios. El 13 de abril de 1790, la Asamblea Nacional rechazó el catolicismo como religión nacional. El 12 de julio se decretó la expropiación de los bienes eclesiásticos. El 27 de noviembre se exigió a todos los dignatarios eclesiásticos jurar acatamiento a la nueva ordenación legal del clero.
Los sacerdotes y religiosos hubieron de refugiarse en la clandestinidad, como en tiempos de las catacumbas, y más de 40.000 –unos dos tercios del clero francés– fueron deportados o guillotinados: desde todos los lugares de Francia, cargados en carretas de caballos o de bueyes, encerrados en jaulas, muchos eran conducidos, ayunos durante un viaje de días y aun semanas, a Burdeos, Brest y Nantes para ser allí embarcados con destino a la Guayana; tan solo la mitad aproximadamente llegarían con vida a su destierro.
El 8 de junio de 1793, mientras el populacho saqueaba los templos por todas partes y entronizaba en ellos a meretrices como expresiones de la diosa Razón, Robespierre proclamó la "Religión del Ser Supremo". Se abolió el calendario, los nombres de los santos, e incluso las campanas de los edificios religiosos.
Las carretas atestadas de víctimas de la guillotina serían un espectáculo incesante y habitual por las calles de París. Pero el cuadro del horror alcanzaría su punto culminante con los asesinatos de septiembre y las bárbaras torturas y vejaciones a que se recurrieron para aplastar la reacción de los campesinos católicos de La Vendée.
La historia conocía ya abundantes ejemplos de guerras y represiones por motivo de religión, que han sido terribles muestras de las crueldades a que a veces ha llegado a lo largo de los siglos la intolerancia religiosa. Pero aquella bestial represión de los católicos de La Vendée fue, como ha dicho Pierre Chaunu, la más cruel entre todas las hasta entonces conocidas, y el primer gran genocidio sistemático por motivo religioso. Y quizá lo más lamentable fuera que –también por primera vez en la historia– esta masacre se llevó a cabo bajo la bandera de la tolerancia.
El asunto no quedó en el frenético y sangriento sube y baja de la rasuradora nacional que en su día inventara Guillotin. Al primer asalto en masa siguió una fría organización del genocidio.
En agosto de 1793, la Convención de París expidió un decreto disponiendo que el Ministerio de la Guerra enviase materiales inflamables de todo tipo con el fin de incendiar bosques, cultivos, pastos y todo aquello que arder pudiera en la comarca. "Tenemos que convertir La Vendée en un cementerio nacional", exclamó el general Turreau, uno de los principales responsables de la matanza.
Como narra Hans Graf Huyn, fueron violadas las monjas; cuerpos vivos de muchachas soportaron el descuartizamiento; se formaron hileras con los niños para ahogarlos en estanques y pantanos; mujeres embarazadas se vieron pisoteadas en lagares hasta morir, y en aldeas enteras los vecinos perecieron por beber agua que había sido envenenada. Casi ciento veinte mil habitantes de La Vendée fueron asesinados, y arrasadas decenas de miles de viviendas.
La cuestión de fondo de aquel enfrentamiento –como observa Jean Meyer– no estuvo en la disyuntiva entre monarquía o república, ni fue un conflicto entre estamentos, sino que consistió más bien en la decidida intención de extirpar esas creencias sin reparar en medios.
Alfonso Aguiló
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