Alfonso Aguiló
Cuenta Victor Frankl cómo en California se ensayó hace unos años la inserción de electrodos en el hipotálamo de cerebros de ratas vivas. En cuanto se apretaba una tecla para cerrar un circuito eléctrico, las ratas recibían una pequeña descarga y experimentaban ya sea un orgasmo o bien una satisfacción de su necesidad de alimentarse. Luego, las ratas aprendieron a apretar la tecla por su cuenta.
Al poco tiempo, se volvieron tan adictas a este sistema que se satisfacían hasta 50.000 veces por día de esta manera. Lo interesante del ensayo es que las ratas dejaban de lado la comida real y a sus parejas sexuales verdaderas.
No me resisto, aunque parezca un poco fuerte, a hacer una comparación entre ese experimento con el fenómeno de los servicios eróticos a través de líneas telefónicas, de internet o de algunos canales de televisión. Es un hecho que muchos chicos y chicas pasan desde muy temprana edad muchas horas dedicados a esos entretenimientos, con la consiguiente tendencia a la adicción y a la obsesión, y con consecuencias nada desdeñables en su educación afectiva y sexual.
¿Qué debe hacer la sociedad ante esto? Porque la libertad es un elemento claro, pero también lo es el duro acoso que ese mercado supone para tantos menores de edad. Y de la misma manera que se regula el derecho a fumar en las aulas o en los aviones, o que se limita el consumo de alcohol por parte de menores en locales públicos, debería regularse el acceso público a semejantes instrumentos de deseducación juvenil.
Conviene, por el bien de la sociedad, denunciar el atropello de quienes con estos servicios se entrometen con engaño en la educación de los hijos de los demás, muchas veces en su propio domicilio y sin conocimiento de sus padres.
El sexo, la violencia descarnada y el sensacionalismo parecen haberse convertido en los pilares de esa gran industria, que no duda en revolver en los más bajos sentimientos de las personas con tal de incrementar su tráfico mercantil o sus índices de audiencia, sin respeto del tipo de destinatario ni de las franjas horarias juveniles. No hay que negarles que todo eso encierre algunos valores artísticos o de información: raro será que no proporcionen alguna observación ingeniosa o dato de interés; pero también podrían encontrarse elementos nutritivos -proteínas, hidratos de carbono, etc.- en un cubo de basura.
Es preciso demandar en los responsables de los medios de comunicación un poco de ingenio para que encuentren el modo de salvar la competitividad sin que se produzca una carrera comercial a costa de la moralidad pública. No se trata de que los medios de comunicación se transformen en medios dedicados exclusivamente a la educación, pero sí han de ser conscientes de su responsabilidad en ese sentido, y las leyes deben regularlo en la medida que sea posible.
El valor de una sociedad se muestra en los valores que considera dignos de protección.
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