La hospitalidad es la virtud que “nos
induce a dar techo y alimento a las personas que lo necesiten”.
Es tratar a los demás con respeto y dignidad, con importancia de invitado de honor en nuestro hogar, sea quien sea. Es abrirle las puertas a alguno de una parte de nuestro mundo. En la antigüedad clásica, ya la hospitalidad brindada al extranjero que pedía asilo y amparo era considerada como muestra de civilización, como una virtud y un deber. Durante milenios los pueblos prestaron este servicio. Se ejercitaba con los peregrinos, menesterosos y desvalidos, recibiéndoles y prestándoles la debida asistencia a sus necesidades. Entre otras cosas, debido a las distancias y los escasos medios de transporte con los que se contaban, el negar a un viajero la hospitalidad, (dar de comer, beber y albergar para pernoctar), podía muy fácilmente matar al viajero de hambre y/o de frío antes de que encontrara otro lugar donde pudieran ayudarle. De ahí que era importante para el otro esa mano que se tendía y que había que tender.
La Odisea de Homero dice: “Los dioses recorren las ciudades en forma de mortales, observando quiénes son los que tratan con violencia y los que reciben con bondad a los forasteros”. También los romanos consideraban la hospitalidad como una alta virtud. Aún para los estoicos, el hombre era un ciudadano del mundo, por lo cual nunca un extranjero; de ahí que fuese inhumano no concederle hospitalidad.
El Nuevo Testamento aporta una profundización teológica al concepto de hospitalidad. La vida de Jesús fue una constante petición de alojamiento. Desde horas antes de su nacimiento en Belén, pasando por otros muchos momentos en que le vemos solicitar acogida en casa como la de Zaqueo o la de Lázaro. Su mensaje también es un canto a la hospitalidad. A partir de ahí, la hospitalidad será la obra de misericordia que los buenos cristianos estarán obligados a practicar con sus semejantes más menesterosos. Dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, dar posada al peregrino, que son las tres necesidades básicas de un forastero: la de alimentarse, la de hidratarse o beber y la del descanso o pernoctar. En la Edad Media comienzan las grandes peregrinaciones en Europa identificadas mayormente con el camino de Santiago de Compostela. Toda la asistencialidad la enseña especialmente la Iglesia. Obispos, abades, condes, duques o reyes y hasta la gente común, acudían a Compostela desde lugares lejanos. Eran peregrinos que viajaban con comitiva y a caballo, con recursos y protección propia.
A mediados del siglo XI, finalizados los siglos de guerra y de las invasiones, comienzan las personas a moverse para enriquecerse viajando y comunicándose en una multitud de actividades. Comienza una gran corriente migratoria y se establece la ruta que, con ligeras variantes, se mantendrá hasta nuestros días. Los sectores de más interés se hicieron cargo de atender el camino. Fueron los monjes, especialmente los cluniacenses, los benedictinos, la nobleza y los obispos, quienes tomaron poco a poco a su cargo esta tarea. Pero serán los monjes, especialmente los benedictinos, quienes marcarán un antes y un después en el desarrollo hospitalario del camino. Los reyes a su vez, promovieron la fundación y dotación de hospitalidad, ya sea usando el patrimonio real u obispos como Pedro Pelayo que lo hicieron en España en la ciudad de León.
San Benito, en el siglo VI, la gran figura monástica de la Edad Media, había dicho una y otra vez que la hospitalidad tenía que ser la primera virtud de los monjes. Esto queda definido en sus reglas: “A todos los huéspedes que se presenten en el monasterio ha de acogérseles como al mismo Cristo en persona, porque Él lo dirá un día: “Era peregrino y me hospedasteis”. El comentario de la Regla especifica: “Que a los peregrinos se les saldrá a recibir con una muestra de sincera caridad saludándoles con una humildad profunda. Una vez acogida, se leerá ante ellos la ley divina y luego se les obsequiará con todos los signos de la más humana hospitalidad”.
A finales del siglo XI había una red asistencial en todas las etapas del camino construida por la Iglesia, quien se hizo cargo de todos aquellos pequeños que reclamaban atención, (como los pobres, los huérfanos, las viudas, los ancianos y heridos que habían dejado las guerras), creando orfanatos, asilos, hospederías monacales y hospitales que servían de cobijo a los caminantes, especialmente en aquellos parajes más extraños y difíciles.
Los siglos XII y XIII significaron el apogeo de las peregrinaciones, de ahí que contaran con el apoyo de los religiosos y de los poderosos fundando hospitales. Hospitales que aún siguen siendo los fundacionales y que estaban en su mayoría bajo el control de monasterios benedictinos, más o menos directamente vinculados a Cluny. Más tarde se incorporan los laicos acaudalados, convirtiendo a las parroquias en centros de asistencia. La gente rica dejaba en sus testamentos bienes para la asistencia. Todos los centros hospitalarios contaban con un lugar a cubierto para dormir y un fogón para calentarse y cocinar. Monasterios, iglesias, capillas, hospitales y cofradías, con sus reliquias de santos e imágenes, eran el paso obligado en donde los peregrinos recibían asistencia material y espiritual.
La beneficencia estaba sacralizada. De hecho, desde el momento en que se atravesaba la puerta de un hospital, los peregrinos participaban de los oficios religiosos. Antes y después de comer se rezaba por el alma de los bienhechores y reanudaban la marcha después de haber escuchado misa. San Francisco, siglo XIII, “en la Regla manda a los frailes que practiquen la hospitalidad: “cualquiera que a ellos viniere, amigo o enemigo, ladrón o salteador, con benignidad sea recibido”. (1)
La hospitalidad es abrir su propia casa, su propio mundo al prójimo. No depende de los bienes económicos, sino de la actitud generosa y receptiva para con el otro. Es el recibir compañeros de deportes en nuestras casas cuando vienen a competir y se trasladan de una ciudad a otra por unos días. Es la persona que en un club se acercará a quienes vinieron a competir de las ciudades vecinas y les preguntará como están, si necesitan algo, y compartirá con ellos algún almuerzo o momento. Es la que pasará por el hotel donde se alojan y les preguntará como están organizados para desplazarse, si tiene contratados vehículos o si prefieren que los pasen a buscar. Es la que, (si puede), los irá a buscar a la estación de ómnibus, de tren o al aeropuerto, y los despedirá también ahí, lo que es tan agradable. Es el que siempre está dispuesto a ofrecer un mate o un café en su oficina demostrándole al prójimo que está dispuesto a concederle algunos minutos de su tiempo. Es el que dejará de lado lo suyo para hacer sentir al otro que es importante, que es bien recibido, honrado y apreciado. Es el que abre su casa con facilidad y generosidad para todas las reuniones familiares, para Navidad, para los bautismos y aniversarios o hasta las reuniones de la Sociedad de Fomento. Es la persona que siempre está dispuesta a armar unas camas para que se queden a dormir un hijo casado con su familia que están de paso, un sobrino o unos nietos que vinieron a visitarlo, haciéndolos sentir, además, que son bienvenidos. Estas son actitudes de hospitalidad adaptadas a la vida moderna. Hay gente que siempre tiene en la boca: “Lo organizamos en casa” y no necesariamente son los que más medios tienen. Simplemente son los que piensan en los demás y comparten lo que tienen, aunque sea unos momentos para que el otro se sienta bien recibido, como el ejemplo del club.
En nuestra Patria que nació católica, esta virtud estuvo muy arraigada especialmente en el campo argentino, en donde existía una matera con el fuego prendido para que todo caminante o forastero que anduviera de paso pudiera parar y alimentarse y aún quedarse a dormir si fuese necesario. Otra costumbre natural en el campo era el levantar a las personas en la ruta para trasladarlas de un lado a otro. Conocemos infinidad de maestras rurales que han trabajado años de esta manera, habiendo sido transportadas a las escuelas por la gente que transitaba por las rutas y las llevaba.
Todo esto estuvo en vigencia hasta hace pocos años, en que la industria de los juicios y de lo seguros por accidentes amenazaron y hasta arrasaron la buena voluntad y la virtud de la hospitalidad hacia las personas. Hoy, el temor y hasta el miedo de un injusto pero certero posible juicio y un despojo de todos los bienes por causa de un accidente más los problemas que esto trae consigo, arrasaron, acorralaron, inhibieron y ataron de manos a la famosa “gauchada” y hospitalidad argentina.
La revolución anticristiana en su ataque a todas las virtudes también ha arrasado con esta virtud que hacia tan agradable la vida... En la actualidad, ante la inseguridad reinante, la violencia, los ladrones que ya no saben robar sino matan, la droga tan dramáticamente extendida en la sociedad convierte en una gran falta de prudencia abrirle las puertas a cualquiera y hacerlo pasar o levantarlo en la ruta para trasladarlo de un pueblo a otro. Lamentablemente la prudencia nos exige limitarnos, encerrarnos y protegernos de esta sociedad violenta que ha engendrado la revolución anticristiana. La hospitalidad entonces tendremos que limitarla solamente a la gente que conocemos y nos es familiar, pero en esos casos sí deberemos ejercitarla.
Lo contrario de la hospitalidad es la falta de hospitalidad que es la antítesis de lo que hemos descripto. El no abrir jamás nuestras casas para nada ni para nadie. En no organizar jamás ningún acontecimiento familiar poniendo miles de excusas para no hacerlo, ni un plato en la mesa para recibir a un amigo o conocido que está de paso en la ciudad. En los casos extremos este comportamiento se extiende hasta con los familiares y con los hijos casados que ya se han ido del hogar. La falta de hospitalidad nos hace incapaces de brindar algo de lo nuestro, de nuestra intimidad, de nuestro tiempo para que el otro se sienta bien recibido.
Notas
(1) “Sin volver la vista atrás”. Justo López Melús. Editorial G.M.S Ibérica. S. A. Pág. 23.
Fuente: www.es.catholic.net
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